jueves, 6 de marzo de 2014

GIACOMO LEOPARDI [11.144]


Giacomo Leopardi

El conde Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi (Recanati, 29 de junio de 1798 – Nápoles, 14 de junio de 1837) fue un poeta, filósofo, filólogo, erudito italiano del Romanticismo.

Nacido en el palacio familiar de la costa adriática en Recanati, una aldea a cuatro millas de Loreto, en la antigua región de las Marcas de Ancona, provincia de Macerata, fue hijo de unos padres casi completamente opuestos: su madre, Adelaide, descendiente de los marqueses Antici, de luengo linaje, era conocida por su fanático catolicismo y su patológica cicatería (se alegró por la muerte de un hijo recién nacido en vista del ahorro que suponía). Por el contrario, su padre, el conde Monaldo, cuya ejecutoria de nobleza se remontaba al año 1200 y era una de las más vetustas de Italia, de ideología reaccionaria, era un erudito local que dilapidó la fortuna familiar y llegó a acumular una formidable biblioteca.
Durante los años del apogeo napoleónico, el joven Giacomo crece junto a sus hermanos Julián y Paolina en un ambiente rígido y reaccionario, cada vez más austero debido a la debilitación del patrimonio familiar por las malogradas especulaciones financieras del padre, y posteriormente sometido al control riguroso y severo de la madre, la cual consiguió recuperar parte del decaído esplendor de la familia a costa de numerosos y humillantes sacrificios impuestos a sus hijos y a su marido.
La formación cultural de Giacomo, Carlo y Paolina (de los otros siete hijos nacidos del matrimonio Leopardi, sólo sobreviviría el último, Pierfrancesco) es desempeñada por algunos preceptores religiosos de gran erudición, el jesuita mexicano José Torres y Francisco Serrano y los abates Sanchini y Borne, quienes forman a los jóvenes hermanos en el estudio de las letras y de las ciencias.

Desde su nacimiento Giacomo fue minado por la enfermedad: tuvo una enfermedad de Pott que le combó la espalda y además padeció un severo raquitismo; consumió su infancia estudiando desesperadamente y leyendo con una curiosidad inagotable hasta altas horas de la noche. A los once años lee a Homero, a los trece escribe su primera tragedia; a los catorce la segunda: Pompeyo en Egipto; a los quince un ensayo sobre Porfirio. A esa edad conocía ya siete lenguas y había estudiado casi de todo: lenguas clásicas, hebreo, lenguas modernas, historia, filosofía, filología, ciencias naturales y astronomía. Los maestros que habrían debido prepararle para el sacerdocio debieron admitir que no tenían mucho que enseñarle. Tanto estudio repercutió en su salud: Leopardi fue durante toda su vida un hombre enfermizo. En 1810 recibió la tonsura de manos del obispo Bellini. Pero la lectura de los enciclopedistas franceses destruye definitivamente su fe religiosa. Leopardi evocará estos días de infancia y juventud en su famoso poema "Le ricordanze", ("Los recuerdos"). Con motivo de sus trabajos de traducción, entabla correspondencia con el ya anciano humanista Pietro Giordani, que será su amigo y editor. Su primer amor es la prima del padre Gertrude Cassi-Lazzari, de 27 años, que ve llegar a casa como una aparición; a ella está dedicado su poema "El primer amor".
Escribió un tratado de historia de la astronomía y dos poemas en griego antiguo que lograron engañar a ciertos helenistas de la época. El culto de la gloria de los héroes antiguos llevaba a Leopardi a probarse en distintos géneros: a los diecisiete compuso un ensayo Sobre los errores populares de los antiguos; a los diecinueve inicia su cuaderno de apuntes, Zibaldone dei pensieri, que le acompañará hasta 1832; a los veinte compone los que serán sus primeros poemas y «Sobre el monumento a Dante». Al año siguiente, enfermo de la vista, que iba perdiendo progresivamente, y del espíritu, poseído por un pesimismo cósmico, intenta en vano fugarse de Recanati y lo consigue humillado al descubrir que su padre intercepta su correspondencia con el patriota liberal italiano Montani. Desde ese momento su vida se convierte en un círculo vicioso de huidas y regresos a su ciudad natal: Roma (1822 y 1823), Bolonia (1825), Milán (1825), Florencia (1830), donde conoce a su inseparable amigo y primer biógrafo, Antonio Ranieri, de nuevo Roma en 1831 y Florencia en 1832, son los hitos de este viaje doloroso, en el que va dejando atrás proyectos de trabajo irrealizados (en 1828 le ofrecen una cátedra en la Universidad de Bonn, que rechaza) y amores imposibles: Teresa Carniani-Malvezi, o Fanny Targioni-Tozzetti (la mujer que fue cantada por Leopardi en sus poemas bajo el nombre de Aspasia, la cortesana amada por Pericles). Subsiste dando clases particulares y emprendiendo trabajos editoriales. En su Dialogo di Tristano e di un amico llega a escribir uno de sus pasajes más desolados:

Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría (Diálogo entre Tristán y un amigo)
Este diálogo forma parte de sus ensayos filosóficos, publicados con el título de Opúsculos morales (1827), muchos de ellos en forma de diálogo. En 1830 deja Recanati por última vez, en 1831 aparece la primera edición de sus Canti (la segunda lo hará en 1835.
En 1833 marcha a Nápoles, donde muere en 1837; su gran amigo Antonio Ranieri lo libra de la fosa común y costea su tumba y lápida, publicando años después el primer estudio biográfico sobre el poeta.

Pensamiento y estilo

Los escritos de Leopardi se caracterizan por un pesimismo profundo y sin lenitivos: es una voz que grita el desamparo del ser humano y la crueldad de una natura naturans implacable, que le azuza desde su propio nacimiento hasta más allá de la muerte. En este valle de lágrimas, Leopardi se aferra, a pesar de todo, a tres consuelos: el culto de los héroes y de un pasado glorioso pronto sustituido por el de una edad de oro, que le emparenta con Hölderlin; el recuerdo del juvenil engaño antes de la brutal irrupción de "la verdad" y la evocación de una naturaleza naturata, de un paisaje brumoso y lunar donde al anochecer se escucha siempre perderse o acercarse por un camino la canción melancólica de un carretero.
Como un infante, con asiduo anhelo / fabrica de cartones y de hojas / ya un templo, ya una torre, ya un palacio, / y apenas lo ha acabado, lo derriba, / porque las mismas hojas y cartones / para nueva labor son necesarias; / así Natura con las obras suyas, / aunque de alto artificio y admirables, / aún no las ve perfectas, las deshace / y los diversos trozos aprovecha. / Y en vano a preservarse de tal juego, / cuya eterna razón le está velada, / corre el mortal y mil ingenios crea / con docta mano; que a despecho suyo, / la natura cruel, muchacho invicto, / su capricho realiza, y sin descanso / destruyendo y formando se divierte. / De aquí varia, infinita, una familia / de males incurables y de penas / al mísero mortal persigue y rinde; / una fuerza implacable, destructora, / desque nació lo oprime dentro y fuera / y lo cansa y fatiga infatigada, / hasta que cae en la contienda ruda / por la impía madre opreso y enlazado... (Palinodia al marqués Gino Caponi)
Leopardi siente un profundo desprecio por los falsos consuelos del pensamiento progresista y por el contrario siente una piedad infinita por el deseo de felicidad que los mueve y la huérfana estirpe humana, que le lleva a la compasión y a la solidaridad.
El género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada. Ningún filósofo que enseñase una de estas tres cosas habría fortuna ni haría secta, especialmente entre el pueblo, porque, fuera de que todas estas tres cosas son poco a propósito para quien quiera vivir, las dos primeras ofenden la soberbia de los hombres, la tercera, aunque después de las otras, requiere coraje y fortaleza de ánimo para ser creída. ("Il genere umano non crederà mai né di non saper nulla, né di non essere nulla, né di non aver nulla a sperare. Nessun filosofo che insegnasse l'una di queste tre cose, avrebbe fortuna ne farebbe setta, specialmente nel popolo: perché, oltre che tutte tre sono poco a proposito di chi vuol vivere, le due prime offendono la superbia degli uomini, la terza, anzi ancora le altre due, vogliono coraggio e fortezza d'animo a essere credute", Diálogo entre Tristán y un amigo)

