sábado, 20 de octubre de 2012

ALEJANDRO CROTTO (8.132)



ALEJANDRO CROTTO

Ciudad de Buenos Aires (Argentina), 1978. Abogado y licenciado en letras.


Publicó los libros de poemas:

Abejas (Bajo la luna, 2009),  Chesterton (Bajo la luna, 2013) y Once personas, (Buenos Aires, Bajo la Luna, 2015).

Ha publicado trabajos de crítica y poemas en las revistas literarias Diario de Poesía, Letras libres y Hablar de Poesía ; y ha participado en varias antologías. 

Administra el sitio web www.losporquesdelarosa.blogspot.com dedicado a la traducción de poesía.




(De Once personas, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2015).

Simone Weil

Oculto y misterioso es el camino de la gracia.
Esa fuerza que fija los colores en las flores
y deshace la fruta hasta el carozo, la semilla
que muere para abrirse... Pan, recibí pan, no piedras.
En su lenta marea no vinieron escorpiones
sino peces. Y peces y más peces y más peces.

Porque esto quiso su ávida bondad: marcarme suya.

Y lo hizo emboscándose un verano de mi infancia
en los fresnos, filtrándose en el viento de las hojas,
susurrando su música imposible y verdadera
en mis pobres oídos, seduciéndome, tendiéndome
la trampa en que quería que cayera. Y yo caí
en las manos temibles del Dios vivo, en sus llagadas
manos. Caí sin entender cómo caía y dónde,
qué decía eso en mí que repetía “quiero, quiero”.
Yo era la mariposa cuando siente el alfiler,
y mi sí repetido el aleteo de escaparme
pero el acero de su amor me atravesaba toda.

Y después de quemarme en lo más hondo se alejó
dejándome la marca de una sed inconsolable
para que yo a mi vez hacia su amor atravesara
el mundo. Toda la distancia desgarrada. Y siempre
como fondo la oscura vibración de esa secreta
herida. Así los días luminosos con mi hermano,
la poesía, la música, los números. Así
la pubertad, los libros y los otros, el liceo,
mi creciente tesoro: la atención. Así también
mis alumnas, la guerra y la pobreza, el sindicato,
las horas implacables de la fábrica, mis lágrimas
de mirar fijamente, sola, en vela, tantas veces
la pared frente a mí como quien mira una extensión
absurda, atenazada por la nieve. Y en la nieve
unas gotas de sangre que después fructificaron.

Me acuerdo por ejemplo de esa noche en un pueblito
de pescadores cerca de Lisboa; celebraban
su fiesta patronal: unas mujeres con antorchas
cantaban caminando en procesión junto a los botes
una canción tristísima y valiente, acompasada
por el ruido apagado de las olas en la orilla.
Y comprendí que todos –yo entre ellos– los que fueran
esclavos no podrían evitar precipitarse
como las pobres mariposas de la noche al fuego
en el Dios de los brazos extendidos en la cruz.

O también en Asís, años más tarde, esa mañana
en la que ya hace varios meses todo me era plano,
con esa irrealidad, esa tristeza que es el signo
de su falta. Y entré en Santa María de los Ángeles
y pensé en san Francisco, il poverello, que sin duda
había orado ahí cientos de veces; y de pronto
algo en mí, pero más fuerte que yo, me hizo ponerme
de rodillas (yo nunca antes me había arrodillado)
y repetir: “Son tres las oraciones para el hombre:
Señor, tensá mi vida, que si no me pudriré.
Señor, no demasiado, que si no me romperé.
Señor, tensá por compasión mi vida aunque me rompa”.

Señor, tensá por compasión mi vida aunque me rompa.

Y pasé en la Abadía de Solesmes la última Pascua
siguiendo los oficios, sumergida en la dulcísima
fusión de las palabras y la música del canto
gregoriano. Un silencio aún más hondo que la música
se abría al apagarse el coro, y refulgía en él
una alegría que también era dolor y hacía
que yo amara a través de mi desdicha. Esa pasión
me acompañó durante tres semanas. Y después
–no sé cómo decirlo– hace unas noches yo sufría
uno de mis dolores de cabeza y empecé
a recitar muy lentamente ese poema, Love,
de Herbert, concentrando mi atención en su ternura.
Y cuando vi desnuda mi miseria, y que no importa,
que al Amor no le importa, que Él insiste en mendigar
que nosotros, criaturas, lo aceptemos, vino Cristo.

