domingo, 19 de abril de 2015

JAIME MUÑOZ VARGAS [15.677]


Jaime Muñoz Vargas

Jaime Muñoz Vargas es un escritor mexicano, nacido en Gómez Palacio, Durango, en 1964. Radica en Torreón, Coahuila.

Escritor, maestro, periodista y editor. Entre otros libros, ha publicado El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia, Pálpito de la sierra tarahumara, El augurio de la lumbre, Tientos y mediciones, Miscelánea de productos textuales, Nómadas contra gángsters (apuntes para subsistir en la barbarie), Las manos del tahúr, Polvo somos, Ojos en la sombra, Leyenda Morgan, La ruta de los Guerreros (vida, pasión y suerte del Santos Laguna), Filius, Salutación de la luz, Quienes esperan y Guillermo González Camarena, habitante del futuro; algunos de sus microrrelatos fueron incluidos en la antología La otra mirada (Palencia, España, 2005). Ha ganado, entre otros, los premios nacionales de Narrativa Joven (1989), de novela Jorge Ibargüengoitia (2001), de cuento de San Luis Potosí (2005), de narrativa Gerardo Cornejo (2005) y de novela Rafael Ramírez Heredia (2009). En noviembre de 2005, con voto unánime del cabildo, fue designado ciudadano distinguido de Gómez Palacio. El 15 de septiembre de 2009 recibió la medalla Magdalena Mondragón que le otorgó el ayuntamiento de Torreón, Coahuila, por su trayectoria literaria. Escribe y publica muy frecuentemente artículos, ensayos, crónicas, aforismos y microrrelatos en el blog [“Ruta Norte”] . Reseñas y artículos suyos han aparecido en revistas y periódicos de México, España y Argentina. Escribe la columna Ruta Norte para el periódico Milenio Laguna.

Obras

Narrativa

El augurio de la lumbre, TIM-INBA-ICF-CNCA, 1990, Torreón, (cuento)
El principio del terror, Joaquín Mortiz/Serie del Volador, Torreón, 1999. (novela)
Fervor de Santa Teresa. Instituto de Cultura de Guanajuato, Torreón, 2002. (novela)
Juegos de amor y malquerencia (segunda edición de Fervor de Santa Teresa), Joaquín Mortiz, Torreón, 2003. (novela)
Las manos del tahúr. Hermosillo: Instituto Sonorense de Cultura, 2006. (cuento)
Polvo somos. Diez cuentos de fútbol rupestre, Iberia Editorial, Torreón, 2006. (cuento)
Ojos en la sombra, UAdeC, Saltillo, 2007. (cuento)
Monterrosaurio, Editorial Arteletra (colección 101 años), Torreón, 2008. (cuento)
Leyenda Morgan (cinco casos de sensacional policiaco), Ediciones Sin Nombre, México, 2009. (cuento)
Parábola del moribundo, Instituto Politécnico Nacional, La Cabra Ediciones, Fundación Guadalupe y Pereyra e Instituto de Cultura del Estado de Durango, México, 2009. (novela)
Para escapar de Malisani. Treinta relatos futbolísticos, Macedonia, Buenos Aires, 2011. (cuento). Segunda edición como Polvo somos (treinta relatos futbolísticos), Axial-Arteletra, México, 2014.

Poesía

Pálpito de la Sierra Tarahumara, Fondo Editorial Tierra Adentro No. 125, México, 1996.
Filius (adagio para mi hija), Iberia Editorial, Torreón, 1997.
Salutación de la luz, Iberia Editorial, Torreón, 2001.
Quienes esperan, Iberia Editorial, Torreón, 2002.

Reseña / Biografía / Periodismo

La ruta de los Guerreros (vida, pasión y suerte del Santos Laguna), Iberia Editorial, Torreón, 1999.
Tientos y mediciones (breve paseo por la reseña periodística), Universidad Iberoamericana, Torreón, 2004.
Miscelánea de productos literarios (abierto día y noche). Iberia Editorial (e-book), Torreón, 2004.
Guillermo González Camarena: habitante del futuro. Colección Así ocurrió / Instantáneas de la historia (biografía para niños), Ediciones SM, México, 2005.
Nómadas contra gángsters (apuntes para subsistir en la barbarie), Historias de entretén y miento no. 170, Gobierno del Estado de Coahuila, Saltillo, 2008.

