jueves, 3 de octubre de 2013

GUSTAVE ROUD [10.649]

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                                          Portrait de Gustave Roud © Alain Bettex

Gustave Roud

Gustave Roud fue un poeta y un fotógrafo suizo, nacido el 20-4-1897 en Saint-Légier, del cantón de Vaud, y fallecido el 10-11-1976 en Moudon.

Trayectoria

Gustave Roud vivió primero con sus padres, desde 1908 en Carrouge cerca de Vevey y Lausana, en una granja de su abuelo materno. Y hasta su muerte, vivió con su hermana Madeleine, que le llevaba cuatro años.
Hizo estudios clásicos en la secundaria, y asistió a las clases de Ernest Ansermet, director de orquesta afamado, y del escritor Edmond Gilliard. Se licenció en Letras, en la Universidad de Lausana, y publica sus primeros poemas en los Cahiers Vaudois (1915). Muy influido por Rimbaud y Mallarmé, así como por (Novalis y Hölderlin), tuvo una doble filiación franco alemana, decisiva en su obra. Renunció a la enseñanza y se retiró a la mayor soledad. En ella fue desarrollando su obra.
Publica su primer libro, Adieu, en 1927; es un largo poema en prosa. Entre 1936 y 1966, trabajó en el comité de lectura de la editorial Guilde du Livre. En los cuarenta, tradujo a Hölderlin, Novalis, Rilke y Georg Trakl. En 1967 apareció su famoso Requiem, sobre la muerte de su madre, acaecida varias décadas antes.
Se le relaciona con escritores posteriores, como Maurice Chappaz, su gran amigo Philippe Jaccottet y Jacques Chessex.

Obras

Adieu, Lausana, Au Verseau, 1927.
Feuillets, Lausana, Mermod, 1929.
Essai pour un paradis, Lausanne, Mermod, 1932.
Petit traité de la marche en plaine, junto con lettres, dialogues et morceaux, Lausana, Mermod, 1932.
Pour un moissonneur, Lausana, Mermod, 1941. Para un cosechador, La Garúa, 2005.
Air de la solitude, Lausana, Mermod, 1945.
Haut-Jorat, Lausana, Terreaux, 1949.
Ecrits I, II, Lausana, Mermod, 1950.
Le Repos du cavalier, Lausana, Bibliothèque des Arts, 1958. Tr.: El descanso del jinete, Trea, 2006.
Requiem, Lausana, Payot, 1967. Tr.: Réquiem, Ultramarino, 2004.
Campagne perdue, Lausana, Bibliothèque des Arts, 1972.
Trois poèmes anciens, Montpellier, Fata Morgana, 1976, póstuma.
Écrits I, II, III, Lausana, Bibliothèque des Arts, 1978.
Journal, Vevey, Bertil Galland, 198, ed. por Philippe Jaccottet.
Essai pour un paradis; Petit traité de la marche en plaine, Lausana, L’Age d’Homme, 1984.
Air de la solitude, Montpellier, Fata Morgana, 1988.
Les Fleurs et les saisons, Ginebra, La Dogana, 1991.
Air de la solitude ; Campagne perdue, L’Age d’Homme, Poche Suisse, 1995, prefacio de Jacques Chessex
Adieu ; Requiem, Ginebra, Minizoé, 1997, posfacio de Claire Jaquier.
Hommage, París, La Triplette Infernale, 1997.
Halte en juin, grabados de Palézieux, Montpellier, Fata Morgana, 2001, posfacio de Claire Jaquier.
Image sans emploi, grabados de Palézieux, Montpellier, Fata Morgana, 2002.
Air de la solitude et autres écrits, París, Poésie/Gallimard, 2002, prefacio de Philippe Jaccottet.
Journal, Carnets, cahiers et feuillets, 1916-1971, Moudon, Empreintes, 2004, ed. por Anne-Lise Delacrétaz y Claire Jaquier.






