Ramón López Velarde
Ramón Modesto López Velarde Berumen (Jerez de García Salinas, Zacatecas, México, 15 de junio de 1888- Ciudad de México, 19 de junio de 1921), conocido popularmente como Ramón López Velarde, fue un poeta mexicano. Su obra suele encuadrarse en el modernismo literario. En México alcanzó una gran fama, y llegó a ser considerado el poeta nacional.
Nació en Jerez, municipio del estado de Zacatecas, primero de los nueve hijos del abogado José Guadalupe López Velarde, originario de Jalisco, y Trinidad Berumen Llamas, de una familia de terratenientes locales. El padre, tras ejercer sin fortuna como abogado, había fundado un colegio católico en Jerez. En 1900, Ramón fue enviado al Seminario de Zacatecas, donde permaneció dos años; más tarde, debido a la mudanza de su familia, se trasladó al Seminario de Aguascalientes. En 1905 eligió abandonar el Seminario y su posible futuro como sacerdote, optando por la carrera de Leyes.
Durante los años del seminario, López Velarde pasó sus vacaciones en Jerez. Durante su juventud Ramón fue enviado a una escuela de mujeres por sus padres, el cual este estuvo muy molesto con ellos, aunque después de unos años estuvo muy agradecido, pues aprendió a tratar a las mujeres. En esta época conoció a Josefa de los Ríos, pariente lejana y ocho años mayor que él, quien le causó una honda impresión. El primer poema que se conoce de López Velarde, fechado en 1905, parece estar inspirado en ella, a la que luego dará en su obra el nombre de "Fuensanta".
En 1906 colaboró en la revista Bohemio, publicada en Aguascalientes por unos amigos suyos, con el seudónimo de "Ricardo Wencer Olivares". El grupo de Bohemio tomó partido por Manuel Caballero,católico integrista enemigo del modernismo literario, con ocasión de la polémica que produjo la reaparición de la Revista Azul en 1907. Sus intervenciones, sin embargo, tuvieron escaso eco en la vida literaria mexicana.
En enero de 1908 López Velarde comenzó sus estudios de Leyes en el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí. Poco después murió su padre, dejando a la familia, que regresó a Jerez, en una difícil situación económica. El autor pudo continuar sus estudios gracias al apoyo de sus tíos maternos. López Velarde continuó colaborando con diferentes publicaciones de Aguascalientes (El Observador, El Debate, Nosotros) y luego de Guadalajara (El Regional, Pluma y Lápiz). La revista Bohemio había dejado de existir en 1907.
En San Luis Potosí leyó a los poetas modernistas, especialmente a Amado Nervo, a quien llamaría "máximo poeta nuestro",1 y al español Andrés González Blanco, cambiando radicalmente sus opiniones en manera de estética. A partir de este momento se convierte en defensor ferviente del modernismo, y en 1910 preparó para su edición un manuscrito, que no llegó a publicarse, que será el germen de su futuro libro La sangre devota.
Poeta de la Revolución mexicana
Apoyó abiertamente las exigencias de reformas políticas de Francisco I. Madero, a quien conoció personalmente en 1910. En 1911 obtuvo el título de abogado y tomó posesión como juez de primera instancia en un pequeño pueblo del estado de San Luis, llamado Venado. Sin embargo, dejó su cargo a finales de año y viajó a la Ciudad de México, pensando que Madero, nuevo presidente de la República, le daría algún puesto de confianza, pero no ocurrió así, quizá a causa del catolicismo militante de López Velarde.
En 1912, Eduardo J. Correa, antiguo protector suyo, lo llamó para colaborar en el diario católico de la Ciudad de México La Nación. Para la mencionada publicación, Velarde escribió poemas, reseñas y muchos artículos políticos sobre la nueva situación de México. En ellos atacó, entre otros, a Emiliano Zapata. Abandonó el periódico poco antes de la sublevación del 9 de febrero de 1913 en la Ciudad de México, que llevaría al poder a Victoriano Huerta, y procuró alejarse de los desórdenes trasladándose de nuevo a San Luis Potosí, donde puso un bufete. Allí comenzó a cortejar a María de Nevares, a quien seguiría pretendiendo durante toda la vida, aunque nunca llegaron a contraer matrimonio.
A principios de 1914 se instaló definitivamente en la Ciudad de México. A mediados de 1915 se impone en México el liderazgo de Venustiano Carranza y comienza una época de relativa tranquilidad. La poesía mexicana de la época estaba dominada por el postmodernista Enrique González Martínez, escasamente apreciado por López Velarde, como se evidencia en una reseña que publicó por esos años. En cambio, se siente mucho más afín a José Juan Tablada, con quien mantuvo una cordial amistad. En estos años se interesa también mucho por la obra del argentino Leopoldo Lugones, quien tuvo una decisiva influencia en su obra.
Es a partir de 1915 cuando López Velarde comienza a escribir sus poemas más personales, marcados por la añoranza de su Jerez natal (al que ya nunca regresaría) y de su primer amor, "Fuensanta".
En 1916 publica su primer libro, La sangre devota, que dedica a "los espíritus" de los poetas mexicanos Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón. El libro recibió una buena acogida en los medios literarios mexicanos. En La sangre devota está muy presente -incluso en el título- la liturgia católica, asociada por el autor al mundo idealizado de su infancia provinciana y única esperanza de refugio para su atribulada vida ciudadana. El poema "Viaje al terruño" es, en el fondo, una ensoñación sobre el regreso a la infancia. Sin embargo, esta nostalgia del pasado no está exenta de un cierto distanciamiento irónico, como cuando en el poema "Tenías un rebozo de seda..." se recuerda a sí mismo como un "[...] seminarista / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato". Una de las piezas del libro que mayor interés han concitado es "Mi prima Águeda", donde también está muy presente la ironía.
