Rodrigo Arroyo Castro
Curicó, Chile 1981. Licenciado en artes por la Universidad de Playa Ancha. El 2008 publica "Chilean Poetry" Ed. Fuga, el 2009 "Vuelo" Ed. Inubicalistas, el 2012 la plaquette "Mausoleo" Cuadro de Tiza Ediciones y el 2013 "Incomunicaciones" Ed. Inubicalistas. Es coeditor de Ediciones Inubicalistas.
Presentación Chilean Poetry, Rodrigo Arroyo
Por Jorge Polanco Salinas
No hemos muerto y lo deseamos, retornamos; y no a lo mismo.
Nos quitamos el pronombre la pluralidad y los dineros.
Entramos de incógnito al laberinto.
..
Pendientes,
no ha muerto el surrealismo –Artaud–
Aparecen fantasmas,
no se ha esclarecido el misterio del caballo.
Existe una sospecha; las salidas verdaderas puedan ser falsas,
de que el laberinto es una declaración de guerra, silenciosa –Thoreau-
pasa el viento
pasa el viento.
..
Olvidamos las derrotas, un débil sonido de mi cuerpo ilumina las paredes,
las rayamos y seguimos perdidos dibujando una silueta,
en la pared.
..
Púas para perpetrar el simulacro
bajo una lluvia marcada por los signos
del castigo de la barricada.
El aguacero ha creado su doble. Que distorsiona la verdadera humedad del agua;
tal vez sea eso, el asunto de la lluvia, lo que nos extravíe
los falsos focos. Las nuevas imágenes, los márgenes.
La caída es una televisión a colores transmitiendo el recorrido de una flecha
desde la ballesta, la pistola, el tanque
hacia un caballo de madera con un laberinto dibujado en su lomo.
..
El tránsito es una escritura que nos gusta por ser gratis, porque se escribe al ir
desapareciendo, al anochecer.
Se cae esta ciudad sin nombre, hundiéndose en la niebla. Los sonidos de las palabras
dibujan laberintos que permanecen estáticos en el aire,
antes
de
caer.
...
El día que recuerdes mi palabra
volverán de a poco las sirenas,
cavarás un agujero en la cola del piano
y recordarás que el problema era el exceso de maquillaje y de hendiduras
en el rostro.
El problema era que no decían nada de los caídos
del sujeto, del predicado, del dinero.
El día que recuerdes mi palabra recordarás también
que un poema no depende de su economía de palabras,
de su olvido en la repetición o su cercanía con el cuerpo.
Un poema no depende de ser poema
poesía, poética,
comunicado
ruido de sirenas
caminata por el laberinto,
recuerdo
u orden de fusilamiento a medianoche.
En el libro de un poeta amigo se define la escritura melancólica como un ejercicio de la desesperación. Esa actitud se condice con la mirada gris que ha tomado cierta parte de la poesía contemporánea, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial y la crisis de la representación. Una tradición que pone en cuestión el lenguaje y la poesía se ha afianzado, teniendo como dato duro la historia de las sucesivas catástrofes, de la que Chile no queda fuera y su poesía tampoco. A esta escritura de la desesperación pertenece sin duda Chilean Poetry de Rodrigo Arroyo.
Ya desde el título en inglés, emulando el segundo libro de Juan Luis Martínez, el poemario muestra una ironía y mordacidad interesante respecto de la tradición poética chilena. La violencia del inglés con que parte el libro entrega indicios de las metáforas de la violencia, plasmada en las alusiones recurrentes a fusiles y armas que acentúan los textos. La ironía emerge en su primer estrato con el consumo del inglés en nuestro país –patentizando la instauración del modelo norteamericano- como también de las implicancias que supuestamente conlleva la tradición poética chilena, casi como una señal de sarcasmo al borde del cansancio de la literatura, y quizás también del mundo social lumpenizado que configura. Tal como en otros ámbitos de la sociedad chilena actual.
Pero no queda allí.
