Eleodoro Vargas Vicuña
Eleodoro Vargas Vicuña (Cerro de Pasco, Perú 1924 - Lima, 10 de abril de 1997) fue un escritor peruano. Se le ubica dentro de la corriente neoindigenista. Cultivó el cuento y la poesía. Su obra literaria es breve pero bien trabajada, y demuestra en ella un profundo conocimiento del campesino indígena y su ambiente. Es considerado como uno de los principales representantes de la generación literaria de 1950.
Hijo de Eleodoro Vargas Galarza y Julia Vicuña Avellaneda, nació en Cerro de Pasco pero vivió sus primeros años de infancia en un poblado rural del distrito de Acobamba, provincia de Tarma, departamento de Junín, donde cursó la educación primaria entre 1931 y 1936.
Trasladado a Lima, cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe (1937 - 1941). Luego estudió Letras y Psicología en la Universidad de San Marcos (1942 - 1945) y en la Universidad de San Agustín de Arequipa (1946 - 1951).Por los años 50 llegó al grupo de Palermo, donde hizo famosa la frase amiguera "¡Viva la vida!", bebía tranquilo pareciera que no se mareaba.
Realizó viajes con fines de estudio y aprendizaje por Bolivia (1948 y 1951), Argentina (1955), España, Francia, Holanda, Corea y China (1970).
Trabajó en Radio Nacional del Perú (1951 - 1960), en la Universidad Nacional de Educación y en el Instituto Nacional de Cultura.
Obtuvo el Premio Nacional de Poesía de 1959.
Obras
Ñahuín (1953; y aumentada en 1976), cuentos.
Zora, imagen de poesía (1964), poesías, con las que gana una edición del Premio Nacional de Poesía.
Taita Cristo (1964), recopilación de cuentos. Fue reeditado de manera póstuma en 1999, incluido Nahuín en el mismo volumen.
El cristal con que se mira (1975), cuentos.
Florida llama: pensamiento de la noche (1996), poesías. Premio Pucará de Poesía de la municipalidad de Pucará.
También publicó cuentos en las revistas Oráculo (1981) y La Casa de Cartón (1997).
Crítica
En sus cuentos Vargas Vicuña reprodujo magistralmente el lirismo del habla coloquial de la gente campesina del ande. Su economía verbal y su precisión de adjetivos van parejas con su sensibilidad exquisita. Su método narrativo es acumulativo y a la vez selectivo: va acumulando y seleccionando imágenes líricas o poéticas del complejo mundo de creencias y comportamientos del campesino indígena, que si bien están enraizadas en lo regional, se advierte en ellas a la vez una apertura simbólica hacia lo universal, es decir a las situaciones básicas de la vida humana, lo cual es independiente del origen cultural de los autores y sus personajes. Esa apertura se denota en Ñahuín: allí se observa la presencia de los pares fundamentales: vida, muerte; generación, nacimiento; siembra, cosecha; inundación, sequía.
El escritor Oswaldo Reynoso, que lo conoció muy bien, califica a Vargas Vicuña de 'escritor total'. "Más que narrador y poeta, era un perfeccionista". En ello radicaría la razón de la parquedad de la obra de Vargas: "Era demasiado responsable y cuidadoso al presentar sus trabajos a sus lectores. Según me ha contado su viuda, ella conserva muchos cuadernos con relatos y novelas cortas que deberían ser publicados", precisa Reynoso.
Se le ha comparado con Juan Rulfo, el narrador mexicano que al igual que Vargas Vicuña encontró el lirismo que encierra el habla rural, manejan concisión de lenguaje y algo de onirismo. Rulfo publicó en 1953 su primera obra, El llano en llamas, un año después de publicado Ñahuín, el primer libro de cuentos de Eleodoro.Le dice a Roland Forgues que él viene de Cabello Carbonera, y que dos pilares que le han servido son Ciro Alegría y José Ma. Arguedas, y este en el sentido de la posibilidad del quehacer sobre el lenguaje.
Su poesía acusa predilecciones por el ensayo exotista y la protesta social.
Eleodoro Vargas Vicuña
Zora, imagen de poesía
Así como la tierra,
los árboles o nubes
tú serás el signo por quien vea
el gesto interno de las cosas,
y pronuncie su nombre verdadero.
Tal, ahora,
en la alegría con que te consagro,
descubro tu rostro,
y sé:
Han empezado tus canciones.