En 1917 muere Josefa de los Ríos, "Fuensanta", su amor de juventud. Por entonces López Velarde comienza a preparar su próximo poemario, Zozobra, que habrá de aguardar todavía dos años hasta ser publicado. Entre marzo y julio de 1917 colabora en la revista Pegaso, junto con González Martínez y, a pesar de recibir algunos ataques por su interés por el mundo de la provincia y su catolicismo, su prestigio literario comienza a consolidarse.
En 1919 publica Zozobra, su segundo libro, considerado por gran parte de la crítica como su mejor obra. En él la ironía es ya el tropo dominante, y, junto a los poemas referidos a la provincia, aparecen también otros fruto de su experiencia en la capital. Es evidente la influencia de Leopoldo Lugones en cuanto a la voluntad de evitar los lugares comunes, la utilización de un vocabulario hasta entonces considerado antipoético, la adjetivación insólita, las metáforas inesperadas, los juegos de palabras, la predilección por los vocablos esdrújulos y el uso humorístico de la rima. En este sentido, su obra se asemeja también a la del uruguayo Julio Herrera y Reissig. También se encuentran afinidades con el poeta venezolano Adriano González León, a las que Octavio Paz llamaría "una evolución paralela" entre los dos poetas.2 Consta de un total de cuarenta poemas que configuran un cierto recorrido circular, ya que el libro se abre con "Hoy como nunca", despedida a Fuensanta y a Jerez, y se cierra con "Humildemente", que marca una especie de retorno simbólico a sus orígenes. Zozobra fue criticado duramente por González Martínez.
En 1920 la sublevación del general Álvaro Obregón supone el final del gobierno de Carranza, que para Velarde había sido un período de estabilidad y de gran desarrollo creativo. Sin embargo, tras los primeros momentos de desconcierto, es nombrado secretario de Educación José Vasconcelos, decidido a lograr una renovación cultural del país. López Velarde publica artículos en dos revistas promovidas por Vasconcelos, México Moderno y El Maestro. En este último apareció un breve ensayo muy significativo de Velarde, "Novedad de la Patria", donde expone las ideas que desarrollará en su poema más famoso, y que le valió ser considerado poeta de la Revolución mexicana, La suave patria.
Fallecimiento
Murió el 19 de junio de 1921, poco después de cumplir los treinta y tres años. La causa oficial de su muerte, según el certificado de defunción, fue una bronconeumonía, que se le complico debido también a la sífilis que padecía. Dejó un libro inédito, El son del corazón, que no se publicaría hasta 1932. Un libro de prosa, El minutero, sería también editado por sus deudos póstumamente, en 1923. El 15 de junio de 1963 sus restos mortales fueron exhumados y trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México.
Repercusión de su obra
A su muerte, a instancias de José Vasconcelos Calderón, se le tributaron honores como poeta nacional, y su obra (sobre todo, el poema La suave patria) se exaltó como expresión suprema de la nueva mexicanidad nacida de la Revolución. La apropiación oficial no excluyó otras lecturas de su obra: los poetas del grupo Los Contemporáneos vieron en él, junto a Tablada, el comienzo de la poesía mexicana moderna. En particular, Xavier Villaurrutia destacó la centralidad de López Velarde en la historia de la poesía mexicana, y lo comparó con el francés Charles Baudelaire.
El estudio más completo sobre su figura lo realizó el norteamericano Allen W. Phillips en 1961, dando pie a un iluminador estudio de Octavio Paz, incluido en su libro Cuadrivio (1963), en el que hace hincapié en la modernidad del poeta jerezano, al que relaciona con autores como Jules Laforgue, Leopoldo Lugones o Julio Herrera y Reissig.
Otros críticos, como Gabriel Zaid, centraron su análisis en el catolicismo de López Velarde y en sus años de formación. En 1989, con motivo del centenario de su nacimiento, el escritor mexicano Guillermo Sheridan escribió una biografía del poeta, titulada Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, quizá la más completa hasta la fecha.
Su obra, como la de José Juan Tablada, marca el momento de transición entre el modernismo y la vanguardia. La eclosión de los ismos en el ámbito hispánico se anuncia ya en su novedoso tratamiento del lenguaje poético y, al mismo tiempo, la dualidad que preside su obra (el contraste entre las tradiciones del campo y la turbulencia de la ciudad, y su propio forcejeo angustiado entre las inclinaciones ascéticas y sensualidad pagana) tiene un claro carácter romántico-modernista.
Actualmente en la Ciudad de México se encuentra el museo Casa del Poeta Ramón López Velarde en el cual fue su morada durante los últimos 3 años de su vida.
Fuera de México, a pesar de su importancia, es un poeta escasamente conocido.
Poesía
1916 - La sangre devota
1919 - Zozobra
1932 - El son del corazón (Póstumo)
Prosa
1923 - El minutero
1952 - El don de febrero y otras prosas
1991 - Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles
LA TEJEDORA
Tarde de lluvia en que se agravan
al par que una íntima tristeza
un desdén manso de las cosas
y una emoción sutil y contrita que reza.
Noble delicia desdeñar
con un desdén que no se mide,
bajo el equívoco nublado:
alba que se insinúa, tarde que se despide.
Sólo tú no eres desdeñada,
pálida que al arrimo de la turbia vidriera,
tejes en paz en la hora gris
tejiendo los minutos de inmemorial espera.
Llueve con quedo sonsonete,
nos da el relámpago, luz de oro,
y entra un suspiro, en vuelo de ave fragante y húmeda,
a buscar tu regazo, que es refugio y decoro.