Rodrigo Arroyo hace eco de una tradición escéptica que se ha configurado en Valparaíso, una mirada desconfiada y opaca acerca del estatuto del poeta. Siguiendo derroteros que atraviesan igualmente a escritores como Rubén Jacob, Ennio Moltedo, Carolina Lorca, Luis Andrés Figueroa, Ismael Gavilán, Ximena Rivera, entre muchos otros hasta el día de hoy(1), el poeta no puede dejar de establecer una labor que se cuestiona a sí misma, una actitud natural del propio creador a romper con la iconoclasia del autor. Tal vez preexista una filiación en el puerto a la anarquía, que se ha arraigado de manera inconsciente a sus escritores. Vitalmente, varios poetas de Valparaíso han rehuido sistemáticamente la escenificación con el fin de privilegiar la obra. El ejemplo eximio y desesperado en términos de gesto escritural es el de Juan Luis Martínez, quien elabora una poética de la tacha del nombre y del paréntesis, volviéndose reticente –como otros poetas de Valparaíso- al ámbito público. Tal vez exista en ello un dejo melancólico frente al tiempo requerido por la obra, pero a la vez una sanidad escritural que contrasta, a pesar de la cercanía, con el facilismo mediático de Santiago (aunque es necesario recordar que la poesía chilena ha tenido como principales exponentes creadores que provienen de las regiones, salvo unos cuantos nombres que podrían ser contados con los dedos de las manos).
Juan Luis Martínez constituye, en este caso, el referente primordial de la poesía de Rodrigo Arroyo(2). No sólo en el gesto escéptico antes descrito (trasuntado en la habitual actitud crítica de Rodrigo), sino también en la relación que establece con las artes visuales. Este ámbito es fundamental, aun cuando Rodrigo no introduce como hilo articulador la poesía visual. Afirmado como tabla de naufrago a la palabra persiste en no abandonarla, conjugando sus linderos en la página al punto de eliminar incluso la numeración. Fenómeno interesante de observar si consideramos que este poeta se ha formado en las artes visuales. A pesar de que la plástica constituye uno de sus referentes innegables, no atraviesa la barrera de la palabra introduciendo imágenes iconográficas. Así la poesía de Rodrigo alberga de soslayo un agotamiento y una desconfianza ante el uso irreflexivo de tales procedimientos; aquello se explica, por ejemplo, en el mismo libro a través de versos como los siguientes: “¿cómo dirías tu imagen sin palabras? ¿Cuándo callaremos?”
Ciertamente, la preocupación por la edición cuidada del objeto libro procede también de las artes visuales y la escritura de Martínez. La portada blanca, sin representación iconográfica, salvo el diseño ad-hoc del logo editorial, induce a pensar que Rodrigo intenta marcar una diferencia respecto a la ilustración de la palabra. Los mismos versos citados más arriba muestran dicha desconfianza. Además la portada que introduce el sello “editorial fuga” contiene una coincidencia graciosa con la poética laberíntica y enclaustrada del libro, que no se les debe haber escapado al poeta ni a los editores cuando diseñaron la figura del laberinto. Por otro lado, introduciéndonos al interior del texto, la sección intermedia de roneo y la tipografía antigua que rememora décadas pasadas, señalan al parecer una alusión material y al mismo tiempo precaria en la que se establece la palabra. Da la impresión que esta sección constituye –como el título de esta parte indica- una clase de enmudecimiento que remite a la dictadura, casi como un homenaje a las generaciones anteriores como también una advertencia de la continuidad política marcada por la derrota del proyecto histórico. De allí se desprende un gesto desesperado y crítico de la época actual, además de la evidencia precaria que se impone a la obra artística cuando se pone en relación con el tiempo.
En esta misma sección, casi al terminar, se encuentra una hoja doblada en cuatro partes que, en su primera pretensión, Rodrigo quería que fuese doblada a mano. No sé si habrá sido hecho así. Lo importante es que esta hoja marcada a mano intentaría de algún modo introducir la firma concreta del autor. En este sentido, existe una relación interesante entre La Nueva Novela y Chilean Poetry, puesto que en este último se pretende que la firma se halle dentro del libro, continuando la reflexión acerca de la inscripción del nombre, pero llevada ahora a la manufactura. Firma y mano aparecen efectivamente vinculadas, concretizando con este gesto la afirmación de Celan de que solo manos verdaderas escriben poemas verdaderos (Téngase en cuenta que Rodrigo es un asiduo lector de Celan, lo pude comprobar personalmente cuando quiso robarme mi edición de las obras completas).
