jueves, 7 de mayo de 2015

FERNANDO FERNÁNDEZ [15.895] Poeta de México


Fernando Fernández

Poeta y editor. Nació en la ciudad de México el 12 de junio de 1964. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM, donde se especializó en poesía mexicana contemporánea. Ha sido profesor del Instituto Luis Vives y de la FFyL de la UNAM.  En la década de los años noventa fundó y dirigió las revistas culturales Milenio (1990-1992) y Viceversa (1992-2001). Además, ha sido editor de libros y revistas, y miembro de la mesa directiva de la CANIEM por dos periodos. Fue director general del Programa Cultural Tierra Adentro del Conaculta y titular de la  la DGP de la misma institución. Profesor fundador de la EME, la Escuela Mexicana de Escritores, en la que imparte el curso introductorio de poesía. Ha colaborado en numerosos periódicos y revistas nacionales, entre las que pueden contarse Algarabía, Artes de México, Este País, Letras Libres, Luvina, Nexos y Revista de la Universidad. Obtuvo la beca Salvador Novo y la del CME, en ambas ocasiones en la rama de poesía. Su trabajo como editor ha sido reconocido en varias ocasiones con el Premio de la CANIEM. Desde 2009 conduce el programa La Feria Carrusel de Libros, en la estación Horizonte Jazz FM, del Instituto Mexicano de la Radio (IMER). Desde 2011 es editor de Quodlibet, la revista digital de la Academia de Música del Palacio de Minería (http://www.quodlibet.org.mx/ ).

Obra publicada

Poesía: El ciclismo y los clásicos, Cuadernos de Malinalco, 1990; Parentalia (Fervores), 2012. || Ora la pluma, El Tucán de Virginia, 1999. || Palinodia del rojo, Aldus, 2010.

Ensayo: Ni sombra de disturbio. Ensayos sobre Ramón López Velarde, AUEIO/DGP-Conaculta, 2014.

Antología: Contra la fotografía de paisaje, DGP-Conaculta/Libros Magenta, 2015.




Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda

Ayer fue liebre, mas hoy quién lo diría
si la mira lamiéndose de pronto
agora el pecho con aguda lengua, agora la pata delantera
y más allá la cola.

Oyó el fusil alimañero de un astuto solapado en la espesura
y, cundida de mieditis, puso pies en polvorosa,
y trepando acá una cumbre o bajando allí un declive
(no llegó a la luna por falta de escalera),
si no en laurel —como a la ninfa—, el susto la trocó de cuy en micha,
de silvestre en doméstica criatura.

El cambio la hermoseó, le devolvió la proporción perdida
de vivir acechando entre las fieras.
Mudó la dentición
(canjeó los incisivos por caninos),
se le achinó la mira y se le puso más donosa
y de largas —que mucho es el cuidado
donde el escollo es mucho—
en cortas se mutaron sus orejas, y en más acomodadas,
y hasta en el habla misma le crecieron
por mor de gongorismo unas espinas.

Por tan nimia razón —¡un sobresalto!—
y en tales condiciones,
¿habráse visto semejante trueque?
Que más parece cosa de invención, y figurada,
y asumpto de otro Ovidio.

de El Ciclismo y los clásicos, 1990




Silencio

Nunca dijo nada Aminta de los complicados tegumentos de su vida íntima.
Y como yo deseara una posible coincidencia
—con suerte, un par de noches—,
se lo dije,
                      y sentí
su primer entusiasmo, y un ahogo
después, y luego la escuché como turbada
en el teléfono.
                                         "Hay algo que debo decirte."

Mas luego nunca dijo nada Aminta de los complicados tegumentos de su vida íntima.

De Ora la pluma, 1999




Palinodia del rojo
México, Aldus, 2010, 57 pp.

