Gonzalo Maire
(Nació en Santiago de Chile en el año 1987) es poeta, Licenciado en Artes con Mención en Historia y Teoría del Arte (UCh, 2011), y en la actualidad está finalizando sus estudios del Doctorado en Filosofía Mención Estética y Teoría del Arte (Uch).
Su perfil está en la investigación y la docencia sobre el Arte Universal, con un énfasis en Arte Asiático (japonés), además de la exploración poética. Dentro de su experiencia profesional, me ha desempeñado en el área museal y la ejecución de proyectos culturales con fondos públicos. Conjuntamente, ha realizado ciclos de charlas y ponencias en el marco de exposiciones, encuentros académicos y congresos sobre cultura y arte asiático.
Como poeta posee publicaciones en Chile y Argentina. Entre sus obras se encuentran “Bajo cerezos en flor” (MAGO Editores, Santiago de Chile, 2011), “Caballos planetarios” (Editorial Rove, Buenos Aires, Argentina, 2012), “Así fue como vivimos” (Editorial Rove, Buenos Aires, Argentina, 2012), "El Hombre horadado" (Editorial Rove, Buenos Aires, Argentina, 2013) y "Caleidoscopio hacia el Sur" (Editorial Rove, Buenos Aires, Argentina, 2014).
Contacto: gonzalo.maire@gmail.com
De: El hombre horadado, Editorial Rove, 2013
Imágenes puras
Un viento de pulmones incoloros asola las hojas más allá del horizonte
y como brújulas sin remedio, transitan entre desolaciones sin casa.
Largas tardes de iglesias marchitas me sobreviven como a una existencia arrancada de sí,
y en cada rostro oscureciéndose sin fin, desde dentro un grito sobresale,
excedido por todos lados de narcisos cubiertos de sangre,
espejos amarillos que nadie puede sostener.
A un sol que está de luto, conservo ojos de exterminio,
un retrato que va andando entre lámparas
por callejones aullantes de una madera podrida,
letreros profanados de cuerpos vencidos
por la furia, el lodo, el semen profundo de una amapola sin vida,
o unas golondrinas sin alas, que vuelan como ángeles difuntos,
o como una hebra entre la soledad,
que de cierta ternura, cierto modo de sufrir,
es una presencia hasta el fondo
y esculpe en su torso los funerales y canciones de toda la extensión que brotan sobre este mundo.
Al golpe de una gota, a la luz de una estrella,
bebo para mí, por mí,
solo,
moviéndome a penas, fatigado,
mientras que a mis espaldas un riachuelo ahoga mi sombra
con un vino de cuyas botellas una tristeza sorda muerde y mosquitos
ya sin vuelo,
y ciertas cosas también que un vagón detenido le roba a la noche.
Fatamorgana
Suprimido ser,
distante,
similares a los ladridos ásperos y averiados de un perro antes de morir, tristemente transparentes,
inconstante,
como una carne deshecha por la luz, o por arañas sin ningún encanto o como uvas mordidas por el sexo,
sediento ser,
cobarde, doliente, como una higuera concibiendo a gritos el invierno;
nadie sabe quién eres,
y caes,
y ruedas junto a mi nombre sin poder definirlo, recopilando el amor sin tocarlo,
infructuosamente,
como no se logra precisar el espanto y los mataderos de cisnes.
Lleno de dientes oscuros, de seducción infecunda,
de zorzales varados,
tulipanes
calientes,
cruzas el alma de un socavón, y partes en úteros las flores,
y eres la distancia del mundo.
Abandonado, te pareces a una simple calle ciega, débil, y correteas con tus párpados sus cenizas,
abandonado,
juegas a no ser nada,
extenuado de trajes sin medida, y joyas a lo alto de las iglesias,
el sexo que se abre sin piernas, flotando,
desintegrándose
con orgasmos de ángeles descoloridos, consumiéndose igual un arcoíris en un rincón
roto,
y las primeras raíces que amanecen en las abejas, después de una noche redonda,
anudan las arboledas secas,
y te pareces a esa preciosa imagen del mundo, al polen grueso de mis pensamientos,
a la claridad de las piedras,
a la sangre de las hojas.
Muslos con actitud de tijeras cortan la aurora:
otro amor,
una cama diferente,
y la noche se desangra desde dentro.
Secreto y herido, recalcitrante, dulce, se ahoga el tiempo con la historia,
y se deshacen los castillos en el cuello de las copas
que reducen tu ser a un puro y amargo movimiento de otoño en el vino.
Aves nocturnas se escuchan llorar,
a lo lejos,
traicionando sus propias creencias.