Ediciones colectivas

Antología del Premio Latinoamericano de Cuento, INBA, México, 1989.
Antología de cuentos laguneros, UA de C, Saltillo, 1989.
Botella al mar, crestomatía narrativa, Enorme, Torreón, 1990.
Los juglares del juglar, UA de C, Torreón, 1992.
Antología del Premio Salvador Gallardo Dávalos, Instituto de Cultura de Aguascalientes, Aguascalientes, 1993.
Innovación y permanencia en la literatura coahuilense, compilación de Fernando Martínez, CNCA Colección Letras de la República, México, 1993.
Cuentos de La Laguna, compilación de Saúl Rosales, Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 1994.
Poetas de Tierra adentro, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 1997.
Acequias de cuentos, UIA, Torreón, 2003.
Poema, analogía e iconicidad. Ensayos sobre la poética de Mauricio Beuchot, compilación de Saúl Rosales. UIA, Torreón, 2003.
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. David Lagmanovich (compilador). Editorial Menoscuarto, Palencia, España, 2005.
Certamen literario Sobre Rieles 2005, Casa de la Cultura de Monterrey / Museo del Ferrocaril, Monterrey, 2005.
Raíces, Bancomer, México, 2008.
Historias de entretén y miento (antología de poesía, narrativa, ensayo y teatro), selección de textos y prólogo de Jaime Torres Mendoza, Saltillo, 2008.
Coral para Enriqueta Ochoa, Icocult Laguna, Torreón, 2009.
¡Va! Encuentro de cuentos, UAdeC, Saltillo, 2009.
Veinticinco años de narrativa en Durango (entre la neurosis: el agüite y el despilfarro), IMAC, Durango, 2009.
Tan lejos de dios (poesía mexicana en la frontera norte), coordinador: Uberto Stabile, UNAM, México, 2010.
Sorberé cerebros (antología palindrómica de la lengua española), preparada por Gilberto Prado Galán, Axial, México, 2010.
Treintaicinco más treintaicinco: setenta años del escritor Saúl Rosales, edición de Ruth Castro, s/e, Torreón, 2011.
Alebrije de palabras, escritores mexicanos en breve, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 2013.
El canto de la salamandra (antología de la literatura brevísima mexicana), compilador Rogelio Guedea, Arlequín, 2013.



Tres alientos

Tercos para morir
casi invencibles por la naturaleza mas hostil
los tarahumaras vigorosos
corren a pie por el camino que les dio el dador 

Saben con intima certeza
que son fuertes e inmortales
saben que el que es padre
--al principio de los tiempos iniciales--
los puso a vivir en el tambor
con tres soplidos
que les dieron fuerza y voluntad
el poder de no enfermarse
ni con los manotazos gelidos del frio
ni con la marcha belicosa de los anos
--ni mucho menos--
con el torpe cundir de los chabochis 




Vivir en el tambor

El suelo
--aunque no lo parezca--
es el cuero macizo de un tambor
tan circular y bueno como una gran tortilla
donde vivimos y comemos 

En las margenes se imponen las columnas
que sostienen al azul del universo 

Desde la orilla podemos mirar al que es el padre
--al dador--
que sin embargo habita en todos lados
mas alli y mas aca de la gran agua 

Algun dia todo anochecera
solo el que es padre contemplar'a el vacio
y en su recuerdo
--como paloma de aire--
renacera el tambor que alguna vez
hemos pisado
como hoy
hasta no sabemos cuando 





LAGUNA ADENTRO

Para Saúl Rosales, con mi orgullo
por su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua


Hace muchos años
veinte o tal vez un poco menos
cuando yo era apenas un boceto del boceto que sigo siendo ahora
me avergonzaba de haber nacido en Gómez Palacio
ciudad fea, polvosa, sin un átomo de lujos para el turismo
ciudad de paso, ruinosa y triste como mezquite solitario
como chamaca sin clientela

