sábado, 6 de diciembre de 2014

AMALIA LÚ POSSO FIGUEROA [14.190] Poeta de Colombia


Amalia Lú Posso Figueroa

Amalia Lú Posso Figueroa: escritora y poeta chocoana. Amalia Lucía Posso Figueroa es su nombre real. Nació en Quibdó, Chocó, Colombia en 1947, lugar donde vivió hasta sus trece años. Hoy firma como Amalia Lú Posso Figueroa, pues en su infancia las nanas negras la llamaban “niña Amalia Lú”. Augusto Posso, su papá, trabajaba en el Banco de la República, y Maya Figueroa, su mamá, era la enfermera jefe del hospital San Francisco de Asís.

En su época las nanas tenían como principal tarea entretener a los niños mientras los padres iban a trabajar. Amalia tenía dos nanas y a cada una las identificaba por sus ritmos, “una tenía el ritmo en la voz contada, mientras la otra “tenía el ritmo en la voz cantada”, todo lo que contaba lo acompañaba cantando.

En su juventud ingresó a la Universidad Nacional de Bogotá a estudiar Psicología. Allí fue una aguerrida militante de las Juventudes Comunistas y se destacó como una líder estudiantil que hacía arenga pública y paraba el tránsito.

Amalia estuvo vinculada a la Universidad Nacional por casi 20 años, tiene dos hijos, Valentina Akerman arquitecta de la Universidad de los Andes, y Yohir Akerman Politólogo de la misma universidad, a quienes considera sus cómplices. Sólo hasta el día en que le regalaron un lápiz para delinearse las cejas volvieron los recuerdos de su infancia, entre ellos las historias que le contaban sus nanas. En adelante, Amalia comenzaría a escribir cuentos que reflejaban su gran admiración por la gente negra de la región donde creció, y que le ameritan un reconocimiento como escritora del Pacífico, reivindicadora de la cultura afrocolombiana en cada una de sus líneas.

En 1997 al cumplir sus 50 años decía: “Me siento muy liviana con los 50, la mayoría de mis amigas me regaña porque me dicen que al confesar mi edad delato la de ellas. No es que ahora sea especialmente feliz, toda mi vida la he pasado muy rico. Pero, debo reconocer que pasar de los cincuenta con las nalgas y las tetas en su sitio es casi una proeza que, tal vez, solamente las mujeres de raza negra, logramos. Me siento afortunada de contar con el gen negro en mi cuerpo, por lo que mi envejecimiento va a ser muy llevadero. De otro lado, haber encontrado la escritura es una suerte enorme y a la vez un compromiso para seguir desempolvando todas esas historias acumuladas.”

A mediados de 2001 la escritora había sido invitada por las universidades de Ithaca, en el estado de Nueva York y Denison, en Ohio, para dictar una serie de conferencias sobre su obra y su departamento natal, al regreso esperaba lanzar su libro “Vean vé, mis nanas negras” y preparaba otro trabajo del cual ya tenía el título, Los Figueroa, cuyo tema sería su familia materna.

Después del lanzamiento del libro la escritora presentó en el 2002 un montaje de su obra en el Festival Iberoamericano de Teatro y participó en la Feria del Libro de Bogotá. Estos sucesos marcaron el reconocimiento de su obra y le acreditaron reconocimiento como una escritora de obra externa a los encasillamientos de la literatura. Cuando su libro salió a la luz, muchos dijeron no creer que aquellos cuentos provinieran de la mente de una mujer estudiada, que se desempeñaba en el campo de la educación. Sus cuentos eran de una transparencia integra, contaba todo con un erotismo reinante en el aire, por esto algunos la tildaron de vulgar. Pero Amalia supo defenderse mostrando que de donde venía, para nada era un tabú morboso, más bien, ese universo sucedía dentro de la más cotidiana realidad en un espacio donde se acostumbraba a llamar cada cosa por su nombre. En adelante su libro ganaría más prestigio.

El 20 de mayo de 2003 empieza una gira por distintas ciudades de España, fue casi un mes de presentaciones, primero ofreció seis funciones en Madrid, luego participó en Huesca del Festival “Huesca es un cuento”. Después visitó otras ciudades como Barcelona y Zaragoza. Posteriormente participó en la Primera Feria del Pacífico Colombiano, realizada en Cali, Colombia.

Entre 2004 y 2006 participó como cuentera en varios eventos, como Ciudad Teatro y Abrapalabra de Bucaramanga. Al año siguiente participó con William Ospina en el Simposio Internacional de Contadores de Historias, que tuvo lugar en Río de Janeiro (Brasil).

