viernes, 26 de diciembre de 2014

URIEL MARTÍNEZ [14.317] Poeta de México


URIEL MARTÍNEZ

Uriel Martínez (Tepetongo, Zacatecas, México  1950) ha escrito teatro, Tres de José Alfredo (melodrama para cabaret), los poemarios Primera comunión y Vengan copas; ha ejercido el periodismo en diversas etapas de su vida y publicado en revistas como Luvina, Equis y suplementos culturales de Monterrey y Xalapa. Actualmente administra la librería La Azotea en la ciudad de Zacatecas.




El calendario

cuando nací alguien en casa
decidió que me llamaría uriel.

pero nadie si no yo decidió
que me estrellaría contra el alcohol.

alguien en casa quiso calzarme
zapatos de estambre y babero bordado.

pero ninguno si no tú quiso
ensartarme púas de vudú y curare en ojos e ingles.

en casa creyeron que un día vestiría
corbata y mancuernillas pero no cartón/cobertor.

nací bajo el signo de los gemelos, el serio
y el atufado, el primitivo y el disminuido.

ahora que todos murieron floto a ras de tierra
y trato de recordar cómo fuiste de origen.




La camisa

 La camisa con que te rodeé
 la única vez la llevaré al
 cesto sin fondo del basurero.
 Es la misma que me abriste
 en aquella cama aérea
 donde te invité una tarde.
 Es la prenda que reposó
 toda la noche en el respaldo
 del Hotel Latino de dos estrellas.
 Aquella que te dije me alcanzaras
 al asomarnos al balcón, antes
 de irnos juntos a ninguna parte.
 Con el paso de los días
 y los meses se ha deshilachado
 sin que recuerdes las solapas.
 Al igual que la boca pierde piezas
 dentales la camisa se quedó
 sin botones, sin codos, sin nosotros.




La fuente

 Fui a la fuente de los deseos
 sin un porqué; tiré
 una moneda de baja denominación:
 sólo tenía escrito tu nombre;
 cuando tocó fondo
 vi que flotaba un animal
 inerte, de colmillos opacos
 y una placa al cuello;
 vi o imaginé tu nombre
 o el mío por
 la primera o la última
 de las vocales borrosa, eclipsada;
 al sentirme observado,
 volteé a todas partes,
 quise sacar al animal
 del rabo pues ya se iba
 río abajo, a otro precipicio;
 luego desistí al ver que se alejaba
 lento, como la noche,
 como las hojas de nuestras vidas,
 como la caja que desciende al fin.




La parada

 Llegué a la parada de camiones
 antes del oscurecer: la flaca
 con tetas de cabra me dijo
 que ella iba a La Abundancia.
 Creí que no alcanzaría
 la última corrida cuando
 el tragafuegos me deletreó con labios
 de gasolina y estopa que todavía no pasaba el mío.
Luego me tendió la bolsita
 de polietileno para convidarme
 las inhaladas que yo quisiera:
 “Le comparto lo que tengo, don”.
 Antes de regresarle el envoltorio
 de sueños me confió que él iba
 a la Colonia del Mono,
 que si conocía por allá.
 No soy de aquí —le respondí—,
 ¿Tu camión me deja en Animal Planet?
 Cuando terminamos de reírnos, él
 me contagió, me dijo que no era necesario agarrar transporte.




 Nadie reclamará

 Nadie reclamará tu cuerpo
 y pasado cierto número de días
 será llevado de la morgue
 a la fosa de huérfanos.
 Si acaso le hacen autopsia
 encontrarán residuos de semen
 entre uñas labios y cejas.
 Bastará el análisis de Adn
 para saber que eras una mujer
 pública, de rápido acceso
 y desechable.
 Entiéndelo: tampoco nadie esparcirá
 desde ninguna ladera tus cenizas.




