viernes, 9 de septiembre de 2016

RICARDO RAMÍREZ REQUENA [19.127]

 

Ricardo Ramírez Requena

Ricardo Ramírez Requena (Ciudad Bolívar, Venezuela, 1976). Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Es, además de escritor, gran lector, librero y profesor universitario.

Ha sido finalista en dos ocasiones del Premio de Cuentos de la Policlínica Metropolitana (2011, 2013). Participó en la V Semana de la Nueva Narrativa Urbana (2010). Algunos de sus textos suyos aparecen en revistas y blogs en Venezuela, México, Colombia y España. En el 2011, obtuvo una Mención especial en el I Premio de Poesía Eugenio Montejo (2011), con el poemario Maneras de irse, publicado por la Editorial Ígneo.

En la poesía de Ricardo Ramírez Requena encontramos un lenguaje serio y tenaz. Maneras de irse evoca al desarraigo, a los adioses, al sentimiento de ajenidad que nos invade el cuerpo cada vez que pasamos por calles que nos aterran y, sobre todo, a la forzosa despedida de la ida involuntaria. Su poética está trazada desde un lenguaje sereno que es capaz de hacernos sentir el idioma de la pérdida en todas sus representaciones.




[Poemas tomados de su poemario Maneras de irse]
Editorial Ígneo



MANERAS DE IRSE

Las amigas de mi madre se han ido muriendo.
Primero fue Yolanda, de carne firme y silencio.
Luego vinieron la abuela Arreaza, quien le vio
el culo a todo El Cafetal de tantos años poniendo
inyecciones; Elvira, su alegría y su cigarrillo perpetuo;
Beatriz, a quien no le tocaba realmente pero decidió
irse, y al final Elena, impuntual.
Todas se han ido muriendo. Quién les habrá dicho
que podían morirse así, como pidiendo permiso.
Hay maneras de irse y cada una ha respetado el pacto
que las une.
Hay un orden de las cosas y mi madre
lo ha entendido en su silencio.
Se le ve en el rostro, cada vez que aparece Elvira
durmiendo o fumando en la casa, o el ascensor
decide detenerse en el segundo piso, el de la abuela.
Tanto apuro y nadie quiere irse de verdad, dice.
Tanto apuro y no pueden vivir sin contarme sus
asuntos en los sueños, comenta.
Me dejaron sola, cuidándoles la calle y a su gente.
Yo cuento ahora los chismes, yo doy las clases,
yo pongo las inyecciones ahora.
Aún no puedo irme, me cuenta. Ni que quisiera.
Cada día me encomiendan cosas nuevas
las pendejas esas.



LA LENTITUD

Va lenta la semana. Nos gusta dejarnos para más
tarde, la lucidez a la mano con el pánico.
No somos la historia de nadie: un andar doliente
de promesas por los espacios del herraje, mientras
nos gritan, nos gritan y nos lamen las orejas con
susurros destrozados un disfraz de alegorías,
un refrán de majaderos.
La providencia de dios está llena de azares
de múltiples rostros.
De murmullos de espanto en los umbrales.
Momentos de ocio, de fotografía: la mujer desnuda
en la autopista, las torres del silencio, la noche
devoradora de mañanas.



Cuerpo de mujer

1


Cuando el cuerpo habla, las palabras que lo nombren se deben ante él. Debe darnos aquello que enuncia en sus olores, el sabor del lugar del que procede. Cada cuerpo habla a otros como a sí mismo: despierta rechazos y acercamientos, dudas y certezas, epifanía y desconcierto. Así la palabra con el cuerpo: le habla desde su doblez y su carencia, su dulzura y sus aciertos. Cada palabra se levanta, se lava, suda, se perfuma desde el espejo del otro. Lleva un ritmo dictado por el cuerpo, que se abre sincero.


2

Me miras cuando ya no miro. Llevas tus talentos de hembra: calculas, haces pronósticos, observas mis hábitos, me juzgas, reconoces lo que te agrada. Imaginas cuanto costaría hacerme a tu cuerpo. Uno voltea y te sabe observando, con ese calidoscopio que es tu mirada de mujer. Uno habla y volteas tu ahora, oteando ese punto infinito que ustedes miran cuando decantan lo que decimos, la cara de bolsa con que uno se suelta. Incluso observas a quien me mira, ves la expresión de ella, ves de arriba abajo si podría ser o no tu competencia. Llevas una balanza en donde me pesas. Revisas tus bolsillos, tus monedas. Como ves, uno también se sabe presa.