Poemas controversia
Por Eduardo Casar

La poesía de Fernando Fernández se parece mucho a la personalidad de su autor: no es muy larga; es muy amable, incluso ceremoniosa; delgada, clara y contundente; tiene un claro olfato (o nariz evidente) para detectar detalles inauditos; es nerviosa, pero no nerviosa angustiada sino nerviosa alegre, siempre con un dejo de buen humor; pero no es bonachona: es incisiva. Y es muy inteligente.

Después de El ciclismo y los clásicos, de 1990, y Ora la pluma, de 1999, el autor nos entrega esta Palinodia del rojo, un libro espléndido y de una originalidad a prueba de juego.

La poesía de Fernando Fernández tiene ciertos recursos claves: una adjetivación sui generis, generalmente insólita y contundente; una sonoridad barroca (diría yo), llena de armonías; y una elección de temas cotidianos e insignificantes a los cuales es el propio poema el que les atribuye intensidad y vuelve memorables.

Hay tres fuentes y tres partes integrantes del fernanfernandismo: López Velarde, Gerardo Deniz y la poesía del Siglo de Oro. De Deniz toma el gusto por la complicación, lo que Eco llamaría tripodología felina, que apela a referentes culturales de la botánica o la mitología, o de cualquier otro lado, y el uso de palabras inusuales, incluso muertas. De López Velarde las adjetivaciones y la poética, según la cual la poesía está en lo inmediato, incluso en lo familiar (la parentela presente en los poemas, la primacía de las primas) y las sonoridades escalonadas y los encabalgamientos. Del Siglo de Oro revive léxico y ritmos (su muy amado Francisco de Aldana, su admirado Fernández de Andrada, poetas que él me ha regalado).

Pero los de Fernández no se parecen a los poemas de Deniz: tienen un aire de familia, que a lo mejor si alguien no sabe la devoción de Fernando por Deniz no podría captar. Hablo de sus fuentes para intentar ubicar su poética y sus poemas, y para enfatizar su originalidad; porque muchos escritores en entrevistas se dicen devotos de algún santo poético o literario y, la verdad, no se les nota.

Hay que ver el primer poema de Palinodia para estar ya en pleno Fernández: Chito (todo un personaje, un familiar) despierta al canario Henry...



gárrulo más que el propio pájaro,
canoro más que el propio canario:

y al trino casi líquido de Chito,
descalzo, en el pasillo,

y al contestar de Henry
como el agua volviendo entre los líquenes,

ah jolgorio de ave y hombre,
la casa despertaba entera entonces.



He aquí otra característica de Palinodia: el sesgo narrativo. Cada poema es como un cuento: se nos quedan escenas, resonando; senos, en algunos poemas.

Hay dos recursos del XIX que usa muy siglo XXI el autor: la rima y las admiraciones. Y hablo de la rima rima, no de las consonancias frecuentes de las frases, rima consonante, al final del verso:



¿Palomicas a mí? ¡No por piedad!

Solo ve cómo ponen el pretil:
ya no hay quien se acode luego ahí

para ver la ciudad.



Más sorprendente es todavía lo de las admiraciones, que yo solía desaconsejar en cualquier taller de creación literaria porque creía que avejentan al texto, y es que las admiraciones eran frecuentes hasta el modernismo porque muchos de los poemas de esa época estaban hechos para ser declamados. Sin embargo en la poesía de Fernández se ven bien. ¿Por qué? Porque alcanzan para dar el tono exacto con el que el autor quiere que se lean sus poemas: son una marca de su propuesta de oralidad, y de su estilo particular de hablar. En los poemas de este libro se nota la pronunciación, la velocidad distinta que tiene cada uno de los enunciados poéticos, el placer de la mordedura peculiar de cada una de las palabras.

Ciertamente, la poesía nace de la voz, como decía Gorostiza. Y por eso el enfoque poético del lenguaje intensifica premeditadamente la sonoridad de las combinaciones verbales. Fernando Fernández diría que la poesía nace de la conversación, en muchos de sus poemas de la conversación consigo mismo: así como está siempre presente cierta narratividad, hay un marcado dialogismo en sus poemas, diálogo con otros y muchas veces consigo mismo, microdiálogos o poemas controversia, o palinodias.