*
Un pétalo,
contiene toda la luz
de los tiempos.
Una semilla,
el corazón
de los hombres.
El creyente, el espíritu
de su Dios.
En tu presencia
se inclina lo profundo en mi
reverente y tembloroso.
Por ti ¿Qué diré?
*
El tiempo es una piedra inmóvil.
La entraña de esa piedra
la eternidad.
En su fondo
amorosos colores se concilian
y se renuevan.
Así la nostalgia
en el inasible rostro del amor
que buscamos.
*
Un poeta escribe
y comienzan los amanes
a morir
en alguna parte.
-La Historia
es el cuento de los muertos,
su palabra
olvidada como un anillo,
como una puerta
lejana, entreabierta-
¡La vida, amada,
esta vida!
¡Tus ojos, esos ojos
tuyos!
*
Hablan de ti como de quien se va.
No se explica que el hombre hable.
No se crea sus palabras que profanan
el ritmo ingenuo de los pétalos.
¿Cómo se puede expresar tu sonrisa?
Tu sonrisa es como el día, para ver.
*
Te reclamo porque no vienes.
¿Cómo puede amanecer sin que te vea?
Sin que te vea ¿Cómo puede atardecer?
Es como si nunca hubiera amado.
O en verdad ¡Jamás te he conocido!
*
Una lágrima, el tiempo, una lágrima.
Y tu voz, amada, tu voz.
¿Eres tú la tierra que me habla?
*
Al nombrarlas
cómo brillan las nubes,
¡Cómo son
de tan presentes!
Como tu lejana en quien
descubro
la verdadera pupila
de la luz,
cercana, indubitable.
Sí, como tú
en quien me he visto y
habré
de hallarme un día.
*
De orilla a orilla,
en este río del tiempo
que nace en tus pupilas:
Toma mis pasos
mis imágenes
mi rostro.
Pueda darme cuenta...
Eres tú quien me vive.
y así
comprender que soy.
*
La noche
una ventana para mirar
la muerte.
Tus ojos, amor,
aguas de luz,
en donde empieza
a cada instante
mi corazón,
el mundo y la alegría.
*
O eres
un sentimiento que
me llega
como a esos árboles
de los cielos
la oculta
ternura de la tierra.
Sus ramas
en la tarde se inclinan.
Y son oraciones
o llantos
o cantares al viento,
cuando
se les ve,
ya sombra:
viajando
entre las Sombras.
*
Al verlos
he descubierto
el secreto de
los árboles eternos.
Mis ojos
se han detenido
en la contemplación:
Yo también
soy la eternidad.
*
Otra vez
la tierra, amada,
y soy
el más poderoso
de los hombres.
Ah,
y el agua, el agua:
comparable
solamente al júbilo
a tu cuerpo.
*
No digo es la muerte:
y la muerte
soy yo
de mundo en mundo
reconociendo
situándome entre rocas,
mirándome,
tratando de ver.
Pueda sentir
la vida en un instante.
Por ejemplo, ahora,
cuando pienso en ti.
*
Porque te llamo saben que existes.
Pero tú estás más allá de estos objetos.
Más lejos de ti, de mis amores.
Eres, de suaves penas, una máscara.
¿Quién aún viéndote podría conocerte?
No se puede hablar de tus ojos, porque
ni la mirada amorosa con que miras,
ni el calor de tus pupilas son tus ojos.
Tú eres como el sueño y su sollozo,
que no sabe dónde reposa su rostro,
dónde se nutren sus raíces y vuelve,
ciego, desde la noche ciega,
a lo hondo de su música, a su silencio.
*
Eres como una puerta indiferente.
No sé si se abre. No sé si se cierra.
Es como si entrara y desapareciera,
o como si saliera y me hallara, amor,
conmigo mismo, solo, escuchándome.
*
No hay otra realidad
más fuerte
que tu amor.
Tu amor es mi fuerza.
Lo sé.
Aún si muriera
seguiría
mirando por tus ojos.
A pesar de ello,
con la tarde,
entre la sombra,
solitario,
alguien en mí,
oscuro,
oscuro se desangra.
*
Soy un espectro en tu ausencia.
Si vienes, puedo decir que las sombras viven;
adquieren el sabor de tu nombre.
Las abejas,
con alas de entremuerte, estallan.
Los árboles permanecen;
lo permanente crece.
Y soy
la total presencia de los frutos.
*
Soy
el poseedor de lo inefable,
lo desconocido y eterno.
