Quintiliano Sánchez
(Ecuador 1848-1925)
Es, entre nuestros literatos, uno de los más asiduos. Como escritor, cultivó sus no comunes talentos y ayudó, a cuantos se propusieron seguirle, a encontrar el buen camino. Fue distinguido profesor de literatura y el trabajo que nos ha dejado con el título de Compendio de la Retórica y Poética (Quito, 1910), es testimonio de su vasta ilustración y de su sincero entusiasmo por las letras patrias.
Dejó, además, algunas poesías que merecen vivir, como las que publicamos.
De más aliento son sus leyendas La hija del Shiry y la relativa a los hechos y milagros del padre Almeida, esta última publicada por la Academia Ecuatoriana de la Lengua, en sus Memorias.
A mi madre, enviándole mi retrato
Yo soy el hijo que en modesta cuna
arrullaste con cánticos de amor,
mientras mi frente la apacible luna
bañaba con su tibio resplandor.
Ayer, feliz en apacible infancia
jugueteaba en tu seno con afán...
¡Cuán dulce entonces en la paterna estancia
era pedirte con sonrisa el pan!
Hoy, desgraciado, en apartada orilla,
herida el alma de incurable mal,
pido sólo la lágrima que brilla
en el puro semblante maternal.
Del placer en mi faz no hay un destello,
que la desgracia mi sonrisa heló;
la cana ya platea mi cabello,
y el negro rizo lánguido cayó.
Niño, cantaba al susurrar del viento
por las selvas vagando y el vergel;
joven, exhalo gemebundo acento,
me inspiro sólo en el dolor cruël.
Placeres de una infancia venturosa,
madre, delicias de risueño hogar...
¡pasasteis como sombra vaporosa
y un recuerdo dejasteis al pasar!
Recuerdo melancólico que hiere
doquiera el alma con arpón tenaz;
breve meteoro que al brillar se muere,
dicha que vuela en ilusión fugaz.
¡Y vivo solo y de tu vista lejos
es mi vida un acérrimo penar!
¡En ti, del sol muriente a los reflejos,
cuántas veces me place meditar!
Y súbito apareces a mis ojos
pura, risueña y ángel de un edén;
póstrome entonces a llorar de hinojos,
mi labio exclama con dulzura: ven.
Oh, si vinieras a calmar de tu hijo
la pena que le roe el corazón,
cual viene al alma en blando regocijo
de acorde lira inesperado son.
Mas, si la ausencia nos separa, ingrato
no creas, madre, al hijo de tu amor;
te envío allí mi pálido retrato
y con él un suspiro de dolor.
El juramento
Indica hermosa del Antisana,
virgen del claro, lindo raudal,
a ti gacela, tarde y mañana,
remedio pido para mi mal.
¿Padeces? Duro pesar me aqueja,
tengo en el pecho yo no se qué:
cabritos, vaca, pacos, oveja,
todo, cuitado, todo dejé.
Y ahora vengo montes y valles
doquier llenando con mi gemir;
tedio a la aldea, tedio a sus calles
tengo, y al bosque pláceme huir.
Allí, al arrullo de las torcaces
mezclo sentido mi yaraví;
y ellas me dicen: «Hualpo, ¿qué te haces
siempre llorando? ¡Pobre de ti!».
Hasta del Ande las rudas peñas
pueden mis ayes enternecer...
Breves pasasteis, horas risueñas,
y ya me siento desfallecer.
¡Ay pobrecillo! (cómo suspira;
a mi alma mueve la compasión).
¡Hualpo!, recobra tu ánimo y mira
cómo te abates, fuerte varón.
Fiero te he visto con la turpuna
bando enemigo desbaratar;
y ahora ¡vergüenza!, que una por una
lágrimas tuyas vea brotar.
-Cora hechicera, cúlpame en vano,
cuando está enfermo mi corazón;
tócale, trae tu blanda mano,
¿oyes?, se agita, tienes razón.
¡Qué mal, oh Cora! Mal repentino;
lánguida miro, Hualpo, tu faz.
-Mal que me mata, mal que me vino
para quitarme mi dulce paz.
Pluguiera al Inti padre amoroso,
que ya en la tola durmiese, y ¡oh!
antes que... ¡Triste! ¿tu mal odioso
podría acaso curarte yo?
Tú solo puedes, púdica Cora,
júrame hacerlo. -Tengo temor.
-¿Callas? -Lo juro: dímelo ahora.
¿Qué mal? -Morirme por ti de amor.
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