Llamada de invierno

            ¿Dónde estás? ¡Cuántas veces se gritó, esta llamada hacia un ser, desde el fondo del abismo intemporal donde mi casa se deslizó suavemente como un navío perdido! Lo absoluto triunfa en esta habitación, fomentado por el fuego blanco de las nieves. Los retratos hablan, los poemas cantan. Toda una vida inmóvil se ilumina en el espejo profundo de la memoria. Todo estalla y se concreta en un inexorable presente. El corazón bajo la punta del dedo se agota y se para. Llamo a través de las leguas, de los años y sin pensar siquiera en lo ridículo de mi voz cerrada, a un corazón que late.
¡Dónde estás ?
            Y sin embargo conozco el camino hacia el norte que lleva, después de largas horas, hasta el granero donde todavía arde el trigo que tú segabas. Partiría con los ojos cerrados. Pero la noche ha venido con la luna y todo el horror de las marchas de otro tiempo resucita en la nieve infinita. El verano aún puede mentir al adolescente que no tuvo fuerza para decir sí enseguida a su soledad. Un pájaro canta para él; las flores rozan sus manos desnudas. El viento le arroja a la cara toda una pradera de junio como un ramo de olores. Tendrá que saber al fin, la travesía paso a paso de las noches extremas de diciembre entre los cadáveres de sus pensamientos, cuando su aliento, que es sin embargo un aliento de hombre, suba como vaho vacío, un vano vapor hacia las estrellas (¡Orión, siempre Orión al hombro de la colina oriental iluminada!) y que golpee al fin con la frente el cristal color de miel que lo llamaba a través de la sombra como otra estrella, la transparente muralla inexpugnable que lo separa para siempre de la felicidad de los hombres.
            ¿De qué sirve volver a partir esta noche, ya que la respuesta al cabo de la nieve y de la noche es siempre la misma, la misma lámpara hacia la que los hombres tienden sus manos adormecidas, los labios abiertos en palabras que intercambian riendo? Sólo a ti por quien pude creer durante una hora que no es mortal mirar vivir en lugar de vivir, que es otra especie de vida –y la más bella-, te llamaría en vano allí de umbral en umbral. Los perros como antes saben saltar de su sueño, los roncos animales aullando al extremo de la cadena, ¡y ya no son ellos, sino la casa, no ellos sino los pueblos, no ellos sino toda la noche los que ladran! Perdí coraje. Te llamo aquí, cerca de mi lámpara muerta, con los labios sellados, con los ojos cerrados.
            Vivías. ¡Oh¡ quién me dirá si aún respiras, que si mi corazón se para, el tuyo sigue latiendo, segador al borde de la tormenta, a quien antaño vi sonreírme en el instante mismo del primer relámpago. La primera gota de lluvia se hace estrella en tu hombro y hace  estremecer tu adiós. Durante toda una hora, el tiempo de nuestro alto en el camino bajo el techo de tejas que chorreaban, con los pies en el polvo lleno de briznas de paja, de frágiles huellas de pájaros, me pareció que aún podía vivir. Y aún más que la vida, lo que de tu cálido y fresco hombro fluía hasta mi corazón colmándolo como con una apacible música reencontrada, era el reposo que vive en la plenitud alcanzada, y a su lado, el de la muerte no es sino una mueca.
            ¿Dónde estás ?
            ¡Qué hermoso era! ¡Aquellos campos hasta el horizonte azotados por las ráfagas, la inmensa hoguera de la siega humeando bajo la lluvia, las gavillas interrumpidas, los carros medio llenos rodando hacia las graneros, el enjambre de latigazos alrededor de los caballos con las crines pegadas y la multitud de tus hermanos, los segadores desnudos, los segadores prisioneros de su tela blanca como grandes ángeles torpones! Tú no decías nada, con los labios apenas entreabiertos bajo la dura crin de oro, con una mano en la mía y la otra envolviendo el mango de tu hoz. Era la hoz de un segador de trigo, deslustrada por la tierra de donde brotaban las espigas en un solo ramo, no la del segador de hierba, con su hoja que flamea como fuego de acero. Te llamo, a ti que me has dicho adiós, que me has tendido esa mano oscura manchada de sangre, toda herida por la paja aguda. Te llamo - ¿quién podrá oírme y responderme?
            ¿Dónde estás?
            Cien veces he vuelto a tomar la mismo camino, aunque sabía bien que nunca sería la misma, que nunca más me llevaría a ti.  Ese camino siempre vacía a los ojos de los demás, está habitada por mis esperas. Cada paso que en ella doy suscita algún fantasma. Camino entre la mentira de estas presencias que me siguen llorando. Puedo decirte cada árbol, cada lámpara. De repente hay charcos de perfume donde nos deslizamos: es una flor que se abre por la noche con un olor de semilla y de rosa. Quien la ha cogido no puede devolverla al camino si no es tras morir poco a poco encerrada en sus palmas. Hay un bosque mágico donde el pájaro de los muertos me habló.
            No se le puede llamar; hay que esperarlo, apoyarse en el tronco de un haya o acostarse en la hierba de seda como un viajero fatigado. No viene siempre. No viene casi nunca. No dice nada si le interrogas.
            ¿Dónde estás?
            ¿Acaso ya no puedes oír este grito? ¿No puedes decirme si aún respiras, si tu corazón late, si ese hombro donde posar mi mano, una sola vez todavía, me ha rechazado?
            El día en que ya no pueda esperar, volveré hacia el pájaro y esa vez lo llamaré como esta tarde te llamo. Su corazón está lleno de piedad. Oiré batir sus alas entre las hojas arrugadas; vendrá enseguida a posarse en la rama más baja. Me escuchará. Escucha lo que los muertos le dicen, todas las palabras de las voces sin labios. Lleva a los vivos los mensajes de los muertos. Escuchará todo lo que pueda decirle y volará hacia ti.