¡Oh, yo podría poner mis manos
sobre tus hombros de novicia
y sacudirte en loco vértigo
por lograr que cayese sobre mí tu caricia,
cual se sacude el árbol prócer
(que preside las gracias floridas de un vergel)
por arrancarle la primicia
de sus hojas provestas y sus frutos de miel.
Pero pareces balbucir,
toda callada y elocuente:
"Soy un frágil otoño que teme maltratarse"
e infiltras una casta quietud convaleciente
y se te ama en una tutela suave y leal,
como a una párvula enfermiza
hallada por el bosque un día de vendaval.
Tejedora: teje en tu hilo
la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada;
teje el silencio; teje la sílaba medrosa
que cruza nuestros labios y que no dice nada;
teje la fluida voz del Angelus
con el crujido de las puertas:
teje la sístole y la diástole
de los penados corazones
que en la penumbra están alertas.
Divago entre quimeras difuntas y entre sueños
nacientes, y propenso a un llanto sin motivo,
voy, con el ánima dispersa
en el atardecer brumoso y efusivo,
contemplándote, Amor, a través de una niebla
de pésame, a través de una cortina ideal
de lágrimas, en tanto que tejes dicha y luto
en un limbo sentimental.
BOCA FLEXIBLE, ÁVIDA
Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos, y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.
Figura cortante y esbelta, escapada
de una asamblea de oblongos vitrales
o de la redoma de un alquimista:
ignoras que en estas misas cenitales,
al ver, con zozobra,
tus ojos nublados en una secuencia
de Evangelio, estuve cerca de tu llanto
con una solicita condescendencia;
y tampoco sabes que eres un peligro
armonioso para mi filosofía
petulante... Como los dedos rosados
de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados.
EL CAMPANERO
Me contó el campanero esta mañana
que el año viene mal para los trigos.
Que Juan es novio de una prima hermana
rica y hermosa. Que murió Susana.
el campanero y yo somos amigos.
Me narró amores de sus juventudes
y con su voz cascada de hombre fuerte,
al ver pasar los negros ataúdes
me hizo la narración de mil virtudes
y hablamos de la vida y de la muerte.
-¿Y su boda, señor? -Cállate, anciano.
-¿Será para el invierno? -Para entonces,
y si vives, aun cuando su mano
me dé la Muerte, campanero hermano,
haz doblar por mi ánima tus bronces.
A SARA
A J. DE J. Núñez y Domínguez
A mi paso y al azar te desprendiste
como el fruto más profano
que pudiera concederme la benévola
actitud de este verano.
(Blonda Sara, uva en sazón: mi apego franco
a tu persona, hoy me incita
a burlarme de mi ayer, por la inaudita
buena fe con que creí mi sospechosa
vocación, la de un levita.)
Sara, Sara: eres flexible cual la honda
de David y contundente
como el lírico guijarro del mancebo;
y das, paralelamente,
una tortura de hielo y una combustión de pira;
y si en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja,
todavía, con brazo heroico
y en caída acelerada, sostienes a tu pareja.
Sara, Sara, golosina de horas muelles;
racimo copioso y magno de promisión, que fatigas.
El dorso de dos hebreos:
siempre te sean amigas
la llamarada del sol y del clavel; si tu brava
arquitectura se rompe como un hilo inconsistente,
que bajo la tierra lóbrega
esté incólume tu frente;
y que refulja tu blonda melena, como tesoro
escondido; y que se guarden indemnes como real sello
tus brazos y la columna
de tu cuello.
A LA PATRONA DE MI PUEBLO
Señora: llego a Ti
desde las tenebrosas anarquías
del pensamiento y la conducta, para
aspirar los naranjos
de elección, que florecen
en tu atrio, con una
nieve nupcial... Y entro
a tu Santuario, como un herido
a las hondas quietudes hospicianas
en que sólo se escucha
el toque saludable de una esquila.
Vestida de luto eres,
nuestra Señora de la Soledad,
un triángulo sombrío
que preside la lúcida neblina
del valle; la arboleda que se arropa
de las cocinas en el humo lento;
la familiaridad de las montañas;
el caserío de estallante cal;
el bienestar oscuro del rebaño,
y la dicha radiante de los hombres.
Señora: cuando ingreso a la comarca
que riges con tus lágrimas benévolas,
y va la diligencia fatigosa.
Sobre la sierra, y van los postillones
cantando bienandanza o desamor,
súbita surge la lección esbelta
y firme de tus torres, y saludo
desde lejos tu altar.
Tú me tienes comprado en alma y cuerpo.
Cuando la pesarosa
dueña ideal de mi primer suspiro,
recurre desolada
a tus plantas, y llora mansamente,
nunca has dejado de envolverla en el
descanso de tus hijas predilectas.
Me acuerdo de una tarde
en que, cómo una reina
que acaba de abdicar,
salía por el atrio de naranjos
y llevaba en la frente
el lucero novísimo
de tu consolación.
Confortándola a Ella, Tú me obligas
como si con la orla
dorada de tu manto,
agitases un soplo
del Paraíso a flor de mi conciencia.
Porque siempre un lucero
va a nacer de tus manos
para la hora en que Ella
te implore, Tú me tienes
comprado en cuerpo y alma.
En las noches profanas
de novenario (orquestas
difusas, y cohetes
vívidos, y tertulias
de los viejos, y estrados
de señoritas sobre
la regada banqueta)
hay en tus torres ágiles
una policromía de faroles
de papel, que simulan
en la tiniebla comarcana un tenue
y vertical incendio.
Yo anhelo, Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza aspiración, hermana
del inmóvil incendio de tus torres,
y que me dejes ir
en mi última década
a tu nave, cardíaco
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática
junto al mismo cancel
que oyó mi prez valiente,
en aquella alborada en que soñé
prender a un blanco pecho
una fecunda rama de azahar.
Y PENSAR QUE PUDIMOS...