 Gotita de limón

 Esta mañana fui temprano
 al tianguis, donde escogí
 manzanas de caderas
 firmes y rojas.
 Luego me desplacé a las cajas
 de guayabas de organdí
 y pecas abundantes,
 de donde tomé las más rientes.
 Agarré del chongo
 un racimo de plátanos
 esbeltos y bigote recortado
 para echarlos al morral.
 Pasé por alto las pesadas
 sandías y las sinuosas
 papayas para mejor ocasión,
 el sábado venidero.
 En ocasiones el día amanece
 con una gotita de sangre
 en el cachete; pero se cauteriza
 con una brizna de limón. Sin sal.




 La terraza

 Estoy en la terraza del dolor
 adonde salí a beber soles y
 a cauterizar recuerdos.
 El fuerte viento de playa
 me encrespa el pelo,
 me trastorna el esmalte
 y se lleva mis medicamentos.
 Allá a lo lejos, cerca del solar
 de aquel edificio, han volado
 mis papeles y afeites.
 De pie en alguna parte del universo
 el amado que cansado de esperarme
 espera, ha olvidado mi nombre.
 Ha olvidado olvidarme.




 La invitada

 grita, avisa que se va,
 azota la puerta, no quiere
 saber nada, enfurecida
 cierra uno a uno los botones;
 como poseída por nadie, como
 el cuervo que grazna de noche
 a la noche, se calza apresurada
 las sandalias de fuego;
 grita de nuevo, salpica los
 espejos, arroja vaho
 a las paredes, la garganta
 estremecida se le irrita;
 baja los escalones de 2 en 2,
 como urgida de precipicio
 exige le abran la puerta
 principal; sale corriendo,
 corre a la esquina, sin bolso,
 sin abrigo, sin paraguas,
 la niebla asciende del asfalto,
 se pierde en la distancia.




La anfitriona

 con los pasos breves y discretos
 propios de la derrota, baja
 24 escalones tomada del barandal
 de la alta noche;
 como en una escena en blanco
 y negro, lentamente arrastra
 la gabardina como quien espera
 lluvia o viento;
 abre el coche, mete la llave
 para encenderlo y observa
 en la luna del retrovisor
 el cigarrillo tembloroso, anhelante;
 por fin el coche arranca
 en dirección al tumulto
 de aquella que olvidó llaves,
 cepillo y pashmina en el baño;
 si la alcanzo le digo que vuelva
 que la perdono que no se agite
 que llore en mi hombro que beba
 de mi cáliz que acomode los espejos.




La otra

 la otra, la que no quiere
 volver a casa, dilata la noche
 del sábado en el apeadero
 para el empleado pobre;
 sujeto el pelo en chongo
 lleva consigo los secretos
 de la noche, viste para ello
 unos jeans entallados;
 nunca se sube a la báscula
 ni se toma la estatura 1.60,
 prefiere chicles de menta
 y anteojos en el tupé;
 gira en un tacón cuando
 desde un coche le gritan
 su precio, aunque ha de
 conseguir el gasto semanal;
 si se le hace más tarde
 sin enganchar al pez
 de los billetes, sabe
 a lo que se expone:
 a que la encuentre el sereno
 ya con el chicle derrotado
 y la cama a solas.




La peluquera

Mientras Magda pasa la podadora
 rasante sobre las canas en sienes,
 mollera y orejas, evoca el cuerpo
 de su madre en el piso.
 Enumera luego los cuidados
 que hubo de prodigarle
 al cuerpo temporalmente inválido
 con agua y esponja, pañales y caldos.
 Dice que no sabe quién
 le limpiará a ella la mierda llegado
 el momento de invalidez
 y la dependencia de horarios medicinales.
 Niega que su último refugio
 sea el asilo o el santuario
 lleno de pacientes mentales
 pues nadie cubrirá interminables estancias.
 No sabe si en un futuro lejano
 haya nietos que vean por ella
 pues sus descendientes andan
 entre los seis y ocho años.
 Con todo y eso en sus dudas
 subyace un arma de fuego
 en el paladar terso o el veneno
 procurado a tientas al fondo de sus años.