Mis primeras ideas literarias trataron de alejarme de La Laguna
sentí la obligación de ser universal, cosmopolita
de hacer una carrera literaria sin el tufo risible de la provincia
y lo logré con triste éxito

De alguna forma que no alcanzo a precisar
nunca llegué a ser cosmopolita ni universal ni nada
pero soñaba con ser identificado como autor de otro lugar
no de La Laguna
no de la estepa
no de Torreón ni de Gómez ni de Lerdo
ni de Matamoros ni de San Pedro
y menos de Tlahualilo o de Mapimí o de Chávez o de Viesca
mi comarca, mi Filomena comarca

Pero una vez lloré de tristeza y encontré en el sótano de mi corazón
flotando, a la deriva, olvidada
mi pequeña identidad de lagunero
la tomé en mi cuenca, temblorosamente
y encontré que esa forma extraña, que ese ser
ese amorfo ser lagunero
era irremediablemente mi rostro
mi pasado, mi gente
las vías del tren para llegar a la primaria de Santa Rosa en Gómez
el recuerdo de papalotes y canicas, juguetes pobres, magníficos juguetes
las misceláneas de don Manuel y de doña Melquia
el hotel Soto, un misterioso hotel de rato
el cine Elba donde aclamé al Santo desde entonces hasta la fecha
el fut y el beis en el asfalto
la humilde paleta de hielo
los amigos que hoy son albañiles o empleados en alguna empresa
y padres de familia como yo
espantados por la comida y la renta y las quincenas

Me impuse la obligación de esquivar ese mundo
de borrar ese pasado de carencias
de refugiarme en los libros
de hundirme en el prestigio de otras realidades
pero el anhelo me duró muy poco
del fondo de mi entraña, paso a paso, lentamente, como animal con hambre
caminaba hacia mis cuarenta mayos el pasado
mi pasado de amigos harapientos
de muchachas lindas, inalcanzables y lindas muchachas
que platicaban sólo entre ellas, secreteras, mordiéndose la trenza
comiéndose un chamoy, hablando de artistas
de adolescentes que para ser machos tomaban cerveza sin hacer gestos
de entradas al turbio cine para adultos
de mesas de billar y cigarros en la jeta
de tacos en el comal callejero, mugrosos y reconfortantes

Pero fracasé
lo estoy confesando
fracasé al tratar de verle la cara a la belleza en otras partes más prestigiosas
La belleza, lo que a mí me parece ahora la belleza
también está escondida en el recuerdo de esas calles
de esa gente
de todo el polvo acumulado en siglos
de todo el sol derramado en La Laguna
como violento chorro de luz sobre la tierra seca

Aquí estaba, en los pliegues de este rincón
de este pedazo de mundo casi fuera del mundo
la belleza diseminada en tantos sitios malolientes y basurientos
la belleza en sus cantinas y en sus expendios de vinos y licores
la belleza en sus plazas sin aliño
la belleza en sus camiones
en sus mercados de ratas casi diurnas
en sus perros sin casa
la belleza en la belleza de tantas, tantísimas mujeres
la belleza en tanto lépero bravucón
la belleza en tantas loncherías
la belleza en un campo de fut sin zacate y con porterías maltrechas
la belleza en los obreros de bicicleta y radio con pilas Rayovac
la belleza en las cumbias bárbaras de un taxi
la belleza en todas partes
incluso en lo terrible

Me venció entonces la realidad
La Laguna se insubordinó en mi sangre
la nostalgia se coló por todos mis poros
como a los ingleses se les cuela Londres
o a los gringos se les clava Nueva York en el cerebro
y decidí entonces convertirme
sin programa, sin bitácora, sin plan
sin manifiesto ni grito chovinista
en lo que debo ser
en vocero de mi polvo
en pájaro de mis pinabetes
en asordinado cantor de nuestras gestas
de nuestras pequeñas gestas sin fama mundial
sin prestigio ni mercadotecnia
pero hermosas

