lunes, 14 de julio de 2014

MANUEL CARPIO [12.296]


Manuel Carpio

Manuel Eulogio Carpio Hernández ( Cosamaloapan de Carpio 1 de marzo de 1791 - México D.F. 11 de febrero de 1860), conocido como Manuel Carpio, fue un relevante intelectual mexicano del siglo XIX. Poeta, médico, maestro y político, además de ser integrante del Romanticismo Mexicano, de la Academia de Letrán, y de la Academia Nacional de San Carlos de México.
Su personalidad y obra se caracterizan por sus profundas convicciones religiosas y humanistas, haciendo que “el amor y la caridad fueran la regla de su vida”.

Manuel Carpio era el octavo hijo del matrimonio formado por el comerciante de algodón, Don Antonio José Carpió nacido en Córdoba, España y de Doña Josefa Hernández nativa del Estado de Veracruz. A muy temprana edad de Manuel, la familia se traslada a la Ciudad de Puebla, por compromisos de trabajo de su señor padre. Al morir su padre en 1796 y enfrentando una penosa situación económica, Carpio valiéndose por sus propios merecimientos, decide ingresar al Seminario Conciliar de Puebla, donde cursa las asignaturas de latinidad, artes, letras, filosofía y teología. Rápidamente y gracias al empeño en sus estudios, logra destacarse entre sus compañeros, lo que llamó la atención de los maestros y padres del Seminario.
Entre sus maestros, logró el amplio reconocimiento del sacerdote Don José Jiménez, profesor de teología, que contaba con una abundante biblioteca y que fue un mentor para él. Una de las mayores pasiones de Manuel Carpio era la lectura, por lo que encontró en la colección de su maestro, y guiado por sus consejos, libros de religión, historia antigua, y clásicos griegos y latinos, hecho que lo marcaría para toda la vida.
Siendo natural y al terminar el curso de teología, pudo haber seguido el camino del sacerdocio, pero sintiéndose no digno para ejercerlo, dado su altísima concepción santa del oficio, opta por cursar la asignatura de derecho. No obstante y al no cubrir sus expectativas intelectuales, decidió optar por estudiar medicina.

Estudios de medicina y traslado a la capital

En aquella época, sólo en la Universidad de Guadalajara y en la Real y Pontificia Universidad de México se impartían cursos de medicina, siendo estos aún básicos y de poca calidad. Para la asignatura de cirugía, en la Ciudad de México existía un curso que duraba cuatro años impartido por dos cirujanos que daban lecciones de anatomía en el Hospital Real, sin requisitos previos; en la Ciudad de Puebla se impartía este curso en el Hospital de San Pedro, aunque con una calidad mucho menor.
Dado los escasos recursos económicos con los que contaba Manuel y al no poder costear su educación en la Universidad de México, decide ingresar al curso impartido en la Ciudad de Puebla. Manuel contó con la fortuna de que un grupo de jóvenes seminaristas optaron por la misma carrera y al ver que el curso no satisfacía del todo sus expectativas, decidieron formar una Academia particular para estudiar por ellos mismos medicina, mientras continuaban con sus cursos en el hospital.
Como muestra de sus estudios, el grupo de estudiantes ofrece una exhibición de fisiología, dedicada al Obispo de la Diócesis, Don Antonio Joaquín Pérez. Manuel Carpió fue uno de los que presentó dicho trabajo. Para el año siguiente, Manuel fue designado Presidente de la Academia por sus mismos compañeros y continuaba con la presentación de actos de sobre anatomía y patología. Terminando sus estudios recibiría el grado de Bachiller.
Tan grata impresión causó Manuel, que el Señor Obispo de la Diócesis, Don Antonio Joaquín Pérez, lo becó con una pensión y lo mando a la Ciudad de México para estudiar en la Universidad. Hacia 1832 lograba el grado de Profesor de Medicina, título obtenido por aprobar los exámenes requeridos ante la junta de facultativos de la Facultad Médica del Distrito.
Manuel Carpio de caracterizó por su formación autodidacta, por el estudio privado. Siempre mostró mucho interés en los adelantos científicos de su época y en las nuevas teorías; aunque fiel a sus convicciones y a su formación, jamás dejo de lado las teorías clásicas y que tanto habían formado su intelecto. Prueba de esto es la traducción al español de los Aforismos y Pronósticos de Hipócrates.