Pour un moissonneur, Lausanne, Mermod, 1941






La espera 

Traducción de Rafael José-Díaz


Entre quienes viven, entre quienes juegan a vivir, los hombres que no tienen nada que hacer, que no sirven para nada, los inservibles, esperan apartados, con una pregunta siempre en los labios que tienen toda la vida para plantear. Unos esperan la muerte como una respuesta; otros, durante el tiempo de un relámpago, sienten en ellos mismos cómo se esboza confusamente esa respuesta, y luego vuelve a caer el silencio. Por muy despojados que los haya dejado el rechazo de los demás, sienten cómo se enfrentan en ellos demasiadas fuerzas antagónicas como para que en el seno de ese caos pueda oírse la palabra reveladora. Se esfuerzan por una imposible unidad del ser, pues ésta no podría adquirirse sino por una especie de suicidio, o por un compromiso muy bajo. Esperan. Vagan de aquí para allá sin otra meta que esta espera en sí misma. Un transeúnte les concede a veces la limosna de una mirada tan pura que ellos se levantan y lo siguen durante horas sin que él ni siquiera sueñe con volverse. El eco de una voz muerta les devuelve por unos instantes el fantasma de un hermano que acaba de desvanecerse. «Tenía la mirada tan perdida, la compostura tan muerta que quienes me han encontrado tal vez no me han visto.» Sí, lo creo muy seriamente, los demás hombres ya ni siquiera os ven, a vosotros que os habéis perdido -por no haberos atrevido a perderos. Es a vosotros a quienes hablo, como si mi voz pudiera oírse, hombres cercados por lo inexplicable, vosotros cuya miserable presencia es tan consoladora para los vivos que se funda majestuosamente en el sentimiento de su dignidad profunda. Vosotros no tenéis sino vuestra ansiosa debilidad, pero ¿es esta esperanza tan débil que os fuerza sin tregua a mirar? 

Yo miro.