 La perra

 la perra del segundo piso
 llegó a la hora del ángelus,
 por quinto mes
 portó entra una y otra oreja
 un moño rosa desleído;
 me pidió un gesto de buena
 vecindad y le acerqué
 un hueso salvado del basurero;
 la perra y yo somos amigos
 a partir un piñón desde
 aquel entonces que compartimos
 galletas Emperador de chocolate;
 era una tarde soleada
 de junio, cuando empiezan
 las amistades duraderas
 y fincadas en la honestidad;
 ella sabe que somos
 semejantes de pocas pulgas:
 que se beba o no la leche
 que le alcanzo, el hueso duro
 de roer que soy o la galleta
 integral, seremos amigos
 aquí y ahora, allá y después.




 1

  Si me vence el sueño
 con el cirio encendido
 no preguntes por mí,
 pregunta por la flama.
 Si abdico a la vigilia
 con la lámpara abierta
 no me llames ni me silbes,
 imagina que sueñas.
 Si me ves que voy hasta
 el fondo del pasillo
 y no respondo a tus llamadas
 es que me fui en un hilo tenue.
 Pero si regreso como el carrete
 que responde a la presión
 del índice, dime
 que atendí a la huella impresa.


 2

 Tan sencillo como encender
 un cirio, tan rutinario
 como el párpado que abre
 y apaga el día;
 tan simple como cruzar el río,
 atravesar la calle en la esquina,
 levantarle la mano al taxi
 o preguntar por un domicilio;
 tan voraz como la boca
 que engulle labios vacíos,
 tan innegable como los pliegues
 tersos del infante,
 tan denso como un mediodía
 a solas, un domingo, al fondo
 de ninguna parte;
 tan otoñal como la cicatriz
 que atraviesa el alma,
 como negros nubarrones
 a la distancia, como la cuchara
 que espera aquella boca,
 como el dedo que señala
 aquí, en el cuadril, la vaga
   dolencia, la muerte niña.


3

   Avanzada la noche y gastada
 la vida bebes por prescripción
 las obleas las cápsulas y las gotas
 en agua, una a una.
 Pasado cierto tiempo llega un
 aire lejano de playas, de música
 un olor a humedad jamás
 sospechado, un viento suave.
 Las palmeras no se inclinan
 a tu paso, simplemente dejas
 que el viento llene los huecos
 de tu camisa, botones.
 Caminas apoyado en el bastón
 que te ofrece aplomo, seguridad
 a la vista venida a menos,
 a tus rodillas afianzadas en arena.
 Sabes que te encaminas al mausoleo
 donde nadie espera, a la tierra
 firme ubicada más allá del mar,
 las gaviotas, el viento. Pero no lo celebras.


 4

 Rodeado de recuerdos
 como mausoleos, de fotos
 como lejanas tumbas,
 te dejas caer de boca.
 De bruces y sobre tu eje
 propio, ingieres suplementos
 alimenticios como se ceba
 un animal en dirección al matadero:
 Obleas para no olvidarlo
 Cápsulas en polvo de reptiles
 Vitaminas para la fiebre
 Jeringas líquidas de insomnio.
 Eres el merolico que nadie ve
 que ninguno escucha la esquina
 sin aristas, ni bajo el sol
 ni en sombra general.
 Si te vistieses de luces, si
 te desnudases de luto, si de blanco
 los martes, si de negro los viernes,
 nunca jamás quién sabe.




Vivir en Yamada

 Cuando salimos de casa
 la más pequeña dijo
 que habíamos olvidado
 el gato encerrado.
 Que regresaba por él.
 Le dije que no,
 que perderíamos el tren,
 que ya tendría otro
 en casa de los abuelos.
 Dijo que no, que volvería a casa.
 Cuando le dije que
 ya tenía otras mascotas
 de peluche, que lo olvidara,
 insistió que iba para traerlo.
 Le dije que sus pisadas
 serían cubiertas por la nieve,
 que se extraviaría lejos
 de nuestras manos y miradas.
 Luego me respondió algo que ya no oí.



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