Julio Matovelle
(Ecuador 1852-1929)
Estudió en un colegio regentado por jesuitas. Se graduó de abogado y, luego, un desengaño amoroso le llevó al claustro. En 1884 fundó la congregación de Oblatos del Corazón de Jesús. En 1885, fue elegido diputado.
Su poesía es, como eco del Eclesiastés y del Kempis, velada de pesimismo. Su actitud ante la vida fue de negación. «Sus pensamientos metafísicos -dice Manuel Moreno Mora- aniquilaron sus sentimientos vitales».
Lo que más acredita su sabiduría es su gran libro Meditaciones sobre la Apocalipsis, publicado en Roma en 1922.
Contemplación nocturna
Es el postrer desmayo de la tarde,
de triste luto el cielo se cobija,
detrás del claro sol de quien es hija;
las tiendas de la noche con alarde
el genio adusto de las sombras fija,
y, cual hachón humeante que no alumbra,
el crepúsculo vaga en la penumbra.
Es un horno apagado el firmamento,
es un carbón sin rastro de centellas;
mas luego en paso tembloroso y lento
asoman pudibundas las estrellas,
que radiosas se agrupan ciento a ciento,
cual procesión de tímidas doncellas,
mientras levanta la abatida frente
la amante de Endimión en el Oriente.
La apasionada reina de la Caria,
en medio de aflicción terrible y cruda,
visitaba la losa cineraria
del que abatido la dejó y viuda;
así la luna triste y solitaria,
de las estrellas con la corte muda,
avanza macilenta paso a paso
a la tumba del sol, al triste ocaso.
Contemplad cuán solemne y majestuosa
escintila esa bóveda inflamada,
cual sala de un festín en que rebosa
la lumbre por mil lámparas regada,
el alma se recoge respetuosa
de un éxtasis sublime enajenada,
y al Autor de estas altas maravillas
le adora desde el polvo y de rodillas.
Ved cómo en raudo, silencioso giro
van pasando los astros, coro a coro;
más fugaz y más breve que un suspiro,
a veces luce un vivo meteoro,
cual desgranada estrella de zafiro,
que algún lucero de reflejos de oro
enviado al suelo habrá con un mensaje
en misterioso divinal lenguaje.
Mirad cual ruedan por la cóncava urna,
cual sartal de diamantes, los planetas;
como el velo de virgen taciturna,
luciente cauda arrastran los cometas;
no de otra suerte con su luz nocturna
rebullen las luciérnagas inquietas,
inundando los valles y las cumbres
de repentinas, vívidas vislumbres.
El orbe todo espléndido rutila
con miríadas de soles y de esferas,
y el alma, absorta de estupor, cavila,
si serán esos astros cual lumbreras
que un ángel las enciende, despabila
y apaga cuando asoman las primeras
nubecillas de jalde terciopelo
con que a la aurora se engalana el cielo.
Cuánto la humana pequeñez contrasta
con esa obra magnífica y suprema,
quién sabe si esa bóveda tan vasta
con la fúlgida y láctea diadema,
es una breve pieza que se engasta
en otro inmenso sideral sistema,
y en serie inmensurable de eslabones
se entrelazan esferas a millones.
¡Quién sabe cuántos seres en la altura,
semejantes quizás a los humanos,
habitan esos globos de luz pura!
¿En los cielos también habrá tiranos,
y lágrimas y sangre y amargura?
¿Habrá guerras allá y odios insanos?
¿O son razas que gozan de la herencia
del no perdido Edén de la inocencia?
En la mar insondable del misterio,
audaz la mente se fatiga y cansa,
en vano de hemisferio en hemisferio
con alas de relámpago se lanza;
de la ciencia mortal todo el imperio
no logra conocer esa balanza,
en que el Sumo Hacedor el orbe pesa
cual un poco de cieno o de pavesa.
Vos, Señor, que forjasteis sin crisoles
esos globos de lúcido topacio,
Vos, que a puñados derramasteis soles
que el atrio alfombran del azul palacio,
Vos, que al millar de imponderables moles
trazasteis una ruta en el espacio,
decidnos si esos astros vagabundos
son ángeles o lámparas o mundos.
¡Qué grande es Sabaot! El orbe todo
rige con diestra poderosa y fría,
Él oye complacido, de igual modo,
del coro angelical la melodía,
y el zumbido que oculto entre vil lodo
lanza el insecto cuando muere el día.
Él cuida del humilde gusanillo
y del rey astro de fulgente brillo.
Esto nos dicen con su voz sonora,
los cielos en las noches del estío,
la majestad de Dios deslumbradora
se ostenta con grandioso poderío,
entonces el justo de contento llora
y se estremece atónito el impío,
el bullicio del siglo entonces calma
y sola ante los cielos queda el alma.
Al contemplar los astros no comprendo
cómo el hombre que hay Dios haya negado.
¿Hay quien a este espectáculo estupendo
no se postre en la tierra anonadado?
Los cielos van a Dios enalteciendo,
¿quién sus dulces hosannas no ha escuchado?
¿Podrá negar el polvo vil, la nada
lo que dice la bóveda estrellada?
Al contemplar los astros se desprecia
el vano fausto, la mentida gloria;
¡cuán menguadas parecen Roma y Grecia!
¿Se sabe acaso arriba nuestra historia?
¡Y qué! La tierra, presuntuosa y necia,
¿es algo más que un átomo de escoria?
¡Y por ella misérrimas hormigas,
nuestras razas se matan enemigas!
Si se anublan de llanto nuestros ojos,
si la hiel apuramos gota a gota,
ante el cielo postrémonos de hinojos,
y esa patria miremos no remota.
