MARIEL MANRIQUE
Mariel Manrique, (Buenos Aires, Argentina, 1968). Estudió Leyes e Historia del Arte. Ejerció la docencia universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito ensayos sobre cine, literatura y pintura, publicados en diversos medios de América Latina y España. Colabora para la revista cultural española Shangrila.
Su primer libro de poemas, ‘La Constelación de Andrómeda’ (Crack-Up, 2008), fue presentado en Estados Unidos en enero y febrero de 2009 y, en abril de 2009, en Buenos Aires. Acaba de publicar el poemario ‘Descartes en Holanda’ (Paradiso Ediciones, 2010). Mantiene los blogs ‘Pájaro de China’ (http://pajarodechina.blogspot.com) y ‘Putas de Babilonia’ (http://putasdebabilonia.blogspot.com) y, junto a la poeta española Ruth Llana, el blog ‘Pensieri in volo radente’ (http://pensieri-involoradente.blogspot.com).
B-Side & Rarities (fragmento)
Esta es la hora de la madrugada insomne
en la que Caperucita se come al lobo a lentos mordiscones
y andan sueltas las bestias por el bosque arrasado.
La Bella Durmiente vacía los frascos de somníferos
y ninguno hace efecto.
Blancanieves no soporta más a los enanos.
Los insulta, los desprecia y los encierra a los siete en el mismo cuarto,
con candado y a oscuras.
Hansel y Gretel no encuentran el camino de regreso a casa.
Hansel desconfía de Gretel y Gretel le miente a Hansel.
Las paredes de pan y las ventanas de azúcar están envenenadas.
El zapato de cristal de Cenicienta es de segunda calidad
y se astilla y lastima y el pie sangra.
Esta es la hora del eclipse lunar. La hora de la sed.
Peter Pan se resiste a crecer y languidece en el País del Nunca Jamás.
La sirenita se muerde la cola y se ahoga en el mar.
Y no hay príncipes. Ni brujas.
Solo yo misma, pero del otro lado.
Es la hora del reverso ignorado y el castillo quemándose por dentro.
La hora de los puentes cortados y los dragones escupiendo fuego.
El patito feo nace y muere patito feo.
No hay hermosura oculta, diferida o ansiada.
Solo yo misma, desencadenada.
Ay, si alguien me enviara esas rosas, para no darles agua.
Si alguien me enviara esa carta, para romperla sin haberla leído.
Si alguien se entregara a mí, para traicionarlo.
Si alguien me hiciera una promesa, para no escucharla.
Es la hora en que asoma todo lo que hubiera elegido para ser castigada.
No es el mundo al revés. Es solo mi revés, descontrolado.
El inadvertido, el desapercibido, el subestimado.
Es la hora del suicidio implícito, obstinadamente ejecutado.
Quisiera haber ido al correo, a paso lento.
Guardar la carta en el bolsillo del pantalón,
elegir la estampilla y pasar la lengua por el borde del sobre.
La estampilla podría pertenecer, por ejemplo,
a la serie de bicicletas antiguas,
con reminiscencias de circo de pueblo
y un aire inevitable de melancolía.
Quisiera que hubieras visto mi caligrafía.
Un poco torpe, pretendidamente valiente,
cuidadosamente extendida sobre el papel en blanco,
como un pájaro que tiene frío.
Quisiera que hubieras visto ese papel,
arrancado de un cuaderno escolar con precisión quirúrgica.
Un papel sin renglones ni cuadrículas, un papel para saltar sin red,
hecho de puro vértigo.
El vértigo no es el miedo a la altura sino a las ganas de caer.
¿Por qué fui yo el que tuvo que dar el salto?
Quisiera que admitieras el carácter idiota de esta pregunta,
considerando que casi siempre estabas en silencio.
En el silencio te anclabas y empezabas a desintegrarte,
hasta convertirte en un paisaje de glaciares herméticos.
Quisiera que hubieras visto la pluma que escribió la carta
y que notaras que había usado una lapicera de pluma.
De las baratas de la librería,
majestuosas en su trazo no obstante el bajo precio.
Mas apreciables por este detalle.
Una antigüedad, escribir con esas lapiceras,
una especie de fijación infantil en el pasado.
Quisiera haberte escrito para que no me vieras la cara,
para que te la imaginaras mientras te escribía.
La imaginación deja un margen librado al azar
(un margen en el que nada es como se suponía).
En la imaginación no hay candados. ¿Por qué tuve que hablar?
Al hablar desterré y abolí tu futuro regreso ignorado.
Quisiera haberte escrito para que releyeras mi carta,
dentro de algunos años,
desde alguna otra vida de tus vidas posibles.