Asume con dignidad la angustia y la protesta del hombre ante un infinito sordo y amenazador, como aparece en su poema metafísico más famoso, «El infinito», o en otro de sus poemas memorables, «A sí mismo». Al final de sus días, sin embargo, atenuó ese pesimismo de forma parecida a como Ludwig van Beethoven lo hizo en su Testamento de Heiligenstadt, y así aparece en su poema «Palinodia» dirigido al marqués Gino Capponi, pero cerrado sin embargo por una cabal ironía.
Sus poemas, recogidos en I Canti (Cantos, 1831) poseen una notable perfección formal, una forma neoclásica y un contenido romántico; en sus comienzos atrajo la atención del público a través de su oda patriótica Agli italiani (1818), pero hoy en día es reconocido, en cambio, por ser el mayor poeta lírico de la Italia del siglo XIX. Los Cantos tienen tres tramos muy diferenciados. Uno primero más neoclásico, muy influido por los clásicos grecolatinos y Dante y Petrarca; un segundo donde está el Leopardi más puro, más intenso, con los poemas más bellos, y un tercero marcado por el pensamiento y la poesía reflexiva. Esta tercera parte es la que más le interesó a Unamuno, quien tradujo «La retama», la flor del desierto, uno de los poemas más conocidos del poeta italiano. Es así que en su obra Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno incluye aquella denominación que hace Leopardi de la naturaleza: «Madre en el parto, en el querer madrastra».

Ediciones, traducciones y trascendencia

Tras las ediciones de los Canti de 1831 (Florencia, Piatti), en la que algunos poemas ya se habían publicado separadamente, y de 1835 (Nápoles, Starita), aumentada y autorizada por el autor, pero prohibida por el gobierno borbónico, vino la póstuma de Antonio Ranieri en 1845, que añadió "La ginestra o Il fiore del deserto". Los Canti han gozado de la excelente edición crítica de Emilio Peruzzi con la reproducción de los autógrafos (Milán, Rizoli, 1981). La última edición y más fiable de las Operette morali es la tercera y definitiva de Nápoles, Starita, 1835, también prohibida por el gobierno.
A lo largo del siglo XIX fueron numerosas las traducciones parciales de su prosa y poesía. Una biografía en dos gruesos volúmenes, en la que intercaló traducciones de casi toda la obra poética del autor, es la de Carmen de Burgos, "Colombine", en 1911. En 1928 se publicó la de Miguel Romero Martínez (Poesías de G. Leopardi, Madrid: CIAP), en 1929 la del poeta colombiano Antonio Gómez Restrepo (Cantos, Roma, 1929). Antonio Colinas ha traducido y estudiado numerosas obras de Leopardi, y también son interesantes las traducciones de Luis Martínez de Merlo, Diego Navarro y Eloy Sánchez Rosillo.
El primero en divulgarlo en España fue Juan Valera ("Sobre los cantos de Leopardi", 1855); siguió José Alcalá Galiano, (Poetas líricos del XIX: Leopardi. Sección VII, 1870); Carmen de Burgos prologó una importante traducción en dos volúmenes (1911). Prestaron a su obra atención escritores como Miguel de Unamuno, Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Luis Estelrich y Enrique Díez Canedo, entre otros muchos. Hay huella suya en la obra de poetas como Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Carlos Barral, Carlos Clementson, Antonio Colinas y Andrés Trapiello.

Obra

Canzoni (1824), edición "Annesio", Nápoles. Es el primer gran libro de poesías de Leopardi donde se presenta como poeta ético y civil. La obra consta de diez composiciones escritas entre 1818 y 1823 y se encuentran en orden cronológico:
All'Italia
Sopra il monumento di Dante che si prepara in Firenze
Ad Angelo Mai quand'ebbe trovato i libri di Cicerone della Repubblica [con dedicatoria a Leonardo Trissino]
Nelle nozze della sorella Paolina
A un vincitore nel pallone
Bruto minore
Alla primavera o delle favole antiche
Ultimo canto di Saffo
Inno ai patriarchi o dè principii del genere umano
Alla sua donna
Versi (1826), edición "Stamperia Le Muse", a cuidado de Pietro Brighenti, Bolonia. Publicado a sus propias expensas; es la segunda y relevante selección poética del autor. Comprende todos los textos aprobados sin incluir ninguna canción de 1824:
Idilli
L'infinito. Idillio I
La sera del dí di festa. Idillio II
La ricordanza. Idillio III
Il sogno. Idillio IV
Lo spavento notturno. Idillio V
La vita solitaria. Idillio VI
Elegie
Elegia I
Elegia II
Sonetti in persona di Ser Pecora Fiorentino Beccaio
Sonetto I
Sonetto II
Sonetto III
Sonetto IV
Sonetto V
Epistola
Epistola al Conte Carlo Pepoli
Guerra dei topi e delle rane
Canto I
Canto II
Canto III
Vulgarizacióbn de la sátira de Semónides sobre las mujeres.
Canti (1831), edición "Piatti", Florencia. Estructura tripartita con Canciones, Idilios y Cantos pisano-recanateses. Se compone de 23 obras:
All'Italia
Sopra il monumento di Dante che si prepara in Firenze
Ad Angelo Mai quand'ebbe trovato i libri di Cicerone della Repubblica [con dedicatoria a Leonardo Trissino]
Nelle nozze della sorella Paolina
A un vincitore nel pallone
Bruto minore
Alla primavera o delle favole antiche
Inno ai patriarchi o dè principii del genere umano
Ultimo canto di Saffo
Il primo amore [Elegia I B24]
L'infinito. Idillio I
La sera del giorno festivo. Idillio II
Alla luna [La ricordanza]
Il sogno
La vita solitaria
Alla sua donna
Al Conte Carlo Pepoli
Il risorgimento
A Silvia
Le ricordanze
Canto notturno di un pastore errante dell'Asia
La quiete dopo la tempesta
Il sabato del villaggio
Opúsculos morales (1827), son, en su mayor parte, cortos diálogos en que aparecen expuestas las ideas de Leopardi acerca de la desesperación.