Y pensar que extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como una perenne rosa...
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos...
Y pensar que pudimos
en una onda secreta
de embriaguez, deslizarnos,
valsando un vals sin fin, por el planeta...
Y pensar que pudimos,
al rendir la jornada,
desde la sosegada
sombra de tu portal y en una suave
conjunción de existencias,
ver las cintilaciones del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias...
EL VIEJO POZO
El viejo pozo de mi vieja casa
sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces
se clavaba de codos, buscando el vaticinio
de la tortuga, o bien el iris de los peces,
es un compendio de ilusión
y de históricas pequeñeces.
Ni tortuga, ni pez; sólo el venero
que mantiene su estrofa concéntrica en el agua
y que dio fe del ósculo primero
que por 1850 unió las bocas
de mi abuelo y mi abuela... ¡Recurso lisonjero
con que los generosos hados
dejan caer un galardón fragante
encima de los desposados!
Besarse, en un remedo bíblico, junto al pozo,
y que la boca amada trascienda a fresco gozo
de manantial, y que el amor se profundice,
en la pareja que lo siente,
como el hondo venero providente...
En la pupila líquida del pozo
espejábanse, en años remotos, los claveles
de una maceta; más la arquitectura
ágil de las cabezas de dos o tres corceles,
prófugos del corral; más la rama encorvada
de un durazno; y en época de mayor lejanía
también se retrataban en el pozo
aquellas adorables señoras en que ardía
la devoción católica y la brasa de Eros;
suaves antepasadas, cuyo pecho lucía
descotado, y que iban, con tiesura y remilgo,
a entrecerrar los ojos a un palco a la zarzuela,
con peinados de torre y con vertiginosas
peinetas de carey. Del teatro de la Vela
perpetua, ya muy lisas y muy arrebujadas
en la negrura de sus mantos.
Evoco, todo trémulo, a estas antepasadas
porque heredé de ellas el afán temerario
de mezclar tierra y cielo, afán que me ha metido
en tan graves aprietos en el confesionario.
En una mala noche de saqueo y de política
que los beligerantes tuvieron como norma
equivocar la fe con la rapiña, al grito
de "¡Religión y Fueros!' y "¡Viva la Reforma!,
una de mis geniales tías,
que tenía sus ideas prácticas sobre aquellas
intempestivas griterías,
y que en aquella lucha no siguió otro partido
que el de cuidar los cortos ahorros de mi abuelo,
tomó cuatro talegas y con un decidido
brazo las arrojó en el pozo, perturbando
la expectación de la hora ingrata
con el estrépito de plata.
Hoy cuentan que mi tía se aparece a las once
y que, cumpliendo su destino
de tesorera fiel, arroja sus talegas
con un ahogado estrépito argentino.
Las paredes del pozo, con un tapiz de lama
y con un centelleo de gotas cristalinas,
eran como el camino de esperanza en que todos
hemos llorado un poco... Y aquellas peregrinas
veladas de mayo y junio
mostráronme del pozo el secreto de amor:
preguntaba el durazno: "Quien es Ella?",
y el pozo, que todo lo copiaba, respondía
no copiando más que una sola estrella.
El pozo me quería senilmente; aquel pozo
abundaba en lecciones de fortaleza, de alta
discreción, y de plenitud...
pero hoy, que su enseñanza de otros tiempos me falta,
comprendo que fui apenas un alumno vulgar
con aquel taciturno catedrático,
porque en mi diario empeño no he podido lograr
hacerme abismo y que la estrella amada,
al asomarse a mí, pierda pisada.
QUE SEA PARA BIEN
Ya no puedo dudar... Diste muerte a mi cándida
niñez, toda olorosa a sacristía, y también
diste muerte al liviano chacal de mi cartuja.
Que sea para bien...
Ya no puedo dudar... Consumaste el prodigio
de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara
con un licor de uvas... Y yo bebo
el licor que tu mano me depara.
Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco:
el León y la Virgen. Y mis ojos te ven
apretar en los dedos -como un haz de centellas-
éxtasis y placeres. Que sea para bien...
Tu palidez denuncia que en tu rostro
se ha posado el incendio y a corrido la lava...
Día último de marzo; emoción, aves, sol...
Tu palidez volcánica me agrava.
¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia
al huir, con un viento de ceniza,
de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia
revolcándote encima del desierto? ¿O, quizá,
te quedaste dormida en el vertiente
de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca
y calcinó tu frente?
¡Oh tú reveladora, que traes un sabor
cabal para mi vida, y la entusiasmas:
tu triunfo es sobre un motín de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas!
Yo estoy en la vertiente de tu rostro, esperando
las lavas repentinas que me den
un fulgurante goce. Tu victorial y pálido
prestigio ya me invade... ¡Que sea para bien!
INTROITO
Eramos aturdidos mozalbetes:
blanco listón al codo, ayes agónicos,
rimas atolondradas y juguetes.
Sin la virtud frenética de Orfeo,
fiados en la campánula y el cirio,
fuimos a embelesar las alimañas
cual neófitos que buscan el martirio.
En la misma espesura se extraviaba
la primeriza luz de nuestra frente,
ya ante la misma fiera, reacia y sorda,
cesaba nuestro cántico inocente.
De aquella planta que regamos juntos
irán cofrades la senil vihuela,
los pupitres manchados de la escuela,
la bíblica muchacha que adoraste,
los días uniformes, el contraste
de un volumen de Bécquer y Fabiola,
la soprano indeleble que aun nos mima
con el ahínco de su voz pretérita,
y el prístino lucero que te indujo
al apurado trance de la rima.
¿Que hicimos, camarada, del tanteo
feliz y de los ripios venturosos,
y de aquel entusiasta deletreo?
