miércoles, 6 de mayo de 2015

RAÚL NAVARRETE [15.885] Poeta de México


Raúl Navarrete

(Arandas, Jalisco, México 1942-Ciudad de México, 1981)

Fue becario del Centro Mexicano de Escritores en 1965-1966. En 1970 obtuvo el premio Nacional de Literatura Carlos Trouyet, y en 1974 el Premio Latinoamericano de Cuento.

En 1977 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con el poemario Memoria de la especie. Publicó Aquí, allá, en esos lugares (novela, 1966); Luz que duerme (novela, 1969); El oscuro señor y la señora (novela, 1973) y El sexto día de la creación (relatos y poemas, 1974).

¿Qué provoca que un escritor sea presa del olvido? En el caso de Navarrete no es la falta de laureles ni la obra escasa ni la muerte trágica y en ningún caso su no vigencia en las letras actuales. Quizá sea la desidia de otros, aquellos que lo conocieron (y reconocieron en vida). Esa pequeña desidia que disfraza verdades perturbadoras.

La obra de Navarrete no se reedita. Su nombre se aleja. Pero basta que sus libros y su historia se nos presenten por fuentes inesperadas para, con asombro de lector, invocarlo y materializarlo para que otros ojos inmortalicen a este autor.

Poesía

Memoria de la especie
Canciones para el tiempo que muere

Narrativa

El lugar blanco
No quisiera ser gente
La verdad
El señor oscuro y la señora  



de Memoria de la especie


El mundo es lo que veo: una cara

El mundo es lo que veo: una cara
amarilla, un diente sepultado en un pozo
y una niña sedienta bajo ramas de abetos.
Estaciones floridas lo recorren. Calma
o pavor lo hacen estremecerse.
Es rojo como los ríos de otras tierras
y blanco y amarillo como los rostros
de gente silenciosa y amada. Manos
para golpear, ojos y lengua poderosa
tiene. Lo he visto en tardes de borrasca,
cuando tiempos lejanos y acabados
se vuelcan ante él. Es el frío esplendor,
la claridad ardiente detrás de las paredes.
Es el mundo que veo: un línea
blanca y amoratada que no quisiera
ser cuando el sol recorre.
Negras y encendidas espaldas se deshacen
en él, y corazones que nunca vieron antiguas
maravillas lo buscan. El mundo
es lo que veo. Los prados se deshacen en noches
afiebradas y un tumulto se oye. Cantos
de sinsabor y miedo descienden
como lluvia tras las colinas.
Estaciones floridas lo recorren. Calma
o pavor lo hacen estremecerse.

          
            
Dime qué es

Dime qué es
el mundo, la sombra de la tierra
debajo de encendidos sepulcros,
el pasto de mortales vivientes
en siglos de esplendor. Dime qué es
el día que aún no viene, la pasajera
herrumbre que a esta hora susurra en tus orejas,
la llama miserable
del sol que cubre olvidos
y puertas, el grito y la encendida
quietud de cuartos otra vez
derruidos. Dime la sombra, el mundo,
el pasto de mortales, el calor
de vivir, la llama y los olvidos
encerrados tras puertas. Dime qué es
el mundo, el esplendor, la noche
de este día en que alguien huye
echando abajo muros y levantando
pisos y oscuridades. Dime
el siglo y la hora, el día
que aún no viene, el pasto, la humedad,
los mortales susurros en la oreja.

                

              
País, dios, destino

Toda la noche llovió sobre nosotros, animales
del abismo y del aire. Hombres lejanos, fantasmas
parecíamos detrás de las cortinas de nuestras casas
solas. Como un fuego invisible nos rodeaban
los vientos de la noche y caían nuestro cabello y nuestra
carne. Se ennegrecía la tierna piel
de nuestro hermano y en sus ojos se apagaba la vida.
Llovió sobre nosotros fuego y brasas toda una noche gris
y había preguntas que nadie contestaba.
La perversa alegría nos agitaba el alma.
Nosotros los sobrevivientes de aquella noche breve
no quisimos huir: agonizábamos entre cadáveres
deshechos, miserables, y así nos alegrábamos
porque ése fue nuestro deseo, ése había sido
nuestro anhelo secreto desde el día que fuimos
la especie poderosa de la tierra. La muerte, el exterminio
nos ahogaba de placer y de dicha;
temblábamos presintiendo la hora, el exacto minuto,
la bienvenida muerte: país, dios, destino,
paraíso esperado.