Canto I: A Italia 

¡Italia mía! Miro muros, arcos,
columnas, simulacros, las caídas
torres de nuestros padres;
mas no encuentro la gloria,
ni el hierro y los laureles que abrumaban
a nuestros ascendientes. Hoy, inerme
el seno muestras y la sien desnuda;
¡cielos! ¡Cuántas heridas!
¡Qué mortal lividez! oh, cuál te veo,
¡bellísima mujer! Al cielo digo
y al mundo: ¿quién la puso
en tal miseria? Y por mayor afrenta
duras cadenas cíñenle los brazos.
Así, suelto el cabello, el velo roto
yace en tierra doliente y olvidada,
y la faz escondida
en el regazo, llora.
¡Llora, Italia infeliz! justo es que llores,
tú, que a todos venciste
en las dichas al par que en los dolores.

Si dos fuentes vertieran tus pupilas,
nunca pudiera el llanto
igualarse a tu mal y a tu vergüenza:
que de señora descendiste a esclava.
¿Quién recuerda tu historia
que, contemplando tu esplendor pasado,
no diga: su grandeza ya no existe?
¿Por qué ? ¿por qué ? ¿ Dó está la antigua fuerza,
las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero ?
¿Quién te entregó? ¿qué dolo, qué artificio,
o qué poder tan grande
te arrancaron el manto y la diadema?
¿Cómo caíste, y cuándo
de tanta altura a tan profundo abismo?
¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende
hijo ninguno? ¡Al arma! ¡al arma! solo
entraré en lucha, rendiré la vida
y que mi sangre sea
fuego a nuestra nación adormecida.

¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas,
y de carros, y voces, y timbales;
en extrañas regiones
luchan tus descendientes.
Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas
un fluctuar de infantes y caballos,
y polvo, y humo, y fulgurar de aceros,
cual rayo entre las sombras?
¿No te animas? ¿las trémulas miradas
porqué no fijas en la incierta lucha?
¿Por quién, allá, combate
la ítala juventud? ¡Númenes sacros!
¡Sirven a otra nación nuestros aceros!
¡Mísero el hombre que rindió la vida
no por el patrio nido y por la amada
esposa e hijos caros,
mas por extraña gente,
y que morir no puede, balbuciendo:
¡alma tierra natía!
¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo!

Venturosa la edad en que corrían
a morir por la patria
los animosos pueblos en legiones!
¡Y tu siempre glorioso y venerando,
oh tesálico estrecho,
do la Persia y el Hado menos fuertes
fueron que pocas almas generosas!

Fínjome que los troncos y las piedras
y el mar y la montaña, al pasajero
con indistintas voces
aún narran cómo la legión invicta
cubrió el lugar sangriento
de cuerpos a la Grecia consagrados,
feroz y vil entonces
Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga,
ludibrio a nuestros nietos más lejanos,
en la cima de Antela, do muriendo
burló a la muerte la legión divina,
Simónides se alzaba
mirando el cielo, el campo y la marina.

