Alberto Rodríguez Cifuentes
(Cartago, Colombia 1941 - 1976), conocido como El Nadaísta de Cartago, hizo estudios en una escuela nocturna y profesó por algún tiempo como estudiante de derecho en la Universidad Santiago de Cali. Bohemio y dipsómano, sufrió del complejo de Edipo con su madre Manuela Cifuentes. Discípulo de Bonifacio Terán Galindo, cáustico contertulio del Café Colombia en el centro de Cali, Rodríguez se suicidó ingiriendo tapetusa [alcohol de lámpara mezclado con gaseosa] abrazado a un retrato de José Asunción Silva.
Publicó: Nunca habrá otro silencio (1967) con el patrocinio de los hermanos Álvaro y Armando Holguín Sarria y Los días como rostros (1973) con la colaboración de Álvaro Escobar Navia, entonces rector de la Universidad del Valle y Hernando Guerrero, director del centro cultural Ciudad Solar. Dejó inédito un libro de cuentos titulado Ocean Bar
Cómo te he abandonado, poesía
Cómo te he abandonado, poesía,
cómo he dejado la moneda mágica
de tus cuentos y fábulas
abandonada en bares y silencios.
Cómo por prodigar a la que amaba
me olvidé de tu rostro y de tu risa
y desagradecí las noches puras
que sin afán me dio tu compañía.
Mas ahora regreso hasta tu encuentro,
derrotado de todos los caminos,
Ashaverus de puertos-corazones.
El verano se adviene a contemplarnos
con el fulgor de su pupila verde
y un pez sol va dorando mar arriba
un bosque de corales espejismos.
Abajo, las zanahorias arden vivamente
entre las manos de las verduleras
y las manzanas, novas de dulzura,
incitan a la mujer como en otrora.
El amigo del libro bajo el brazo
me dice "has despertado, vive de nuevo
el alba entre tus ojos, vienes a repartirte
de nuevo entre la vida, con tu amante
de siempre, Poesía.
Has regresado a tiempo, ya la guadua regala
sus espinas dorsales a los niños
para forjar cometas y un viento Celestino
llega para tejer la espiral de la infancia".
Los días como rostros
Los días van pasando como rostros
o como islas que jamás soñamos
y somos los Ulises de odiseas
que nunca cesan de desesperarnos.
Lejos aún la arcilla del silencio
total en el que habremos de encontrarnos
consultamos en todos los relojes
la hora del amor y el desengaño,
Los días van pasando como puertos
sin luces que se acercan a alumbrarnos.
¿En dónde el faro azul que nos oriente
y la canción, el beso y el abrazo?
Amadas del ayer son brumas, sombras
cuyos nombres mejor es olvidarlos.
Solo nos queda el ibis de los vinos
picoteando el ardor de nuestros labios.
¿En dónde estás Anadiómena?
¿En dónde estás, Anadiómena triste,
en qué mar de corales asombrados
o entre qué teleósteos sin su sombra
se ha ocultado tu pálida ternura?
Pues cuando el tiempo parte la naranja
donde dormita el ámbar de los días -
tú cruzas por mi ser como algún ala
o un rumor de hojas secas en el viento.
¿Cuándo tu nombre, zumo entre mis labios,
endulzará de nuevo mis sentidos?
¿Y qué de las promesas que no fueron,
vencidas por clepsidras y fronteras?
¿En dónde estás, Anadiómena triste,
en dónde tu estatura sin ceniza?
He devastado un bosque de almanaques
esperando un Febrero de retornos.
Algo sobre la muerte
La muerte está fumando en mi aposento,
la muerte está zurciendo mi camisa,
la muerte está mareada de la risa
al verse despeinada por el viento.
La muerte viste su color violento
y se ajusta sus medias de ir a misa.
La muerte está esperándome sin prisa
con un reloj por único armamento.
La muerte vive aguándome mi vino
y hurgándome la paz del intestino
sentada sin permiso ante mi mesa.
La muerte se ha comido mi retrato,
le ha ganado ya seis vidas al gato
y a mí tres días de vida la tahuresa
Retrato
Este hombre se llama Alberto,
ha podido llamarse Juan o Pedro
—son cosas del azar—.
Tan sólo siete letras tiradas
al basurero donde se desgasta
diariamente la materia.
De él dicen que ha cambiado
sus días, sus semanas y sus meses
por el dinero oscuro de los vicios,
que lleva mucha luna en el bolsillo delantero
del saco y entre la niquelera
el polvillo de algunas alboradas.
También se cuenta que ha besado
muchos labios, sin ser jamás besado
y que los agujeros de su correa solar
son los ojos por donde se le escapa la tristeza.
Dios se le extravió una tarde en una callejuela maloliente
y nunca ha vuelto a buscarlo.
Camina mucho, mucho, como un can y con su sexo alerta
y un cigarrillo a flor de labios y alguien le dice truhán
por su mirada lineal.
¿Pero ha pensado curarse de este mal?
Oh, sí, como su amigo el pobre Juan de Dios,
con las cápsulas de plomo de un fusil.
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