lunes, 22 de octubre de 2012

ÁNGEL FERNÁNDEZ BENÉITEZ [8171]




Ángel Fernández Benéitez (Zamora, 1955) ha publicado Espirales (Fundación Sañudo Barquín, Toro, 1980), A la orilla del júbilo (Ayuntamiento de Teguise-Lanzarote, 1989), Epistolio (Libertarias, Madrid 1994), La conducta inocente (La Palma, Madrid, 1998), El ajuar de la noche (La Borrachería, Zamora, 2002) Cuaderno de otoño (Elguinaguaria, Arrecife, 2002), El sistema en la niebla (Iria Flavia, La Coruña, 2004), La mar inmóvil (Cíclope Editores, Arrecife, 2007) y «Blanda le sea».



de Oscuras epopeyas (inédito)




anciana

Mi madre, cada día, se atrinchera en sus píldoras:
la azul para el dolor que le rompe la espalda,
la blanca le propicia el flujo de la sangre,
la rosa le regala el sueño de las noches,
calcifica la roja la escasa densidad de su osamenta.
Mi madre ha conseguido hacerse drogadicta ya muy tarde.

En su vejez mi madre sufre de sequedad del ojo izquierdo
Y, si llora por algo, le manan dos desiertos del lagrimal vacío.
Por si eso fuera poco, padece de egoísmo,
pero en su madurez nos atendía a todos.
Yo nunca conocí su juventud dichosa,
aunque debió de haberla.
Parecen confirmarlo ciertas fotografías
en que revela una aire fascinado
a lo Imperio Argentina. Hace ya tanto tiempo
que no recuerda besos ni amoríos.

Ha llegado –qué lástima– a la decrepitud
y el talle le ha mermado de tal modo que ahora
no encuentra la cintura que fue pasión e hijos.
Aún puede conocerme, pero no le intereso
más allá del instante en que me sabe
adulto en el abrazo, sometido a tinieblas. No desea
–es natural y lógico– que yo la arrastre a un limbo que no es suyo.

Mi madre se deshace de sí misma
y de nosotros con mucha reticencia.
Se centra en su salud que va desvaneciéndose
a medida que crece el tiempo que acumula.
Pero aún coquetea ante el espejo:
Me veo verde, hijo, mi color no era este.
Ya sabemos –le digo– lo hermosa que tú fuiste.
(Y sé que obro muy mal en el pretérito.)
De todas mis hermanas, de veras, la más guapa.
Y repite ochocientas
noventa y ocho veces lo bella que era ella.

Y si la riño, llora como niña pequeña.
Pero nunca transige con la decrepitud
que la hace inútil prisionera, dice
en un gesto de rabia sofocado,
y exige con sus lágrimas de sal únicamente
la parcela del día que le es propia.







el viajero

Escribo, por ahora, desde este aeropuerto
donde el aire es ausencia y puerta del destino.
El suelo está bruñido por tránsitos y adioses
y te escribo asfixiado de soledad umbría
después de muchos años que han sido desamparo.

A merced del olvido siempre torpe,
pasajeros remotos recorren las estancias
cuya luz acribilla bancos abigarrados:
ejecutivos nuevos flamantes en sus ternos,
turistas arlequines afanosos
de empecinados rumbos programados,
parejas en deshielo
con la urgencia de amor clavada en la mirada...
Toda la feria humana de vanidad errante y los socios
más tristes, solitarios y oscuros
que guardan su congoja ante un periódico
me acompañan aquí, en hora de partida.
Es una multitud que se despide
en antesala abierta, respirando el vacío
que por aquí dejaron oscuros transeúntes diferentes.
Muy sereno, al borde de la nada,
este tráfico aéreo comparto agazapado
tratando de olvidarme del olvido.
Un airbus moderno pondrá en fuga estas sombras.
Sus modernas maletas hacia consignas raras
portarán los secretos
que una mano guardó en alcoba distante.

He comprado en la tienda algunas golosinas,
un perfume italiano sin impuestos
y he tomado un café sentado al filo
de la inquietud urgente que avisan altavoces.
Mientras, un caballero me lanzaba miradas
proclives a urinario y una excursión de críos
ausentes de sus padres, en viaje escolar seguramente,
me ha arrancado hasta el alma en su alboroto.