Sentí el dulce aguijón de su presencia: un beso
al centro de mi marca ardida, un no querer
dejar de ser herida y curada –no había
diferencia. Una brasa de oscura transparencia
durando en su ternura estremecida, un íntimo
temblor que engendra vida: no saber que trasciende
toda ciencia. Sentí, y es para siempre, el roce
pleno que me entreabrió mezclando risa y llanto.
Probé su extensión íntima, infinita. Y me tiene
cautiva su amor bueno, su ternura que quema,
dulce, tanto. Y me tiene su música. Y me invita.

Ahora entiendo
que soy como una planta
que debe decidir si colocarse o no a la luz del sol.

Y que el mayor peligro para el alma
no es dudar de si existe el agua o no,
sino dejarse persuadir de que no tiene sed.

Y esforzarse en ser bueno es tan inútil
como tratar de levantarse tirándose del pelo para arriba.

Porque la voluntad no opera en el alma ningún bien.

Y sólo en la alegría y el placer puede dar frutos el deseo.

Ahora entiendo: vinimos a este mundo
dados vuelta, invertidos.

Y convertirse es descubrir
que, bien mirado, el bien resulta irresistible.

El bien es eso que da más realidad a los seres y las cosas.

Clarea. El aire frío se abre en luz. Todo está quieto,
todo espera obediente en esta nueva primavera.
Y yo soy como Ulises que despierta en un lugar
desconocido con el alma rota de nostalgia
por Ítaca y entonces cuando al fin limpian las lágrimas
sus ojos se da cuenta alborozado que esa tierra
es Ítaca. La costa reconoce, los olivos.
Lo recorre de golpe la alegría de saber
que ya llegó, que sin saber bien cómo, está en su casa.

Estoy en casa, ahora. Es una casa real, dura,
rugosa. Y también hecha de esta luz pura del alba.
Una patria hermosísima y difícil que debemos
amar. Porque está a cada instante siendo redimida.
Estoy en casa. Ahora debo ser una herramienta.
Debo enraizarme toda en la obediencia del vacío.
Dar lugar. Mantener la orientación de la mirada.

Sea mi vida el sarmiento en que la Vida resplandece,
dando sus blancas flores delicadas y la carne
dulce, veteada como un iris, de las uvas, dando,
al que pruebe, la fuerza incomparable de este vino.

Y que me sepa abrir en la madera de ese árbol
terrible que parece no dar frutos cuando llegue
mi corona de espinas. Por su gracia. Pocos cuerpos
acaban lo que todos los espíritus empiezan. 






(De Chesterton, Buenos Aires, Bajo la luna, 2013).

Acá el fuego transforma la madera en más fuego

I. Como forma la ostra en su interior

Como forma la ostra en su interior la perla
exacta, esta canción nacida desde un punto
que quema, y escondida, esta canción tensada
en ese ardor. Un íntimo relámpago, el fulgor
dándose forma luego de encendida crisálida
de nácar, pura herida, pura brasa encriptada,      
espina y flor. La sílaba, su voz, dijo tu nombre,
metió a tu cuerpo –y quema y da placer– la encina
entera en una actual bellota. Está en tu cuerpo
ahora, no te asombre que así de dulce duela
componer su potencia precisa, su alta nota.


II. Así como la lluvia cae del cielo

Así como la lluvia cae del cielo y se filtra
fecunda y no regresa sin haber empapado
a fondo el suelo para que nazca trigo, harina
espesa y pan; así como la brasa viva
en la ceniza yace oculta y luego al dársele
por fin lugar se activa con creciente fulgor
y enciende el fuego; así como la savia tras
la espera del invierno por vasos diminutos
despierta a los sarmientos y genera con íntimo
cuidado flores, frutos... Así el verbo que sale
de su boca hace nuevas las cosas si las toca.


III. Acá el fuego transforma la madera

Acá el fuego transforma la madera en más fuego.
Venía con premura su llama calentándola
por fuera y la incendió cuando la vio madura.
Y aunque sea fuego es agua verdadera, una fuente
que mana con dulzura. Y esta sed –que uno sacia
cuanto quiera en el agua– saciándose perdura.
Es fuego que al morderte te repara, corriente
enamorada de agua clara. Fuego feroz
de llama tierna: pira, manantial que renueva
al que lo mira. Es fuego, es agua el vivo amor,
ahora tiembla un dulce poder que me enamora.




La lambersiana


Detrás de la pileta hay una lambersiana
del color del limón. Es mediodía
y reverbera el aire en el calor
de febrero y la quieta resolana. Los grandes
ya se fueron a misa,
van a rezarle a Dios, que no se ve y es santo;
mientras tanto los primos nos metemos al agua,
nos secamos tirados entre risas al sol.