En lo más puro de mi memoria: un pueblo sobre el que estoy suspendido, adosado al muro de los muertos. Un pueblo muy pequeño: pocos seres vivos, menos muertos aún, como lo dicen las aproximadamente veinte tumbas detrás de mí bajo sus coronas de perlas y las rosas de Bengala ennegrecidas por el hielo. Colina a colina, la región alcanza suavemente el horizonte mordido por altos chaparrones. Un río de viento siega mi nuca, cae de un salto sobre los vergeles y sube al cielo con todas las hojas. La lluvia de las hojas y la verdadera lluvia comienzan. Es un pueblo al que he venido, uno de esos pueblos cuyo bello nombre en un mapa antiguo en el corazón del verano me llamó en otro tiempo. Una vez más, obedezco al recuerdo de esa llamada, a pesar de tantos adioses inútiles. Si de repente ... 

(La sala del mesón era triste; un viejo agitaba con ira una botella de mosto, mostrando con la otra mano su vaso medio lleno de una especie de crema parda que no quería beber. Por encima de su gorro de peluche chafado, una terrible litografía: El Perro del Lago de Orte).

El camino sube hacia el cementerio bajo nogales y robles. Las nueces, las bellotas crujen bajo el talón. 

Un carro se aproxima, la cuesta lo hace tan pesado que han debido colocar dos bueyes delante de los caballos. El hombre jura, luego canta; yo leo su nombre sobre el forro del caballo negro. Ha cortado su traje en la tela del cielo de agosto; es un trozo de cielo que camina bajo el verdadero cielo. Se detiene, tira de las riendas, me mira de arriba abajo ... ¿Sabe, tal vez? ¿Qué me impide correr hasta él, decirle: ¿qué tal? 

Miro.

Y, esta vez, no recuerdos, sino, muy cercano e instantáneo, el espejismo de una presencia hacia la que me han conducido los largos caminos de brumas caritativas. ¿Quién podría decir qué demonio benigno suscita a veces, en el corazón de los que esperan, un sobresalto hacia el ser (les sopla) que podría salvarlos? Es él sin duda quien ha escogido para mí este camino de amanecer por los vergeles y los pueblos orlados de escarcha (el mínimo ramo de hiedra en los pabellones de los jardines vacíos es una oscura joya de azabache engastada de plata); por los bosques manchados de la sangre de los corzos, en donde la escarcha se desliza desde las cimas y chirría sobre las hojas muertas; por el valle de las campanas y las pasarelas sobre un río de ajenjo (una hoguera de leñadores allá en la orilla anuda en las malezas un humo tan azul como una mirada); por otros pueblos con las rosas todavía heladas, los negros crisantemos de Todos los Santos: Hasta que Volvamos a Vernos en el Cielo; por otros bosques: aquél en que vi en agosto a la pequeña comadre de la ardilla morder el sombrero de un champiñón que acababa de arrancar y hacía rodar entre sus patas; aquél, en fin, que rodea tu inmenso dominio, tú que me hablas sobre ese alto puente de granero en el ruido de la trilladora, con la mejilla, la frente, las pestañas enfurtidas de un fino polvo, impaciente por volver a ocupar tu lugar allí entre las gavillas desatadas y los retoños de trigo duro en los sacos repletos. 

Miro cómo se ensancha el río de niebla, cómo anega su orilla, esa pendiente de tierra desnuda donde uno al lado del otro caminamos durante toda una tarde de otoño, rastrillador con el puño en la brida del gran ruano bonachón, rastrillador que reías en el sol, y el animal en cada parada al borde del campo cerraba su párpado cosido con gruesa crin pálida ... Miro. La niebla afluye contra el vergel, contra la granja, el granero, contra ti mismo. La trilladora ahoga tu adiós; la niebla devora tu mano tendida. Eres ceniza, eres vapor, no eres ya nada. Aquí no eres ya nada, pero allí vas a retomar peso y vida entre todas esas otras vidas, y yo me deslizo y vuelvo a partir al hilo de la bruma, sin voz, sin pensamiento, como un palo flotante del que ningún leñador en la orilla podría obtener llama alguna, como un vago copo de espuma pronto deshecho, disuelto en la resaca indefinida de la espera y de la ausencia. 

*Poema-relato pertienciente al libro El descanso del jinete, Ediciones TREA, España, 2006.