Este vínculo entre Celan, Martínez y Chilean Poetry de Arroyo se muestra desde ya con el epígrafe del comienzo: “Hubo que decir algo, siempre hubo que decir algo/ hubo que decir que hubo un escrito sobre la mente y luego/ hubo que decir”. La reiteración del enmudecimiento merodea la poética de estos escritores, y atraviesa el libro de Rodrigo a partir de la derrota estética, histórica y poética que articula los textos. Para muestra un fragmento:
Esta especie de mutismo no podemos ilustrarlo con una
Tachadura, porque de una u otra forma es un duelo que nos
Corresponde (...) No es solo pensar lo que no hicimos. Por qué
no estuvimos con el realismo socialista, por qué tan rápido
se nos cayó el puño (...)
El silencio nos golpea el rostro. Tantas son las metáforas (...)
La ciudad inundada de signos, estética de tiempos difusos,
de tiempos en silencio (...)
Asimismo, saber huir a tiempo es propio de una especie de
mutismo que traemos adherido;
como esconderse, y mover los hilos que las luces trazan
sobre las palabras. No decir, encallar.
En esta encrucijada de la historia, que parece más bien un callejón sin salida, el libro propina la sensación de un agotamiento, una devastación que afecta igualmente al lenguaje. De ahí que los poemas parezcan inconclusos, marcados por una continuidad disgregada que insiste en el desborde de sí mismos, dejando a menudo al final un verso, un fragmento o una palabra solitaria. Porque pareciera que con esta estructura el poeta no desea establecer una conclusión o una síntesis, sino un puñetazo que abre la interrogación frente a la imposibilidad de salir de la encrucijada. Aquí creo leer en el laberinto de Chilean Poetry, no un rasgo metafísico del sentido del hombre al modo de la mitología griega o los cuentos de Borges, por citar dos casos ejemplares, sino un laberinto creado por la historia efectiva de Chile y su poesía. Cito: “la lluvia es solo eso un cuerpo perecible que no encuentra solución en la poesía chilena”; “algún día prohibirán acordarse de babel/ será negado que la muerte se hizo estética / durante un tiempo, un país”.
Quizás por ello se reiteren metáforas de la violencia, imágenes de guerra, fusiles y pertrechos militares. Pues persiste en el libro la sensación de un toque de queda, un efecto similar al que ocurre en La ciudad de Gonzalo Millán, pero acentuado por la derrota decantada después de la asfixia dictatorial. Tal vez una especie de desazón postraumática. Las reiteraciones a las que recurre el libro provocan este clima de embotamiento, lograda por medio de las imágenes a las que regresa y que al final, en la sección de las correcciones de los poemas, son recreadas como una coda que prolonga la devastación. A partir de dichas reiteraciones vuelven continuamente palabras como “fusil”, “silencio”, “bombas”, “laberinto”, “balas”, entre otras, que crean una desesperación proporcionada por la historia. Esta angustia epocal, en la que pareciera no haber salida, genera las sucesivas y extrañas imágenes poéticas de Rodrigo, configurando una poética gris y desesperanzada que no se vanagloria ni contenta con la actualidad de nuestro país. Quizás por ello no puede dejar de resonar en Chilean Poetry una cierta desazón similar a la que se ven sometidas las nuevas generaciones al final de El rey Lear, cuando Edgar –el nuevo soberano- cierra su parlamento afirmando de manera angustiosa: “debemos inclinarnos ante el peso / de estos tiempos sombríos. Decir lo que sentimos / no lo que se supone que debemos decir. / quienes sufrieron más fueron los viejos / nosotros que somos jóvenes / no viviremos ni veremos tanto”.