Hoy la armonía adulta va de viaje
a reclamar a una centuria prófuga
el vellón de su casto aprendizaje.
Mi maquinal dolencia es una caja
de música falible que en lo gris
de un tácito aposento se desgaja.
Y el alma, cera ayer, se petrifica
como los rosetones coloniales
de una iglesia con lama, que complica
su fachada borrosa con el humo
inveterado de los temporales.
NO ME CONDENES
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero
entre campanadas centrífugas y silbatos febriles?
El reloj de su sala desgajaba las ocho;
era diciembre, y yo departía con ella
bajo la limpidez glacial de cada estrella.
El gendarme, remiso a mi intriga inocente,
hubo de ser, al fin, forzoso confidente.
María se mostraba incrédula y tristona:
yo no tenía traza de una buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?
Su desconfiar ingénito era ratificado
por los perros noctívagos, en cuya algarabía
reforzábase el duro presagio de María.
¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes;
cuando oscile el quinqué y se abatan las ocho,
cuando el sillón te mezca, cuando ululen los trenes,
cuando trabes los dedos por detrás de tu nuca,
no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos
que turban tu faena y tus recatos.
DESPILFARRAS EL TIEMPO...
Prolóngase tu doncellez
como una vacua intriga de ajedrez.
Torneada como una reina
de cedro, ningún jaque te despierta.
Mis peones tantálicos
al rondarte a deshora,
fracasan en sus ímpetus vandálicos.
La lámpara sonroja tu balcón;
despilfarras el tiempo y la emoción.
Yo despilfarro, en una absurda espera,
fantasía y hoguera.
En la velada incompatible,
frústrase el yacimiento espiritual
y de nuestras arterias el caudal.
Los pródigos al uso
que vengan a nosotros a aprender
cómo se dilapida todo el ser.
Tu destino y el mío, contrapuestos,
vuelcan el apogeo de la vida
febril e insomne que se va, en la ida
de un cofre que rebosa
y se malgasta en una fecha ociosa.
Las monedas excomulgadas
de nuestro adulto corazón
caen al vacío, con
lúgubre opacidad, cual si cayera
una irreparable sordera.
Y frente al ínclito derroche
de los tesoros que atesora
el yacimiento de las almas, algo
muy hondo en mi se escandaliza y llora.
DEJAD QUE LA ALABE...
¿Existirá? ¡Quién sabe!
mi instinto la presiente
dejad que yo la alabe
previamente.
Alerta el violín
el querubín
y susceptible al
manzano terrenal,
será a la vez risueña
y gemebunda,
como el agua profunda.
Su índice y su pulgar
con una esbelta cruz
esbelto persignar.
Diagonal de su busto,
cadena alternativa
de mirtos y de nardos,
mientras viva.
Si en el nardo canónico
o en el mirto me ofusco,
ella adivinará
la flor que busco;
y, convicta e invicta,
esforzará su celo
en serme, llanamente,
barro para mi barro
y azul para mi cielo.
Próvida cual ciruela,
del profano compás
siempre ha de pedir más.
Retozará en el césped,
cual las fieras del Baco
de Rubens;
y luego... la paloma
que baja de las nubes.
Riéndose, solemne.
Y quebrándose, indemne.
Que me sea total
y parcial,
periférica y central;
y que al soltar mi mano
la antorcha de la vida,
son la antorcha caída
prenda fuego a mis lacios
cabellos, que han sido antes
ludibrio de las uñas
de las bacantes.
Que me rece con rezos abundantes
y con lágrimas pocas;
más negra de su alma
que de sus tocas.
MEMORIAS DEL CIRCO
A Carlos González Peña
Los circos trashumantes,
de lamido perrillo enciclopédico
y desacreditados elefantes,
me enseñaron la cómica friolera
y las magnas tragedias hilarantes.
El aeronauta previo,
colgado de los dedos de los pies,
era un bravo cosmógrafo al revés
que, si subía hasta asomarse al polo
norte, o al polo sur, también tenía
cuestiones personales con Eolo.
Irrumpía el payaso
como una estridencia
ambigua, y era a un tiempo
manicomio, niñez, golpe contuso,
pesadilla y licencia.
Amábanlo los niños
porque salía de una bodega mágica
de azúcares. Su faz sólo era trágica
por dos lágrimas sendas de carmín.
Su polvosa apariencia toleraba
tenerlo por muy limpio o por muy sucio,
y un cónico bonete era la gloria
inestable y procaz de su occipucio.
El payaso tocaba a la amazona
y la hallaba de almendra,
a juzgar por la mímica fehaciente
de toda su persona
cuando llevaba el dedo temerario
hasta la lengua cínica y glotona.
Un día en que el payaso dio a probar
su rastro de amazona al ejemplar
señor Gobernador de aquel Estado,
comprendí lo que es
poder Ejecutivo arrullado.
¡Oh remoto payaso: en el umbral
de mi infancia derecha
y de mis virtudes recién nacidas
yo no puedo tener la sospecha
de amazonas y almendras prohibidas!
Estas almendras raudas
hechas de terciopelos y de trinos
que no nos dejan ni tocar sus caudas...
Los adioses baldíos
y las augustas Evas redivivas
que niegan la migaja, pero inculcan
en nuestra sangre briosa una patética
mendicidad de almendras fugitivas...
Había una menuda cuadrumana
de enagüilla de céfiro
que, cabalgando por el redondel
con azoros de humana,
vencía los obstáculos de inquina
y los aviesos aros de papel.
Y cuando a la erudita
cavilación de Darwin
se le montaba la enagüilla obscena
la avisada monita
se quedaba serena.
Como ante un espejismo,
despreocupada lastimosamente
de su desmantelado transformismo.
