martes, 9 de diciembre de 2014

EDUARDO CASTILLO [14.216] Poeta de Colombia



Eduardo Castillo

Eduardo Castillo (n. en Zipaquirá en 1889 - f. en Bogotá el 21 de junio de 1938), fue un periodista, ensayista, cuentista, crítico literario y traductor colombiano.

Estudió con roger aranda en su ciudad natal y luego en Bogotá, pero sus principales conocimientos los adquirió en forma autodidacta.

Se lo ubica dentro de la llamada "generación del Centenario" (de corriente modernista) surgida alrededor de 1910 en Colombia.

Se desempeñó como crítico, teniendo una columna semanal en la revista Cromos a lo largo de casi 20 años. También trabajó en las revistas Lecturas Dominicales y El Nuevo Tiempo Literario.

Tradujo del francés, inglés, italiano y portugués obras de Samain, Copée, Baudelaire y Wilde, entre otros autores.

En 1928 publicó el poemario El árbol que canta.

Pariente del poeta Guillermo Valencia, fue secretario del mismo, manteniendo una relación de recíproca influencia en sus obras.

Obra

1928 El árbol que canta
2000 Cuentos inéditos (póstumo)




El Sueño Familiar 


Je fais souvent un réve étrange
et pénétrant...
Verlaine

En la noche que llena mi retiro
a mí se llega con andar muy quedo;
un anilo nupcial fija en mi dedo
y en mí clava sus ojos de zafiro.
Su voz escucho, y su fragancia aspiro
en éxtasis de amor; apenas puedo
balbucir como un niño, y siento miedo
de que se me diluya en un suspiro.
Mi lámpara nocturna palidece
ante la luz del alba; desparece
esa visión de diáfano pergeño;
que apenas, para el alma que la nombra,
fue algo como la sombra de una sombra
o un sueño recordado en otro sueño.





Dualidad 

Por ti me inspira miedo lo futuro,
y siento en el umbral de tu cariño
ese vago temor que siente un niño
al penetrar a un aposento oscuro.
Que eres mala unas veces me figuro,
y otras hallo en tu ser el casto aliño
y la sedeña albura del armiño
que prefiere morir a verse impuro.
¿Qué me trae tu amor? ¿Es como un vaso
de vino y miel, o de veneno acaso?
¿Qué guardan para mí tus ojos bellos?
A la inquietud del alma desolada
te presentas hermética y cerrada
como un libro fatal de siete sellos.





Incertidumbre 

No sé si eres verdad, ni sé tampoco
si tu gracia ideal, en que la nieve
la santidad de su blancura llueve
es sólo proyección de un sueño loco.
Y porque no lo sé, cuando te evoco,
visión feliz más fugitiva y breve,
me pareces tan diáfana y tan leve
que para no perderte no te toco.
Mas escucha: ya sean nuestras bodas
en lo posible o lo imposible, todas
las mieles de mi ser para ti acendro;
que por influjo de tu gracia suma
mi juventud se viste y se perfuma
de candidez floral como el almendro.





Difusión 

Ya el otoño llegó, y aún busco aquella
Novia lejana cuyo cuerpo leve
Es un ampo de rosas y de nieve
En que embrujada se quedó una estrella.
Y aunque no pude ni encontrar su huella,
Y los inviernos de la vida en breve
Escarcharán mi sien, algo me mueve
A seguir caminando en busca de ella.
Mas pienso a veces que quizás no existe
Y que jamás sobre la tierra triste
Podré con ella celebrar mis bodas,
o que este loco afán en que me abraso
La busca en una sola, cuando acaso,
Se halla dispersa y difundida en todas.






Ella 

Tú, mi novia de siempre, la lejana
Novia de blanca túnica ceñida;
La nunciadora en cuya frente erguida
Brilla el lucero azul de la mañana;
tú, prometida y a la vez hermana,
A quien buscó mi juventud florida
Y a quien, en el invierno de la vida,
Buscaré aún con la cabeza cana;
tuyos fueron los brotes abrileños
Del cándido rosal de mis ensueños,
Su primer yema y su primer retoño.
Y hoy -pasados los años-, como prenda
De constancia inmortal, te hago la ofrenda
De este ramo de rosas de mi otoño.




Al Oído 

María, señora de mis pensamientos
Que añoras y sueñas en tierra lejana
En las tardes límpidas, tras de tu ventana,
Como las princesas tristes de los cuentos...
Si ya no te acuerdas de que me quisiste,
Si por mí no rezan tus labios, María,
Ni se anubla en llanto tu mirada triste
Aterciopelada de melancolía,
acaso estos versos ingenuos -¡quién sabe!-
Irán a buscarte llorosos de olvido
Como una tonada muy vieja y muy suave
Que ni recordamos dónde hemos oído;
Como esos perfumes volubles, ligeros,
Como esas fragancias ya casi extinguidas
Que entre las redomas de los esencieros
Evocan ternezas desaparecidas.