Después yo entré en la lambersiana. Era otro mundo
ahí dentro, como ver otro lado en las cosas,
lo que las sostenía. Afuera los penachos amarillos
en el aire caliente, y una estructura adentro
de ramas resinosas y la luz, la fresca luz
filtrada, que me dura.


Así

Que sea pura desmesura compactada.
Armada la cabeza a ras del piso.
Macizo, la piel gruesa, un poco cosa:
una forma monstruosa de belleza.

Mucho, inquietante, gris blindado.
Potente, amontonado hacia delante.
Monte indolente. Así: rinoceronte.


La alegría

El mar trepó a la orilla dando tallos y troncos,
la rama que se estira con sus peras sembradas de perales
pero también buscando nuevas frutas
y flores, como el huevo del pez sus golondrinas.

Como, amándose y pudriéndose,
las antiguas musarañas sacaron de sus entrañas
dromedarios, elefantes de trompas extravagantes,
delfines. Como la extraña marea
que nuevas formas tantea
va forjando en el deseo
lentamente a lo largo de siglos
manos, aletas, la cola del vívido pavo real,
la oreja del conejo, el renacuajo
que se hace rana y mañana
va a poner nuevos huevos,
uvas rojas,
el abrojo,
el ojo del león,
de la libélula,
lo que en el árbol ciegamente
tuerce las ramas a la luz;
sus hojas de sed femenina,
la sápida, lívida savia,
tu sangre con sales de mar.


Una canción tan fría y tan apasionada 
como el alba

Latas, vasos de plástico tirados al azar. Arranca
el día; arranca y muestra drástico en la playa
vacía el final de la fiesta. En la luz fría,
tapado con arena a nuestros pies, el resto
carcomido de un tronco humea apenas.

Detrás el mar, el ruido
opaco de las olas repetido.






(De Abejas, Buenos Aires, Bajo la luna, 2009).


Las palomas


Hay que ponerse rápido las medias
porque el piso de piedra está frío; en la cocina
desayunamos leche, pan con manteca y miel,
después salimos a cazar palomas
con nuestro rifle de aire comprimido,
mi hermano y yo con menos de once años
y con botas de goma, camisa gruesa a cuadros y balines
en el bolsillo –dos o tres,
los próximos a usar, van en la boca.
Vamos dejando huellas en la helada que empieza a deshacerse,
vamos alerta entre las ramas de los plátanos,
los altos eucaliptos, el nogal, las casuarinas,
los álamos del haras, la pileta,
un tiro cada uno, caminando,
señalando de a ratos las copas del otoño.

Después, detrás del lavadero, entre frutales,
las desplumamos y las destripamos:
sosteniendo en la izquierda el peso tibio
vamos sacando plumas con la otra,
las más largas y duras en la cola y el ala,
las fáciles del pecho,
las cortitas y oscuras de la espalda, las más suaves
en el flanco, debajo de las alas en la axila;
van quedando en los yuyos enredadas hacia el lado del viento,
pegadas en las manos, suspendidas del aire
cuando se arremolina de repente;
después vamos vaciando el cuerpo, mucho más chico
ahora en relación a la cabeza: primero el buche,
a veces con semillas de girasol intactas que se pueden comer,
apenas agrias, y metiendo con fuerza los dedos hacia arriba
donde termina el esternón, girándolos
dentro del cuerpo todavía caliente, agarrando y tirando para abajo,
arrancamos los largos intestinos y la panza, sacamos los pulmones
como una esponja rosa pegada a las costillas,
los riñones, el hígado, el quieto corazón,
que los perros atrapan sin que toquen
el suelo; en la canilla lavamos las palomas
y les cortamos la cabeza, las atamos
subidos a un banquito de la pata a un alambre hasta la noche.

Las manos queman por el frío del agua,
brillan los cuerpos en el aire, al sol; la vida
es material, y la materia
es difícil, sagrada.


Entierro de Guillermo Martínez

Se activa el óvulo sembrado, alarga manos, piernas,
forma sus órganos, aumenta, afina rasgos,
y abre a la madre, nace, asoma su ojo de varón al ruido,
se hace de dientes y palabras guaraníes,
alcanza rápido su máxima estatura, engendra
en otra dos que no prosperan y se va,
es veintiún años en la sierra cordobesa hachero,
crecen sus manos, célibe se encoge un poco y endurece
los ojos contra el sol, todo fajado por las hernias,
la cara más enorme cada vez con menos dientes, y recala
de cuidador del campo familiar de veraneo
en la casa ermitaña del arroyo entre espinillos,
y en verano porteños de cambiantes estaturas
lo buscan fascinados, y él se ríe, les traduce
un poco el guaraní, les da del guiso de cotorras
que come tras cazarlas con gomera y piedrecitas
-el índice doblado y el pulgar hacen la horqueta-
puesto con naturalidad tan fácil en el mundo,
con toda la verdad de su gastado cuerpo, y cede
ayer, queda sentado bajo el sauce con los ojos
opacos que ven lejos, y no hay nadie
a quien avisar nada, y ahora le damos tierra,
acostado y envuelto en arpillera hasta los hombros
entre el zumbido azul del sol al mediodía,
sembrado a su creciente eternidad.