Appel d’hiver

           Où es-tu? Que de fois crié, cet appel vers un être, du fond de l'abîme intemporel où ma maison a glissé doucement comme un navire perdu! L'absolu triomphe dans cette chambre, fomenté par le feu blanc des neiges. Les portraits parlent, les poèmes chantent. Toute une vie immobile s'illumine au miroir profond de la mémoire. Tout éclate et se fige en un inexorable présent. Le coeur sous la pointe du doigt s'exténue et s'arrête. J'appelle, à travers des lieues, des années, et sans songer même à la dérision de ma voix close, un coeur qui bat.
            Où es-tu?
            Et pourtant je sais la route vers le nord qui touche au bout de longues heures la grange où brûle encore le froment que tu fauchais. Je partirais les yeux fermés. Mais la nuit est venue avec la lune et toute l'horreur des marches d'autrefois dans la neige infinie ressuscite. L'été peut mentir encore à l'adolescent qui n'a pas eu la force de dire oui tout de suite à sa solitude. Un oiseau chante pour lui; les fleurs frôlent ses mains nues. Le vent lui jette au visage toute une prairie de juin comme un bouquet d'odeurs. Il faudra, pour qu'il sache enfin, la traversée pas a pas des nuits extrêmes de décembre parmi les cadavres de ses pensées, quand son souffle, qui est pourtant un souffle d'homme, monte comme une buée vide, une vaine vapeur vers les étoiles (Orion, toujours Orion sur l'épaule de la colline orientale illuminée!) et qu'il heurte enfin du front la vitre couleur de miel qui l'appelait à travers l'ombre comme une autre étoile, la transparente muraille infrangible qui le sépare à jamais du bonheur des hommes.
            A quoi bon repartir ce soir, puisque c'est toujours la même réponse au bout de la neige et de la nuit, la même lampe vers quoi les hommes tendent leurs mains endormies, les lèvres ouvertes sur des paroles qu'ils échangent en riant? Toi seul par qui j'ai pu croire une heure qu'il n'est pas mortel de regarder vivre au lieu de vivre, que c'est encore une espèce de vie — et la plus belle —, je t'appellerais en vain là-bas de seuil en seuil. Les chiens comme autrefois savent bondir de leur sommeil, les rauques bêtes hurlantes à bout de chaîne, et ce n'est plus eux, mais la maison, mais les villages, mais toute la nuit qui aboient! J'ai perdu coeur. Je t'appelle ici près de ma lampe morte, les lèvres closes, les yeux fermés.
            Tu vivais. Ah! qui me dira si tu respires encore, que si mon coeur s'arrête, le tien bat toujours, faucheur au bord de l'orage, que j'ai vu jadis à l'instant même du premier éclair me sourire. La première goutte de pluie étoile ton épaule et fait frissonner ton adieu. Pour toute une heure, le temps de notre halte sous le toit de tuiles ruisselantes, les pieds dans la poussière pleine de brins de paille, de fragiles empreintes d'oiseaux, il m'a paru que je pouvais vivre encore. Et plus encore que la vie, ce qui de ta chaude et fraîche épaule coulait jusqu'à mon coeur qu'il comblait comme d'une calme musique retrouvée, c'était le repos vivant dans la plénitude atteinte, auprès de quoi celui de la mort ne peut être qu'une grimace.
            Où es-tu ?
           Que c'était beau, ces campagnes jusqu'à l'horizon fouaillées par les rafales, l'immense brasier des moissons fumant sous la pluie, les gerbes interrompues, les chars à demi chargés roulant vers les granges, l'essaim des coups de fouet autour des chevaux aux crinières collées et la foule de tes frères, les moissonneurs nus, les moissonneurs pris dans leur toile blanche comme de grands anges maladroits! Tu ne disais rien, les lèvres seulement entrouvertes sous le dur crin d'or, une main dans la mienne, l'autre enroulée au manche de ta faux. C'était la faux d'un faucheur de froments, ternie par la terre d'ou jaillissent les épis d'un seul jet, non point celle des faucheurs d'herbe, avec sa lame qui flambe comme un feu d'acier. Je t'appelle, toi qui m'as dit adieu, qui m'as tendu cette main sombre tachée de sang, toute blessée par la paille aiguë. Je t'appelle – qui pourra m'entendre et me répondre?
           Où es-tu?
           Cent fois j'ai repris la même route, sachant bien pourtant que ce ne serait plus jamais la même, qu'elle n'irait jamais plus vers toi. Cette route toujours vide aux yeux des autres hommes, elle est peuplée de mes attentes. Chaque pas que j'y pose y suscite quelque fantôme. Je marche parmi le mensonge de ces présences qui me suivent en pleurant. Je puis te redire chaque arbre, chaque lampe. Il y a soudain des flaques de parfum où l'on glisse: c'est une fleur qui s'ouvre la nuit avec une odeur de semence et de rose. Qui l'a cueillie ne peut la rendre à la route qu'elle ne soit morte peu à peu dans ses paumes refermées. Il y a une forêt magique où l'oiseau des morts m'a parlé.
           On ne peut l'appeler; il faut l'attendre, s'adosser au tronc d'un hêtre ou se coucher dans l'herbe de soie comme un voyageur fatigué. Il ne vient pas toujours. Il ne vient presque jamais. Il ne dit rien si tu l'interroges.
           Où es-tu?
           Est-ce que tu ne peux plus entendre ce cri? Est-ce que tu ne peux me dire si tu respires encore, si ton coeur bat, si cette épaule où poser ma main, une seule fois encore, m'est refusée?
           Le jour où je n'en pourrai plus d'attendre, je retournerai vers l'oiseau et cette fois je l'appellerai comme ce soir je t'appelle. Son coeur est plein de pitié. J'entendrai le battement d'ailes parmi les feuilles froissées; il viendra tout de suite se poser sur la branche la plus basse. Il m'écoutera. Il écoute ce que les morts lui disent, toutes les paroles des voix sans lèvres. Il porte aux vivants les messages des morts. Il écoutera tout ce que je pourrai lui dire et il s'envolera vers toi.