Hurgué entonces en los escondrijos de mi corazón
y allí encontré el arte que me cupo en suerte
hallé mi tiempo circulando por las arterias
mi pasado en jirones percudidos
mi pasado de imágenes en bruto
de niños que fueron mis amigos y que no traían jamás un quinto en la bolsa
de futbol y de pleitos gratuitos en el barrio
de escapadas al canal de riego para nadar casi en el lodo
de madres perfectas como dice Whitman
—que también aquí las hay, y bastantes, como doña Catalina, por ejemplo—
de salones con sesenta alumnos sudorosos
de maestros pobres vestidos con terlenca y que le echaban ganas
para que aprendiéramos de jodido a sumar nuestras desgracias

Hoy pues me reconozco
y sé que no faltará el atarantado que me apunte con el índice exquisito
para acusarme de provincianismo
de pintoresco altavoz de La Laguna
No tengo respuesta para defenderme
me resigna saber que a la belleza de los museos de Europa
—belleza que también me pertenece y hago mía, debo aclarar—
le agrego la belleza tal vez triste del lecho del río Nazas
del mercado Alianza
de la calle Morelos donde tantas tardes he caminado en busca de libros
de un parque en Gómez donde toqué la primera mano deseosa de una novia
de la secundaria Flores Magón donde acaso conocí el rostro de la alegría
del teatro Martínez y del bar La Ópera
de la fealdad sin culpa de nuestros ejidos
de la palabra coloquial y viva y hermosa y universal y eterna en mí
al menos en mí
de La Laguna

Comarca Lagunera, 11, septiembre y 2003





SONETO DE QUEVEDO - por Jaime Muñoz Vargas

Francisco de Quevedo

Publiqué el relato “Soneto de Quevedo” en algún número de Estepa del Nazas, revista literaria del Teatro Isauro Martínez. Poco antes o poco después, creo que también salió en la tolvanera, suplemento cultural de la revista brecha de Torreón. Sospecho que tiene cerca de quince años y jamás he vuelto a publicarlo. Lo escribí, recuerdo, después de una conversación con Gerardo García Muñoz, quien aproximadamente desde 1988 es mi amigo y compinche literario. El tema de aquel diálogo fue, obvio, la posibilidad y la imposibilidad de la traducción. Decidí escribir el relato para reflexionar sobre un asunto, la traducción, que desde hace varios años, o desde siempre, ha desvelado a los teóricos de la literatura. Sólo expongo, por supuesto, algunas generalidades, nada que no pueda inferir quien reflexione un poco en los entresijos del oficio de traductor. Otro detalle: en 1991 o 92 asistí como gustoso oyente a una sesión de taller literario guiada por el poeta, editor y traductor chihuahuense Enrique Servín. Nunca olvidé que en su dinámica de trabajo leía breves y hermosos poemas en italiano y los comentaba a sus alumnos, por lo que debía, claro, traducir de botepronto. Luego de platicar con García Muñoz, me vino a la cabeza el trabajo de Servín, y allí, en aquellas dos experiencias y alguito más —mi imaginación—, se basa el relato que aquí traigo. Su prosa es mi prosa de 1995, aunque levemente maquillada para no fomentar tantas lástimas. Con esto prosigo el plan de rescatar textos de un servidor que quedaron albergados (encarcelados) en revistas y periódicos cuyo destino fue, como suele suceder con muchos materiales hemerográficos, el total olvido. Ponerlos en el blog es una especie de rescate, nada de valor, un mero ejercicio personal, aunque compartido, de reacomodo y redifusión. Gracias como siempre a quienes, por cualquier medio y con cualquier grado de generosidad, le hagan eco a este post.