La niña Bell cantaba:
"Soy la paloma errante";
y de botellas y de cascabeles
surtía un abundante
surtidor de sonidos
acuáticos, para la sed acuática
de papás aburridos,
nodriza inverecunda
y prole gemebunda.
¡Oh memoria del circo! Tú te vas
adelgazando en el frecuente síncope
del latón sin compás;
en la apesadumbrada
somnolencia del gas;
en el talento necio
del domador aquel que molestaba
a los leones hartos, y en el viudo
oscilar del trapecio...
EL RETORNO MALÉFICO
A D. Ignacio I. Gastelum
Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acrillada en los vientos de fronda.
Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz del petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.
Cuando la tosca llave enmohecida
tuerza la chirriante cerradura
en la añeja clausura
del zaguán, los dos púdicos
medallones de yeso,
entornando los párpados narcóticos,
se mirarán y se dirán: "¿Qué es eso?"
Y yo entraré con pies advenedizos
hasta el patio agorero
en que hay un brocal ensimismado,
con un cubo de cuero
goteando su gota categórica
como un estribillo plañidero.
Si el sol inexorable, alegre y tónico,
hace hervir a las fuentes catecúmenas
en que bañábase mi sueño crónico
si se afana la hormiga;
si en los techos resuena y se fatiga
de los buches de tórtola el reclamo
que entre las telarañas zumba y zumba;
mi sed de amar será como una argolla;
empotrada en la losa de una tumba.
Las golondrinas nuevas, renovando
con sus noveles picos alfareros
los nidos tempraneros;
bajo el ópalo insigne
de los atardeceres monacales,
el lloro de recientes recentales
por la ubérrima ubre prohibida
de la vaca, rumiante y faraónica,
que al párvulo intimida;
campanario de timbre novedoso;
remozados altares;
el amor amoroso
de las parejas pares;
noviazgos de muchachas
frescas y humildes, como humildes coles,
y que la mano dan por el postigo
a la luz de dramáticos faroles;
alguna señorita
que canta en algún piano
alguna vieja aria;
el gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.
A LAS VÍRGENES
¡Oh vírgenes rebeldes y sumisas:
convertidme en el fiel reclinatorio
de vuestros oídos y vuestras sonrisas
y en la fragua sangrienta del holgorio
en que quieren quemarse vuestras prisas!...
¡Oh botones baldíos en el huerto
de una resignación llena de abrojos:
lloráis un bien que, sin nacer, ha muerto,
y a vuestra pura lápida concierto
los fraternales llantos de mis ojos!...
¡Hermanas mías, todas,
las que, contentas con el limpio daño
de la virginidad, casi en las bodas
celestes, por llevar sobre las finas
y litúrgicas palmas y en el paño
de la eterna Pasión, clavos y espinas;
y vosotras también, la de la hoguera
carnal en la vendimia y el chubasco,
en el invierno y en la primavera;
las del nítido viaje de Damasco
y las que en la renuncia llana y lisa
de la tarde, salís a los balcones
a que beban la brisa
los sexos, cual sañudos escorpiones!
¡El tiempo se desboca; el torbellino
os arrastra al fatal despeñadero
de la Muerte; en las sombras adivino
vuestro desnudo encanto volander;
y os quisieran ceñir mis manos fieles,
por detener vuestra caída oscura
con un lúbrico lazo de claveles
lazado a cada virginal cintura!
Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!
A LAS PROVINCIANAS MÁRTIRES
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
Mas entrañables provincianas mías:
no sospeché alabar vuestro suicidio
en las facinerosas tropelías.
Antes de sucumbir al bandolero
se amortizaron las sonoras alas
que aleteaban en el fiel alero.
Cúspide del teatro pueblerino:
en un martirologio de palomas
tú las viste volar a su destino.
El novio llorará a su mártir perla
y que luego lo mate la nostalgia
de no haber acertado a defenderla.
La amó porque tejía, y por su traza
de ángel custodio, cual la amó el gatito
juguetón con la bola de su hilaza.
¡Pobre novio aldeano! Ya no teje
su perla, ya no lee el Oficio Parvol
¡El cabriolé del novio va sin eje!
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
Honorable pajar de la cosecha
honorable: tu incendio es la basílica
en que se ahoga la virgen deshecha.
¡Morir al fuego, si olían tan bien
y tenían un alma como el plúmbago
y un guardarropa como un almacén!
Gemirán las cocinas en que antes
las Mireyas criollas fueron una
bandeja de pozuelos humeantes.
Gime también esta epopeya, escrita
a golpes de inocencia, cuando Herodes
a un niño de mi pueblo decapita.
Santas de los terruños, cuerpos caros
y gratas almas: ved que me he hecho añicos
y azul celeste, y luz para rezaros.
Me enluto por ti, Mireya,
y te rezo esta epopeya.
LA ÚLTIMA ODALISCA
Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.
Ambar, canela harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del Diluvio.
Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el cuchillo de cirujano.
Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo,
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
Gozo... Padezco... Y mi balanza
vuela rauda con el beleño
de las esencias del rosal:
soy un harem y un hospital
colgados juntos de un ensueño.
Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.
Mas luego las samaritanas,
que para mí estuvieron prestas
y por mí dejaron sus fiestas,
se irán de largo al ver mis canas,
y en su alborozo, rumbo a Sión,
buscarán en torrente endrino
de los cabellos de Absalón.
¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto.!
Cuando la última odalisca,
ya descastado mi vergel,
se fugue en pos de una nueva miel
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harem vacío?
Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas
si la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa
¡oh, Tierra ingrata, poseída a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente un hospital!
TODO
A José D. Frías
Sonámbula y picante,
mi voz es la gemela
de la canela.
Canela ultramontana
e islamita,
por ella mi experiencia
sigue de señorita.
Criado con ella,
mi alma tomó la forma
de su botella.