He visto
el mar, la montaña y el cielo.
Tengo tu rostro
sobre la luz
del verano.
Tus manos
laboran con alas y ternuras
un fruto
semejante a mis pupilas.
Veo.
*
Imagen, amorosa imagen,
dolordel cielo y de la tierra.
No se cierren tus ojos
sin que yo los vea.
Tus ojos,
agonías, penas, trasmundos,
ojos de mis ojos.
*
Pregunto a la tierra, los árboles,
las nubes,
cómo se habla, se escribe tu nombre:
y ellos enmudecen,
callan,
se ausentan.
Así calla,
se va la luz de tu testimonio.
Yo,
me repito aunque jamás te vea:
¡Creo en ti, creo en ti, creo en ti!
Eleodoro Vargas Vicuña: Confesiones en voz alta
El escritor peruano Eleodoro Vargas Vicuña (1924-1997) dio este testimonio ante su amiga Esperanza Ruiz el 14 de febrero de 1997, quien grabó estas confesiones y las compartió luego de la muerte del autor de “Ñahuín”, ocurrida el 11 de abril de ese año. Este texto apareció originalmente publicado en la revista La casa de cartón, número 13.
Por Eleodoro Vargas Vicuña
La familia
Hay un alto porcentaje de mi vida que pertenece a la vida de la comunidad. A través de los ojos, oídos y voz de mi abuela aprendí muchas cosas. Ella personifica los ojos, los oídos y la voz de todo un pueblo. Otra parte importante de mi existencia es el hecho de haber aprendido a leer cuando niño, asunto que con los años se convirtió en una carga por la importancia que tuvo para mi acercamiento a la literatura. Por entonces, yo no me percataba que lo que leía era literatura, para mí todo lo que pasaba por mis ojos se constituía en lectura normal y corriente. A los seis años de edad, por ejemplo, escuché recitar a mi hermano Víctor Vargas Vicuña, un hermoso poema de José Santos Chocano cuyos versos a lo lejos vienen a mi memoria: «Indio que asomas a la puerta de esa tu rústica mansión… ». Todas estas cosas a mí me conmovían profundamente.
Hay algo paradójico en mi existencia que no sé por qué razón siempre la asocio a un árbol, con la diferencia de que yo me he movido y un árbol no se mueve. Tengo la impresión de que todo lo que me ha sucedido, ha pasado por encima de mí, junto a mí, como los vientos, como los aires, como el aliento de la gente. Siempre me he sentido un hombre fantasmado —como un hombre que no tenía existencia. Lo que realmente sustenta esta condición fantasmal, o de fantasía de la vida que he vivido, es que nunca he tenido una ambición definida, nunca he tenido la potencia ni la fuerza necesarias para imponerme una conducta y llevada hasta las últimas consecuencias. Por ejemplo, a mí me gustaba la guitarra y por eso me matriculaba en cursos, pero apenas me percataba que los profesores no tenían ninguna atención para mí o no tenían el método necesario para enseñar, de inmediato me retiraba de las clases. Me matriculaba en infinidad de cursos, me matriculaba por ejemplo en cursillos de idiomas, en inglés; mi madre siempre estaba presta en apoyar mis inquietudes y ella luego me preguntaba pero yo nunca le di cuenta de lo que hacía. Luego ingresé a la universidad, porque es costumbre ingresar a la universidad, pero entré sin ningún proyecto definido. Pude haber estudiado entonces Medicina o Psicología o Ingeniería o sabe Dios qué. Pero como ahí estaba la Facultad de Educación, por alguna razón que yo desconozco ingresé a San Marcos para estudiar Educación; o tal vez porque cuando fui a matricularme para prepararme a la universidad seguramente el que decidió allí que estudiara Educación fue, posiblemente, el director de esa academia, el profesor Mayaute.
La universidad
Estudié en la universidad pero a ciencia cierta yo no tenía muy en claro lo que iba hacer como profesor. Nunca, jamás, durante ese tiempo se me ocurrió leer un libro sobre mi especialidad o desarrollar, investigar y escribir un tema sobre pedagogía. Eso es lo que se llama hacer una carrera y yo no la hice. Lo que sí sé a la perfección es que me pasé exactamente cuatro años de mi vida en San Marcos leyendo. Cuatro años exactos leyendo en la Biblioteca Nacional, en la Biblioteca de San Marcos y en la Biblioteca del Congreso. En esta última, los libros que ponían a disposición del público lector eran los de reciente edición; era algo increíble para mí. Todo lo máximo de la literatura internacional inmediatamente llegaba a la Biblioteca del Congreso, ahí leí por ejemplo a muchos escritores norteamericanos.