Y bañado de lágrimas el rostro,
ansioso el pecho, el paso vacilante,
empuñaba la lira:
«¡Oh felices vosotros
que el pecho disteis a enemiga lanza,
en homenaje a la que os dio la vida!
Os honra Grecia y os admira el mundo.
En medio de los azares,
¿qué amor movió las juveniles mentes
y a temprano morir llevaros pudo?
¿Cómo tan dulce, oh hijos,
os fue la hora final, que sonriendo
fuisteis al trance lamentable y duro?
¡Dijérase que al baile y no a la muerte
ibais vosotros, o a festín glorioso,
y en cambio, os esperaban
el orco y la onda muerta!
Ni visteis a la esposa y al querido
hijo, cuando en la playa
sin un beso moristeis, ni un gemido.

«Mas no del Persa sin horrendo duelo,
e inacabable angustia:
como león en medio de un rebaño,
la res asalta y le desgarra el lomo
con la potente zarpa,
y a otras los flancos y los muslos muerde,
tal, en medio de los persas, se encendía
la rabia en los helenos corazones.
Mira en tierra caballo y caballero;
obstáculo a la fuga
los carros son y derribadas tiendas;
de los suyos al frente
huye el tirano, desgreñado y mustio,
y bañados y tintos
en la sangre del bárbaro los griegos,
motivo al persa de infinito llanto,
vencidos por sus llagas, desfallecen
y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva!
¡Oh felices vosotros
mientras la humanidad hable o escriba!

«Primero, de los cielos desprendidos,
cayendo al mar, estallarán los astros
que el amor y la gloria
que conquistasteis, mengüen.
Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre
vendrá a mostrar al párvulo la hermosa
huella de vuestra sangre. ¡Yo, postrado
¡héroes! sobre este suelo,
el césped beso y las desnudas rocas,
que alabadas serán eternamente
del uno al otro polo.
¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado
hubiera con mi sangre esta alma tierra!
Mas si mi suerte es otra y no permite
que por la Grecia los murientes ojos,
cierre en la lid cruenta,
que a lo menos la intacta
fama del vate que os cantó, perdure
y el numen le conceda
tanto durar cuanto la vuestra dure».





Canto IX: Último canto de Safo  

Plácida noche y pudoroso rayo
de la luna que muere; y tú que naces
sobre la roca, entre la muda selva,
nuncio del día; ¡oh caras, deleitosas
apariencias, mientras desconocía
el hado y la pasión! ; ya no sonríe
dulce visión al desolado afecto.
Sólo se aviva nuestro gozo insólito
cuando en el éter líquido girando
va, y por los campos trepidantes, la ola
polvorienta del noto, y cuando el carro,
grave carro de Júpiter, divide,
sobre nuestra cabeza, el aire oscuro.
Nos place, por barrancos y hondos valles,
nadar entre el turbión, y ver la fuga
de espantados rebaños, y del río
en la insegura orilla
la vencedora ira de la onda.

Bello tu manto es, divino cielo;
bella tú, húmeda tierra. ¡Ay! , de esta inmensa
beldad parte ninguna concedieron
los dioses y la suerte despiadada
a la mísera Safo. En tus soberbios
reinos, Natura, esclavo y grave huésped
y amante despreciada soy, y en vano
en tus graciosas formas, suplicante
fijo los ojos. Para mí no ríen
la abierta playa ni de etérea puerta
el matutino albor; no me saludan
el canto de pintados pajarillos
ni el murmullo del haya; ya la sombra
del inclinado sauce, donde corre
del candoroso arroyo el puro seno,
a mi lúbrico pie la ondeante linfa
esquiva desdeñosa
y huye de las riberas perfumadas-

¿Qué pecado, qué exceso tan nefando
manchó mi nacimiento, que tan torvos
se me mostraron cielos y fortuna?
¿En qué pequé de niña, cuando ignara
de maldad es la vida, que privada
de juventud, y desflorado, el huso
de la inflexible Parca retorcía
mi oscuro hilo vital? Incautas voces
tu labio esparce; el destinado evento
rige arcano poder. Arcano es todo
menos nuestro dolor. Prole olvidada,
para el llanto nacemos, y el motivo
sólo los dioses saben. ¡Oh esperanzas
de la más verde edad! A la apariencia
el Padre dió en el mundo eterno reino;
y por grandes que sean las empresas,
docto el canto o la lira,
no luce la virtud en feo manto.