                              
Canto de la oruga

No existes, nunca serás, ha dicho
el mundo, una porción pequeña
del dulce y terreno mundo. Y han volado
pájaros y centellas y cantos
de medianoche repiten sus oraciones
breves. No existes. Nunca
serás. A la orilla de los caminos
una flor se deshace. Es blanca, es
roja y tiene pétalos largos.
Ven. Nadie se da la mano.
Hay un lago sin sombras en el oriente
frío. El calor lo abandona.
Dame la mano, tú, humedad de la tierra,
sierpe, oruga, cizaña.
Nadie me ve ni me oye.
Sé que no existo. Nunca
seré. Todo estaba previsto.

                              


Mujer muerta

Con ojos no del todo descompuestos
una mujer muerta nos está mirando.
En años breves y días dificultosos
otros tiempos vivió, otros fueron sus gestos,
las ropas que ahora usa y el temblor de sus manos.
Nos mira muerta, nos está mirando
la mujer. Más allá de nosotros parpadea sentada
en la rama de un árbol. No sabemos cómo fue a dar
allí. Se examina los brazos, abre y cierra los ojos.
Parpadea y aparta las delicias de la luz
encantada. Qué le diremos, qué vamos
a decirle si nos está mirando y se mueve y parece
que nunca más va a irse. Descalzos
y amarillos se deshacen sus pies. Su pecho
aún se agita. Nada dice la muerta.
Sólo ahora con ojos aún no descompuestos
se mueve, nos mira, nos está mirando.



Habla otro hombre acerca de la especie

Preservemos la especie, enemigos
de buitres y alacranes. Sabemos quiénes somos y en qué tiempo
llegamos a este mundo. Por lo tanto preservemos
la especie, el alma adelantada de esa exquisita
forma dueña hoy de la creación.
Que no se extinga, que no acabe su perfecta
belleza. Guardemos la cabeza, el tronco y las extremidades
tibias, el gesto y la ternura y otros innumerables
dones, milagros superiores
de la especie. Preservemos contactos, palabras
y miradas que son mundos, misterio
de la tierna belleza de esta forma
perfecta dueña hoy de la creación.
                              



Secreto

Han llegado a la tierra niños, hombres, viejos,
mujeres de otros días. No sé qué son.
Tienen manos y dedos alargados, pecho,
cuello. Palabras amarillas. Se inclinan
ante el mundo, ríen, cierran y abren
los ojos y a una hora precisa
golpean las infinitas nubes y derraman su ira
fuera y dentro de la creación. Se llaman
auras líquidas, culebras de la noche,
aire y risas de la hora acabada.
Pero no sé qué son. Caminan, se levantan,
huyen de prisa y van y vuelven en madrugadas
frías. Mueren de noche, crecen o en los muros
se alargan y susurran cuando la lluvia
viene. Arrojan amapolas y piedras
a los pozos que nadie ha construido, huyen,
se abrazan, se deshacen y en lugares oscuros
se iluminan como rayos del sol del tiempo roto.
Tienen boca y rodillas, pies y ruidos,
alma y vacío, luna y brazos. Aunque lo digo
ahora, lo digo, nada entiendo
porque no sé qué son.




Nosotros —hombres hábiles, de negocios

Nosotros —hombres hábiles, de negocios
claros y mirada nada segura--
vimos ayer el mundo. Parecía
un pez dormido en su elemento,
una estatua valiosa descubierta en un campo
en llamaradas. Era inocente y viejo
como la eternidad. Tenía curtido rostro
y él mismo sin temores se había puesto
en nuestras manos. Lo miramos.
Fue una larga mirada no exenta
de inquietud. Le dimos vuelta,
calculamos su peso y su tamaño,
lo escupimos probando su paciencia,
lo dejamos en paz, lo acariciamos
y al fin fue nuestro para siempre.
Lo ocultamos. Nadie así
lo verá. No existe para nadie.
Era inocente y viejo, quién creyera
lo sucedido, y ahora ya no está.
Nosotros —hombres perecederos, de negocios
claros— vimos ayer el mundo. Fue para
siempre nuestro. Lo ocultamos.