Aforismos y Pronósticos de Hipócrates

Portada de Aforismos y Pronósticos de Hipócrates

Durante sus estudios, tal era el interés de Manuel por la ciencia y la lectura clásica, que habiendo encontrado los aforismos y pronósticos de Hipócrates, decidió traducirlos al español, publicándolos al poco tiempo de obtener el grado bachiller en medicina (1823).
Este libro está dividido en cuatro secciones, siendo las dos primeras la traducción al español del escrito de Hipócrates, y las últimas dos son artículos traducidos del francés, uno sobre el pectoriloquo o estetoscopio y el otro, escrito por el Dr. Joaquín Villa, es sobre la percusión del pecho.
Siendo criticado en un principio por esta traducción, ya que en aquella época el latín era la lengua oficial de enseñanza en la Universidad, Manuel Carpio la justifica en su breve prólogo de esta obra, que a continuación se muestra de forma integra:

Poco satisfecho con las traducciones de los Aforismos y Pronósticos de Hipócrates, unas por incompletas, otras por anticuadas, y todas por inexactas, me puse la obligación de hacer una nueva que libre de semejantes notas, pudiera ser útil a los profesores del arte. Movióme también a dar este paso, el deseo vivo que tengo de desterrar en lo posible un idioma, que leído y correcto en Cicerón, insinuante y mágico en Virgilio, es intolerable, fastidioso y repugnante en los colegios y universidades, donde, todavía se tiene la ridícula y quijotesca pedantería, de hablar en una lengua cuyos idiotismos se ignoran.No soy tan orgulloso que piense haber llevado la exactitud hasta el extremo: lo he procurado en todo, y si acaso no siempre he podido conseguirlo, atribúyase menos a mi descuido, que al lenguaje latino semibárbaro de los traductores de Hipócrates.
Carpio, Manuel. 1823. Aforismos y Pronósticos de Hipócrates, seguidos del artículo Pectoriloquia del Diccionario de Ciencias Médicas Traducidos al castellano, los primeros del latín, y el último del francés/ Prólogo
Por si fuera poco, Carpio utiliza como introducción la siguiente frase: “Hipócrates era hombre, y a veces se engañó como todos”. Considerada casi como una herejía para su tiempo, esta frase demuestra la época que imperaba en México que vivió Manuel Carpio, el derrumbamiento de las instituciones coloniales para dar paso a un corriente reformadora y novohispana, utilizando el idioma como medio de cambio.
Como dijera José Bernardo Couto en la obra prologada de Manuel Carpio: «El cuidado de seguir la ciencia en sus adelantos lo mantuvo hasta sus últimos días; aunque sin dejarse jamás deslumbrar con novedades.»

Médico reformador y de vanguardia

Manuel Carpio recibe la gran influencia de uno de sus maestros, el Dr. Luis José Ignacio Montaña, quien fue un innovador para su época, ya que rechazaba las afirmaciones verbalistas, condenaba prácticas que para algunos estudiosos del tema resultaban perjudiciales y peligrosas, e impulsaba una nueva visión, de que para cada mal existía un medicamento biológico. Este pensamiento marcó a Carpio, quien se empeñó en trasformar el método empírico y tradicionalista, que en ocasiones era perjudicial para la salud, por una enseñanza científica, descriptiva y de vanguardia. Es por esto que se le considera como artífice de la medicina científica en México.
Manuel Carpio vive la transición de la medicina colonial y tradicionalista, a la medicina científica, cuando en México se da el cambio más importante del paradigma médico, del humoral al anátomo-patológico.
Como se describe, él es en enlace entre dos épocas, estudiando los conceptos de la medicina tradicional y transformándolo en conocimientos vanguardistas. Es sabido, que Manuel Carpio realizó los primeros estudios e investigaciones con microscopio en México.