Pasa la vida, pasan los enojos,
el cáliz del dolor al fin se agota,
y el alma entonces desatada sube
a pasearse en los astros, cual querube.
La verdadera gloria
¡Oh, cuánto el hombre por brillar se afana!,
insecto que ignorado se desliza;
en vano con orgullo se engalana
ese poco de polvo y de ceniza,
que si hoy se mueve, morirá mañana.
¡Qué incesante anhelar, qué ciego empeño
por gozar de una vida transitoria!
Y, ¿qué es la dicha, al fin, y qué es la gloria?
Niebla que pasa, momentáneo sueño,
burla del tiempo, despreciable escoria.
Para vivir de muerto, que locura,
compra el sabio a la historia los pregones;
por prenderse el guerrero dos galones,
cava él mismo la negra sepultura,
y le prenden con balas los cañones.
Con caireles de perlas y topacios,
el celaje deslumbra en los espacios
del moribundo sol a los reflejos;
nos miente todo lo que brilla lejos,
nos engaña hasta el humo con palacios.
Cómo encanta falaz, cómo ilusiona
contemplada distante la grandeza;
cuán espléndida luce la corona;
mas, aquel que la lleva en la cabeza,
siente sólo y admira lo que pesa.
¡La virtud, la virtud!, ved lo que vale
más que el cetro, la púrpura y el oro;
en la tierra es el único tesoro,
y en el orbe no hay cosa que le iguale,
ni en grandeza, ni en gloria, ni en decoro.
El que quiera alcanzar para sus sienes
de lauro eterno fúlgida guirnalda,
huyendo del placer la muelle falda,
y a manos llenas derramando bienes,
enjugue el llanto que a su estirpe escalda.
La versátil, plateada mariposa
cuyo breve existir no dura un día,
vive y muere en él cáliz de la rosa
y suelta en polvo de oro el ala hermosa,
expira perfumada de ambrosía.
Pero el cóndor, altivo rey del Ande,
airoso huella con seguro paso
la diadema imperial del Chimborazo;
y sobre cimas de terror se expande
perezoso batiendo el vuelo escaso.
Así, el genio no mora entre las flores
sino entre abismos de pesar profundo.
La copa del festín y los amores
a los menguados que deleita el mundo;
¡para el genio la hiel de los dolores!
Es la gloria la estrella de la tarde
que brilla en el ocaso únicamente;
bañando en llanto la angustiada frente,
sobre el sepulcro asoma la cobarde,
cual solitaria y tímida doliente.
La escena del Tabor, después de muerto,
después de la ignominia del Calvario;
de zarzales el mundo está cubierto,
sólo el tigre feroz o el dromedario
encontrarán placer en el desierto.
En el carro del trueno el iris prende
sus festones de lila y de granada,
y, cuando el rayo los turbiones hiende,
la procelaria audaz el vuelo tiende
sobre las ondas de la mar airada.
Y el héroe con titánica osadía
aumenta en majestad, en gracia aumenta
al furioso rugir de la tormenta,
y batiendo las alas a porfía
los crudos huracanes atormenta.
La escabrosa eminencia no codicio
ni quiero asiento deleznable y falso;
la cumbre está cercana al precipicio,
y el trono para el malo es un cadalso,
para el bueno, un altar de sacrificio.
Fija en el sol en dulce arrobamiento
el águila se eleva al firmamento,
desde el rudo peñón en que se posa,
y en jirones la nube tempestuosa
desgarra con intrépido ardimiento.
Levantada la frente y mudo el labio,
absortos contemplando de hito en hito
las visiones de mágico astrolabio,
se alzaron con la viva fe del sabio
Galileo y Colón al infinito.
¡Oh, cuán ricas coronas, oh cuán bellas!
las que ciñe a los héroes el martirio,
no frágiles y breves como aquéllas
de oloroso clavel y blanco lirio,
sino engastadas de rubís de estrellas.
El contento y la dicha, al fin de todo,
joyas son que no encierra el duro suelo;
si es barro el hombre, de cualquiera modo,
primero ha de lavarse de este lodo:
la verdadera gloria está en el cielo.
Una ganancia es morir
Mihi lucrum mori..
S. Pablo
¡Ay la vida! ¿Qué es la vida?
Chispa oculta entre pavesa,
relámpago que atraviesa
tempestad enfurecida.
¡Ay la vida!
Es mal que cura la muerte;
negra cárcel que, al morir,
logra el prisionero abrir,
de tal suerte
que una ganancia es morir.
Dejar espinas y abrojos
para ceñirse de estrellas,
secar del llanto las huellas
y clavar en Dios los ojos.
¡Ay! los ojos
que han visto el mundo funesto;
eso es dicha que el que muere
a gloria y cetro prefiere;
y es por esto
que gana mucho el que muere.
¿Qué son los placeres? Humo.
¿Qué es la hermosura? Ceniza
que en el sepulcro se pisa:
cuanto en la tierra hay de sumo,
todo es humo;
¡plata y seda, todo, todo...!
De manera que se gana
muriendo en edad temprana;
de tal modo
que sólo el que muere gana.
¿Por qué tan ruda ansiedad,
tanto afán, tanta locura,
en ir tras lo que no dura,
en buscar la vanidad?
¡Vanidad!
Que duelos mil atesora,
sólo el necio su ganancia
busca en la tierra con ansia,
porque ignora
que es la muerte una ganancia.
Vivamos, pues, a manera
del cautivo en calabozo,
que, ajeno de risa y gozo,
libertad cercana espera;
de manera,
que pongamos todo anhelo
en la gloria de morir,
sin cansarnos de decir
viendo el cielo:
nuestra ganancia es morir.
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