Luego me fui a la Universidad de Arequipa, donde me pasé la vida leyendo entre la Biblioteca del Ateneo que pertenece al municipio y la Biblioteca de la Universidad. Ahí sí comencé ir a clases y dar examen. Te confieso que jamás estudié una letra para dar un examen; nunca tuve ni un libro ni un cuaderno ni una copia de apuntes de los cursos. Yo iba, daba el examen, aprobaba y pasaba de año. Lo que yo te estoy tratando de decir ahora es que mi vida había sido, en resumen, la vida de un poeta; y yo no lo sabía hasta el momento de hacer esta suerte de balance que te cuento. El Dios que regía esa vida de poeta, a través del cristianismo o a través del budismo o hinduísmo que yo desde temprano leí, o a través de los textos de Rabindranat Tagore, Gitanjali, El anillo satunjala, es decir toda la literatura oriental que leía por entonces, hicieron de mí una persona que vivía entre todos esos personajes. Yo no soñaba porque apenas leía todo se me olvidaba, tampoco comentaba con nadie mis lecturas. Cuando fui a Arequipa los alumnos de la universidad me eligieron su representante estudiantil, durante los cuatro años que pasé ahí.
De repente me vine a Lima, hacia 1947, y comencé a escribir los primeros cuentos de Ñahuín. Desde el 27 de junio de 1947 empecé a escribir esos cuentos, el primero de ellos se llamó «El traslado». Lo escribí y lo dejé, siempre he escrito y he dejado las cosas así, un poco sueltas. Hasta que hubo un concurso de cuentos, allá en Arequipa, y yo presenté «El traslado». Otro participante obtuvo el primer premio con un relato llamado «El viaje». Te cuento todo esto como un recuerdo precioso de aquellos años. Yo estaba entre los que seguían la literatura de José María Arguedas y de Ciro Alegría y no entre aquellos que seguían lo que podríamos llamar la literatura académica en cuanto utilizan correctamente las palabras. Algunas palabras que se hablan así, de manera particular, en la sierra, yo las puse en mi cuento tal cual se pronuncian, como un signo de identidad de esa cultura en donde yo había vivido. Todo esto fue estupendo para mí. Yo siempre releo a Rulfo y en sus cuentos he encontrado la confirmación de que lo que hice estaba bien. Mi relato —que perdió el concurso— fue descalificado porque en lugar de poner «acomedieron» puse «se acomidieron». Un catedrático me dijo que si yo estaba estudiando literatura y gramática, y más tarde iba a ser profesor, no debía escribir así. Hace unos días estaba releyendo a Rulfo y detecté que él pone en uno de sus cuentos exactamente igual a lo que yo puse: «se acomidieron». La gran lección de Rulfo radica en el hecho de haber escrito las palabras tal como suenan al oído y tal como debe sonar un cuento de esa naturaleza en señal de identidad cultural.
Indirectamente, a mí la literatura me ha estado enseñando. Luego de esa experiencia jamás volví a escribir de la manera como se habla comúnmente, opté por escribir respetando las normas de la gramática. Eso fue un salto entre la prosa de Arguedas, que escribe y siente en quechua, y luego traduce al español, y la prosa de Ciro Alegría que es neutra y académica, vale decir, escribía de manera correcta pero cuando le da voz propia a sus personajes éstos hablan como suele expresarse la gente del campo. En ese contexto, diría que mi escritura sufrió una evolución en el lenguaje. Diría, asimismo, que mi producción literaria contribuye, creo yo, más que en el campo temático o en el nivel técnico, en el retrato de un modo de vida, en la construcción de una atmósfera.
Lima
Cuando regresé de Arequipa a Lima y me instalé acá, nunca pensé irme a ninguna parte. En ese transcurrir escribí la mayoría de mis cuentos. Comencé a trabajar por aquí y por allá pero sin ningún sentido de hacer, como se dice, una carrera. Y me quedé así, con toda tranquilidad pero siempre afectivo con las nuevas amistades que iba ganando. En Lima se vivía una vida paradisiaca, me refiero a los años cincuenta y sesenta; había una elegancia sin igual, la gente se comportaba con una conducta muy noble, muy amable; las calles eran un escaparate de exhibición de cómo la gente se vestía, de cómo caminaba, de cómo saludaba; hasta cuando se comportaban mal lo hacían elegantemente. Yo no sé por qué te estoy hablando de esta manera cuando en realidad quisiera decirte otras cosas, probablemente más interesantes. Te repito, mi querida Esperanza, que yo nunca tuve un proyecto de vida para llegar a hacer algo o alguien.