Docencia

Hacia el año 1833, y una ves que Manuel obtiene el título de médico, forma parte del profesorado del Establecimiento de Ciencias Médicas, siendo el responsable de la cátedra de fisiología e higiene. Es en este recinto, donde su espíritu de investigador lo llevan a contravenir las viejas concepciones médicas y empieza a incorporar nuevos conceptos fisiológicos, en gran medida influenciado por las investigaciones y pensamientos de Thomas Sydenham, de Xavier Bichat y de François Magendie.
Siendo admirador y seguidor del pensamiento de Hipócrates, dedica parte de su investigación y docencia a depurar las cátedras influenciadas por las teorías de Brown y de François Broussais, que el consideraba como "malas influencias".6 Asimismo y como lo dijera Don Bernardo Couto, el comportamiento de Carpio a estas ideas era: Oyólas con precaución, púsolas luego al crisol de la observación y el raciocinio, no tardó en decidirse contra ellas. Ni se contentó con desecharlas para sí; sino que persuadido de que además de falsas, eran nocivas, las atacó de todas maneras; en escritos científicos, en la conversación familiar, hasta con el arma del chiste.
Existe un epigrama, que parecía que entre broma y poesía, parecía decir mucho del pensamiento Manuel Carpio:


Método de nuestros días
Luego que algún mal asoma
Agua de malvas o goma,
Sanguijuelas o sangrías,
Y que el enfermo no coma.

Manuel Carpio, Epigrama, sin fecha conocida


El Establecimiento de Ciencias Médicas, se vio atrapado en la situación política que imperaba en esa época, por lo que al año siguiente corrió el riesgo de cerrar sus puertas para siempre. Pero gracias al empeño y dedicación del profesorado del Establecimiento, a su decidida participación, se esforzaron en salvarlo. Sin sueldo, sin recursos para los gastos más necesarios; privados de un lugar para la enseñanza; haciendo del día a día una conquista, o más bien, ejerciendo un apostolado de la ciencia. Fue de esta forma en que Carpio junto con el profesorado logran salvar el Establecimiento, lugar donde Manuel Carpio siguió impartiendo clases hasta el día de su muerte.

Antigua Academia de San Carlos en 1867.

Contando con afamada reputación como médico, decide dedicarse de forma total a la vida académica (pasión que abrazo hasta el día de su muerte) en lugar de una carrera como médico privado. Entre sus innumerables actividades, fue miembro de la Primera Academia de Medicina (1836 - 1841), del cual en distintas épocas fue Secretario y Presidente. El espíritu aventurero y académico de Manuel, lo lleva ser editor y director del Periódico de la Academia, miembro de la Comisión Nacional de Estudios y vicepresidente del Consejo Superior de Salubridad que en 1841 reemplazó a la Facultad médica del Distrito.
Manuel dividía su tiempo entre las asignaturas del Establecimiento de Ciencias Médicas, las clases de anatomía que impartía a los estudiantes de la Academia Nacional de San Carlos de México (hoy Escuela Nacional de Artes Plásticas) en donde el reconocido pintor y paisajista mexicano José María Velasco fue uno de sus tantos alumnos y en algunas consultas a gente de escasos recursos, todas estas siempre de forma gratuita. En su biografía, el carácter humanista de Carpio quedaba plasmado:
Bondadoso é indulgente, como he dicho, con los enfermos, jamás sin embargo lisonjeaba, ni mentía, ni halagaba manías; que todo eso era incompatible con la mesura y gravedad de su carácter. Algunos libros se han escrito de moral médica: creo que bastaría por todos uno que contase cómo ejercía Carpió su oficio.
La Universidad de México le dio espontáneamente en 1854 el grado de Doctor, incorporándolo al gremio, conforme a los estatutos, sin exigirle ninguna nueva prueba, ni gastos; y seguidamente le confirió las cátedras de Higiene y de Historia de las ciencias médicas.

Trabajo social

Manuel Carpio siempre buscó la forma de educar y generar hábitos de higiene en la población, es así que decide escribir un libro titulado Medicina Doméstica, en el cual enseñaba los principios básicos de higiene, primeros auxilios y pequeñas intervenciones quirúrgicas con los elementos indispensables que existían en cualquier hogar de una familia mexicana.
De gran utilidad, especialmente en el campo y en lugares en donde el acceso a la medicina resultaba prácticamente imposible, Bernardo Couto explicaba que para escribir una obra de este tipo, se debe reunir dotes que parece imposible hermanar; suma claridad, suma exactitud, completa seguridad de doctrina; y al mismo tiempo nada de aparato científico