Lo malo de muchos poemas que uno lee o escucha en recitales es que se parecen a los de cualquiera. Los de Fernando Fernández solamente los pudo haber hecho él: tienen muy su huella digital y muy su fisonomía.

Dentro del paisaje de la poesía que actualmente se escribe en México, Fernández anda solo; acaso haya algún parentesco con algo de Óscar de Pablo o de Carla Faesler. Poesía precisa, cuidadísima, tan cultivada como su autor, quien escribe uno de los blogs más interesantes y vivos de nuestro panorama literario –oralapluma.blogspot–, y es además profesor de la nueva Escuela Mexicana de Escritores.

Palinodia del rojo  es un libro inquietante y sólido que enriquece, sin duda, nuestro mundo y confirma a la poesía que se atreve como un arte de minorías generalmente contentas. 




Sala de espera

Uno, sí, la estoy viendo
de cuando en cuando, y después vuelvo a verla,
la espío y oteo
                                  y quedo en vilo
y más tarde la miro todavía, y sí, es verdad,
finjo cierta demencia tras los lentes
aun cuando la mire fijamente
y hasta usted se dé cuenta.

Y sin embargo, dos, no se ve nada,
cosa que usted que debe haberse visto
cientos de veces
bien que debe saber, nada de nada,
ni un amago siquiera de tirante,
por más que esté al cuidado que nada se le asome,
y una y otra vez, y luego una vez más
se componga el escote.

Pero la culpa, tres, 
es sólo suya,
de usted sentada frente a mí en esta sala de espera
que al tiempo que conversa por teléfono,
con tres dedos precisos y nerviosa insistencia,
se retoca insegura usted consigo
sopesando sus dos pechos opimos
pudorosa y quizás algo coqueta.

Es por esa razón que, cuatro, espío y asomo
y oteo e insisto
                               y quedo en vilo
aunque finja demencia tras los lentes,
fascinado de ver cómo remueve, y hace pender,
y agita, racimo tal de frutos semejantes,
manifiestos al aire aunque escondidos,
apegados a usted pero volantes.




Palinodia del rojo

¿Qué le queda mejor?
                                         Cuando la conocí me dije el rojo, el rojo,
pero ahora que la veo, al fondo del pasillo, de negro,
me desdigo:
                     el negro hace más hondo
su misterio; la hace más alta; y sus ojos relucen de tal modo
a la distancia
que las mismas estrellas me parecen algo módicas, un tanto
menos ellas.

El negro va además
mejor con el secreto
que nos une, 
                    ya que a nadie decimos
que nos vemos; que si nos encontramos en el elevador,
o si en la planta baja, ni miramos siquiera;
                                                                          y si en la junta del Comité,
por la causa de su rodar intrínseco, los ojos
pese a todo se encuentran, pesarosos rehuimos
–y en la estela que dejan
algo queda.

Todos los días
rodeados de indiscretos:
                                          secretarias
cada una menos secreta, contadores de todo excepto números,
mensajeros de oficio
ya se entiende, entregados a dar pabilo al fuego, la mañana y la tarde,
y fundamento a cuanto infundio
va en el aire.

De cuando en cuando todavía
si me asomo al pasillo, el ojo sin salirse de su esfera regular,
sé cuándo pasa
                    (el rojo haciendo todo porque yo lo sepa);
entonces la oficina,
sin perder un instante las alfombras luidas y los muebles cojos,
parece algo
bucólica:
            el pasillo delineado con mamparas
se convierte en las márgenes de un río sombreadas de hayas,
y en medio el llano laboral
un instante me tuerzo convertido en girasol, en heliotropo,
en bobo.