Durante mucho tiempo pensé que había escrito muy pocos poemas en mi vida y que sólo se habían salvado apenas unos doce o quince; sin embargo, durante buen tiempo solía escribir algunos versos aislados, en un cuaderno que tenía siempre a la mano. Un buen día se presentó por casa mi amigo Mendizábal y le mostré el cuaderno, entusiasmado se lo llevó y quién te dice que con una inmensa paciencia los pone en orden y los transcribe a máquina. No contento con eso, los presenta a un concurso y gana el premio. Todo esto sin que yo sepa nada, hasta que no le quedó otra que informarme que yo había sido merecedor de un premio de poesía, casualmente por esos textos. El destino de ese libro era perderse para siempre, pero los libros como las personas a veces toman otro camino. Algunos textos de ese conjunto habían aparecido en El Dominical de El Comercio gracias a la generosidad de nuestro amigo Hugo Bravo. Esos poemas los escribí, en el fondo, durante toda la vida desde cuando estaba en Arequipa. Hay uno de esos textos, casi como un soneto, que se publicó en la revista Trilce que dirigía el poeta Gibson, que fue una de las personas más estupendas que yo haya conocido en Lima. Pero, volvamos a la travesura de Mendizábal quien junta mis poemas, los ordena y hace un libro. Luego de toda esta peripecia he revisado los textos, restituyéndole algunas palabras que taché en la versión original o limpiándolos para bien. Pero al margen del libro, yo sé conscientemente que todo eso que está escrito allí ha sido mi vida. Yo me levantaba a las tres de la mañana y corregía. Cuando estaba en el Cusco, hace muchos años, escribí un poema exactamente igual al último que escribí, son como poemas gemelos. Uno es a una cosa y otro es a una persona. Incluso, Francisco Carrillo ha prometido publicar algunos poemas míos en su prestigiosa revista Haraui.
La vida
Tú sabes que yo desde los quince años de edad leía mucho, sobre todo cosas relacionadas con la psicología, el hipnotismo, la sugestión y la autosugestión; y más o menos a los diecisiete años a una prima mía, de manera especial, la hipnotizaba. Después en Arequipa hacía todo tipo de trabajos, a una señora por ejemplo que yo atendí dio a luz sin dolor. Aunque no me creas, yo atendí el parto, tuve que cortar el cordón umbilical, le quité la plascenta y le entregué a su niña. Tenía una cantidad de habilidades que las hacía, así, al aire, así de por sí. Sin duda, que yo aprendí todas estas cosas a través de mis lecturas. En la Biblioteca de Arequipa había leído un libro reciente, por entonces, de cómo se debía cortar el cordón umbilical y todas aquellas técnicas modernas relacionadas al parto. Como ves, toda mi vida ha sido más bien la búsqueda de otra persona con quien comunicarme, con quien conversar. Casi siempre conversaba de poesía, aunque las otras personas entendieran por poesía algo totalmente distinto a lo que yo percibía como tal. Pero lo máximo que me pudo haber pasado es haber conocido a los escritores de toda nuestra generación, a quienes yo quiero mucho y admiro. Siempre ha sido en mí natural quererlos, con una gran ternura.
A estas alturas de mi vida recién me percato que yo no llegué, de ninguna manera, a configurar una personalidad profesional, una personalidad literaria en el sentido de que me sintiera responsable de esas «obras», por decirlo así un poco entre comillas, un poco irónicamente. Cuando vi, por ejemplo, la edición de mis cuentos completos editados por Milla Batres me gustó porque sentía que todo aquello era parte de mi trabajo; sin embargo, me pareció exagerado en esa edición el hecho de colocarle tantas fotos. Eso me molestó mucho. A pesar de aquello, yo le guardo una inmensa gratitud a Milla Batres por haber elegido mi obra y editarla con un cariño estupendo y tan formidable.