La escritora chocoana participó como cuota de la cultura en las elecciones para el senado y sin hacer campaña política obtuvo 1798, votos producto de su contacto con la gente en sus presentaciones culturales. Aspiró al Senado por el Polo Democrático Alternativo y apoyó al precandidato presidencial Carlos Gaviria.

En el 2008 participó en la XIV Feria del Libro del Pacífico de la Universidad del Valle con un espectáculo oral, hizo parte del “Diálogo entre narradores del Caribe y del Pacífico” junto con personalidades como Roberto Burgos Cantor, Luis Rafael Sánchez, Julio Cesar Londoño, Fabio Martínez, Edgar Collazos y Nuria Amat. Para el 2009 en el VI Encuentro de Escritoras Colombianas, realizado en Cartagena, Amalia ofreció un recital de algunos de los cuentos de su libro vean vé, mis nanas negras. Actualmente vive en Bogotá. 





O mejor

Es el calor, calor sofocante y pegajoso del Chocó, de Saigón, de Cholén.

Es el calor.

El calor donde el viento se detiene ante la densidad y se quiebra en mil pedazos, minúsculos pedazos que se convierten en lágrimas de aguacero;
golpea los techos de paja, o mejor, se desliza por ellos,
aguijonea como alfileres, los cuerpos exultantes de sudor, de
cadencia, de hambre al roce; rueda electrizante sobre la piel que
expele olor a flor de pacó.

La humedad se expande y sube;
o mejor, baja y penetra;
o mejor, sale a flote, rueda en zigzag;
o mejor, en línea recta, produciendo la necesidad de ser restregada con ternura;
o mejor, con violencia para apaciguar;
o mejor, precipitar prolongando el estertor tan parecido a la muerte;
o mejor, a la vida que brota envolviendo;
o mejor, liberando el deseo de salir;
o mejor, de entrar con amor o sin él,
desbaratando la sensación de aguacero, de calor, de sal, de vendaval reprimido, de girar alrededor de sí mismo;
o mejor, alrededor del otro, que libera la desazón y se reduce;
o mejor, se amplía a un solo significado: el de amante.

A los trece años, cuando los adultos piensan que todavía jugamos
a las muñecas, conocí, o mejor, empecé a conocer a través del calor
del clima, todo el calor del cuerpo, con un hombre mayor que guió
sus manos certeramente, posesivamente, o mejor, pausadamente,
como corresponde a quién sabe culminar bien una faena.

Comparto con Marguerite Duras el amor por la vida y la vehemente
necesidad de contar historias, ¡pero lo que Marguerite Duras
nunca supo, fue cómo compartimos el mismo amante!





El galandro

Cuando el galandro yo voy tirando
todos los peces se van pegando…
así se pegan esos amores
esos amores que voy dejando.
Arista


Aristarco Perea Copete es negro,
pero de un negro distinto, parecido al color del borojó,
que no es negro pero sí distinto.

Nació en el Chocó, cualquier día de ningún año, y tiene el hablado altanero y pinchado, autosuficiente que dicen mis gentes del resto del litoral Pacífico,
tenemos los que hemos nacido en el Chocó.

Camina erguido con pasos cortos,
marcando el ritmo exacto entre sus hombros y sus pies,
mueve las manos suave pero categóricamente,
como igual de categóricas suenan sus palabras cuando habla
y cuando canta hablando también.

Baila, envolviendo a la pareja con sus manos grandes,
moviendo los pies con pasos cortos como cuando camina,
para obligar al resto del cuerpo a bambolearse elegantemente,
cimbreantemente, como diciéndole a la pareja echate pa’cá.
Y es que Arista nació bailao.

Cuando era muchacho iba a los bailes peseteros, esos que para
entrar a bailar, había que pagar veinte centavos. Las vitrolas se
engalanaban con vestidos de madera pintados de mil colores. Cada
vitrola de baile pesetero tenía su nombre, la más famosa era El
Anacobero, y retumbaban varias cuadras a la redonda, las notas
de boleros y sones. Infaltable en ese retumbar la música del jefe
Daniel Santos.

Y Arista oía y bailaba.

Arista también nació cantao.

Eufemia Copete Ledesma, su mamá suya de él, cantaba alabaos en
velorios veredales, y su papá suyo de él, Erasmo Perea Hinestrosa,
era el primer clarinete de la banda de San Pacho en Quibdó, él no
quería que Arista fuera músico. Erasmo había quedado resentido
por los celos de otros músicos, y entonces cambió las zapatillas
del clarinete, por la aguja de oro que lo convirtió en sastre, para
vestir de gala y con pinche inglés, a muchas gentes en el Chocó. Le
prohibió a Arista que hiciera música y a los hermanos de Arista
también.