Si digo carne o espíritu,
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije "yo".
Yo, varón integral,
nutrido en el panal
de Mahoma
y en el que cuida Roma
en la Mesa Central.
Uno es mi fruto:
vivir en el cogollo
de cada minuto.
Que el milagro se haga,
dejándome aureola
o trayéndome llaga.
No porto insignias
de masón
ni de Caballero
de Colón.
A pesar del moralista
que la asedia
y sobre la comedia
que la traiciona.
es santa mi persona,
santa en el fuego lento
con que dora el altar
y en el remordimiento
del día que se me fue
sin oficiar.
En mis andanzas callejeras
del jeroglífico nocturno.
cuando cada muchacha
entorna sus maderas,
me deja atribulado
su enigma de no ser
ni carne ni pescado.
Aunque toca al poeta
roerse los codos,
vivo la formidable
vida de todas y de todos;
en mi late un pontífice
que todo lo posee
y todo lo bendice;
la dolorosa Naturaleza
sus tres reinos ampara
debajo de mi tiara;
y mi papal instinto
se conmueve
son la ignorancia de la nieve
y la sabiduría del jacinto.
HORMIGAS
A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.
Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.
Más luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una turbia fecha de cierzo gemebundo
en que ronde la luna porque robarte quiera,
ha de oler a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pabilo y a cera.
Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.
Antes de que mis labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.
EL PIANO DE GENOVEVA
Piano llorón de Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón, tus teclas son blancas y son negras;
como mis días negros, como mis blancas horas;
piano de Genoveva que en la alta noche lloras,
que hace muchos inviernos crueles que no te alegras:
tu música es historia de poéticos males,
habla de encantamientos y de princesas reales,
de los pequeños novios que por robar los nidos
una tarde nublada se quedaron perdidos
en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada
que recibió regalos de sus once madrinas,
que no invitó a la otra a sus bodas divinas
y que sufrió por ello los enojos del hada.
Me pareces, ¡oh piano!, por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños.
Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste por que tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo que ronde por su calle.
Genoveva, regálame tu amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar.
¡Ruégala tú que al menos, pobre piano llorón,
con sus plantas minúsculas me pise el corazón!
JEREZANAS
A María Enriqueta
Jerezanas, paisanas,
institutrices de mi corazón,
buenas mujeres y buenas cristianas...
Os retrató la señora que dijo:
"Cuando busque mi hijo
a su media naranja,
lo mandaré vendado hasta Jerez."
Porque jugando a la gallina ciega
con vosotras, el jugador
atrapa una alma linda y una púdica tez.
Jerezanas,
os debo mis virtudes católicas y humanas,
porque en el otro siglo, en vuestro hogar,
en los ceremoniosos estrados me eduqué,
velándome de amor, con las frentes
se velaban debajo del tupé.
Acababan de irse
la polisión y la crinolina,
pero alcancé las caudalosas colas
que alargan el imán del ave femenina
de las cinturas hasta las consolas.
Así se reveló por las colas profusas,
mi cordial abundancia,
y también por los moños enormes que en mi infancia
tocaban a las plantas bizantinas
en rodel de palomas capuchinas.
Jerezanas,
genio y figura
del tiempo en que los ávidos pimpollos
teníamos, de pie,
la misma clementísima estatura
que tenía, sentada, nuestra Fe.
Jerezanas,
traslúcidas y beatas dentaduras
en que se filtra el sol, creando en cada boca
las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita
y en que es visitada Bernardita.
Jerezanas,
de quien aprendí a ser generoso,
mirando que la mano anacoreta
era la propia que en la feria anual
aplaudía en el coso
y apostaba columnas de metal
en el escándalo de la ruleta.
Jerezanas,
grito y mueca de azoro
a las tres de la tarde, por el humor del toro
que en la sala se cuela babeando, y está
como un inofensivo calavera
ante la señorita tumbada en el sofá.
Jerezanas,
panes benditos,
por vosotras, el Miércoles de Ceniza, simula
el pueblo una gran frente llena de Jesusitos.
Jerezanas,
abísmase mi ser
en las aguas de la misericordia
al evocar la máquina de coser
que al impulso de vuestra zapatilla,
sobre mi vocación y vuestros linos
enhebraba una bastilla.
Dios quiera que esté salvada
la máquina de acústicos galopes,
por la cual fue mi ayer melódica jornada
y un sobresalto mi vida
ante los pulcros dedos hacendosos
resbalando a la aguja empedernida.
Jerezanas,
he visto el menoscabo
de los bucles que alabo,
de los undosos bucles
que enjugaron sin mofa mis pucheros,
de los bucles reinantes,
cabrilleo lunar, blanco de la llovizna
y trono de lápices caseros;
he visto revolear la última brizna
de vuestras gracias proverbiales;
he visto deformada vuestra hermosura
por todas las dolencias y por todos los males;
he visto el manicomio en que murmura
vuestra cabeza rota sus delirios;
he visto que os ganáis
el pan con las agujas a la luz del quinqué;
he sido el centinela de vuestros cuatro cirios;
pero ninguna chanza del presente
logra desprestigiaros, porque sois el tupé,
los moños capuchinos y la gruta de Londres
de la boca indigente.
Jerezanas,
colibríes de tápalo y quitasol,
que vagabundas en la gloria matutina
paraban junto a mis rejas,
por espiar la joyente canción de mi madrina
rememorando a Serafín Bemol:
"Si soy la causa de lo que escucho,
amigo mío, lo siento mucho..."
Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.
Jerezanas,
que al cumplir con la ley
de la anual comunión, miráis a la primera
golondrina de marzo en la Casa del Rey
de los Reyes; la párvula golondrina que entró
a enseñarnos su pecho de mamey.