Y ahora ya me embarcan
sin alma, con un olvido sordo.
Mi aire se hace ausencia y por el suelo
ya vuelan intangibles los adioses.
Cierro mi carta aquí
y me entrego a pasillos vacilante.







los amantes perdidos

Quién iba a descifrar los signos de sus dedos
escritos en la noche sobre la espalda amiga.
La noche tan lejana de los quince cumplidos
contra tanta inquietud que el pulso encarcelaba;
la noche arrebolada de aquellos diecisiete
que el otro se bebía en manantiales ácidos
apremiados de sexo totalmente incumplido.
La noche del cobijo, la noche de los premios:
dulce fue la ruleta que condenó a estar juntos
sus cuerpos disidentes a expensas de una sábana,
mejor telón de acero que aquel otro de oriente.
La noche de la fiesta, oscura la pensión,
en húmeda ciudad, sorteando las camas
para cinco eran dos, sin plaza más posible,
un lote de fortuna y tres azuleando
en la apartada envidia, pero el amor bebiendo
cosecha reservada con trago sin sosiego.
Qué fortuna callada al saber el reparto,
y los dos en el lecho junto a la desnudez
que cada cual amaba: una tela es distancia
y el pudor, no la piel, una tela muy fina
de púlpitos y rezos y mandamientos hondos.
Y cuando se apagaron las luces, como espuelas,
algo escribió en la espalda de su amigo y borraba
con la mano extendida, mejor caricia nunca,
para seguir diciendo con signos o caminos
un libro indescifrable de escondido deseo,
historia cuneiforme en el temblor escrita,
ni un escriba de Dios profetizara tanto
y en tanto desconcierto dejara las señales.
Quién iba a traducir el jeroglífico
que el menor de los dos proponía en trapecios
recién estremecidos, apenas asombrados,
desde luego tan tensos como aquella erección
que las palabras mudas al mayor provocaron,
palabras no entendidas sino en la piel tomadas
al dictado. La espalda, de tempestad y dunas.
Y en ese junto a ese sin los nazis, absurdos,
el uno contra el otro, fronteriza la sábana,
sin sueño en las pupilas, con sueños atrasados
y espesos como lava, el uno tras el otro,
formando con sus cuerpos peor emblema nunca
cruzaron por lo oscuro la noche del cobijo,
la noche del apremio, separados tan solo
por un telón de acero gastado por el uso,
el lienzo de un sudario que envolvía el amor
nacido como muerto, que no impidió a la mano
del más joven decirle a la espalda callada
que aceptara por fin un beso de su boca,
o no decía eso, quién sabe lo que dijo,
si el discurso era senda de caricias o no era
más que la lasitud del juego más oscuro.
¿Fue tanta la amistad del mayor, que lo amaba,
que no cedió al deseo o fue el miedo de ambos
lo que prohibió a las lenguas enredarse en diálogo?
Acaso fueron púlpitos las púas del alambre,
aquellos fieros púlpitos, como adarves del hombre
atropellado de hambre, corregido, educado
en tanta prohibición que la pasión sangraba.
Sobre la cera virgen de la espalda pequeña
debió escribir el otro, doliente, cómo te amo,
y repetir la muestra el pulso y las falanges,
los labios acallados, abrir la oscuridad
que al beso los llevaba sin encontrar camino.






No me voy como huido

¿A qué noray, patrón, ponemos rumbo?
Ahora cruje el casco del navío
con el ímpetu ardiente de las olas
por la negra extensión.

Es alta mar.
Y se abre la espesura del silencio
delante de la quilla, pues se ceba
el viaje en la bordada y el peligro,
de súbito traído por el viento,
devuelve la ardentía que en los labios
surgió como marola.

¿Adónde va, patrón? ¿A qué noray
el guincho guía el barco?

Fueron voces
las últimas riberas sin atraque.
Allá, los buenos puertos de honda cala.
Por la quietud sonora de la espuma
el corazón casero, enarbolado,
al pairo queda ahora en soledad.

A un muelle sin noray nos dirigimos
cruzando la sustancia de la niebla,
y, ante la incertidumbre del naufragio
que acecha en arrecifes sumergidos,
cantamos la canción.

Quizá soñemos
el júbilo apacible de la rada
en un atardecer equinoccial:
horizonte de luz, faro prohibido.




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