Moriremos. Caído el velo indigno,
desnuda el alma bajará al Averno,
y el crudo fallo enmendará del ciego
dispensador de eventos. Tú, que hondo
amor y fe me inspiras, por quien vano
furor me oprime de áspero deseo,
vive feliz, si puede en este mundo
feliz alguien vivir. por mí no vierte
el suave licor del vaso avaro
Jove, después que el sueño y los engaños
de mi niñez murieron. Los alegres
días de juventud rápidos pasan.
Quedan los males, la vejez, la sombra
de la gélida muerte. Así, de tantos
gratos errores y esperadas palmas,
resta el Tártaro; y va el osado ingenio
a la tenaria diosa,
la oscura noche y la silente orilla.







Canto X: El primer amor  

Vuelve a mi mente el día en que el combate
sentí de amor por vez primera, y dije: .
«¡Ay de mí, si es amor, cómo acongoja!»

Con los ojos clavados en la tierra,
yo contemplaba a aquella que, inocente,
mi corazón hizo vibrar primero.

¡Ay, amor, y cuán mal me gobernaste!
¿Por qué tan dulce amor debió consigo
llevar tanto dolor, tanto deseo,

y ni sereno, ni íntegro y sencillo,
mas lleno de lamentos y de afanes,
bajó a mi corazón tanto deleite?

Y dime, tierno corazón, ¿qué espanto,
qué angustia era la tuya al pensamiento
junto al cual era hastío todo goce? ;

el pensamiento aquel, que, lisonjero,
se te ofreció en la noche, cuando todo
quieto en el hemisferio aparecía.

Tú, infeliz venturoso e intranquilo,
me fatigabas el costado sobre
el lecho, fuertemente palpitando.

Y cuando triste, exhausto y afanoso,
yo los ojos cerraba, delirante
como por fiebre, el sueño no acudía.

¡Oh, qué viva surgía en las tinieblas
la imagen dulce, y los cerrados ojos
la contemplaban bajo de los párpados!

¡Qué latidos suavísimos sentía
recorrerme los huesos, qué confusos,
mudables pensamientos en el alma

alzábanse, lo mismo que en las copas
de antigua selva el céfiro soplando
arranca un largo y trémulo murmullo!

Mientras callaba, sin luchar, ¿ qué hiciste,
¡oh corazón! , cuando partía aquella
por quien pensando y palpitando vivo?

Me sentía quemado lentamente
por la llama de amor, cuando la brisa
que la avivaba se extinguió de pronto.

El nuevo día me encontró sin sueño,
y al corcel que debía dejarme solo
piafar oía ante el paterno albergue.

Y yo, tímido, quieto e inexperto,
en el balcón oscuro, inútilmente
aguzaba la vista y el oído

esperando escuchar la voz que de unos
labios debía salir por vez postrera;
aquella voz que el cielo, ¡ay! , me vedaba.

¡Cuántas veces el vacilante oído
plebeya voz hirió, y heló mis venas
e hizo latir el corazón con fuerza!

Y cuando al corazón bajó el acento
de aquella voz amada, y se escucharon
de carros y caballos los rumores,

me quedé ciego, me encogí en el lecho
palpitando, y, cerrados ya los ojos,
oprimí el corazón entre mi mano.

Luego, arrastrando las rodillas trémulas
por la callada estancia, tontamente,
decía: «¿Qué dolor puede ya herirme ?»

Amarguísimo entonces, el recuerdo
se me emplazó en el pecho, y se oprimía
a toda voz, ante cualquier semblante.

Largo dolor mi mente iba minando,
cual lluvia que al caer del vasto Olimpo
melancólicamente, el campo baña.

No sabía de ti, garzón de nueve
y nueve soles, a llorar nacido,
cuando en mí hiciste la primera prueba.

Y el placer desdeñando, no me era
grato el reír de un astro, ni el silencio
de la aurora, ni el verdecer del prado.

También faltaba el ansia de la gloria
del pecho, al que inflamar tanto solía,
pues la borró el amor por la belleza.

Desatendí el estudio acostumbrado
y lo creía vano, porque vano
cualquier otro deseo imaginaba.

¿Cómo pude cambiar de tal manera
y que un amor borrara otros amores?
En verdad, ¡ay de mí! , cuán vanos somos.

Mi corazón tan sólo me placía,
y de un perenne razonar esclavo
espiaba el dolor que lo embargaba.