Soneto de Quevedo

El taller es una miscelánea y hay de todo: jóvenes impetuosos que para mañana quieren agenciarse el premio nacional, señores que descubrieron su vocación a los cuarenta, muchachas que andan en esto mientras un novio no les arrebate y les rompa las cuartillas, y uno que otro chico entusiasta y de talento. Nos vemos los sábados a las diez. La población es inestable y lo mismo asisten seis o quince. Confieso que esas mañanas me agradan: beber café, oír de un principiante la lectura de sus indecisas historias o de sus versitos empachados con esdrújulas, explicar al detalle lo que dignifica una estrofa, recomendar la lectura de cierto autor, tolerar necedades y cobrar un sueldo en esta ínsula de la universidad. Tal es la dinámica de nuestro taller literario. En el mesón ocupo la cabecera norte y los participantes saben que soy a veces duro pero siempre franco. Me gusta explicar, leer en voz alta y a buen ritmo, por ejemplo, una página de Reyes o una fábula de Arreola. Me agrada dejar en claro esto: la carrera literaria necesita es-cri-to-res, no charlatanes. Eso es lo bueno de las sesiones. Uno siente el ejercicio de un socrático magisterio y las tres horas del sábado se van de prisa y llevadas por el embrujo de las palabras, las escapadizas palabras que los talleristas empiezan a domesticar.
De todo, lo más delicioso para mí es el ejercicio de la lectura que a veces hago en inglés frente a los alumnos. A ellos también les seduce escuchar algún pasaje de Shakespeare y traducirlo idea tras idea. Claro, en el traslado los participantes se dan cuenta de lo difícil que es la traducción. Con una fotostática en la mano de cada tallerista, leo a Whitman en su lengua original y todos sienten, aunque algunos no lo entiendan, el ancho tono del maestro de Long Island. Luego vamos a mi traducción y, por supuesto, ya no es lo mismo. De hecho, cuando leemos a Whitman en su lengua original me llevo la versión de Borges y la otra de Francisco Alexander, ambas lejanísimas del aliento que el maestro de la “turbia barba” (el adjetivo es ajeno) le inyectó a sus salmos.
Ciertos sábados, las sesiones de traducción las preparaba por si los participantes no producían nada en la semana, lo que ocurría con frecuencia. A veces sólo un poemita de fulana, una ocurrencia de zutano, y eso era todo, lo que nos dejaba hasta dos horas para gastarlas en la literatura que nos apeteciera. Entonces leíamos algún clásico español o ejercitábamos nuestra lectura en inglés y hacíamos su respectivo traslado al castellano. No faltó, por supuesto, que alguno de los muchachos llevara letras de rock para entrenarnos en el doblaje de esos bocaditos. Uno de los chicos —su nombre es Roberto Sepúlveda y es el poseedor de mayor talento inquisitivo— recordó que muchos escritores ya habían criticado la validez de cualquier traducción literaria. Hasta ese momento omití toda disquisición en torno al tema no por negligencia, sino para no enredarlos con densas explicaciones que los hubieran hecho desconfiar de cualquier palabra proveniente de otra lengua. Además, los muchachos parecían contentos con una creencia: cuando leíamos Hojas de hierba traducido a nuestro idioma leíamos en verdad a Whitman, y nunca quise desengañarlos. Pero Sepúlveda, que era tremendamente inquieto, propuso lo contrario: ¿y si en vez de traer a Whitman rumbo al español nos llevamos, por ejemplo, a Quevedo hacia el inglés? Tuve entonces que intervenir, pues el joven estaba casi en las fronteras de una reflexión que desde hace tiempo escarbaba en los cimientos del arte trasladatorio. Expliqué lo evidente: toda traducción es, en esencia, un texto lateral, un escolio, una variación del modelo primigenio. Si leemos la Divina o el Fausto en español, leemos en realidad, muchachos, a los traductores de esas obras, y si leemos El Quijote, entonces sí accedemos al código armado por Cervantes. Claro que si nos vamos más lejos, comenté, toda lectura es un acto de traducción, incluso la que hacemos en el idioma propio. Como somos individuos, cada usuario de, por ejemplo, Al filo del agua asume esta novela de manera distinta, es decir, la traslada a su código afectivo y racional, a su condición subjetiva. Vi las caras de los chicos y decidí dejar allí el embrollo; ellos no tenían la culpa de tanta maroma ante la verdad o la mentira de las traducciones y preferí no aterrizar en la tragedia inevitable. Pero Sepúlveda no cejó: profe, ¿qué hay de mi propuesta, por qué no ensayamos mi petición, traducir del español al inglés? Le contesté que sí, que claro, que escogiera un texto. Rápido sacó de su morralito una edición azul-verde y lujosa: Antología poética de Quevedo, RBA Editores, reconocí el libro porque yo también lo tenía en mi biblioteca; todos esperábamos con inquietud mientras el joven buscaba, dijo, la página 44 que contenía “Desde la Torre”, el magnífico soneto del español. Cuando lo halló, me extendió el libro y solicitó que leyera y explicara íntegro el poema. Así lo hice: eran catorce lindos versos, sobre todo los primeros cuatro, verdaderamente deslumbrantes. A petición de los oyentes, lo repetimos otras dos veces:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Éste es nuestro texto base, acoté. Luego leí el asterisco y las tres notas que, preparadas por José Mª Pozuelo, Catedrático de la Universidad de Murcia, adoban el pie de esa página 44: “*Dice González de Salas: ‘Algunos años antes de su prisión última me envió este excelente soneto desde la Torre’. La Torre de Juan Abad era residencia de descanso de Quevedo, hacienda suya en la provincia de Ciudad Real. 2. ‘Alude con donaire a que los tuvo repartidos en diferentes partes’ (GS) 7. ‘Entiende que también los poetas’ (GS) 13. Cálculo: ‘la piedra pequeña, por la cual los antiguos romanos ajustaban los números’ (vid J. O. Crosby: En torno a la poesía de Quevedo. Madrid, 1967, p. 41). (Nota de J. M. Blecua, 1972.)” Cuando decidimos iniciar la traducción reparamos en una ausencia notable: Carlos Jiménez, el tallerista más ducho con el inglés, no asistió ese sábado. Luego de un análisis no muy meticuloso de cada verso, el primer resultado, según nuestro modesto inglés, fue el siguiente:

Completamente solo en estos páramos
con algunos libros llenos de sabiduría
existo en diálogo con los muertos
y oigo con mis pupilas a los que ya se han ido.

Están siempre dispuestos aunque a veces no les comprenda
mis tópicos contradicen o estimulan
y con silenciosa melodía entreverada
conversan en vigilia a la existencia fabulosa.

Ya perdidos los magnánimos espíritus
del ofensivo tiempo, vindicante,
por la sabia prensa son salvados, ¡ea magno José!

Inevitable se va todo momento
la piedrecilla, sin embargo, suma ganancia
si nos eleva con reflexiones y con piensos.

¡Qué horror!, dije al final del apresurado trasiego. ¡Eso estaba lejísimos de ser Quevedo! Más bien, la versión era una apresurada caricatura de Quevedo, un esperpento que mancillaba el buen nombre del satírico madrileño. Somos pésimos traductores, dije para mí pero en voz alta. Sin embargo, y eso lo discutimos todos, el poema de Quevedo, para trasladarlo sin que perdiera ninguna de sus prendas, ninguna de sus rimas, ninguno de sus ritmos, debía quedar exactamente así:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos...

Eso es imposible, comenté. Toda traducción tiene que ser, necesariamente, otro texto, y al ser otro ya no es el mismo. Perogrullo deambulaba por allí. Todavía no salíamos de la primera impresión cuando Sepúlveda propuso algo más: trasladar al español nuestro poema en inglés. Para evitar una previsible trampa, comentó, era fundamental la participación de un traductor que no conociera la versión original. Pensó que el personaje ideal podría ser Fabián Jiménez. Todos estuvimos de acuerdo y decidimos esperar una semana.
Un sábado más tarde, los talleristas y yo volvimos a vernos. Fabián estaba, ahora sí, entre nosotros. Desde el principio, le pedimos la traducción al español de un poema que sólo teníamos en inglés. Fanático de las letras de U2 y de AC/DC, la empresa le agradó para lucir sus dotes con el idioma que depuró con el método Inglés sin barreras. Mientras todos los demás empezamos a leer unas líneas de Monterroso sobre la traducción, Fabián se aplicó a la tarea recién encomendada. Al concluir, en diez minutos apenas, pidió la atención del respetable público y leyó esto con lúdica solemnidad:

En este desierto estoy alejado
tengo algunos cuantos libros pero todos buenos
vivo charlando con los difuntos
y los escucho con mis ojos...