NOTAS
(1) Resulta interesante observar cómo en el último periodo la poesía de Valparaíso ha configurado un campo reconocido, a través de varias iniciativas poéticas que se pueden atisbar, por ejemplo, en las sendas antologías elaboradas por investigaciones serias, mostrando la escritura que se está haciendo actualmente. A ello se suma revistas como Antítesis donde publican varios poetas –principalmente jóvenes-, sin remitirse solamente a la edición de sus poemas. En este sentido se cumple lo dicho por Álvaro Bisama respecto a la densidad y la configuración de la escena literaria actual, que en el último periodo se ha afianzado con la publicación de textos sumamente interesantes.
(2) A diferencia de lo que han afirmado algunos críticos de periódico, Juan Luis Martínez no sólo constituye un referente de las nuevas generaciones de Valparaíso, sino también un referente nacional. Creo que las preguntas que caben a partir de su escritura de la clausura, consisten en: ¿cómo escribir en este mundo arrasado por la imagen? ¿Cómo la palabra poética puede seguir diciendo luego del predominio de la sobre-exposición iconográfica?
Vuelo, de Rodrigo Arroyo
Por Enrique Winter
Vuelo (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2009) de Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981) camufla punzantes observaciones sobre el estado del arte, por medio de una serie de cartas de desamor, que pueden entenderse dirigidas a una mujer o a la escritura misma. La lamentable necesidad de datarlo en la dedicatoria y con ello circunscribirlo a una experiencia en el territorio más minado de todos -el amoroso-, se salva en un proyecto escritural cuya remisión a la realidad es mínima. Como si se quejara del exceso de realismo, más bien de la escasez de reflexión de la poesía actual del cono sur. Porque acá la experiencia -lo verosímil, cuando no su verdad a secas- también opera como un motor imprescindible, sólo que se vuelve un elemento menor a la hora de la lectura, en que el lenguaje es el representado, y con la suspicacia de quien ha recibido golpes: “Hay que decirlo, es por caer que las cosas dejan de estar tan arriba, / escapadas de su sentido, o lejos del abajo, nada más.”
El autor suscribe a una cierta tradición de la imposibilidad de decir, Celan mediante, y desarrolla una poesía consciente del lenguaje como un cuerpo fisurado, donde “el extravío de metáforas es quizá la muerte resonando con las olas.” No desconoce, sin embargo, los estímulos que tensionan la creencia de tallar un poco la comunicación. Arroyo admite, y descubre, que “los objetos constituyen un modelo parecido al de un río / entrando al mar por la noche.” La escritura que estos ríos inundan viene, en este caso, a relativizar la certeza de Bertoni, para quien los sentimientos más intensos son aquellos más sencillos de expresar. Para Arroyo, el lenguaje de la tribu no resulta suficiente. A la abstracteza del desamor le tira capas de pintura, en telas que además están craqueladas. Son tantos los planos de lectura en la argumentación por vía de la acumulación de imágenes, del largo aliento del verso, de meditaciones propias de la teoría del arte e intensidades amatorias, que se requieren calma y repeticiones para asir algo del vuelo. La manera en que desencadena las asociaciones de ideas, como en Ashbery, obliga a leer a lo menos dos veces, con las perspectivas de cerca y de lejos que le asignamos a una pintura puntillista. En un mérito poco equiparado entre sus coetáneos, fusiona experiencia y reflexión hasta hacerlos indistinguibles. Y desde ahí se hace cargo, probablemente a su pesar, de hablar por la generación: “Es seguro, no volveremos a volar, hemos de regresar a la academia, / que ha huido de sí misma, de la representación, del espacio / de un espino dibujado sobre la cubierta fría de los muertos.”