4

Mejor no hacer nada. El demonio está aquí pero duerme. Los labios no están prestos y se secan. Mejor recojo tu humedad, acerco el fuego y respiro sus vapores arcada tras arcada. Mejor no hacer nada, solo eso. Los labios se prestan solos y humedecen. El demonio duerme siempre tibio. Vivo animal en su reposo.


5

Los labios resguardan a la mueca o a la risa, el aliento tibio y la longitud incalculable y húmeda de su lengua. Por los labios los hombres juzgamos cosas: su delgadez, la paridad entre el superior y el inferior, la tersura, el grosor. Los sabios significan una boca grande o pequeña, una sonrisa franca y abierta o pequeña e íntima. Son los labios analogía y metáfora de su propio cuerpo, de su color, su fragilidad. Ambos son reflejo de los otros, ambos se empapan o se secan deacuerdo al movimiento correcto. Se abren, muestran el oscuro fin en donde hacer casa y entonan serenos la más perfecta de las palabras: aquella que a veces, llenos de torpeza, no logramos escuchar, ni siquiera en los estertores del orgasmo.


6

La espera siendo fortaleza, columna que sostiene el abrazo del aire alrededor de los dedos, asidos a unas manos que no encuentro sino en sueños. La llegada tan débil, catarata que se riega por el cuerpo, afuera como adentro, y todo lo dispersa. ¿Hay mayor fragilidad que derramarse?, ¿hay mayor fortaleza que esperar que te derrames? Hazte a la tierra, cócela. Sostenla con tibiera, fórmala. Vendré con mis palabras desde el suelo. Has de este piso en que me esperas un ánfora de tiempo.


7

Las manos de ellas enseñan a tocar. Como ciegas, recorren tu rostro palmo a palmo, secreteándolo. Tocan los ojos, la frente, la nariz, los cañones de la barba, los labios, el mentón. Te apartan y te jalan hacia ella. Son rosadas como salmón o bronceadas. Manos de fregar o de reina, amarillas de nicotina o de mármol, largas de pianista, de palma grande o dedos pequeños, de dedos como estiletes que escriben con sangre en tu espalda. Con unas cortas o no, toman tu mano y la aprietan, la levantan, la acercan, la arrojan de su cuerpo. Con ambas cruzan tu cara con violencia o con calma. Con ellas amasan o firmas cheques de compañía, cambian pañales, hacen Yoga. Dirigen la ciudad con agitación o parsimonia, pintan el aire alrededor. Ellas buscan ser llevadas pero en verdad llevan. En una mano una flor y en la otra una navaja.


8

Uno mira desde lejos un cuerpo y se acerca. El camino desde el lugar en donde estás hasta ese cuerpo se paladea, se respira en sus olores traídos por la brisa. Uno mira desde cerca un cuerpo y se detiene a escucharlo. La boca se ha hecho agua. Sólo hay hambre en esas manos. Pronto viene el devorar.


10

Te desgranas fantasma, ahora, en la mañana. Intento descifrarte y no me dejas ya. Más que un sabio, un enfermo soy de tu olor. Es un círculo en donde lanzo la atarraya en cada calle y espero Del averno a tu olor, y de tu olor al averno.



Última vela

Las mujeres van cayéndose a pedazos, empiezan por los senos que las manos no contienen ya; no levantan más el rabo: sus labios se secan, su piel se seca y endurece en las axilas poblándose de lechos olvidados.

Ante las velas, cada una pide un viejo con quien morirse, que no las toque cuando duerman, que no reproche los vellos en sus cuerpos ni su lectura de sor Juana

Los hombres en cambio nos desplomamos de inmediato, no damos espacio a que el tiempo labore y surque sus espacios. Todo de golpe cae y se hace polvo mientras limpiamos el revólver y colocamos las balas.