Ahora —me parece que lo voy a repetir por segunda vez— creo que yo he sido un poeta. Sobre todo, en el sentido de cómo vive un poeta, cómo ha vivido un poeta y cómo debe vivir un poeta. Al respecto, no hace mucho encontré un documento de una charla que di en la Universidad Federico Villarreal, en una de esas hojas había anotado lo siguiente: «nosotros hemos elegido la pobreza», esto me conmovió mucho. Por ejemplo, el filósofo Kant que fue un hombre muy pobre, sus amigos tuvieron que conseguirle un terno para ponérselo, eso a mí conmovía demasiado, como si yo fuera Kant. Cada persona que vivía de esa manera me parecía que era mi antecesora y que yo estaba en el camino de ellos. Pero, la ironía consiste en esto: el hecho de ser pobre a mí me calificaba como poeta, cuando lo que debía calificarme como poeta debía haber sido la escritura de la poesía, la búsqueda de la poesía a través de diversos caminos o vías o creencias. Pero lo cierto es que nunca atendí a toda la cantidad de escritura que había producido. Así que ahora estoy leyendo mis textos y tú no te imaginas la gracia que tienen algunos de ellos. El 70 por ciento puede ser que los queme, pero si se pierde el treinta por ciento restante sería de una gran pena porque hay una atención muy especial sobre los datos de la vida, de una vida que se confiesa. En el fondo, se trata de una confesión muy bella. A veces, hablo de algunos personajes, algunas anécdotas que he escuchado. Pero en general, esos textos tienen el propósito de expresar algo que he visto; pero por otro lado, tienen también el propósito legítimo de expresar algo con corrección y acercarme a esa corrección.
Gratitudes
Te confieso, mi querida Esperanza, que ahora estoy algo caído de energía, me parece que la voz está saliendo muy débil. Sin embargo, quiero señalar —para terminar— la gratitud que tengo para con Andrés Mendizábal a quien conocí cuando él era muy jovencito, por entonces era estudiante del colegio Melitón Carbajal, y en cuanto me conoció me hizo una entrevista, lo cual demostraba su interés por las letras. Con el tiempo, Andrés Mendizábal se ha convertido hasta ahora en una especie de hermano menor con quien he conversado, he viajado, he caminado; él ha madurado bastante y tiene un sentido práctico y objetivo de la vida. Mendizábal tiene la ternura, la elegancia, ese sentido antiguo de la amistad, esa manera que todavía está en algunos lugares del Perú, donde hay personas que te hablan con amor y se dirigen a ti con ternura; y que te escuchan y que te oyen con atención.
Otra persona a quien guardo mucha gratitud es a Oswaldo Reynoso. A ti también, querida Esperanza, te guardo mucho cariño. Una cosa que tú no sabes es el hecho de que te escribí una carta desde Trujillo y no te la envié, es una carta de enamorado, aunque no aparezca tu nombre, esa carta es para ti. Todo esto quiere decir que yo he tenido miedo a entregarme a las otras personas. Ese miedo me ha dejado a medio camino de todas las cosas que pude haber hecho. En uno de mis poemas de Zora, imagen de la poesía escribo: «La eternidad está en su mirada». Entonces, la eternidad está en un verso. «No está la eternidad en una lágrima», digo en otro de mis poemas. Entonces, si la eternidad no se siente como el tiempo o el espacio sino como un sentimiento del tiempo y del espacio. Así que cuando tú tienes un sentimiento del infinito has tocado el infinito, cuando tú tienes un sentimiento de la divinidad has tocado la divinidad. Allí no hay ninguna contradicción lógica. Al darme cuenta de todo esto me siento bien. Dentro de todo este contexto, me parece que soy un hombre feliz, porque esto me permite a mí demostrar toda mi hombría. Y la hombría no consiste en soportar la vida ni en resignarse a la vida, sino a aceptar la realidad. Aceptar esta realidad supone resistir al máximo. Eso que se ha llamado una pelea, una lucha frontal frente a eso que llaman muerte, sin desesperación, con toda tranquilidad. Yo no he elegido a una persona, a un libro, a un autor. Yo no he elegido la vida que he llevado, a mí me ha sucedido todo esto. Sin embargo, las cosas que estuvieron en mis manos y junto a mí han sido legítimas. Creo que el poeta Eielson no se equivocaba cuando decía: «Yo buscaba a un dios personal y lo encontré en Rilke», tremenda frase que me emocionó mucho. Sin saberlo, yo había leído la poesía de Rilke de rodillas, como quien ora. Quiere decir que eso me pasaba a mí pero no me daba cuenta, no sabía que me estaba pasando eso. Tengo, pues, gratitud por la vida. Gratitud a esa vida que no es de uno solo porque cuando uno nace, nacen miles, nace una sociedad, nace una cultura. Y uno es todo eso. Hasta cuando uno está en el vientre de la madre, uno ya va siendo los otros. Los otros te están haciendo a ti, te están siendo ser. Desde cuando uno sale a la luz del mundo y empieza a hablar ya está más allá de todo el camino de la vida porque estás en un mundo donde te ha recibido la Vida, pero la Vida no como una cosa biológica sino como una cosa cultural, como una cosa del espíritu. Los filósofos griegos Sócrates, Platón, Aristóteles y todos sus antecesores fueron los que a mí me dieron una visión particular de la vida. Una cosa que me impresionó mucho fue la afirmación del filósofo quien decía que con solo mirar la extensión del cielo supo que la divinidad era una. El hombre es siempre uno, la humanidad siempre es una. Todo lo que acabo de decirte está dicho, de alguna manera, en esos cuarenta o cincuenta poemas míos que andan por ahí.