En Vuelo se desplaza la dirección del deseo desde la posición tradicional de la receptora hacia la más contingente del diálogo. Se presenta un deseo a ser satisfecho por vía de la interpelación. Resulta interesante cómo la exaltación de un tormento personal no deviene aquí en expresionismo, sino en el remanso de Machado (“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina / pero mi verso brota de manantial sereno”). Lo demandado en Vuelo expone un modo de acción contra la dinámica artificiosa de los quiebres humanos, en que las interpretaciones posteriores operan como guías de despacho, trazas llamadas a explicar razonablemente lo que se transó. Para Arroyo no cabe siquiera el cálculo: “Perderse es un invento que puedes guardar cuando no recuerdes / que fuimos un secreto tan grande en un lugar tan pequeño”. Necesita asirse a cimientos que no puedan caerse como los protagonistas. Duda del afán del mero trámite, del sentido de la experiencia en sí misma y de constatarla, en una tendencia escatológica que habría que analizar por recurrente en la poesía chilena. “No hay figura en ningún muro que me diga del vuelo que tuvimos (…) la boca se hace cobijo de piezas rotas que no pueden exhibirse”, afirma. “¿Qué recuerdo no contiene un exceso de proximidad?” es una de las decenas de preguntas que ofrece y que puede aplicarse también al poema de amor, hasta antes de este libro.
Los libros de Arroyo no tienen números de página ni títulos de poemas, porque están abiertos al picoteo de superposiciones difícilmente habitables en una lectura lineal. “Todo se camufla / entre espinos meciéndose a modo de metáfora, / sí, es turbio el aire en la ciudad; añoramos estallidos, pero las palabras / carecen de pólvora, de gas.” En ese camuflaje uno termina preguntándose por la necesidad de que aparezca el cuerpo de la musa, aunque sea la escritura. Arroyo podría escribir del solo traje y el traje mismo sería una excusa para ese espacio vacío que lo aturde, esa metáfora espacial que distancia lo dicho de la verdad, si es que hay alguna. Es paradójico como en Chilean Poetry, su primer libro, la ausencia de la contraparte quitaba pies forzados a su crítica del estado del arte, cuando en el subjetivo Vuelo esas reflexiones, sobre todo las referidas a las artes visuales, son más explícitas. El camuflaje antedicho opera como el de los militares para la guerra, y no para los ejercicios preparatorios. Y es en serio, pródigo en lugares comunes entre versos a veces gráciles, a veces malogrados. Si en La Compañera de Efraín Barquero el objeto del deseo se muestra casi entero, acá las cartas son sampleadas y se leen desde su fragmentación, como un trapecista que planea y vuelve una y mil veces sobre la misma obsesión, pues siempre es distinto el aire que le punza los pómulos, sin red por el arrojo: “pasar por una puerta tantas veces que no haya adentro ni afuera sino umbral”, “podríamos seguir página tras página como imitando un cerro de escombros / que ignorábamos al oír los ruidos de los cuerpos.” Esta narratividad a pedazos está construida como un fotograma, a partir de momentos ideales. Esto puede solucionar el poema largo, en que la digresión no es tan necesaria para un solo argumento, y lo vuelve más ágil y llevadero. Resulta fascinante que cada texto cierre, aunque no del todo, sin que transcurra el tiempo. El presente continuo y rescilente viene a remover un pasado puntual.
Ejercicios cognitivos como el que actualizó Juan Luis Martínez en “El Oído” (“El oído es un órgano al revés; sólo escucha el silencio (…)”) vuelven a estremecer en la voz de Arroyo: “Tu ojo no es ojo en el mirar; / es ojo cuando se cierra vulnerable en el cruce de nuestras voces”, vinculándonos a un acercamiento al otro, similar al de la teología negativa respecto de dios. Lo dicho es lo que no es. Por esa vía cava profundidades que impresionan, como en el poema “[Los últimos años de un boxeador…]”, que sitúa las principales líneas del conjunto. Se trata de metaliteratura con la realidad como excusa, sin aspavientos ni tendencia a aburrir sobre el ejercicio escritural propio, sino que raspando la madera de la escritura misma como lenguaje posible. Por ejemplo, “Pájaros movidos por el viento aparecen como tatuajes del cielo al momento de / colgar los guantes”, “Ensuciaba las ventanas para no caer en la red / secreta de una transparencia vulnerada” y “Una pelea es algo solitario, es pura ausencia; / un vuelo en cambio no es sino una suma de transparencias saliendo de tus / ojos, tachaduras a una voz que se calla a sí misma por no saber / cuál es su lugar en la memoria.”