Otras ciencias

Más allá de la medicina, la docencia, la anatomía, la higiene y la salud pública, Carpio mostraba gran interés en otras ciencias: la geología, y la astronomía, disciplina que le era fascinante.
La arqueología, la ciencia sagrada, y las bellas artes, llamaron siempre su atención. Su afición a las obras de los clásicos de Grecia y Roma, la historia de antiguas civilizaciones como las de Nínive, Babilonia, Siria, Egipto, formaban para el un aliciente más a su intelecto. Asiduo seguidor de los descubrimientos de Jean-François Champollion, buscó seguirlos lo mejor posible y a la medida que encontraba información en México.
Lo mismo hizo con las investigaciones sobre las ruinas de las ciudades de Asiría y Caldea. Pero por sobre todo, Palestina era para él su predilección: a Flavio Josefo lo había leído quizá tanto como a Hipócrates, y los viajeros de Tierra Santa eran un escape para su imaginación.
Por si fuera poco, se encargó de la edición, dirección y publicación de la obra Tierra Santa, que imprimió Mariano Galván, decano y benemérito de la librería en México. El fondo del libro es la parte del Itinerario de Chateaubriand, que trata de Siria y Egipto.
Otro de los autores que le llenaban el ojo era Calmet. Traductor, por encargo de Galvan, se dio a la tarea de traducir al español partes de la Biblia de Avignon o de Vencée, ya que fue el encargado de la traducción del Deuteronomio y del Libro de Josué; probablemente al profeta Jeremías también lo tradujo.

Humanismo

Manuel Carpio era en propia definición de Bernardo Couto: un hombre genialmente bueno, incapaz de aborrecer sino el vicio en sí mismo. Yo no he conocido persona que menos se permitiera juzgar mal de nadie, ni manifestar opinión o sentimiento contrario a otro. Delante de él la murmuración tenia que callar, porque con su presencia grave y severa le obligaba a guardar mesura.
De impecable lenguaje y buenas costumbres, los chocarreros y lenguaraces jamás hallaron acogida con él. Y no porque fuera de carácter amargado y sin gracia, al contrario con un fino sentido del humor, que en ocasiones el sarcasmo y los chistoretes eran parte de su conversación, más sin embargo no toleraba que algún comentario hiriese a persona, que se afectara la reputación, ni que se rebajaran las cosas que el consideraba básicas en el trato humano.
Su bondad sin embargo, no era muestra de debilidad o de miedo para afrontar sus deberes, por duros que fuesen. Actuaba como dictaminaba su conciencia, y practicaba a la letra la máxima de Leibniz: La justicia es la caridad del sabio. Manuel Carpió poseía su alma en sosiego, y era siempre señor de sí mismo. Amaba sobremanera la verdad en todas las cosas, y la mentira era para su corazón lo que el sofisma para su entendimiento; objeto de una repugnancia instintiva, anterior a toda reflexión.
Se dice que era excelente amigo, bondadoso con cualquier persona, pero selecto de otorgar su amistad, sabiendo el costo de esta. De fuerte formación católica, jamás interfirió en otras creencias, al contrario las respetaba. Su formación solo la enseñaba a través de sus actos. Las disputas religiosas le parecían nocivas, y seguía con entera pero razonada fe la creencia de la Iglesia católica.

Actividad Política

Manuel Carpio también se dio el tiempo suficiente para incursionar dentro de la administración pública y la política. En 1824, fungió como Redactor de actas de la legislatura del Estado de México, después fue electo Diputado al Congreso General por el mismo Estado para el bienio de 1825-1826. De buena reputación en el Congreso, fue elevado a Presidente de la Cámara en algún momento
Para el siguiente periodo, en su estado natal, Veracruz, fue consejero del Gobierno Estatal y Diputado local por el Partido Conservador Mexicano. En aquel momento, el Congreso y el Gobierno Estatal se opusieron al bando yorkino, que se había para entonces organizado en logias masónicas bajo encargo y supervisión del Embajador norteamericano Joel R. Poinsett. Para defender su postura la Legislatura local decidió redactar un manifiesto que justificara su postura, encargo que fue dado a Manuel Carpió. El manifiesto fue publicado el 19 de junio de 1827, escrito que causó impacto, redactado con fuerza y vehemencia. En algunos sectores causó tanta impresión, que no daban crédito al escrito de Carpio, dada su fuerza y al contrastante carácter templado de quién lo escribió.
Al fracaso de la Revolución de Tulancingo, Manuel Carpió, que había atraído sobre sí la atención, sufrió amenazas, y temió ser blanco de la saña del bando vencedor, por lo que decide exiliarse en el Estado de Puebla. En septiembre de 1828, y con la elección de Presidente de la República a poco a tiempo, volvió a Xalapa, votó como sus colegas de Congreso en favor de Manuel Gómez Pedraza y contra el general Vicente Guerrero, candidato de los yorkinos. Pero una vez que se desconoció el resultado de las elecciones generales, que llevaron a Guerrero a la Presidencia, decide retirarse y regresar a la Ciudad de México.
Era una época en que la situación política en el país era débil y complicada, enmarcada por una guerra civil entre liberales y conservadores. Manuel Carpio, a pesar de sus actividades políticas, siempre se mantuvo al margen de las luchas sangrientas e inmisericordes. Como lo explica Luis Ramón Bustos,9 el comportamiento del poeta era:

Allí donde otros disputan a muerte, él tan sólo se recrea con vinos dulces de Judea. Oye consoladores tañidos de lucios laúdes; salmos que se desgranan con melodiosa piedad; campos y montes que, cuando el orto inicia, entonan alabanzas a Dios. Es un médico que pastorea rebaños. Por eso no está aquí, por eso ronda -día tras día y sin conocerla- Tierra Santa. Oriente le guía. Sólo hacia Oriente encamina sus pasos.

Luis Ramón Bustos, Hablando de Manuel Carpio en La Crónica

Al paso de los años regreso a la actividad política, siendo que en 1837 fue miembro de la Junta Departamental de México. Por derecho establecido en las Bases Orgánicas, debió entrar a las Cámaras de 1846; pero antes cayó aquella constitución por la asonada de San Luis Potosí. Después de la paz de Guadalupe, en 1848 fue miembro de la Cámara de Diputados, y en 1851 de la del Senado. En enero de 1858 entró al Consejo de Estado, como representante de Nuevo León; mas a mediados del mismo año renunció el cargo, como lo hablan hecho varios de sus colegas, cuando se anunció que iba a adoptarse una política menos templada que la que había seguido el primer ministerio del Plan de Tacubaya.
Pocas veces tomaba parte en las discusiones públicas, y más bien se daba al trabajo de comisiones. En estas y en el acto de votar mostraba siempre imparcialidad y rectitud. Por principios, por carácter, por los hábitos todos de su vida, él no podía pertenecer al bando popular; pero tampoco podía avenirse con las destemplanzas del poder arbitrario. Patriota sincero, amando con pasión el país de su nacimiento, y queriendo para él ventura y buen nombre, no podía desear sino un gobierno de orden y justicia, que respetara el derecho donde quiera que estuviese, y que de verdad, sin estrépito ni agitaciones, promoviera el adelantamiento de la República. Todo el mundo hacia justicia a sus sentimientos, y todos los partidos al fin respetaron su persona y estimaron su virtud.





La Anunciación


   Está sentado sobre el cielo inmenso
Dios en su trono de oro y de diamantes;
miles y miles de ángeles radiantes
le adoran entre el humo del incienso.

    A los pies del Señor, de cuando en cuando,
el relámpago rojo culebrea,
el rayo reprimido centellea
y el inquieto huracán se está agitando.

    El príncipe Gabriel se halla presente,
ángel gallardo de gentil decoro,  
con alas blancas y reflejos de oro,
rubios cabellos y apacible frente,

    «Vuela -le dijo el Hacedor del mundo-
y baja a Nazaret de Galilea,
y a la Hija de Joaquín, Virgen hebrea,  
un arcano revélale profundo.

    Dile que dentro el corazón me duele
de ver al hombre en su angustiosa pena,
que me duele el crujir de su cadena,
y que sudando por romperla anhele.

    Dile que mi Hijo encarnará en su seno,
que entrambos hollarán a la serpiente,
que seré con los hombres indulgente,
muy indulgente, porque soy muy bueno».

    Habló Jehováh, y el Príncipe sublime,  
al escuchar la voluntad suprema,
se quita de las sienes la diadema
y en el pie del Señor el labio imprime.

    Se levanta, y bajando la cabeza
ante el trono de Dios, las alas tiende  
y el vasto espacio vagaroso hiende
y a las águilas vence en ligereza.