Basura
Pequeños fragmentos de vida entran, de vez en cuando, a través de las ventanas.
No son más que envoltorios sacudiéndose, más que tierra reunida. No es más que un olvido invencible
y violonchelos muriéndose de pena.
Imposible es una tarde que derrocha llanto con tu olor.
Raíces por toda la tierra observan poses de menstruación fúnebre, y hojas sin nombres.
Pequeñas abundancias de otros tiempos penetran, de vez en cuando, en mi corazón.
No son más que sombras del mundo, escurriéndose, más que piel y orgullo y amor en completa inercia
junto a unos ojos secos en el crepúsculo, cayendo, y cayendo con oscuras botas de la noche.
A mí, difícilmente, violonchelos.
Yo nací como todos los hombres:
residente de la historia, firme, dispuesto en alma toda para el
amor inaplazable.
Constelaciones de seres palpitando recibimos, planetas con
un sonido puro al nacer, brillan como una sola sílaba,
y es algo positivo para mí, positivo.
Yo amo, extiendo y voy rompiendo calendarios con los
cristales y las albas enronquecidas.
Es un lento entierro de aguas agrias y rituales, que pasan por
la vida, cósmicas imágenes de un punto en reposo,
y un leve daño,
que se derraman sobre la hora del encuentro y el nacimiento.
De la noche un río púrpura arrastra el tiempo a pétalos,
y muros invisibles arrullan la desnudez de una estrella, oh
volumen de ostra cósmica,
hasta dejarla caer quemada en el borde turbio de las cosas,
de cierta ausencia y consigna, oscura sangre a contrapelo
como una mariposa que se muere por la espada de un ángel,
o un hombre viejo y perpetuo
cuando ve la luna dentro de las cortinas y el aroma apretado
de las orquídeas en los balcones,
resbalandohacia su corazón una noche de violonchelos,
mientras llora cuerdas duras y maravillosas
y jazmines que recorren la superficie fémina de un contacto
derrumbado, y demasiado remoto.
Sólo me queda
una nube amarilla.
Siento que mi alma se va secando como una cáscara en el
viento, sin un rumbo estable,
y un insomnio de cometas letales me hiere las uñas.
Dejo caer mis dientes, suavemente, hacia el mundo.
Como una tela ensangrentada yo solamente sufro, resignado,
y acumulo un cajón que ya no tiene ropa,
un rosario naranjo o una carta que murió sin saber leer, un
revólver temblando, una bala abierta que huye,
una esquina con su orina caliente, chicles sin sabor en las
aceras, el nombre de una gata perdida,
una mujer que baila en un burdel, un conejo sin sus patas,
o una flor que muere como flor,
marchitándose dentro de
una primavera envenenada.
Las cosas son como son, implacablemente,
aunque escriba poemas sobre lo que todavía no nace, le
cante a los pájaros el feliz recuerdo de sus nidos,
su primer vuelo en sus alas,
o pinte sobre las mariposas los murales que me dio el sol.
Y sin embargo, incluso si nada, todo sigue igual.
De: Caleidoscopio hacia el Sur, Editorial Rove, 2014
Mónada
Blanco y transitorio, anonadándose,
como aún si me vieras tú, aún en mi sombra atardeciendo y frunciendo esta capa roja,
triste en la insistencia,
y el instante de
al suelo y abandonado, consciente de todo sobre lo que yo pueblo con estas alas
su cierta materia y dominio,
hazme a mí, y la estéril felicidad que da lugar en las doce de la noche,
tu ser irresistido,
que yo en susurros grises desarrollándote a una sola desnudez,
hice de tantísimas raíces,
la firme imagen en que te he robado.
Desde arriba, en el límite ciego del vigilante, en el sueño roto de muerte
aparece tu voz en que descansa,
la nota que de ella hace su repetición, y rompe las horas
como una tracería líquida,
podando la esperanza por muchos pasos delante de mí, y por hacia dentro
el fuego que destruye,
su ocupación amorosa bajo mi pecho que prospera, apenas interferido
por los escorzos del día,
y el sentimiento deshabitado que se hace llover a pedazos de ese aquello,
acaso migratorio,
deshojado de silencio,
y colmado de instantes.
La nostalgia abre y extiende sus ojos, y mi abrigo se vuelve de una piel de espasmos,
irrepetible…
hacia donde tú estás ahí, floreciendo, y el mundo está también allí,
estallando,
bajo los árboles que gastan sus hipérbatos negros, y el ruido militar de los peatones,
ya más en lo lejos, en un sin embargo,
como en las noches de llanto y nacimiento, y la migración que desprendes de tu frente,
y con más remedio que vivir,
en el ave débil que en mi corazón hace tocar, mi nombre.