Cada tanto tiempo, ella baja a los infiernos a cenar con sus demonios. Desaparece su mirada, su presencia de los días. Anida en sus carbones, los consulta y alimenta con su olvido.

Cuando vuelva, buscará que le espantes el azufre que la envuelve, solo eso. Tus palabras no curarán nada. Aunque la beses, no habrá lluvia entre sus piernas. En tus ojos buscará los parques, los campos de batalla, las lunas que pasan y que vuelven, a el que abandona los hijos, las manadas de perros por las calles, las barbas y la calvicie, los grandes templos, el sol en estos parajes de ferias y de ron, el ardor, la sangre.

Buscará en tus ojos un bastón y tu aroma de sudor viejo, un beso en la frente en las mañanas.

Ahora sabes.

Los hombres, a veces, también aprendemos.



La herencia

Tengo en mis manos tu foto. Busco en tus rasgos herencia de mi padre, en mis hermanos ademanes.

Eres lo que en mí desconozco.

Nueva York, 1934.



Venir a verte tan tarde: eres el vedado de la casa, el que provoca silencio, el poco nombrado. Llevas la mirada del menor de mis hermanos, los labios del mayor.

De ti reclamo la herencia de tu llama. Aquella que por el siglo transitaste.

Entro al pasado por tus ojos, por tus ojos cruzo calles y me veo naciendo al pie de un río, viviendo al pie de otro.

¿Qué es este sol Ismael, alba o crepúsculo?

¿Qué pasó con el nuevo siglo?

El mar que tus ojos ven, revienta en olas en el mío. Sólo se escuchan anuncios de profetas: la sombra que nos cierne no es la sombra que acompaña por los bares, ni en los pliegues de otra piel callada y transpirada.
El siglo XX fue el insomnio del tiempo.

Susúrrale al siglo que se duerma, que deje nacer otra belleza.

Préstale tu pierna mala para que al andar salga prudente.

Llévate a sus muertos olvidados y cansados.

Déjanos la música y el trago. Déjanos la llama.




Postal desde Las Palmas

Querida Isolda:

Llueve.

Apenas.

Si uno mira con cuidado es como un fractal del cielo en movimiento.

Cubre la plaza de ladrillos y al parque, todo el círculo de este sitio callado.

Veo una tintorería que abre, el abasto anunciando la hora de la ley seca y su duración, el edificio Cumarebo, el Atalaya, las conserjes sacando la basura.

Me siento en el espacio menos mojado de la plaza.

Unos novios se toman fotos al fondo del parque y piden mi ayuda para una foto de los dos sentados en el banco de la izquierda. Lo hago con cuidado.

Si supieras dónde ando, a los pies de mi montaña, en este reino de silencio a donde fui a parar después del destierro que Mark me impuso de no volver a Cornualles, después de mi estadía en Puerto Malo.

Si supieras cuánto agradezco al día este resguardo, estos diez minutos, ya despidiéndose.

Pasan las cotorras, pasan también otros pájaros y hasta los pocos vehículos que dan la vuelta se sienten poco.

Si te detienes, escuchas tus latidos al unísono con la montaña.

Si te callas adentro, escuchas la lluvia como si fuera un frotar de dedos.

Los novios se marcharon.

Volteo a los lados, arrojo el paraguas, me quito los zapatos, y como sufro poco de vergüenza, me quito la ropa sonriéndole a la doña que se asoma en la ventana.

Cierro los ojos. Siento la llovizna, mido su paso.

Levanto las palmas de mis manos.

Me olvido de todo, aquí en Manoa.

Soy apenas lo que queda del chubasco.