Hubiera habido espacio para la piedad,
probablemente para la ternura.
Y para tantos otros sentimientos cancelados.
Elegí la palabra como elige la espada un samurai
y la empuñé y se hundió en el centro exacto de tu pecho
y al instante advertí el carácter irreversible del estrago.
A lo escrito se puede volver, una y otra vez, desde cualquier parte.
Hasta una carta de despedida tiene un final constantemente abierto.
Una carta no tiene la violencia de la instantaneidad.
El tiempo puede convertirla en otra carta.
¿Por qué no fui al correo?
Los suicidas de Islandia
Cuando comenzaron las noches polares,
descubrieron que tenían todo en casa.
Afuera los zorros asolaban las ovejas y el viento azotaba las bahías.
Afuera todo era desiertos y glaciares
en un país de sombras obstinadas.
Rápidamente rescataron del estante más alto del armario
las cajas de rompecabezas con sus miles de piezas diminutas.
Pasaron meses reconstruyendo la boda de los Arnolfini.
Primero la lámpara encendida, los zuecos de madera y el perrito.
Después, la enigmática firma de Van Eyck
y la convexidad insondable de ese espejo
que les consumió tardes enteras
hasta que lograron (o pretendieron) descifrarlo.
Parte del invierno transcurrió
entre la devoción por la miniatura y el detalle doméstico.
Tocaban el violín intentando dar con su alma,
que es física y palpable.
No queda exactamente en el centro del instrumento.
Regularmente resucitaban el piano,
improvisando sobre las viejas partituras.
Se tiraban sobre la alfombra cerca de la estufa a leña,
con la cabeza apoyada en las palmas de las manos,
a viajar por álbumes de estampillas
o revisar su colección de juguetes antiguos.
Proyectaban películas mudas e inventaban los diálogos,
convirtiéndolas en películas nuevas.
Sustituían las escenas en blanco y negro
por imaginarias escenas en colores.
Suponían que un vestido verde lo hubiera modificado todo,
o un sombrero de plumas de arco iris.
Jamás habían visto un arco iris,
porque no habían asistido a la lluvia ni al sol que la sucede.
Afuera acechaban, como monstruos dormidos,
los géiseres y los volcanes en la oscuridad.
Ya lo dije, era la época de las noches polares.
Se hacen eternas y no alcanzan los libros de la biblioteca.
Leían los clásicos, deteniéndose y deleitándose en cada palabra.
Sabían que estaban muy cerca del círculo polar ártico
y que quien cae en ese círculo rara vez puede salir..
Porque ese círculo temible conduce hasta el fondo de la tierra,
es decir, hacia un abismo misterioso y malvado.
Eso creían, al menos, en los tiempos del solsticio de invierno.
Conversaban durante horas y recordaban su adolescencia.
Se dormían tomados de la mano, para no tener miedo.
Aprendieron de a dos una lengua extranjera,
que al principio les resultaba impronunciable.
Aprendieron a pronunciarla lentamente,
con una disciplina inquebrantable.
Afuera el océano se agitaba oscuro, filoso como el acero de un puñal.
Pero en casa tenían leña de sobra,
textos inagotables y música apta para calmar a las fieras.
Y se tenían, en esa soledad a ciegas, a sí mismos,
dspuestos a no dejarse doblegar
por la inclemente adversidad del clima que les había tocado en suerte.
Se volvieron tan resistentes a la noche
que olvidaron que algún día empezaría a deshacerse la nieve.
Que también existían la aurora boreal
y el sol inclaudicable de los veranos árticos.
Sencillamente,
no estaban preparados para dejar la casa y enfrentar el mundo,
del mismo modo en que habían sabido refugiarse en ella.
Y dar batalla al dolor.
Cuando la luz se filtró por las ventanas blindadas,
no supieron qué hacer.
No supieron qué hacer con la felicidad.
Se miraron desconsolados y ateridos,
porque el frío (aunque ya no hacía frío)
era una parte inexorable de sus huesos.
Rápidamente rescataron el revólver del estante más alto del armario.
Habían leído en alguna parte, sin prestar atención,
que en Islandia los suicidas suelen elegir la primavera.
Y cada uno de los dos, antes de gatillar, supo por qué.
(Del Libro "La constelación de Andrómeda".
Editorial Crack-Up, año 2008)
CESARIA
los zapatos son muros, ataúdes, casas.
en el pie está la lengua de todos los órganos.
mi madre pujó. roté.
alisté la cabeza para salir.
la cabeza de mi madre está deshecha
como una cama.
lo último que se retira,
el desguarnecido,
es el pie.
ARIZONA
"La falta de agua enseña a pescar y practicar hechicerías"
Aby Warburg, El ritual de la serpiente
I.