Desfile Blanco 

Laura, Beatriz, Leonora, Desdémona, Julieta,
Desfile suspirante de sombras adoradas
De ojos beatos y céreas manos inmaculadas,
Fantasmas de mis sueños de niño y de poeta;
en pasos espectrales y en actitud discreta
Pasáis por mis jardines internos, delicadas
Y aéreas con el suave prestigio de las hadas,
Bajo una luz difusa de oro y vïoleta.
Entre vuestras siluetas de encanto diluido
Divaga, con las manos colmadas de azucenas,
La mística silueta de la que no ha venido...
Su cuerpo de celeste madona leonardina
Se pliega al excesivo peso de las melenas,
Frágil como una lámpara que apenas ilumina.




El Idolo 


Qu' importe le flacon pourvu qu' on aie l'Ivresse?


Maga de las redomas letales, que recatas
-como dentro de un círculo mágico- mis postreras
Fatigas y mis sueños volubles en las gratas
Penumbras de un nirvánico jardín de adormideras;
con tus azules uñas de harpía me laceras
El corazón desnudo... ¿Qué importa, si dilatas
El horizonte rosa y oro de mis quimeras
Y si me das tus besos al tiempo que me matas?
Al par ramera y virgen, tú posees la llave
Del negro paraíso donde brindas el suave
nepenthes de tus labios a los mismos que inmolas;
y en cuyo umbral vedado vigilas, grave el ceño,
Los párpados violetas cargados de beleño
y con las manos cándidas colmadas de amapolas.





Arieta 

Bajo esta noche azul, todas las cosas
que ven mis ojos: la dormida fuente,
los árboles amigos, y las rosas
y el hechizo lunar, todas las cosas
que ven mis ojos, me hablan de la ausente.
¿En dónde están su gracia taciturna
y sus manos traslúcidas? ¿En dónde
su cabellera fértil y nocturna
y su voz musical?
Nadie responde
con mimo fraternal a mis acentos,
y hay en mi corazón aletargado
la tristeza de aquellos aposentos
en que se nos ha muerto un ser amado.






Sensación Crepuscular 

El alma de la tarde se anuncia en la furtiva
esquila del rebaño que torna; la laguna
-tal un gran ojo herido por una luz muy viva-
espera el milagroso vendaje de la luna
piadosa. Bajo el Angelus el valle se apacigua;
la hora, que vestida de seda azul se aleja,
le da al paisaje, donde la lumbre se amortigua,
una dulzura ingenua, como una estampa antigua.
Deja que nos penetre toda esa calma, deja
que el alma se disperse como un olor de rosas
en este ambiente tibio de seda extenüada...
Es dulce cuando se ajan las tardes silenciosas
pensar las mismas cosas y no decirse nada.






Bajo el Angelus 

Para que a mí llegase tu pie menudo y fino,
tu pie de cenicienta, bajo un tapiz floral,
con pétalos de nardos alcatifé el camino
y ungüentos olorosos regué sobre el umbral.
Puse en la mesa, luego, buen pan dorado y vino,
vertí óleo en la casera lámpara de cristal;
del viejo arcón de cedro saqué mi mejor lino,
y perfumé la alcoba y el tálamo nupcial.
Y el día va pasando con lentitud que agobia
sin que tu numeroso sutil velo de novia
palpite ante mis ojos; ya no se oye ningún
rumor por el camino que pasa ante mi puerta...
La lámpara está ardiendo, y a la mansión desierta
llega el eco del Angelus... y no has venido aún.





Interrogante 

Hamlet, mi príncipe enlutado
que en tu Elsinor viste una vez
la airada sombra de tu padre
sobre una almena aparecer;
que viste sobre el lago pérfido
flotar en fúnebre vaivén
el cuerpo inánime de Ofelia,
y que exploraste lo que fue,
el grave enigma de la tumba,
el cómo, el cuándo y el porqué
en la amarilla calavera
de Yorick, el bufón del rey;
dime qué existe para el hombre
después del último después...
Y oigo tu voz que me responde:
-Morir, dormir..., soñar tal vez.
Yo estoy aún entre las rosas
más fragantes, pero a mis pies
se alarga ya, como un presagio,
la fosca sombra de un ciprés...
Oigo a lo lejos las campanas
tristes del Angelus tañer,
y me invade, trágicamente
el frío del anochecer...
Por eso, mi príncipe rubio,
te interrogo con avidez:
dime qué existe para el hombre
después del último después...
y oigo tu voz que me responde:
-Morir, dormir..., soñar tal vez.









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