    Baja volando, y en inmenso vuelo
deja atrás mil altísimas estrellas,
y otras alcanza, y sin pararse en ellas,  
va pasando de un cielo al otro cielo.

    Al grande Orión a la derecha deja
y por la izquierda a las boreales Osas;
pasa junto a las Pléyades lluviosas,
y del Empíreo más y más se aleja.  

    Cuando pasa cercano a los luceros,
desaparecen como sombra vaga,
y al pasar junto al Sol, el Sol se apaga
de Gabriel a los grandes reverberos.

    Desde la inmensa altura en que venía  
la tierra triste apenas se miraba,
y sus ojos en ella el Ángel clava,
los negros ojos llenos de alegría.

    Entonces se apresura, y semejante
al rayo del Señor, se precipita,
las blancas alas más y más agita,
y en Nazaret preséntase triunfante.

    Allí una tierna y cándida doncella
lejos del ruido mundanal vivía;
era pobre y llamábase María,  
joven modesta y a la par muy bella.

    De rodillas hincada en su aposento,
piensa a sus solas con mortal congoja
en la raza de Adán, y el suelo moja
con lágrimas que vierte ciento y ciento.  

    Triste contempla desde aquel retiro
la suerte de los hombres sus hermanos,
y tuerce en su dolor las blancas manos
y exhala a ratos lánguidos suspiros.

    Dos veces levantó su rostro al cielo,  
su bello rostro que inundaba el llanto,
y otras dos veces con mortal quebranto
enjugóse los ojos con el velo.

    «Cumple ¡oh Dios! -exclamó con tono blando-
del Salvador la espléndida promesa»;  
y al exclamar así, la tierra besa,
y en amargo pesar sigue llorando.

    «¡Ay, Señor! no te olvides de Solima
-gritó más alto- acuérdate del hombre;
te lo suplico por tu santo nombre,  
por ese nombre de infinita estima.

    Anda el mortal sobre ásperos abrojos
por desiertos sin agua y sin camino,
rasgado el corazón, perdido el tino,
y están hinchados de llorar sus ojos.  

    Y no quiere aplacarse el Dios clemente
cuando en las aras el incienso humea;
la sangre, en vano, del altar chorrea,
y en vano empapa el suelo delincuente.

    Del mundo ingrato el crimen infinito  
con la sangre de toros no se expía,
ni con humo tampoco: ¿qué valdría
el humo y sangre para tal delito?

    ¡Ay, Señor! no te olvides de Solima,
y compasivo acuérdate del hombre;
te lo suplico por tu santo nombre,
por ese nombre de infinita estima».

    Gabriel se acerca en tanto a la doncella
y las alas cerrando reverente,
baja hasta el suelo su gloriosa frente,  
suelo dichoso que la Virgen huella.

   Dios te guarde -le dijo-, alta Criatura:
Eres más linda que la luna llena
cuando se eleva de la mar serena
después que huyó la tempestad oscura.

   La gracia del Señor en ti rebosa,
y antes que el aquilón se desatara,
y antes también que el piélago bramara,
Jehováh te destinó para su esposa.

   Te acompaña tu Dios; y cuando fueres
la blanda Madre del Ungido Eterno,
han de llamarte con afecto tierno
la Bendita entre todas las mujeres.

   Tu Hijo el Criador ha de ocupar un solio
y regirá su cetro a las naciones,
y flotarán triunfantes sus pendones
encima del soberbio Capitolio.

   Pasarán esta tierra y estos mares,
podrá venirse abajo el firmamento,
pero ese rey en su inmutable asiento  
verá pasar los siglos a millares».

   -«¿Cómo ser madre -díjole María-
si me conservo en virginal pureza?»
Gabriel entonces con gentil viveza,
a la hermosa israelita le decía:

   «Nada es difícil al Poder Divino;
del Altísimo el brazo Omnipotente
pone barreras a la mar hirviente,
y lanza el rayo, y suelta el torbellino.

   A una leve señal de su semblante  
Naturaleza dócil obedece,
desde la flor que en el desierto crece
hasta ese sol magnífico y brillante».

   Los ojos baja a esta sazón la Hebrea,
los grandes ojos que en el suelo clava,
y «he aquí -exclamó- de mi Señor la esclava:
en mí cumplida tu palabra sea».