Tono de adioses (Maneras de irse, poemas de Ricardo Ramírez Requena)

ESCRITO POR  NÉSTOR MENDOZA

En un ejercicio de inferencia, el título del libro nos ofrece dos lecturas. Una de ellas, su evidente carácter instruccional: hay un puñado de reglas que debemos seguir para abandonar un lugar. Paso a paso, el cuerpo y su equipaje de recuerdos podrían tomar esas recomendaciones para despedirse y alejarse. La otra lectura posible, desde mi modo de ver, es la que se relaciona con los catálogos. Una enumeración de opciones que no dice cómo ni adónde marcharse, pero sí ofrece las cualidades de esa despedida: un registro organizado en el cual aparece la estructura y la genealogía, el talante individual de esas distintas maneras. Desde ambos criterios queda claro una cosa: la movilidad y la fuga están presentes. Y si hurgamos un poco más hallaríamos un tiempo verbal imperativo que exhorta, sugiere y, quién sabe, obliga a irse —a quedarse— definitivamente: «Llévate a sus muertos olvidados y cansados. /Déjanos la música y el trago. Déjanos la llama».

Maneras de irse (Ígneo, Caracas, 2014) es la primera publicación de Ricardo Ramírez Requena. Pero no nos dejemos llevar por esta circunstancia. Este es un libro que tiene como respaldo un periodo prudente de maduración, y como posible termómetro, ha sido confrontado en un certamen nacional. Ricardo, el autor, no llega a la literatura venezolana de buenas a primeras. Ricardo no es inédito, es articulista y profesor universitario y ha estado muy cerca de la ficción breve. También es librero y actualmente labora como gerente en un conocido sello editorial. No necesita membretes y presentaciones excesivas. Maneras de irse es su primer parto, pero no es la paternidad de un adolescente que no sabe qué hacer con una responsabilidad nueva y delicada, sino aquel padre algo maduro que recibe al esperado hijo con anhelo y rigor. En Maneras de irse se acentúa una voz, la voz de un poeta, audible y entendible.

Al principio de esta reseña mencionaba dos elementos: la movilidad y la fuga. No toda alusión al movimiento implica desplazamiento corporal o físico. A veces simulamos o simplemente aparentamos. A veces todo nuestro entorno parece una pintura de Edward Hopper. El ambiente que dibuja Ricardo se acerca, en apariencia, al cuadro Coche de asientos: algunas personas sentadas dentro de un tren o transporte de rieles, mirando a distintos lugares, sostenidas por un aire de quietud y ceguera. ¿El tren se mueve? ¿A dónde van los pasajeros inmóviles? Ricardo responde: «Te mueves y eso sigue ahí, aunque te marches a otro lado». Algunos se alejan y sus cuerpos se mantienen estáticos. Otros se quedan y sus expectativas y recuerdos posibilitan nuevos encuentros. La presencia paradójica de la llegada y la partida: «Pérdida de luz a la entrada de la luz».

Es innegable la influencia de Pepe Barroeta en algunos textos, y en especial, el poema que da título al libro. El relato de familia y las antiguas costumbres, dichas con premeditado y medido desaliño. Y esto también forma parte de esa manera de expresión que ha adoptado Ricardo: la dicción ligeramente ruda y concreta, con referente visible y nombres propios.

Nadie se aleja impunemente. La huida y el dolor se precipitan en los espacios que habitamos y que nos habitan. Los objetos están impregnados de olor a café negro, recién colado; y del cuerpo amado que aún no despierta: «Uno es de los espacios impregnados por el afecto, desde el mueble al lavamanos. Solo eso ayuda a soportarlo. Al dolor, la inutilidad, los pocos pasos y voz, la falta de apetito, los espasmos». También existe el hedor a pirotecnia, el mal aliento que sale del peligro. Cito el poema «La ceguera»:

Hay una serenidad que otorga la amargura.

Dura hasta que se cenizan las palabras y dejan de ser aliento. Y todo queda como lo callado del monte cuando hay peligro. Hay un canto de cigarra y luego el cesar y el templarse en la espera.

Todos amolan sus cuchillos: se apertrechan, pues seremos invadidos por la turba.

Conservamos la calma. 

Sabemos que el que suelte su amargura pierde.

Solo el silencio la resguarda.