Cuando la vida se interpone en un proyecto escritural -“Un día, tras salir del marco de su casa, un viejo boxeador olvida avisarnos de su / muerte”- este último queda llamado a balancearse entre traspasar su propia metafísica, como Anguita en Venus en el Pudridero, o bien limitarse a los balbuceos mejor aprendidos, sin sacarle otro lustre, como sucede con buena parte de El Bello Aparecer de este Lucero de Lihn. Vuelo se balancea entre ambos polos, porque la palabra adquiere aquí una plasticidad y una polisemia estremecedoras, a la vez que se repliega hacia un amor no correspondido, semejante a cualquier otro. Deja la sensación de que estos versos trascienden lo vivido, aunque esto sea tanto más intenso para quien lo adolece, que lo que cualquier palabra podría representar. Sólo podemos correr la persiana para observar la lucidez del que vuelve a su condición solitaria, cargado de recuerdos. Cabe preguntarse cuántas personas jamás habrán inspirado a alguien, cuántos ejercicios distintos a la escritura jamás habrán desvelado a otro.
Vuelo capta el zeitgeist o espíritu de nuestra época, no sólo en la doxa académica de distintas disciplinas -las artes visuales y la literatura a lo menos-, sino también por las frases hechas, las interpretaciones comunes frente a dolores también comunes y la manera de decir de un larismo mediado, entre otras cosas, por la precariedad urbana (“la pared está manchada con un trozo de cielo”). A partir de una metáfora particular y ya vista, Arroyo logra, por momentos, interpretar la universalidad del desencanto.
INCOMUNICACIONES, de Rodrigo Arroyo:
Una escritura de la posibilidad
Una escritura de la posibilidad
Por Carlos Henrickson
Los sucesivos traumas históricos que han alejado al poema de sus escenas primordiales -las demandas que permitían su despliegue “natural”- no lo han podido desarmar en uno de sus roles dentro de nuestro bien escéptico mundo contemporáneo: como un camino propio de conocimiento que andaría en armonioso codazo con la también traumada filosofía. Que una enorme porción de nuestro campo literario aun lo dude o quiera borrar esto de un plumazo con fines que cada cuatro años se nos demuestran menos sustantivos y más ambiciosos, es tan sólo un signo de tinieblas a las que ya tendríamos que estarnos acostumbrando.
Dentro de la escritura más reciente de Chile hay pocos que se planteen realmente estas aspiraciones superiores para la palabra poética. Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981) ha sido ejemplar ya en sus dos libros anteriores -Chilean poetry (Valparaíso: Ed. Fuga, 2008) y Vuelo (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) en darle a su poética el suelo movedizo -imposible- de la búsqueda de sentido, atreviéndose a una poesía sitiada por sus propias interrogantes. Los textos de Incomunicaciones (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013), de hecho, en una medida mucho más decidida que el libro inmediatamente anterior, están construidos tendiendo hacia la formulación de preguntas en que lo que está en cuestión puede llegar a ser la posibilidad misma de la palabra poética.
Un carácter que me asalta al leer Incomunicaciones es la decidida inhabitabilidad de la poesía de Arroyo. Las imágenes elegidas presentan un extremo acento en la contemplación, cuestionando la situación del hablante en una medida extrema. Esta contemplación resulta siempre fragmentaria, dejando en la sombra la posibilidad de anécdota: las imágenes tienden a no fijarse, siendo ejemplar su calidad de creación física por parte del artista (como representación plástica) y de proyección técnica. Sea obra en progreso o presencia fugaz en pantallas de video, su fragmentariedad impide una configuración completa. La única configuración posible de ese mundo contemplado desea ser cumplida en el tejido de la escritura: la poética no sólo asume el rol de sentido, sino el de una razón superior.
Uno de los grandes logros de Arroyo es lograr plantearse tal poética desde el lirismo. A diferencia de perspectivas como las de Juan Luis Martínez (con quien comparte las aspiraciones de disolución de cualquier fenomenología ingenua), Arroyo emprende la experiencia de la ausencia desde el registro emotivo, como pérdida. Así la evidencia de insuficiencia y fragmentariedad de aquello que parece enfrentarse a la capacidad de representación será inmediatamente expresado como nostalgia de una experiencia superior e inefable. En primer término -y notoriamente en las primeras secciones del libro, CONTRADICCIONES y RUINAS- esta experiencia superior será la de la integración en la naturaleza.