La vista fija en tierra o abstraída,
insoportable me era ver un rostro
fugitivo, ya fuese hermoso o feo,

pues temía turbar la inmaculada,
cándida imagen en mi mente fija,
cual la onda del lago turba el aire.

Y aquel no haber gozado plenamente
-que de arrepentimiento llena mi alma
y el placer que pasó cambia en veneno-

en los huídos días, a mi mente
estimula; que de verguenza el duro
freno mi corazón ya no sujeta.

Juro a los cielos ya las nobles almas
que nunca un bajo anhelo entró en mi pecho,
que ardí en un fuego inmaculado y puro.

Vive aquel fuego aún, vive el afecto,
alienta en mi pensar la bella imagen
de quien, si no celestes, otros goces

jamás tuve, y sólo ella satisface.





Canto XII: El infinito  

Amé siempre esta colina,
y el cerco que me impide ver
más allá del horizonte.
Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
me encuentro con mis pensamientos,
y mi corazón no se asusta.
Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
me subyuga lo eterno, las estaciones muertas,
la realidad presente y todos sus sonidos.
Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
y naufrago dulcemente en este mar.





Canto XIV: A la luna  

Oh tú, graciosa luna, bien recuerdo
que sobre esta colina, ahora hace un año,
angustiado venía a contemplarte:
y tú te alzabas sobre aquel boscaje
como ahora, que todo lo iluminas.
Mas trémulo y nublado por el llanto
que asomaba a mis párpados, tu rostro
se ofrecía a mis ojos, pues doliente
era mi vida: y aún lo es, no cambia,
oh mi luna querida. Y aún me alegra
el recordar y el renovar el tiempo
de mi dolor. ¡Oh, qué dichoso es
en la edad juvenil, cuando aún tan larga
es la esperanza y breve la memoria,
el recordar las cosas ya pasadas,
aun tristes, y aunque duren las fatigas!






Canto XV: El sueño  

Era el alba, y detrás de los postigos
por el balcón el sol insinuaba
la luz primera en mi cerrada alcoba;
cuando en el tiempo que es más leve el sueño
y más suave cubre las pupilas,
junto a mí vino, y me miró ala cara
el simulacro de la que primero
el amor me enseñó, y me dejó el llanto.
No parecía muerta, sino triste,
con semblante infeliz. Con la derecha
cogiendo mi cabeza y suspirando
"¿Vives –me dijo– y guardas de nosotros
algún recuerdo?" Respondí: "¿De dónde
y cómo vienes, oh belleza? ¡Ah cuánto,
cuánto pené por ti: yo no pensaba
que pudieras saberlo, y esto hacía
aún más desconsolado mi dolor.
¿Pero vas a dejarme una vez más?
Lo temo mucho. Di, ¿qué te ha ocurrido?
¿eres tú la de ayer? ¿y qué te aflige
eternamente?" "Ofusca la olvidanza
tu pensamiento, y lo confunde el sueño
-dijo-. Estoy muerta, y hace muchas lunas
me viste por postrera vez". Inmenso
dolor el pecho me oprimió al oírlo.
y prosiguió: "Morí en la flor del tiempo,
cuando la vida es más hermosa, y antes
que el corazón comprenda que son vanas
las esperanzas. El mortal enfermo
desea fácilmente a quien le libra
de afanes; mas la muerte sin consuelo
llega a la juventud, y es duro el hado
de la esperanza extinta bajo tierra.