Pero Arista no le hizo caso a la prohibición paterna. Decía con
frecuencia, que era como sentirse sordo frente a la prohibición,
pero despierto para la música.

Y despertó, y de qué manera.

A los ocho años compone El rosal, a una niña mujer de la que se
enamoró de lejos, porque ella estudiaba en el internado donde
trabajaba la hermana de Arista.

Entonces el apellido Perea que vino de la isla de Cuba seguramente
en canoa,
preñado de sones y boleros,
las zapatillas del clarinete de Erasmo, los alabaos cantados por
Eufemia
y las mujeres revoloteando en su entorno,
hacen que Arista empiece a andar por los caminos de la música, su
música.

Hablé con Aristarco Perea Copete por primera vez en la Feria del
Libro de Bogotá, por allá en el año 2001, en una presentación que
hizo para los escritores invitados, lo conocía de mucho antes, por
sus boleros, sones, pero sobre todo por la maravilla que significaba
y significa para mi oído de artillero, esa especial forma de marcar
acentos en las palabras, que hacían y hacen que mi cintura de negra
obedezca a esa necesidad de dejarse ir en el ritmo con sensualidad.

No dejamos nunca de hablar a partir de ese momento. En El Señor
del Son su espacio en la calle 19, nuestras conversadas podían ser
interminables, sobre todo si llovía fuerte en Bogotá,
porque el aguacero siempre el aguacero nos transportaba a nuestro
Chocó,
y hacía que borboritaran las palabras más intensas y más fuertes
que el aguacero.

Sentía que lo conocía desde siempre
y nos arrebatábamos las palabras porque ambos sabíamos de qué
estábamos hablando.

Lo primero que me enseñó es que la música del Chocó no se toca
con partitura, porque se le pierde la gracia, y me acordé de los
chupacobres, como llamábamos a los músicos de la Banda de San
Pacho.

Y lo segundo, que esos dejes, sus dejes
que han endiablado mi cintura,
no son otra cosa que la cadencia en el canto.

Le conté que mis recuerdos de niña, me hacían pensar que toda la
música que escuchaba en esos tiempos, exceptuando la estridencia
del son que salía de los anacoberos, era de guitarra y que nunca
había tenido una explicación certera de este hecho, frente a lo
que se ha denominado la cultura del tambor. Y entonces abrió los
ojos mucho, muchísimo, y se puso autosuficiente, pinchadísimo
como diríamos en el Chocó, puso su pose más seductora, siempre
fue seductor conmigo, pues los chocoanos somos seductores, y la
seducción de la palabra nos encanta, pues nos permite mostrar eso
que siempre han dicho nuestras gentes del resto del litoral Pacífico,
tenemos de engreídos los chocoanos.

Empezó hablándome de la guitarra prima y me dijo que la que
hace los bordones es la armónica.

Que por allá en 1944, un hombre llamado Marcelino, que era
mecánico de ingenios azucareros y que llega a Itsmina, le enseña a
tocar guitarra a Víctor Dueñas, la mejor guitarra que ha tenido el
Chocó, él a su vez le enseña a Gastón Guerrero; Chagualo aprende
guitarra con Víctor Dueñas y con Gastón y representa a Colombia
en Chile con el trío Montecarlo. Nuestros músicos se iniciaron con
la guitarra, fue la respuesta a mi pregunta.

Víctor Dueñas, me decía Arista, ayudó mucho en su formación.
Cantó por primera vez en público con su agrupación La Timba,
siendo muy niño, y los otros cantantes le daban coscorrones, única
defensa ante la privilegiada voz de ese cantante niño llamado
Arista, que ahogaba los sonidos de la guitarra que Víctor Dueñas
también le enseño a tocar.

Pasa el tiempo y un día de noviembre de 1969, llega a Bogotá con
los boleros, sones, el tumbao y la chirimía que no conocía la noche
bogotana.

Se presentó como el chocoano pinchao que es, todo de blanco,
con su inseparable sombrero panamá, refulgían bajo el sombrero
sus ojos negros intensos y picarones y del terno blanco salían
sus manos cuadradas, grandes, del color del borojó, moviéndose
rítmicamente para tocar la clave y las maracas.

Le cantó Chocoanita a un papa que besó tierra colombiana sin
saber seguramente, por qué un hombre negro le cantaba sobre una
mujer que enamoró su corazón.

Estaría el papa para saber de las sinuosidades del andar de las
chocoanas para enamorar corazones.