Ricardo dispone su discurso poético en versículos. Por eso notamos ese transitar irregular que sobrepasa la línea, hasta adoptar la escritura en prosa. Va del verso libre, muy libre, a la prosa. Y a la sentencia. En este proceso no pierde la fuerza lírica, condimento frecuente en la poesía. Ricardo apela, del mismo modo, al aliento de la crónica periodística. Se nota el relato de vida, las angustias callejeras y el encierro del apartamento. Angustias que ha visto directamente, cerca de su vivienda, en unos pocos canales de televisión y en los relatos de amigos del extranjero («la lucidez a la mano con el pánico»). Ricardo Ramírez ha creado un mapa amplio, íntimo y descarnado del país, no de un país sin cédula de identidad ni pasaporte, de un país ficticio, sino de aquel que ha sido su casa y refugio. En Maneras de irse, no obstante, también hay maneras de quedarse. La hermosa descripción, ponderada y devocional, llega y toma lugar genuino entre nosotros:

(…) Queda poco tiempo para gozarse y quien puede lo hace. Los muchachos llegarán pronto de sus fiestas: Si algún cuerpo fue gozado que haya sido de buena manera. Que el roce, la caricia, haya sido correcta, el besar profundo, el desnudarse completo. Que ninguno haya sufrido más de lo necesario, que su risa no desaparezca mañana cuando vuelva a abrir los ojos, que la noche, Señor, no los haya devorado. Tráelos completos hasta el alba.

Se supone que cada libro, cada poema o cualquier página, ha de sustentarse por los valores o cualidades distintivas de una obra literaria: estilo, autonomía estética, fuerza expresiva o cualquier otra categorización. Sin embargo, la lectura de un libro, y en este caso, de un libro de poemas, no se desliga del contexto exterior. Es decir, la actualidad circundante, llámese sociocultural, política o histórica, dialoga y es espejo o reflejo de lo que el poema intenta recrear («un disfraz de alegorías, un refrán de majaderos»). En este caso, no hace que el libro sea mejor o peor: es una cualidad que tiene una lectura cónsona con los tiempos de turbulencia, incomunicación e incertidumbre —podredumbre— que vivimos. El poema propone una certeza: la certeza de que aún es posible escribir y habitar la sensibilidad que gesticula en medio del caos. La sensibilidad que a veces puede ser una tregua: «La paz se pide por instantes, no se retiene».

Maneras de irse es un libro de experiencias inmediatas y de experiencias literarias. Cuesta un poco diferenciarlas tajantemente. Una habita en la otra y ambas son expresiones de vida en particular: la de un poeta que no teme mostrar sus antecedentes y gustos; es más, allí radica la poética de este libro. Por eso apela a la cita indirecta, casi ensayística y reforzada por el yo: «Hablar en sueños es hablar desde una bisagra: el contar lleva un camino de Argonauta y el delirio de Coleridge. Me gusta que aparezcan ellos, así, con grandes ropajes en la desnudez de mis complejos. Me siento menos solo. Me siento menos lejos de aquellos». La narración y la ficción (un mismo pulso); el carteo entre Angélica y Orlando; entre Eurídice y Orfeo; entre Carmen y José Lizarrabengoa. Ricardo se hincha de recuerdos, de citas, de eventos y lugares. ¿Para qué? Para estar y permanecer.

En una de mis tantas lecturas inconclusas, aparece la pequeña novela Los adioses, de Onetti. Y retengo especialmente algunos fragmentos, resaltados al margen de las hojas del libro: «Alguien tenía la ventana abierta en el primer piso del hotel; estaban bailando, se reían y las voces bajaban bruscamente hasta un tono de adioses, de confidencias concluyentes; pasaban bailando frente a la ventana, y el disco era La vida color de rosa, en acordeón». Me apropio de esta cita y comienzo a especular: la ventana puede dar a cualquier paisaje: el peligro de la represión en las calles, la dislalia oficial, el universo de la infancia, el porvenir apenas entrevisto; el piso de hotel puede ser un país; las personas que bailan podemos ser nosotros. Los adioses nos pertenecen. La ventana es una puerta, no importa, algo que permita ver lo que acontece afuera. Ricardo apunta lo siguiente: «Aparezcan entonces todos los tiempos: abro las puertas y dejo pasar el río y sus olores y sus piedras: que sean ellos desgaste en los pilares, desgaste del olvido, suceso que avive los deseos». Ricardo se va y regresa. Siempre está ahí, en su ciudad, con su esposa y con sus libros. El desarraigo recorre el cuerpo y sus periferias.






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