URIEL MARTÍNEZ
Uriel Martínez (Tepetongo, Zacatecas, México 1950) ha escrito teatro, Tres de José Alfredo (melodrama para cabaret), los poemarios Primera comunión y Vengan copas; ha ejercido el periodismo en diversas etapas de su vida y publicado en revistas como Luvina, Equis y suplementos culturales de Monterrey y Xalapa. Actualmente administra la librería La Azotea en la ciudad de Zacatecas.
El calendario
cuando nací alguien en casa
decidió que me llamaría uriel.
pero nadie si no yo decidió
que me estrellaría contra el alcohol.
alguien en casa quiso calzarme
zapatos de estambre y babero bordado.
pero ninguno si no tú quiso
ensartarme púas de vudú y curare en ojos e ingles.
en casa creyeron que un día vestiría
corbata y mancuernillas pero no cartón/cobertor.
nací bajo el signo de los gemelos, el serio
y el atufado, el primitivo y el disminuido.
ahora que todos murieron floto a ras de tierra
y trato de recordar cómo fuiste de origen.
La camisa
La camisa con que te rodeé
la única vez la llevaré al
cesto sin fondo del basurero.
Es la misma que me abriste
en aquella cama aérea
donde te invité una tarde.
Es la prenda que reposó
toda la noche en el respaldo
del Hotel Latino de dos estrellas.
Aquella que te dije me alcanzaras
al asomarnos al balcón, antes
de irnos juntos a ninguna parte.
Con el paso de los días
y los meses se ha deshilachado
sin que recuerdes las solapas.
Al igual que la boca pierde piezas
dentales la camisa se quedó
sin botones, sin codos, sin nosotros.
La fuente
Fui a la fuente de los deseos
sin un porqué; tiré
una moneda de baja denominación:
sólo tenía escrito tu nombre;
cuando tocó fondo
vi que flotaba un animal
inerte, de colmillos opacos
y una placa al cuello;
vi o imaginé tu nombre
o el mío por
la primera o la última
de las vocales borrosa, eclipsada;
al sentirme observado,
volteé a todas partes,
quise sacar al animal
del rabo pues ya se iba
río abajo, a otro precipicio;
luego desistí al ver que se alejaba
lento, como la noche,
como las hojas de nuestras vidas,
como la caja que desciende al fin.
La parada
Llegué a la parada de camiones
antes del oscurecer: la flaca
con tetas de cabra me dijo
que ella iba a La Abundancia.
Creí que no alcanzaría
la última corrida cuando
el tragafuegos me deletreó con labios
de gasolina y estopa que todavía no pasaba el mío.
Luego me tendió la bolsita
de polietileno para convidarme
las inhaladas que yo quisiera:
“Le comparto lo que tengo, don”.
Antes de regresarle el envoltorio
de sueños me confió que él iba
a la Colonia del Mono,
que si conocía por allá.
No soy de aquí —le respondí—,
¿Tu camión me deja en Animal Planet?
Cuando terminamos de reírnos, él
me contagió, me dijo que no era necesario agarrar transporte.
Nadie reclamará
Nadie reclamará tu cuerpo
y pasado cierto número de días
será llevado de la morgue
a la fosa de huérfanos.
Si acaso le hacen autopsia
encontrarán residuos de semen
entre uñas labios y cejas.
Bastará el análisis de Adn
para saber que eras una mujer
pública, de rápido acceso
y desechable.
Entiéndelo: tampoco nadie esparcirá
desde ninguna ladera tus cenizas.
Gotita de limón
Esta mañana fui temprano
al tianguis, donde escogí
manzanas de caderas
firmes y rojas.
Luego me desplacé a las cajas
de guayabas de organdí
y pecas abundantes,
de donde tomé las más rientes.
Agarré del chongo
un racimo de plátanos
esbeltos y bigote recortado
para echarlos al morral.
Pasé por alto las pesadas
sandías y las sinuosas
papayas para mejor ocasión,
el sábado venidero.
En ocasiones el día amanece
con una gotita de sangre
en el cachete; pero se cauteriza
con una brizna de limón. Sin sal.
La terraza
Estoy en la terraza del dolor
adonde salí a beber soles y
a cauterizar recuerdos.
El fuerte viento de playa
me encrespa el pelo,
me trastorna el esmalte
y se lleva mis medicamentos.
Allá a lo lejos, cerca del solar
de aquel edificio, han volado
mis papeles y afeites.
De pie en alguna parte del universo
el amado que cansado de esperarme
espera, ha olvidado mi nombre.
Ha olvidado olvidarme.
La invitada
grita, avisa que se va,
azota la puerta, no quiere
saber nada, enfurecida
cierra uno a uno los botones;
como poseída por nadie, como
el cuervo que grazna de noche
a la noche, se calza apresurada
las sandalias de fuego;
grita de nuevo, salpica los
espejos, arroja vaho
a las paredes, la garganta
estremecida se le irrita;
baja los escalones de 2 en 2,
como urgida de precipicio
exige le abran la puerta
principal; sale corriendo,
corre a la esquina, sin bolso,
sin abrigo, sin paraguas,
la niebla asciende del asfalto,
se pierde en la distancia.
La anfitriona
con los pasos breves y discretos
propios de la derrota, baja
24 escalones tomada del barandal
de la alta noche;
como en una escena en blanco
y negro, lentamente arrastra
la gabardina como quien espera
lluvia o viento;
abre el coche, mete la llave
para encenderlo y observa
en la luna del retrovisor
el cigarrillo tembloroso, anhelante;
por fin el coche arranca
en dirección al tumulto
de aquella que olvidó llaves,
cepillo y pashmina en el baño;
si la alcanzo le digo que vuelva
que la perdono que no se agite
que llore en mi hombro que beba
de mi cáliz que acomode los espejos.