Débiles seres

Fuimos niños ayer —es un decir--
pero ese tiempo ya lo hemos olvidado.
En una calle quieta dejamos una casa
húmeda y verde, y en una esquina
un gesto, un juego no aprendido y pueril
y un instante que allí está todavía.
Lo demás es confuso. Está olvidado.
Una uña blanca, una mano completa
removiendo una silla en la cocina.
El humo de la leña se elevaba
y caía. Había paredes negras y nombres de mujeres
que nada significan. Sólo seres humanos,
débiles seres que no han sobrevivido.
¿Qué fue? No lo sabemos. Sueño es poco
decir. Condición inmortal, de dioses
solamente. Fuimos niños ayer.
En la caída rápida y sin violencia
no hay instante ni calles.
Todo —es un decir— ya está olvidado.




Evadné

Muertos en días recientes o hace infinidad de años
los fantasmas recorren los rincones
y se agazapan junto a la turbia claridad.
Bajan los tordos a los pequeños charcos de los barrios
y beben en espejos ni humanos ni divinos.
Muerta en el río de aguas negras, Evaden se retira.
Los fantasmas le cuentan al oído, uno a uno, su historia,
y en todas ellas hay un niño nacido de mortal
que desciende en su hora a los infiernos.
Siento tu mano, odio, mujer increada y desaparecida
mientras las multitudes van llenando las calles.
Llovió ayer, no llovió, hace tantos meses que no cae
ni una llovizna fina, susurran los fantasmas
bañados por la claridad de los rincones.
Hoy es jueves, día fatigoso de los principios de la
primavera.
La semana ha pasado y yo, gusano negro que se dora
al sol,
pienso en días remotos y en que nunca, jamás
descenderé a los infiernos. Aterrado escucho
a los fantasmas: susurran
al oído de la muerte dormida, la sangrante
Evadné, vanas palabras.

                              


Habla un hombre

Muérete de hambre, ingrato, y desocupa el mundo.
Devora las semillas nutricias, el viento y los despojos
de la tarde saciada. Engulle los ropajes
de la felicidad, cómelo todo
y luego vete, huye y desaparece, húndete
para siempre bajo la tierra húmeda. Que no te vea
nadie más. Toda entera puedes también comer la tierra,
la entraña roja y la raíz del árbol.
Pero muérete ya, que cubres el esplendor del año
y ensordeces la música de la esfera. No seremos
testigos de tu agonía larga. Vete, desaparece.
Húndete para siempre en lo seco y profundo
de la tierra madrastra.





de Canciones para el tiempo que muere


El ahorcado

Amanece y el ahorcado despierta
en otra oscuridad. Se busca arriba, abajo,
de pie bajo las nubes y contra el suelo firme.
Al fin se encuentra, pero ahorcado
y así quiere quedarse hasta otro día
en que una voz lo llame. Dice:”Comeré
de mi pan y beberé del agua que llovizne
sobre de mi cabeza”. El ahorcado despierta
y nada ve más que llanuras, campos,
casas y corredores, mujeres y hombres
reunidos en esquinas y plazas.
Alza la voz y dice: “La vida no es torcer un lazo
sino amarrarlo al cuello y abandonarlo allí.
Me arrepiento: no comeré mi pan ni beberé una sola
gota de agua aunque llovizne en esta hora.”
Amanece y el ahorcado gira en el viento de la casa.
Despierta y ve sus manos: en cada una falta un dedo
y por más que mira fijamente no lo encuentra.
Son las seis de la mañana de otro día. Imagina
el ahorcado un piso sucio y una mujer que corre
hacia una multitud. Un resplandor lo ciega
y encendido y despierto en otra oscuridad, los dedos
de las manos completos, nuevamente se duerme.



Agua remota

A una hora de aquí
la muerte, o aunque no sea la muerte,
espera en su quemada choza
a que el agua de lluvia levante su heredad
y se la lleve entre dos o tres palabras
frías
dichas antes que pase la alborada.
Espera la muerte como si no esperara
más que el agua de lluvia y no la boca
que le abra el corazón,
y su cuerpo traspasan los vientos de la noche
recién venida al mundo, y en su cabeza el día
la observa de lejos y de cerca
y dice
aquellas dos o tres palabras frías
que nadie puede pronunciar ante la lluvia
de agua clara y remota, porque entonces
los huesos de la muerte se unirían
para luego formar
una larga centella a su quemada choza
y a la boca que le abre el corazón
esclavo y duro.

A una hora de aquí sólo un grito tendrá
la muerte en su heredad aprisionada,
y bajará una lluvia fina hasta sus huesos
tranquilos, cruzados mansamente
en la remota claridad del agua.

Y al encontrarse van, toman las aguas.






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