Hoy, joven como una castaña de otoño,
castigado enteramente de tal modo alguno,
soy lo que logro verte expandir
y que no puedo abarcar,
la bufanda que es desatada por la brisa de la tarde, el ser en lo incierto,
y el recogerse de lo que tú sonríes en la abreviatura,
la traslación de las hojas celestes defendidas, las aves entre las plazas
todavía soleadas,
y las vitales calles,
cóncavas,
ebrias de cielo, de un inalcanzable cielo,
demasiado lejanas de la soledad que cae, permisible como una rama que adolece,
mis pasos de a tristeza y a frío,
a color rojo,
a fornicaciones nocturnas,
a una gota sin cáscara y mirando, a un instrumento demasiado dilatado,
a no sé por qué,
y creciendo,
y rompiéndose, y dañado fatalmente desde dentro de lo entonces palpitando,
ahora,
tan sólo,
por de pronto.
Vanitas
Es extraño
que todos huyan de pronto,
y sin más poder que disentir, que de las ventanas en que vivieron,
ahora cuelgue ropa muerta
y agua muerta
y luz muerta
y plantas muertas
y gatos solos.
Es extraño
no encontrarme otra vez con sus zapatos,
y el ruido,
y el eco de que hay alguien en su espacio,
pero ya sin el esqueleto,
no abriendo las puertas, no haciendo chirriar los corredores,
las camas,
no nombrándose, no comiendo,
en el amor sin gritar, de día, en el baño, por teléfono.
Hay un olor a soledad, a habitación enferma,
a estancias chorreando,
a huérfanos tejados en contra del invierno.
Ya todos se salieron, se disiparon mudos
en el silencio terminal,
y entre ataúdes pesados caminaron con su frente baja,
con guirnaldas crudas en el cuello,
y maletas cargadas de sombra
a los andenes lloraron el día o al cementerio con palas se murieron.
Y me parece tan extraño
la permanencia de la Nada, el nombre “violín”,
mi apellido extranjero,
la sonrisa de la loca,
las cosas para recordarte que fuimos, entre el tiempo y el lugar,
como restregar las murallas vacías con una cuchara de palo,
y lamerme el corazón agrio
con la mugre de la vida.
El tiempo pasa a través de mis dedos en tu casa, entubado como desagüe,
y las rosas se queman,
y los libros se arrugan,
y las ampolletas no prenden.
Ser caído
Estoy sordo,
e insensible en lejanía,
llorado en extenso como de consuelo y materia,
con espanto en la noche, dañado me presento,
enfermo por el futuro.
No tengo insistencia,
y soy descubierto deshabitado;
un tren pasa debajo de aguas oscuras,
y hace ruido blanco con vagones cargados de piel,
y parece que se despiertan a seres corroídos,
a estrellas gimiendo,
aunque no pueda escucharlas.
Son ásperas las manos, duras las lágrimas,
arden mis párpados
en tu fotografía amarga
como una lápida en que descansa el peso de lo mío,
y halla eco por instantes,
las notas de los instrumentos
sonando a mi lado, a cenizas;
tengo frío, amor,
y tengo susto,
y tengo pájaros clavados en mi cuello.
Todo ríe con un aire de sepultura,
todo es una carcajada como de un cuchillo
abriéndose el estómago;
había olvidado lo que es el dolor
y es débil el cielo que humedece la tierra
con callados nombres,
justo detrás de ti.
La oscuridad se propaga entre mis dedos
como una luz formada de escombros,
insuperable y corrupta,
una poza de cuero,
un cristal en que crujen los vencidos, y sombría en su cáscara,
llueven y llueven
sentimientos atiborrados en locura,
afuera,
roncas flores de otro modo,
y murmullos de animales que se quejan en mis brazos,
a pedazos de grito.
De pronto,
el barro cae del rocío
contra mi ventana,
y una luna desciende a tocarme,
sin su rostro conocido. Pero nadie responde,
pero nadie allí, nadie a mi llamado.
Hay una partida insoportable,
en el fondo,
como de difuntos que huyen;
hay un arrastre de cosas sin dueño,
y seres sospechosos que se dejan tocar,
y enamorados muertos,
y humedales con tanto exceso.
Hay un desahogo de paso en las paredes,
como jirones de sal,
un ánimo de objetos devorados,
y hay un tiempo que se queda masturbando.
En ocasiones,
mi cama suena, y hay un aire amargo, y sábanas pegadas;
huele a un cierto grado de soledad,
y pobres las flores,
en que los demonios se divierten
abriendo y masticando el polen de mi alma.
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