¡El rojo
me delata!
                    Cada vez que su boca, allá, a lo lejos,
si se distraen los otros,
me sonríe, a mí que sé que en el placer se vuelve maliciosa,
se dibuja en mi boca, delicioso. 




Columpio

Yendo y viniendo, en la verbena, 
unos besos le di
                             –ella, rabiaba–
que luego le pedí me devolviera

¡y me los daba!





Paloma y no

A la hora de la hora nunca estuvo
y más tarde no vuelve
todavía,
            que todavía en la calle y de seguro
será que hasta mañana no le digan
que hablé, que sí, que un tal Fernando, que hermano
de Maca.

Luego dice que ayer no le dijeron,
que sería su papá,
                                es muy probable, o Chío,
y mi recado, en fin, no se lo dieron,
incluso ni siquiera otro de Ignacio —crucial por ser
de chamba.

La semana anterior la misma voz dijo
que nones,
que si ya la buscaste en el Canal, en producción,
por lo mismo que allá a las cinco y pico, a veces a morir,
sólo Dios sabe.

“Mas llamará, eso sí, como ella suele. ¿Le digo
que llamaste?”.
                           Y eso duele: en el cielo
del suelo, Narciso asoma entonces —imagen sobre el charco
de uno mismo.

Entre una cosa y otra pasaron cinco siglos.
Ya me animo otra vez:
                                       “¿Está Paloma?”,
y no, no estuvo, “Está en Toluca”
—y entre tanto desvío no me aclaro
si quiere o no me quiere (ha decidido) ni ver
en una década.

“Háblele ahora, a la hora de comer”, me dice
la empleada, una señora ignara y casi nada
descortés.

Pero a eso de las tres, ya carilarga,
me asegura:
“Averígüelo Vargas”, suficiente y burlona
a la pregunta de: “¿Y Paloma?”.

Y el análisis, ah, olvidaba el análisis —manojos
de ocasión, oh ramos
truncos—, ¿no cambió de los martes a las cuatro
en punto, al miércoles a la una, y luego a cada sábado
que quise y no se pudo?

¡Que a su clase de kendo! ¡Que a su judo!

En su casa no ahorraban en rarezas
con tal de proteger
sus evasivas, la retahíla de sus “para nadas”, o aquel jamás antes
usado “ni por pienso” —con el dramático acaecer de yo traer
las bolsas de mi saco llenas de ello.

¿Y qué decir de su manía de interrumpir
siempre la plática con circunloquios
de extraña procedencia, y así evadir cuando me ofrezco a pasar,
y si la invito a salir
y si le insisto?

“Un mirlo, ten cuidado, ¡no pases el chasís
por suyo arriba!” O aquel: “Qué linda la dombeya* aquella, mira,
¡cuán propia de Virreyes!”.

Muchacha menudica, me pregunto
si vale tu osamenta
cuanto pides;
                      te invito una tacita de café, o al cine,
a la función de media tarde,
o un vasito de esquites en el parque.

El sol, altísimo en los árboles,
da un nuevo lustre
al día
          —con ser luz se conoce que es la mía—;
es un brillar del sí que dices: “A las cuatro, si quieres
me llamas a las cuatro”.

¿Que si quiero? En la copa de un chopo
se trasluce
y anida, refulge con luz propia la esperanza
mía.

Y a la hora de la hora nunca estuvo. Hurtóse la torcaza,
huyóse, se hizo
de humo. Y acaso no sin lógica:
si se llama Paloma, ¿no es lo suyo
volar?

* Por encontrarse en fase de aclimatación a nuestra poesía, conviene aclarar que este árbol notable, conocido también como Rosa mexicana, es la Dombeya x cayeuxii hort. ex André. “Se considera un híbrido entre Dombeya mastersii y Dombeya wallichii, aunque erróneamente se cita bajo el último nombre. Ambas son especies nativas de Madagascar y el este tropical de África”. Martínez González y Chacalo Hilu, Los árboles de la Ciudad de México, UAM, México, 1994, pág. 175.







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