Pour un moissonneur, Lausanne, Mermod, 1941

Gustave Roud. 1897. Il est l’un grands noms la littérature suisse  romande au XXe siècle. En 1908 sa famille s'installe à Carrouge, dans le Jorat. C'est là que l'écrivain passera toute sa vie. En 1928 à la suite d'une grave affection pulmonaire, il passe douze moi au Sanatorium de Leysin. En 1930 il participe à la revue Aujourd'hui, dirigée par Ramuz et Mermod où il fait paraître ses premières traductions de Novalis puis Hölderlin. Il meurt le 10 novembre 1976 à Moudon. Écrivain solitaire, il passa toute sa vie dans le Haut Jorat, un pays de collines douces évoqué dans les proses du Petit Traité de la marche en plaine ou de l’Essai pour un paradis. Poète nomade dans une vie sédentaire, Roud a relié, par son amour des routes et sa culture à la fois romantique et classique, des mondes antinomiques: les sensibilités germanique et latine, les brumes et la lumière, l’obscurité de l’invisible et la clarté du monde tangible. De famille paysanne, mais lui-même universitaire et intellectuel, en constant décalage avec son milieu, il va chercher par la poésie à rassembler ces deux parts de lui-même, invoquant dans une même prose le proche et le lointain, l’ici et l’ailleurs, le charnel et le spirituel.

Bibliographie: Adieu, 1927. Feuillets, 1929. Essai pour un paradis, 1932. Pour un moissonneur,  1941. Air de la solitude, 1945. Haut-Jorat, 1949. Le Repos du cavalier, 1958. Requiem,1967. Campagne perdue, 1972. Trois poèmes anciens, 1976.  Traductions: Hölderlin, Poèmes, 1942. Rilke, Lettres à un jeune poète, précédées d’Orphée et suivies de deux essais sur la poésie, 1947. Novalis, Les Disciples à Saïs, Hymnes à la nuit, Journal, 1948. Novalis, Hymnes à la nuit, 1966. Georg Trakl, Vingt-quatre poèmes, 1978.