   Oyóla el Ángel, y admirado ante ella,
quédase un rato, inmóvil como roca;
después, con humildad, pone la boca  
en el polvo que pisa la Doncella.

   Dejando el Verbo entonces junto al Padre
su rayo, su relámpago y su trueno,
baja y encarna en el modesto seno
de aquella Virgen que escogió por Madre.

   Ángeles mil y mil pasmados se hallan
en el cielo con tantas maravillas,
cierran las alas, doblan las rodillas,
bajan los ojos y postrados callan.

   




El río de Cosamaloapan

    Arrebatado y caudaloso río
que riegas de mi pueblo las praderas
¡quién pudiera llorar en tus riberas
de la redonda luna al rayo frío!

   De noche en mi agitado desvarío
me parece estar viendo tus palmeras,
tus naranjos en flor y enredaderas,
y tus lirios cubiertos de rocío.

   ¡Quién le diera tan sólo una mirada
a la dulce y modesta casa mía,  
donde nací, como ave en la enramada!

   Pero tus olas ruedan en el día
sobre las ruinas ¡ay! de esa morada,
donde feliz en mi niñez vivía.




Napoleón en el Mar Rojo

   El Sol estaba oculto detrás de las montañas
que forman la cadena de Libia la arenosa,
debajo de su tienda el árabe reposa,
reposa el dromedario y el rápido corcel.
Se pierden en las sombras de pavorosa noche
de Tebas y de Menfis las ruinas estupendas;
profundo es el silencio que reina allá en las sendas
que van para las palmas y fuentes de Moisés.

   En tanto Bonaparte camina silencioso
en un caballo blanco, por tristes soledades  
vecinas al Mar Rojo; pensando en las edades
antiguas que pasaron, y nunca volverán;
repasa en la memoria batallas y conquistas
de altivos Faraones, de griegos Tolomeos,
de bárbaros Califas, y piensa en los trofeos  
que bravos los cruzados lograron alcanzar.

   Absorto en pensamientos gloriosos y sublimes
camina por la playa del mar adormecido,
del mar que en otro tiempo con hórrido bramido,
caballo y caballero, y carros se tragó.  
La noche se adelanta cubriendo de tinieblas
el bárbaro desierto y el piélago callado;
apenas se distingue soldado de soldado,
apenas se distingue camello de bridón.

   Del mar en la ribera tan sólo se escuchaban
de pájaros marinos los gritos lamentables,
pisadas de caballos y estrépito de sables,
de tropas que seguían al ínclito adalid.
En esta negra noche, en medio a tal escena
que pasa en el desierto ¿quién, ¡ay! pensado habría
que Europa la orgullosa, vencida en algún día,
delante de aquel joven rindiera la cerviz?

   En tanto sopla el viento y crece la marea,
levántanse las olas y braman y rebraman,
y en playas solitarias se estrellan y derraman,  
v alcanzan al caballo del bravo general.
La noche es espantosa y pálpanse las sombras,
incógnita es la tierra, perdido está el camino,
y crece la tormenta, y crece el torbellino,
jinetes y corceles no saben dónde están.  

   El férvido caballo del grande Bonaparte
en medio del peligro salir del agua emprende,
e indómito su pecho las anchas olas hiende,
y abiertas las narices relucha con el mar.
En tanto el jefe altivo descansa en su fortuna,  
Egipto está en su mente, Albión y toda Europa,
el trono de Capeto y la aguerrida tropa
que lunas y turbantes impávido hollará.

   Si alguna de las olas lo hubiera arrebatado
al fondo peñascoso del piélago profundo
¡qué llantos y suspiros ahorráranse en el mundo!
¡Qué incendios y matanzas ahorráranse también!
Mas Dios que allá a sus solas miraba los imperios
y mil y mil designios altísimos tenía,
sacó de entre las aguas al hombre que debía  
a pueblos y monarcas poner bajo su pie.

   Sacóle de las ondas a fin de que su espada
de Europa castigase los crímenes sin cuento,
los crímenes de un siglo soberbio y turbulento
que a todas las naciones de escándalo llenó.
A Francia lo condujo, y a Italia floreciente,
a Iberia belicosa, a la ilustrada Prusia,
al Austria formidable y a la potente Rusia;
y luego a Santa Elena, y ¡adiós Emperador!













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