Pero lo que realmente Arista hubiera querido decirle al papa es
que el cura que lo bautizó en Quibdó no quería ponerle Aristarco,
porque así se llamaba un compañero de prisión del apóstol
llamado Pablo.

Pero Aristarco se quedó por la tozudez de Eufemia su mamá suya
de él.

Seguramente el compañero de prisión del apóstol, era un luchador
por la paz como Arista y como Arista también un defensor de su
tierra y de su gente, enemigo de imposiciones y colonialismos.

Cosas contra las que Arista peleó con sus canciones y con la acidez
de su humor.

De su galandro se fueron pegando muchos amores, a los que les
cantó con picardía y despecho, pero siempre desde el deseo.
Supongo que fue un maravilloso y enloquecido pichador,
enamorado de las mujeres aun a costa de sí mismo. Por eso Arista
ya no está, se lo llevó en sus alas una mariposa vagarosa y lo posó
en una rama del árbol del borrachero.

Cuando llegó al final del largo viaje, se formó un corrinche y
una algarabía, les dio un saludo celestial a Arsenio Rodríguez,
Beny Moré y Chano Posso, también soneros famosos, sacó del
bolsillo las maracas, acarició el viento con su voz de siempre y
marcó el ritmo con sus dejes, que se seguirán escuchando cada
vez que alguien quiera enamorarse con un bolero, un abozao, o
con un son.

«Así, así, así, se pegan…».





Adelaide, la de Mozart

Adelaide creció oyendo caer el aguacero.
Le parecía que el recorrido de cada gota hasta caer al suelo,
era la magia que el aguacero realizaba todos los días, todas las noches,
casi todo el día, casi todas las noches,
mojando todos los espacios del suelo en el Chocó.

Pero Adelaide, además de seguir con sus negros ojos, la caída de las gotas del aguacero, aprendió a distinguir el sonido que cada una  hacía, en su viaje hacia la tierra,
hacia el suelo lleno de tierra.

Le empezó a coger gusto a mirar durante un largo tiempo las gotas del aguacero deslizarse y brillar sobre su negra piel.

Y cuando empezó a diferenciar cómo sonaba cada gota sobre el suelo,
descubrió que sonaban distinto, las gotas que caían sobre su piel.

Aprendió que cada gota es distinta, única e irrepetible, y que así mismo suenan
andante, maestoso, larghetto y rondó.

Y de eso Adelaide Ayala Luna sí que entendía,
aunque desconocía esos nombres que se le daban a los sonidos,
de esa su lluvia.

Adelaide era negra como un tizón, su piel era satinada y mullida
como terciopelo y, cuando el aguacero posaba sus gotas en la piel
suya de ella, brillaban como diamantes,
o mejor, como el agua que arrastran las olas que traen el plancton,
y que llenan de destellos la orilla de la playa.

Adelaide sabía que el brillo de su piel,
le daba lucimiento a todos los sonidos de las gotas del aguacero.
Adelaide nació en Chaparraidó, cabecera de río, cerca de Quibdó,
y acostumbró su oído a la majestuosidad del agua cayendo en la cascada,
mientras el aguacero perenne de Quibdó,
caía andante sobre el suelo, en un larguísimo tiempo, siempre interminable.

La relación con el ritmo de su oído, se vio un día interrumpida por
la noticia que corrió de boca en boca: una barquetona que venía
navegando por el Atrato, el bravío río chocoano, había encallado
arriba de Quibdó, y todas las gentes que traía a cuestas, tuvieron
que correr a refugiarse en las poblaciones cercanas.

Solo una de esas gentes llegó a Chaparraidó.

Era una mujer añeja en años, de color translúcido, casi
impenetrable por lo transparente, con una cabellera endiablada
por lo colorada y lo esplendente, de manos blancas de dedos largos
y delgados, cuerpo como de cuerda de violín, templada y lista a
cualquier arpegio, boca desafiante y pómulos empinados, oídos
atentos a cualquier compás, tenía ojos de mirar acuoso, que venían
huyendo de una vida sin emociones y sin espectativa, de una vida
lánguida, carente de latidos y palpitaciones, carente de ritmo, o en
pocas palabras carente de vida.

Lo único que la mujer de pelo refulgente había salvado del naufragio,
era un instrumento largo, de ébano, que tenía unas tapitas de cuero de marrano,
llamadas zapatillas, que sostenían unos redondeles pequeños y dorados:
eran claves o llaves de claves, que solo abrían al contacto de los dedos.
Tenía en una punta una boquilla de caña hecha de bambú, devastada,
hasta quedar tan delgada, que pareciera no resistir los embates del viento huracanado, pero que aceptaba gustosa el soplido leve o fuerte de los labios,
para salir por el otro extremo,
extremo acampanado, no asexuado, en forma de melodía.