"Separen a la hembra”,
sueño que ordena mi madre.
Me he escondido detrás de la puerta,
dentro de un camisón pequeño, para oír.
Hace tanto frío.
Mi madre golpea el pecho de mi padre
con los puños cerrados de la crisis nerviosa.
En la hora desquiciada escupe la verdad.
Mi hermano ha grabado su figura
en una placa de cobre
de la que cuelga, tieso, un calendario.
Lleva un vestido de fiesta, es tan hermosa,
un avión inclinado pierde el control en el cielo,
es tan joven y alegre y el avión está a punto
de estrellarse contra su cabeza.
"Separen a la hembra", susurra mi madre,
que comienza a estar en todas partes.
Mi padre es una sombra en retirada.
Si mamá estaba cerca,
sentíamos que no sucedería nada malo.
"Separen a la hembra",
decreta en la vigilia encarnizada
que media vida de insomnio me ha devuelto
mientras arde un vestido, un camisón, un padre,
una cabeza arde como si fuera la madera de una puerta,
detrás de la que pastan y engordan los secretos
que se comen a gritos a los niños helados.
El dibujo infantil ha durado siglos.
Reina para doler
entre los restos calcinados del avión.
II.
La hembra, separada,
avanza en línea ascendente,
con su larga y altísima cola de caballo.
Trepa las escaleras con sus tacos,
recorre las terrazas cultivadas
para su inmolación.
El cielo es una placa de cobre,
los tributos brutales de mi cuerpo
se archivan en una sucesión de placas.
El ignorado dice "aquí estoy”,
habla el inadvertido hasta cortarme.
“No es posible obedecer y ponerse a salvo”.
La hembra, desmembrada,
invita a su propio sacrificio.
Es un noble ejemplar.
Estudia, trabaja, vacaciona,
pule su diligencia en los gimnasios,
se diploma y ejerce los derechos
paridos duramente por su sexo.
La modernidad está contenta conmigo,
que no he sabido derribar la puerta
para escribir, despierta, lo que vi.
Veo a las madres colgarse sus medallas
con los estómagos repletos de hijos,
ávidas como las maquinarias de la industria,
las oficinas, las redes del comercio.
“No hay sacrificio sin complicidad”.
Pero dónde nos ponen y con quién nos dejan,
cuánto se tarda en salir de casa.
III.
Aquí nos encontramos,
donde es desierto,
arrojados
desde el cilindro bautismal
de la gran ola.
Con la carta marcada
estampada en la frente,
la estrella perturbada del pobrecito.
Estábamos electrocutados,
el lenguaje reptaba por la sonda,
caía en la bolsa sucia del drenaje.
Y en el desierto no hay escapatoria
(por eso los hombres construyen ciudades),
es un espejo volcado como un mar,
un espejo que borró sus marcos,
cualquier plan es inútil, se deshace,
lo único palpable es el cuerpo.
Tu cuerpo es tremendo
cuando decide
desertar.
“No nos mires”,
pedimos a mamá.
“No nos mires porque sufrirías”.
Ella ya está de espaldas.
Ahora somos lo que estaba al principio,
la sed que el dolor ha emancipado,
ha situado fuera de la ley.
IV.
Entonces fuimos libres
para elegir cómo invocar la lluvia.
Reemplazamos los rituales sangrientos
al pie de los altares familiares
por los adoratorios subterráneos,
convertimos a la criatura condenada
en la intermediaria de nuestro deseo,
salimos a buscarla para hacer
de nuestra excomunión una plegaria.
Salimos a buscar serpientes,
para mudar de piel al entregarnos
a su piel provisoria,
atamos cascabeles a nuestros tobillos
para que su cascabel nos escuchara.
Teníamos que enamorarnos de nosotros mismos,
hacer que el alma saliera de su agujero,
subirla como una lata de agua hasta los labios.
Nunca es seguro cuándo estamos listos,
el pasado arrastra su velo de novia,
me propone volver a convivir.
Teníamos que huir
de aquel lugar donde nos separaban,
erguir en el desierto la columna de nuestra soledad,
reconocernos en nuestra orfandad y celebrarla.
Abandonamos nuestras profesiones,
depusimos la voluntad de profesar.
Entonces fuimos libres
para decidir que, con nosotros,
se acabaría nuestra estirpe,
porque nosotros somos estas cosas.
Este pie, este papel, esta cuerda,
el modo de afinar un instrumento,
una declinación mínima y transitoria
de fuerzas que apenas podemos intuir,
los herederos de una casa
a la que hicimos viento
nocturno.