Crida d'hivern

            On ets? Quantes vegades llançada aquesta crida cap a un ésser, des del fons de l’abim intemporal en què ma casa ha lliscat dolçament com un navili perdut! L’absolut triomfa en aquesta cambra, fomentat pel foc blanc de les neus. Els retrats parlen, els poemes canten. Tota una vida immòbil s’il·lumina al mirall profund de la memòria. Tot resplendeix i es fixa en un innexorable present. El cor, sota la punta del dit, s’extenua i es detura. Cride, a través de les llegües, dels anys, i sense ni tan sols adonar-me de la irrisió de la meua veu tancada, un cor que batega.
            On ets?
            I, tanmateix, conec el camí cap al nord que arriba, al cap de llargues hores, al graner on encara crema el blat que tu segaves. Marxaria amb els ulls tancats. Però la nit ha arribat amb la lluna, i tot l’horror de les marxes d’altres temps en la neu infinita ressucita. L’estiu pot mentir encara a l’adolescent que no ha tingut la força de dir sí de seguida a la solitud. Un ocell canta per a ell; les flors freguen les seues mans nues. El vent li llança a la cara tot un prat de juny com un pomell d’olors. Necessitarà, per a conéixer per fi, la travesia pas a pas de les nits extremes de desembre entre els cadàvers dels seus pensaments, quan el seu alé, que és, tanmateix, un alé d’home, puge com un baf buit, un vapor va vers les estrelles (Orió, sempre Orió sobre els muscles del turó oriental il·luminat!); i haurà de topar finalment amb el front en el vidre color mel que el cridava a través de l’ombra com una altra estrella, la transparent muralla infranquejable que el separa per sempre de la felicitat dels homes.
            Per què caminar de nou aquest vespre, si sempre es troba la mateixa resposta al final de la neu i de la nit, el mateix llum cap al qual els homes tendeixen les mans adormides, els llavis oberts a paraules que bescanvien tot rient-se? Només a tu, per qui he pogut creure durant una hora que no és mortal mirar viure en lloc de viure, que segueix sent una espècie de vida −i la més bella­−, et cridaria en va allà de llindar en llindar. Els gossos, com antany, saben saltar des del seu somni, les ronques bèsties que udolen encadenades, i ja no són ells, sinó la casa, sinó els pobles, sinó tota la nit els que lladren! M’he desanimat. Et cride ací prop de la meua llàntia morta, els llavis tancats, els ulls closos.
            Tu vivies. Ah, qui em dirà si respires encara, que si el meu cor es deté, el teu continua batent, segador vora la tempesta, a qui vaig veure temps enrere com em somreia a l’instant mateix del primer llampec. La primera gota de pluja, com un estel a la teua espatla, fa que tremole el teu adéu. Durant una hora sencera, el temps de la nostra parada sota el sostre de teules regalimants, els peus en la pols plena de brins de palla, de fràgils empremtes d’ocells, m’ha semblat que jo encara podia viure. I encara més que la vida, allò que des de les teues espatles càlides i fresques es vessava al meu cor, el qual omplia com d’una tranquil·la música recobrada, era el repòs vivent en la plenitud assolida, al costat del qual el de la mort no pot ser més que una ganyota.
             On ets?
            Com eren de bells aquells camps fuetejats fins a l’horitzó per les ràfegues, la immensa foguera de la sega fumejant sota la pluja, les garbes interrompudes, els carros mig carregats rodant cap als graners, l’eixam d’assots al voltant dels cavalls de crineres enganxoses i la multitud dels teus germans, els segadors nus, els segadors presos en llur tela blanca com grans àngels maldestres! Tu no deies res, els llavis només entreoberts sota la dura crinera d’or, una mà en la meua, l’altra cargolada en el mànec de la teua dalla. Era la dalla d’un segador de forment, desllustrada per la terra d'on brollen les espigues alhora, no la dels segadors d’herba, amb la fulla flamejant com un foc d’acer. Jo et cride, a tu que m’has dit adéu, que m’has estés aquesta mà fosca tacada de sang, ferida per la palla punxeguda. Jo et cride −qui podrà escoltar-me i respondre’m?
             On ets?
            Cent vegades he représ el mateix camí, tot sabent que mai no seria el mateix, que ja mai aniria cap a tu. Aquest camí sempre buit als ulls dels altres homes, és poblat de les meues esperes. Cada pas que hi faig suscita algun fantasma. Camine entre la mentida d’aquestes presències que em persegueixen plorant. Puc repetir-te cada arbre, cada llàntia. Hi ha, de sobte, bassals de perfum en què un llisca: una flor que s’obri a la nit amb una flaire de llavor i de rosa. Qui l’ha collida no pot tornar-la al camí abans no haja mort a poc a poc a les seues mans tancades. Hi ha un bosc màgic on l’ocell dels morts m’ha parlat.
            No se’l pot cridar; se l’ha d’esperar, recolzar-se al tronc d’un faig o gitar-se a l’herba de seda com un viatger esgotat. No sempre ve. No ve gairebé mai. No diu res si l’interrogues.
            On ets?
            És que no pots sentir aquest crit? És que no pots dir-me si respires encara, si el teu cor bat, si aqueix muscle en què posar la meua mà, una vegada més, m’és negat?
         El dia que no puga ja esperar-te, em giraré vers l’ocell i aquesta vegada el cridaré com aquesta vesprada et cride. El seu cos és ple de pietat. Sentiré l’aleteig entre les fulles arrugades; es posarà de seguida a la branca més baixa. M’escoltarà. Escolta allò que els morts li diuen, totes les paraules de les veus sense llavis. Porta als vius els missatges dels morts. Escoltarà tot el que jo puga dir-li i volarà cap a tu.