“ESA VEZ DEL HUAICO” de ELEODORO VARGAS VICUÑA
Maestría en la reproducción del habla coloquial, fino conocimiento de los personajes del mundo narrado, prosa plena de lirismo, narran la tragedia de un pueblo ante la violenta irrupción de la avalancha de lodo y piedras: El huaico
“ESA VEZ DEL HUAICO”
I
Alrededor de don Teófilo Navarro no queda sino contagiador aire entristecido. Su casa, pura pampa quedó después del huaico —agua de mala entraña— que lo tumbó todo.
Los vecinos están medio que están nomás. La mitad se les fue tratando de levantar pared con la mirada y la otra mitad para consolarlo:
—Con un poco de voluntad, podrá usted levantarse de nuevo.
El caso fue así:
Todas las veces de susto le decían:
—Don Tofe, haga usted construir muro de piedra a su casa, no sea que el huaico…
Pero él se reía con suficiencia, y para decir algo por contestar, repetía:
—Que venga el huaico. Que me lleve. De resbaladera acabará la pena.
Lo decía por decir porque en el pueblo, con penas y todo, siempre somos felices.
Después que levantó su casa, en que hubo apurado trajín para terminar, luego de la techa, en que hubo demorado canto de no acabar con música y zapateo para afirmar el suelo, se hizo tranquilidad. Y como él lo dijo desafiador:
—Hasta que otro guapo se atreva, pared y techo contra viento y noche que revienten de impotencia.
Fabricaba y componía sombreros. A la puerta de su casa, aguja en mano, sombrero en horma, silbido y canto para rellenar hueco de tarde nostalgiosa, lo veíamos cumplir.
En el invierno paz, no en el verano. Medio que se quisquillaba don Tofe mirando temeroso el agua que crecía hasta engrosar el río. Decía:
—¡Esto es costumbre! ¿Habrá por qué temer?
Muchas veces la campana madrina de la iglesia, en talantalanes de peligro, anunciaba desbordera, y don Tofe, creído, corría que corría para ver. Allí estaba intactita la casa a la orilla del cauce.
La noche en que sucedió no podía ser, aunque se hubiese roto el brazo el sacristán o hubiera podido más y rompiera las campanas avisando. Era cumpleaños de doña Adelaida Suárez. No se podía creer. Y más cuando la fiesta había sido con música y la agasajada era persona que estaba bien con Dios.
Don Tofe decía:
—Beber, beber, que la vida se ha de acabar.
Verlo era un gusto, alegre como estaba, a pesar de que la Grimalda, su mujer, con su tremenda barriga, sentada en un rincón censuraba.
Primero fue un rumor creciente que llegó, junto con el grito de Julián Mayta que salía corriendo de la huerta:
—¡Está entrando agua!.. ¡Está trayendo piedras!..
Muy pocos lo oyeron. En ese instante entró el agua hasta el patio. No debía ser grave la cosa… El agua avanzaba rápidamente como buscando algo. Entonces sí que reaccionamos, aunque de primera intención no se tomó ninguna iniciativa. En la sala de la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo comencé a correr sin saber a dónde.
Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro, nos puso con la cara seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se inundaron las salas y los cuartos. La cocina con sus viejas era un grito de rezos. El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo estuvo inundado sobre la altura de los cimientos.