Por allí siguió, y todos presentimos lo obvio: la versión podría multiplicarse al infinito junto con su caricatura. Oscilar del español al inglés al español al inglés al español... en cada fluctuación el poema se iría demacrando hasta no ser nada semejante al original. Ya no aguanté más y dije: un soneto puede ser, por la labor de traducción, miles de sonetos en otro u otros idiomas. Un soneto en español puede ser otro soneto en español si lo traemos de una de sus infinitas traducciones. Un soneto puede ser, gracias a la infinita combinación de los signos, miles de sonetos si del español lo llevamos al inglés, del inglés al francés, del francés al alemán, del alemán al chino, del chino al náhuatl, del náhuatl al griego moderno, del griego moderno al papiamento y del papiamento a la nada. Un soneto puede ser el mismo soneto sólo si leemos ese soneto. Entonces arribamos a la tragedia, al sentimiento que provoca toda imposibilidad y toda desmesura. La traducción perfecta es imposible. Lo posible es, a lo mucho, una traducción tan imperfectamente bella como infinita. Si no poseemos inglés, italiano, francés, alemán, ruso, no leeremos jamás Otelo, la Divina, Gargantúa, Fausto, Crimen y castigo... Eso es demasiado para cualquiera, mucho más para unos chicos que apenas entran a la amargura y a la felicidad de la vida literaria. Nosotros tenemos a Cervantes, a Góngora, a Quevedo, o a Neruda y a García Márquez y a Paz, los ingleses tienen a Shakespeare y a Whitman, los italianos a Dante y a Papini, así como cierta tribu de Australia tiene la leyenda —intraducible para nosotros— de un ser pernicioso llamado Molonga, o así como los aborígenes encontrados por Pigafetta y Magallanes en Brasil se bastaban con doce remotos vocablos para enunciar todo un universo que nosotros nunca entenderemos cabalmente porque sus palabras, además de ser diferentes en un idioma y en otro, transportan en sí mismas un mundo diferente, una cosmovisión diferente.
Volví a La palabra mágica, el libro de Monterroso que a propósito llevé para esa sesión porque contenía un ensayito sobre el tema; leí: "Hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar los que pueden empobrecer una de genio. Ni el más torpe traductor logrará entorpecer del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne. Por otra parte, si determinado texto es incapaz de resistir erratas o errores de traducción, ese texto no vale gran cosa. Los ripios con que el argentino Bartolomé Mitre se ayudó no enriquecen la Divina comedia, pero tampoco la echan a perder. No se puede.
“En todo caso, es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto. ¿Qué le va a suceder a Shakespeare si su traductor se salta una palabra difícil? Pero existen los que no lo leen porque alguien les dijo que estaba mal traducido. Y los que esperan leer bien el francés para leer a Rabelais. Ridículo. Da igual leerlo en español. No se vale despreciar las traducciones de Chaucer cuando uno apenas puede con el Arcipreste de Hita. Por principio, toda traducción es buena. En cualquier caso, pasa con ellas lo que con las mujeres: de alguna manera son necesarias, aunque no todas sean perfectas”. Allí me detuve a respirar y cerré con algo que quiso parecer un colofón de burlas veras:

—Resígnense, muchachos. Por lo menos existe esta certeza: Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida es uno de nuestros múltiples Alighieris. Lo difícil es saber si algún día tendremos Finnegans Wake en español o si Cheleule en realidad es un demonio de los antiguos patagones, como entendió el cavaliere Pigafetta.

Cortesía Ruta Norte Laguna (http://rutanortelaguna.blogspot.com/)
Enviado por RazonEs de Ser






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