En el haras Vadarkablar

Hasta el corral de tierra y tablas
trajeron al retajo,
un criollo sin halo genealógico,
sin nombre inglés o propio o sangre pura,
a que probara conocer si estaba lista la alazana
alzada como un dios entre jejenes en la luz amarilla de la tarde
con tormenta de fondo; a ver si estaba honda y dispuesta,
veterinarios jóvenes de blancos guardapolvos entreabiertos
entraron el retajo lazo al cuello, y el caballo
meneaba cabizbajo entre resoplos la cabeza y de repente
la levantaba señalando a la alazana espléndida; y la yegua
tirante, sus ollares finísimos alerta, casi ciervo,
miraba de reojo mientras daba su grupa florecida,
y se hizo agua un poquito, se iba abriendo, parpadeaba
su sexo, y apartaba la cola, y el criollo
era potencia aproximándose creciente
hasta montar la yegua y lo desviaron
las manos enguantadas, lo sacaron tirándolo del lazo y uno dijo
“está lista, buscalo al Equalize que por las dudas la maneo”
y mientras se acercaba por momentos de costado
luego enseguida pecho al frente,
desplegándose altivo, cabeceando
el aire que rompía al paso fino,
el padrillo valioso, se llevaron al otro hasta un corral
con bebedero hasta mañana, y el retajo
ya manso, hocico en agua,
temblaba en ráfagas oscuras
con mínimos relámpagos, no había viento,
se venía la noche.


Zoológico

a T.

Acelerado humo de colectivos
y de garrapiñada, gritos, globos,
grandes palomas negras, vamos,
acá se abre una fresca fuente de flamencos
a la mañana azul de tanta luz enorme
que enflaquece a los dos osos penosos y polares
de flecos blanco oscuro y amarillos,
y magnifica a la elefanta, su cabeza
arrugada de tierra tranquila,
el ámbar vivo de su ojo; reflejadas
personas parecieran adentro del vacío
cubículo felino, luego echada una sombra
resulta la pantera; ¿y qué añora en su ensueño
sentada, derechita, con la vista perdida
hacia el noreste una nostálgica
suricata…?; el bisonte
de brava barba entreverada
del lomo a la brutal cabeza luminosa
mendiga lengua saca por una galletita; ¡pero cómo:
lo que hay en esa jaula es sólo un par de chimangos!
y el chimpancé a treinta centímetros del vidrio
nos mira para adentro sin relámpago,
con la melancolía laminada como cera
en los ojos abiertos y velados...¡y basta!
que vinimos a ver los animales:
el cocodrilo cruel y quieto, tronco o roca,
clavado solo al sol boca entreabierta
y el avestruz que avanza elástico en su hip-hop afro, ¡chau
asno santísimo, cruza de yegua y de cordero! Vamos, dale,
caminemos, que yo también estoy cansado, por las tipas,
entre estas finas aves de corral con coronitas y colores,
volvamos ¡opa! a la ciudad, los edificios
transfigurados a través de la inflamada cola
del pavo real.


De lo que abunda el corazón hable la boca

En esta viva sal quedémonos que quema
sin consumir; en esta levadura
que de los huesos secos saca abejas, miel
multiplicada; en esta savia
que en el bloque del pecho
irriga un corazón de carne
y despierta los ojos
con su corriente limpia,
y remontémosla
dejándonos
en el fermento de sus uvas cada
día. De lo que abunda
el corazón hable la boca.


MEDIODÍA

Bajo el cielo sin nubes, en la mesa, ahí están:
tallarines con salsa de tomates,
un pan quebrado y agua, vino.

Ahí está la harina con el huevo y las manos.
Ahí está el trigo, las uvas que tomaron sol y noche,
y los tomates destruidos, salpicados de queso,
el agua limpia.

Ahí están:
mirá y olé y masticá feliz, devotamente.



LE HABLÓ A SU CUERPO QUE DUERME

Ahí estás: un animal desparramado que respira
en la luz verdadera de la siesta,
y hace un rato tu ritmo trotó rápido, cuerpo
largo y sembrado y tibio.

Huelo tu olor; huelo tu olor revuelto, fértil.



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