Miramos cómo vuela lo desaprendido,
nos damos la mano para dejarlo ir.
V.
Me detuve jadeante ante el serpentario,
extendí mis manos hasta rozar los vidrios,
el pánico espoleaba la obsesión de tocarlas,
difería el instante de la consumación.
Aquí acunamos las serpientes,
las iniciamos en el culto de los misterios
al sumergir sus cabezas bajo el agua.
La esperanza es la hierba medicinal de este santuario.
Al lavar las serpientes nos lavamos la cara,
limpiamos los restos de la mugre bíblica,
Ellas habitan el subsuelo de los enterrados,
dormitan en las cuevas del inconsciente,
conocen el calvario del estigmatizado.
Es mío el gesto de purificarlas,
este desvío es mi patrimonio.
Mi hermano sube
del inframundo al desierto a dibujar
en la arena,
traza nubes de las que emergen rayos,
rotundos y obstinados como las pasiones.
Los rayos tienen forma de serpiente.
Ellas serán las mensajeras, ellas traerán la lluvia.
Las colocamos sobre esta superficie móvil,
donde no hay placa de cobre que sostenga
las certidumbres arrasadas de la infancia.
Reptan sobre los rayos, se impregnan de nubes,
absorben los puntos cardinales,
son la forma viviente de una carta,
reciben el dibujo, transfundido,
en el acto de desdibujarlo.
Desatarán el trueno al agitar
sus látigos de aros amarillos,
entregarán a la garganta del cielo
nuestra sed
a cambio del relámpago.
VI.
“Lluvia,
los anhelantes bailan sobre el suelo seco,
se abrazan a sus animales consumidos,
velan sus frágiles semillas desperdiciadas,
ejecutan el último acto del ritual.
Somos nosotros,
los que te escuchábamos caer de niños
sobre un techo de lata,
los que nos ovillamos entre sábanas
con perfume a jabón, los tiernos inmortales.
Fuimos tan crueles con nosotros mismos.
Lluvia,
somos los hermanos
que solo ahora pueden verse cara a cara.
Maduramos hacia lo silenciado,
sin más amparo que el de nuestros pies.
Somos lo que negaron y finalmente se desata y cae,
como una lluvia.
Por eso, lluvia, cae,
cae y toca estas cabezas vendadas”
VII.
Alzaron las serpientes como si fueran ellos recién nacidos y las extendieron cuidadosamente con sus manos, a la altura exacta de sus ojos. Era esa la altura de sus terrores. Apoyaron el inicio y el fin de las serpientes sobre sus hombros, para concentrarse en la extensión del cuerpo donde no hay cabeza ni cola con cascabel. Cerraron los ojos e inclinaron el rostro. Se quitaron, inmóviles, todo eso que existía en ellos por detrás y debajo del rostro, guarecido entre músculos y órganos. Parecían dormidos. Lo condujeron hacia arriba y hacia adelante, hasta posarlo sobre el piso de la lengua. Todo eso que existía en ellos se concentró en la punta de la lengua y les entreabrió la boca, suavemente, listo para abandonarlos. Se extendió sobre sus labios, como el polvo que cubre las construcciones demolidas. Tenía que convertirse en la carne del dibujo que ya estaba dentro de las serpientes, ser la materia de una invocación.
Exhaustos de demoler, deseaban, con todas sus fuerzas, que lloviera. Parecían dormidos todavía cuando besaron el cuerpo de las serpientes, lo colocaron dentro de sus bocas y todo eso que existía en ellos migró a ese cuerpo que llevaba, en su interior, un dibujo. Razonablemente, hubieran debido morir entonces, vacíos de todo eso que existía en ellos, sueltos de todo eso que era ahora un corazón que bombeaba deseo a los trazos estables de un dibujo que antes había sido de arena.
Pero, contra todo pronóstico, tomaron las serpientes que habían besado y colocado dentro de sus bocas y las llevaron entre sus brazos, como sonámbulos, hacia la línea donde comenzaba la llanura. Las serpientes parecían dormidas. Allí las dejaron y allí se quedaron hasta que las serpientes comenzaron a moverse, a reptar, y se alejaron y desaparecieron entre cactus.
Mi hermano sonrió, retrocedió y buscó mi mano. Entrelazó a tientas mis dedos con los suyos y cuando giró sobre sí mismo para mirarme tenía los ojos verdes de mi hermano más verdes que yo hubiera conocido, sus últimos y definitivos ojos verdes a la altura exacta de todo aquello que habíamos temido, que habíamos besado después de demolernos y que comenzaba a empaparnos las vendas vuelto lluvia. Las vendas las colgamos de los cactus, que parecían despiertos, solos y erguidos bajo el temporal.
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