Jerezanas, cuyo heroico destino
desemboca en la iglesia y lucha con el viento,
vistiendo santos
o desvistiendo ebrios, con la misma
caridad de los cantos
que os hinchan las arterias en el cuello.
Jerezanas,
briosas cual el galope que me llenó de espantos
al veros devorar la llanura y el río
sobre el raudo señorío
del albardón de las abuelas;
erguidas como la araucaria,
y débiles como el fruto
de un huevecillo de canaria.
Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios, y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las flechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.
Jerezanas,
yo aspiro a ser el casto reyezuelo
de los días en que os sentís
probadas por el Cielo
Marchitas, locas o muertas,
sois las ondas del manantial
que ondula arriba de lo temporal,
y en el eterno friso de mi alma
cada paisana mía se eslabona
como la letra de la Virgen:
encima de una nube y con una corona.
EL SON DEL CORAZÓN
Una música intima no cesa
porque transida en un abrazo de oro
la Caridad con el Amor se besa.
¿Oyes el diapasón del corazón?
Oye en su nota múltiple el estrépito
de los que fueron y de los que no son.
Mis hermanos de todas las centurias
reconocen en mí su pausa igual,
sus mismas quejas y sus propias furias.
Soy la fronda parlante en que se mece
el pecho germinal del bardo druida
con la selva por diosa y por querida.
Soy la alberca lumínica en que nada,
como perla debajo de una lente,
debajo de las linfas. Scherezada.
Y soy el suspirante cristianismo
al hojear las bienaventuranzas
de la virgen que fue mi catecismo.
Y la nueva delicia, que acomoda
sus hipnotismos de color de tango
al figurín y al precio de la moda.
La redondez de la Creación atrueno
cortejando a las hembras y a las cosas
con un clamor pagano y nazareno.
¡Oh, Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son marino, el son del corazón!
TREINTA Y TRES
La edad del cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja
y los talla, el beduino y a la hurí,
como una esmeralda en un rubí.
Yo querría gustar del caldo de habas,
mas en la infinidad de mi deseo
se suspenden las sílfides que veo
como en la conservera las guayabas.
La piedra pómez fuera mi amuleto,
pero mi humilde sino se contrista
porque mi boca se instala en secreto
en la feminidad del esqueleto
con un crepúsculo de diamantista.
Afluye la parábola y flamea
y gasto mis talentos en la lucha
de la Arabia feliz con Galilea.
Me asfixia, en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta,
y de Zoraida la grupa bisiesta.
Plenitud de cerebro y corazón,
oro en los dedos y en las sienes rosas,
y el Profeta de cabras se perfila
más fuerte que los dioses y las diosas.
¡Oh, plenitud cordial y reflexiva:
regateas con Cristo las mercedes
de fruto y flor, y ni siquiera puedes
tu cadáver colgar en la impoluta
atmósfera imantada de una gruta!
ANNA PAVLOWA
Piernas
eternas
que decís
de Luisa La Vallière
y de Thaís...
Piernas de rana,
de ondina
y de aldeana;
en su vocabulario
se fascina
la caravana.
Piernas
en las cuales
danza la Teología
funerales
y Epifanía.
Piernas:
alborozo y lutos
y parodias de los Atributos.
Piernas;
en que exordia
la Misericordia
en la derecha,
y se inicia
en la otra la Justicia.
Piernas
que llevan del muslo al salón
los recados del corazón.
Piernas
del reloj humano,
certeras como manecillas
dudosas como lo arcano,
sobresaltadas
con la coquetería de las hadas.
Piernas
para que circuyas
el espíritu, que se desarma
entre tus aleluyas;
si la violeta de Parma
tuviese piernas;
serían las tuyas.
Mística integral,
melómano alfiler sin fe de erratas,
que yendo de puntillas por el globo
las libélulas atas y desatas.
¡Te fuiste con mi rapto y con mi arrobo,
agitando las ánimas eternas
en los modismos de tus piernas!
LA ASCENSIÓN Y LA ASUNCIÓN
Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.
Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias...
Dogma recíproco del corazón:
y ser por virtud ajena y virtud propia,
a un tiempo la Ascención y la Asunción!
Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.
Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin de la atmósfera
me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de perfil para su beso...
Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, dióme
de ángel guardián un ángel femenino.
¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la caída,
juntando, en la miseria de la vida,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!
EL PERRO DE SAN ROQUE
Yo sólo soy un hombre débil, un espontáneo
que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo.
A medida que vivo ignoro más las cosas;
no sé ni por qué encantan las hembras y las rosas,
Sólo estuve sereno, como en un trampolín,
para saltar las nuevas cinturas de las Martas
y con dedos maniáticos de sastre, medir cuartas
a un talle de caricias ideado por Merlín.
Admiro el universo como un azul candado,
gusto del cristianismo porque el Rabí es poeta,
veo arriba el misterio de un único cometa
y adoro en la Mujer el misterio encarnado.
Quiero a mi siglo; gozo de haber nacido en él.
Los siglos son en mi alma rombos de una pelota
para la dicha varia y el calosfrío cruel
en que cesa la media y lo crudo se anota.
He oído la rechifla de los demonios sobre
mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar,
y he mirado a los ángeles y arcángeles mojar
con sus lágrimas de oro mi vajilla de cobre.
Mi carne es combustible y mi conciencia parda;
efímeras y agudas refulgen mis pasiones
cual vidrios de botella que erizaron la barda
del gallinero contra los gatos y ladrones.
¡Oh, Rabí, si te dignas, está bien que me orientes:
he besado mil bocas, pero besé diez frentes!
Mi voluntad es labio y mi beso es el rito...
¡Oh, Rabí, si te dignas, bien está que me encauces;
como el can de San Roque, ha estado mi apetito
con la vista en el cielo y la antorcha en las fauces!
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