El instrumento tenía en la parte trasera una clavecita o llavecita,
que solo aceptaba ser tocada por el dedo pulgar y respondía
al también sonoro nombre de tudel,
para hacer saltar en una octava, las notas, todas o casi todas las notas.

El instrumento largo de ébano, era un clarinete,
y Adelaide Ayala Luna lo conocía perfectamente,
pues era tocado por los músicos de la chirimía, la pequeña orquesta del Chocó.

La mujer de pelo endiablado, se llamaba rarísimo, pensaba Adelaide, se llamaba Denise de Laval. Y ella, Adelaide empezó a aguaitarla, mirándola primero desde lejos, para acercarse un poco más, cada vez que la oscuridad se lo permitía, hasta ser sorprendida por su cabellera rojiza y sus ojos acuosos, para terminar siendo su amiga y su discípula.

Denise de Laval, la mujer sobreviviente del naufragio, le contó
a Adelaide, en una noche sin luna, en que caía un aguacero
torrencial, que su nombre, Adelaide, le recordaba el de una
princesa que era hija de un rey, el rey Luis xv, al que un hombre
niño, le había compuesto una pieza musical, el niño hombre se
llamaba, dijo Denise, Wolfgang Amadeus Mozart, y tenía desde
muy niño, antes de ser hombre, la cadencia propia, de poner los
sonidos de tal manera que producían notas que sonaban y se
podían tocar en muchos instrumentos, el violín, la flauta, el piano,
el arpa, acompañados de muchos más instrumentos, integrando
una orquesta que era grande, muy grande, bastante diferente
de eso que ella, Adelaide, conocía como la chirimía que era la
orquesta del Chocó.

Denise le dijo a Adelaide, que eso que llamaban notas, también
se podía tocar en el clarinete, y que el hombre niño, el niño
hombre, había compuesto con esas notas unas melodías para ese
instrumento: el clarinete.

Y entonces Denise apoyó sus labios en la boquilla de bambú del clarinete,
y dejó volar en la oscuridad de la noche, oscuridad que le competía al aguacero,
unas notas impregnadas de serenidad, teñidas de melancolía;
el timbre era a la vez vibrante y sereno, sensual y suave.
Adelaide sintió que eso que Denise tocaba, expresaba a la vez alegría y nostalgia,
pero le pareció que había una gracia ligeramente burlona que la hizo carcajear.

Adelaide estaba descubriendo un mundo distinto a los sonidos que
producía el aguacero sobre su piel y sobre el suelo, y así empezó
a visitar a Denise casi todas las noches, para que ella tocara el
clarinete y le contara cosas de la música de ese niño hombre, que
se llamaba tan raro, y que Adelaide solo podía recordar que se
llamaba Mosár, y que había nacido hace tiempísimos, pues para
ella 1756, como decía Denise, era tiempísimo.

Denise le dijo que Mozart había escrito un concierto para clarinete
en La mayor, K 622; Adelaide no entendía qué era la mayor y
mucho menos lo de la k con los números; pensó cómo habían
hecho los músicos de su chirimía suya de ella, para tocar tan bien
el clarinete sin saber lo del la y lo de la k, imaginó que de pronto
los chupacobres de la chirimía eran estudiados y sabrían lo que
hacía el señor Mosár con la k y esas cosas que decía Denise, pero
de pronto sintió que eso que ella experimentaba cuando las gotas
de lluvia caían en el suelo, o en su negra piel, se parecía muchísimo
a todo lo que sonaba en el clarinete de Denise con la k y los
números
y concluyó que el aguacero, su aguacero que caía todos los días casi todo el día, todas las noches casi todas las noches, en su Chaparraidó,
ese aguacero que llenaba la cascada y los ríos
y los tanques de agua para cocinar y para bañarse,
ese mismito aguacero, producía sonidos que son alegres, suaves y hacen rondó, y que esos sonidos serán siempre andantes y majestuosos.

Después de la conoscencia de Adelaide Ayala Luna con Denise de
Laval, los ritmos y los sonidos fueron asumidos de manera distinta por la
cabellera de fuego de denise y la piel negra, mullida y
vibrante de adelaide, la música producida por el clarinete con
la K de Mozart, y la  música producida por las gotas de lluvia habían hecho el milagro, las dos empezaron a pensar que las dos cosas eran la misma y única
melodía.









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