Pour un moissonneur, Lausanne, Mermod, 1941

Gustave Roud Nascut al 1897 a Saint-Légier, al cantó de Vaud, Roud és un dels grans noms de la literatura suïssa en llengua francesa del segle XX. Al 1908, la seua famíla s'instal·la a Carrouge, al Jura, on el futur escriptor passarà tota la seua vida. Es llicencia en lletres a la Universitat de Lausana i publica els seus primers poemes a la revista Vaudois (1915). A l'any 1928, a causa d'una greu afecció pulmonar, passa dotze mesos al sanatori de Leysin. De 1930 a 1932 participa a la revista Aujourd'hui, dirigida per Ramuz i Mermod, on publica les seues primeres traduccions de Novalis i Hölderlin, que completa als anys quaranta, època en què també tradueix Rilke i Trakl. Mort el 10 de novembre de 1976 a Moudon. Escriptor solitari, passa tota la vida a l'Alt Jura, país de tossals suaus evocat a les proses del Petit Traité de la marche en pleine o  de l'Essai pour un paradis. Sedentari però amant del viatge, de cultura romàntica i alhora clàssica, Roud connecta mons antinòmics: les sensibilitats germànica i llatina, la boira i la llum, la foscor de l'invisible i la claredat del món tangible. De família camperola, però universitari de formació, en constant distanciament del seu medi, va buscar a través de la poesia, i també de la fotografia,  d'aplegar els dos mons personals, tot invocant en una mateixa prosa el pròxim i el llunyà, l'ací i l'allà, la carnalitat i l'espiritualitat.  

Bibliografia: Adieu, 1927. Feuillets, 1929. Essai pour un paradis, 1932. Pour un moissonneur, 1941. Air de la solitude, 1945. Haut-Jorat, 1949. Le Repos du cavalier, 1958. Requiem,1967. Campagne perdue, 1972. Trois poèmes anciens, 1976. Traduccions: Hölderlin, Poèmes, 1942. Rilke, Lettres à un jeune poète, precedides d’Orphée i seguides de Deux essais sur la poésie, 1947. Novalis, Les Disciples à Saïs, Hymnes à la nuit, Journal, 1948. Novalis, Hymnes à la nuit, 1966. Georg Trakl, Vingt-quatre poèmes, 1978.

[Traducció de Carles Belda]







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