La otra
la otra, la que no quiere
volver a casa, dilata la noche
del sábado en el apeadero
para el empleado pobre;
sujeto el pelo en chongo
lleva consigo los secretos
de la noche, viste para ello
unos jeans entallados;
nunca se sube a la báscula
ni se toma la estatura 1.60,
prefiere chicles de menta
y anteojos en el tupé;
gira en un tacón cuando
desde un coche le gritan
su precio, aunque ha de
conseguir el gasto semanal;
si se le hace más tarde
sin enganchar al pez
de los billetes, sabe
a lo que se expone:
a que la encuentre el sereno
ya con el chicle derrotado
y la cama a solas.
La peluquera
Mientras Magda pasa la podadora
rasante sobre las canas en sienes,
mollera y orejas, evoca el cuerpo
de su madre en el piso.
Enumera luego los cuidados
que hubo de prodigarle
al cuerpo temporalmente inválido
con agua y esponja, pañales y caldos.
Dice que no sabe quién
le limpiará a ella la mierda llegado
el momento de invalidez
y la dependencia de horarios medicinales.
Niega que su último refugio
sea el asilo o el santuario
lleno de pacientes mentales
pues nadie cubrirá interminables estancias.
No sabe si en un futuro lejano
haya nietos que vean por ella
pues sus descendientes andan
entre los seis y ocho años.
Con todo y eso en sus dudas
subyace un arma de fuego
en el paladar terso o el veneno
procurado a tientas al fondo de sus años.
La perra
la perra del segundo piso
llegó a la hora del ángelus,
por quinto mes
portó entra una y otra oreja
un moño rosa desleído;
me pidió un gesto de buena
vecindad y le acerqué
un hueso salvado del basurero;
la perra y yo somos amigos
a partir un piñón desde
aquel entonces que compartimos
galletas Emperador de chocolate;
era una tarde soleada
de junio, cuando empiezan
las amistades duraderas
y fincadas en la honestidad;
ella sabe que somos
semejantes de pocas pulgas:
que se beba o no la leche
que le alcanzo, el hueso duro
de roer que soy o la galleta
integral, seremos amigos
aquí y ahora, allá y después.
1
Si me vence el sueño
con el cirio encendido
no preguntes por mí,
pregunta por la flama.
Si abdico a la vigilia
con la lámpara abierta
no me llames ni me silbes,
imagina que sueñas.
Si me ves que voy hasta
el fondo del pasillo
y no respondo a tus llamadas
es que me fui en un hilo tenue.
Pero si regreso como el carrete
que responde a la presión
del índice, dime
que atendí a la huella impresa.
2
Tan sencillo como encender
un cirio, tan rutinario
como el párpado que abre
y apaga el día;
tan simple como cruzar el río,
atravesar la calle en la esquina,
levantarle la mano al taxi
o preguntar por un domicilio;
tan voraz como la boca
que engulle labios vacíos,
tan innegable como los pliegues
tersos del infante,
tan denso como un mediodía
a solas, un domingo, al fondo
de ninguna parte;
tan otoñal como la cicatriz
que atraviesa el alma,
como negros nubarrones
a la distancia, como la cuchara
que espera aquella boca,
como el dedo que señala
aquí, en el cuadril, la vaga
dolencia, la muerte niña.
3
Avanzada la noche y gastada
la vida bebes por prescripción
las obleas las cápsulas y las gotas
en agua, una a una.
Pasado cierto tiempo llega un
aire lejano de playas, de música
un olor a humedad jamás
sospechado, un viento suave.
Las palmeras no se inclinan
a tu paso, simplemente dejas
que el viento llene los huecos
de tu camisa, botones.
Caminas apoyado en el bastón
que te ofrece aplomo, seguridad
a la vista venida a menos,
a tus rodillas afianzadas en arena.
Sabes que te encaminas al mausoleo
donde nadie espera, a la tierra
firme ubicada más allá del mar,
las gaviotas, el viento. Pero no lo celebras.
4
Rodeado de recuerdos
como mausoleos, de fotos
como lejanas tumbas,
te dejas caer de boca.
De bruces y sobre tu eje
propio, ingieres suplementos
alimenticios como se ceba
un animal en dirección al matadero:
Obleas para no olvidarlo
Cápsulas en polvo de reptiles
Vitaminas para la fiebre
Jeringas líquidas de insomnio.
Eres el merolico que nadie ve
que ninguno escucha la esquina
sin aristas, ni bajo el sol
ni en sombra general.
Si te vistieses de luces, si
te desnudases de luto, si de blanco
los martes, si de negro los viernes,
nunca jamás quién sabe.
Vivir en Yamada
Cuando salimos de casa
la más pequeña dijo
que habíamos olvidado
el gato encerrado.
Que regresaba por él.
Le dije que no,
que perderíamos el tren,
que ya tendría otro
en casa de los abuelos.
Dijo que no, que volvería a casa.
Cuando le dije que
ya tenía otras mascotas
de peluche, que lo olvidara,
insistió que iba para traerlo.
Le dije que sus pisadas
serían cubiertas por la nieve,
que se extraviaría lejos
de nuestras manos y miradas.
Luego me respondió algo que ya no oí.
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