En el momento en que los animales salían al escape, las paredes empezaron a ceder. Las mujeres (doña Eulalia Espinoza principalmente) gritaban, clamaban al cielo. Y los hombres lisureaban dándose coraje.
No se podía. Era torrente de fuerza. Las paredes del corral vencidas se cayeron. Don Antonio Ebúsquez era el único de carácter que se dejaba oír:
—¡Rompan la puerta falsa que da al cauce para desatorar!
Pero la lluvia lo atoraba a él, porque era como río que bajaba.
En la tiniebla éramos gente oscurecida, loca, como la entraña de esa noche de rayos y de truenos.
Al relámpago, apurado seguía bajando el aluvión. Desde el corral, por el patio, al camino, y luego al río bajaba. De la puerta del zaguán quedaban astillas.
Vimos a la Grimalda. Subida sobre un batán lloraba a más no poder. Pensaba en Dios con todos sus dolores.
II
De agua, de noche, de viento, fue la tumbadera de la casa de don Tofe. Con gritos de parto también, pues la Grimalda, ayudada por Roque Barrera y subida sobre una mesita que a la vez la contenía contra la pared sobre el poyo, comenzó a descuartizarse.
Doña Toribia estuvo felizmente, atendiéndola como pudo. Roque a duras penas contenía la mesa y sostenía también a la Grimalda. Doña Toribia, con las manos de agua terrosa, remangándose el brazo, la asistía.
Grimalda se animaba casi quebrándole el brazo al Roque con el esfuerzo:
—¡Ayude usted! ¡Ayude usted, mamá Tulli! —Sin embargo, fue como una lucha el nacimiento, mientras el agua amenazaba con derribarnos.
Luego doña Toribia, serena como siempre, descorchetándose el monillo, cobijó a la criatura que ya gritaba, junto a sus lacios senos.
Otro grito fuerte fue como una protesta, pero con el llanto del niño nos renació el valor. A su mamá hubiera podido también reanimarla; no, ella había fallecido antes de oírlo.
Total, todo se apagó. Solamente cuando la pena arreciaba, mirando los cimientos lavados que quedaban, pasó la lluvia. El huaico bajó su correntada o habría bajado antes: oíamos un rumor entre violento y tranquilo.
En adelante se comenzó a buscar:
—¡Don Macshi!.. ¡Mamá Brígida!.. ¡Lázaro!..
Oía su nombre cada cual y cada cual contestaba animándose. Don Tofe, sin haberse enterado todavía, buscaba a su Grimalda.
Media puerta del zaguán, inservible, había ido a parar a la chacra de enfrente. Las sillas y ventanas desparramadas. Dice Demetrio López que un cerdo había varado cerca de Vilca-bamba.
Los muros y cimientos quedaron débiles. Algunos baúles amarrados al manzano estaban astillados. Allí quedaba también el batán de don Jacinto Navarro, centenaria piedra donde molieron los abuelos.
Lo demás y más fuerte se supo cuando don Tofe llegó hasta nosotros, con su mujer muerta en brazos. Detrás doña Toribia con el recién nacido.
Esas dos caras fueron para nosotros un ¡golpe! que nunca habíamos sentido.
En el velorio, en casa de don Nicolás Arosemena, no se rió por primera vez los chistes de Roque.
En un ángulo de la sala, don Teófilo se quejaba. Parecía que el aire de esa mala noche se le había secado en la cara. Eran como furia vencida las huellas de su rostro. Repetía:
—¡Quién lo hubiera dicho…! ¡Quién lo hubiera dicho!
En fin, la velada fue de razonar pesimista, con ese café consolador apenas.
¡Cómo se recordó la muerte! ¡Cuántos nombres! Eladio Amaro, Fortunato Rojas, Pedro Tintush. ¡Pero nunca desgraciados!
—¡Ah, ya se fueron!
Se sintió la muerte a muerte. Adentro, hasta los tuétanos como angustia; afuera, en los miembros ateridos, como temblor desconocido.
Ni coca ni aguardiente pudieron esa noche.
Desde entonces don Tofe, medio vivo, medio fantasma, allí está.
—Zurcidor de sombreros —dicen.
Mientras, verdeciendo, retoña el valle de la gente que habla por hablar:
—¡Caído, con la cara en el suelo!
—¡Zurcidor de sombreros viejos!
Pero nadie sabe lo de nadie. De repente, un día…
(1953)
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