Las víctimas de la Historia, en este sentido, ocupan un seguro lugar en la narrativa desgarrada que subyace a la poética de Arroyo, haciéndose parte de esta naturaleza nouménica -un áporon ante la cual el ser presente sólo puede detenerse- en lo que podríamos llamar, su evidencia ausente.
Los caídos se asemejan a un ciprés
los cadáveres,
no son sino agua salada deslizándose entre las ruinas.
Olas, formas que el viento dibuja sobre el agua,
antes de hacerlas desaparecer.
¿Qué será lo que una ciudad mantiene
como signos de la muerte pendiendo en un museo?
(De CONTRADICCIONES)
La escritura misma, entonces, deviene medio de conocimiento privilegiado -de ahí su asignación al tope de las aspiraciones de razón en esta poética-, al poder al menos encontrar la ventana por la cual contemplar lo no-dicho, haciendo de este modo a la angustia metafísica hermana de la angustia por la reconstrucción redentora de la historia. Esta puerta no necesariamente conducirá a la reconstrucción de una razón (un sentido en la escritura) -soluciones transitorias que resultan ser al fin remitologizaciones, al modo en que asumió tales retos la escena de avanzada y otros momentos posteriores-; sino decididamente a una situación perpleja, en la cual resulta central la inquietud sobre una razón posible. Toda representación en Arroyo será sólo una permanente posibilidad de existencia: la recreación de lo contemplado es un fracaso ya asumido desde la intimidad de su poética. Por ello el nihilismo:
Buscas incendios porque es la única salida y lo sabes,
en las llamas nos acercamos a un punto en el que más allá de toda realidad,
lo que persiste es el modo en que todo lo nombrado
ha perdido relación con el lenguaje
(Sección LEJANÍAS)
La intención de destrucción de la representación, paradójicamente, lleva más cerca a la escritura misma de ser razón superior. Esta razón superior, que se nos revela intencionando una sinrazón pura, termina plenamente volcada en el tejido mismo de la escritura, llevándonos a un barroco esencial, cuyo eje no es la brillantez superficial, sino la concentración de sentido en el tejido mismo del lenguaje, la falta de opacidad que remite a una zona marginada y paradojalmente central en la poesía moderna, cuyos nombres -como Mallarmé o Paul Celan- constituyen ejemplos de búsquedas que si bien van más allá del lenguaje, realizan el asalto cerradamente desde los incómodos muros que éste mismo les proyecta.
Uno de los rasgos más sobresalientes de Arroyo es que las implicaciones éticas de esta pérdida radical de sentido -su preocupación por las víctimas de una Historia cuyo desarrollo parece ser paradigma, precisamente, del desplazamiento hacia el vacío- producen como eco la toma de partido en el plano social y político: en la última sección deIncomunicaciones, llamada LUCHÍN, creo que Arroyo plantea al niño del campamento marginal de la canción de Víctor Jara, visto desde el presente, como arquetipo de una cierta pérdida que, al no ser elaborada, llegó a constituirse en puro espectro estético, marca vacía y sin sentido en los intersticios de la construcción de nuestra experiencia (anti-)social neoliberal.
Un diálogo de niños muertos
nos recuerda que el enemigo transformó en naturaleza muerta
el cadáver de los héroes
En resumen, Incomunicaciones confirma, mal que pese a un dogmatismo “realista” bastante extemporáneo que de vez en cuando asoma la cabeza, y a quienes han quedado lastimados por la ácida crítica polémica de Arroyo -que no son pocos-, que nos vemos ante una de las escrituras más originales y poderosas en el actual escenario literario chileno. Aunque ya se sabe que en Chile se lee mal; si obras como ésta deben quedar como “poesía para poetas”, al menos una posteridad la recibirá: la de ese cauce siempre secreto en nuestra tradición literaria que sabe diferenciar la palabra poética del manifiesto o la confesión sentimental.
Enero, 2014
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