Vano es saber lo que a los inexpertos
de la vida natura les esconde,
y al saber inmaduro en mucho gana
el dolor ciego." "Oh cara, oh sin ventura,
calla, calla -le dije- pues el pecho
tu voz me rompe. ¿Así pues, estás muerta,
oh mi dilecta; y yo estoy vivo? ¿el cielo
ordenó pues que aquel sudor extremo
este cuerpo tan tierno y tan querido
probar debiera, y para mí quedaran
enteros mis despojos? ¡Cuántas veces,
al pensar que no vives y que nunca
te volveré a encontrar en este mundo,
no lo puedo creer! Ay, ay ¿qué es esto
llamado muerte? ¡Si hoy por experiencia
lo supiese, e inerme la cabeza
sustrajera a los odios del destino!
Soy joven, mas se pierde y se consume
mi juventud igual que la vejez
que aún está lejos, pero que me espanta.
Pero de la vejez poco difiere
de mis años la flor." "Los dos nacimos
-dijo- para llorar; a nuestra vida
la dicha no rió; y se gozó el cielo
con nuestras penas." "Si de llanto el párpado
-añadí- y mi semblante emblanquecido
por tu partida ahora, y si de angustia
llevo el pecho cargado, di, ¿de amor
ascua alguna, o piedad alguna vez
hacia el mísero amante ardió en tu pecho
cuando vivías? Yo desesperando
y esperando pasaba día y noche
entonces; y hoy se cansa en vanas dudas
mi mente. Que si al menos una vez
dolor sentiste de mi negra vida
dímelo, te lo pido, y me socorra
el recordar, pues de futuro privan
a nuestros días”, y ella: "Oh desdichado,
consuélate. Yo de piedad avara
en vida no te fui, ni ahora lo soy,
mísera yo también. No tengas queja
de esta desgraciadísima muchacha."
"Por nuestra desventura, y el amor
que me oprime –exclamé– por el querido
nombre de juventud, y la perdida
esperanza, permíteme, oh amada,
que tu derecha toque." y con un gesto
triste y suave me la dio, y al tiempo
que de besos la cubro, y de afanosa
dulzura palpitando a mi anhelante
seno la aprieto, de sudor hervían
pecho y rostro, la voz se me cortaba,
y vacilaba el día ante mis ojos.
Cuando ella tiernamente su mirada
fijó en la mía, " ¿Olvidas, oh querido,
-dijo- que estoy desnuda de belleza?
y tú de amor en vano, oh desdichado,
tiemblas y ardes, y ahora, al fin, adiós.
Nuestros cuerpos y mentes se separan
eternamente. Para mí no vives
y nunca vivirás. Ya rompió el hado
tu fe jurada." Entonces con angustia
yendo a llorar, y delirando, henchidas
las pupilas de llanto sin consuelo,
dejé el sueño. Mas ella sin embargo
quedó en mis ojos. Y en el rayo incierto
del sol me pareció seguirla viendo.






Canto XVI: La vida solitaria 

La lluvia matinal, cuando las alas
batiendo, salta alegre la gallina
en la cerrada estancia, y el labriego
sale al balcón, y la naciente aurora
vibra su rayo trémulo, esmaltando
las transparentes gotas, en mi albergue
dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
de la ciudad, en donde el odio sigue
y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
para mí en estos sitios ¡ay! un tiempo
más compasivos a mi mal. Tú apartas
del triste la mirada, y desdeñando
los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
no halla en cielo ni tierra amiga mano,
ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
sobre una altura que domina un lago
coronado de plantas taciturnas;
allí, cuando al cenit radiante asciende
el sol, refleja su tranquila imagen,
y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
no se ve ni se siente a la redonda
encresparse las olas; ni su canto
entonar la cigarra; ni las plumas
el pájaro agitar entre las hojas,
o retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
donde yo, inmóvil, reposando, casi
del mundo odioso y de mi ser me olvido;
y pienso que mis miembros se desatan,
que se extingue el sentir y que mi antigua
calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste
este mi corazón, que antes ardía
hasta abrasar. Con su aterida mano
oprimióle el pesar, y en duro hielo
en la flor de mis años, convirtióse.
Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce
e irrevocable tiempo, cuando se abre
al ojo juvenil la triste escena
del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
de virgen esperanza y de deseos,
y se lanza a la acción, como pudiera
al juego y a la danza. Mas tan pronto
como pude entreverte, la Fortuna
mi existencia rompió, y a mis pupilas
tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
en la callada aurora, o cuando brillan,
al sol techos, collados y llanuras
miro de hermosa jovenzuela el rostro;
si alguna vez, en la serena calma
de estiva noche, el paso vagabundo,
de la ciudad en derredor guiando,
la hosca tierra contemplo, y de afanosa
niña, que activa nocturnal faena,
oigo sonar en la apartada estancia
el canto melodioso, se conmueve
mi corazón de piedra; pero torna
pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña
toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara luna a cuya luz tranquila
danzan las liebres en el bosque, dando
enojo al cazador, que a la mañana
halla intrincadas las falaces huellas
que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
benigna de las noches! Importuno
entra tu rayo por selvosos riscos
o en ruinoso edificio, iluminando
el puñal del ladrón, que escucha atento
fragor de ruedas y de cascos duros
y rumor de pisadas en la vía,
y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo
aspecto, hiela al tímido viandante
a quien desnudo y semivivo, deja
entre las piedras. Importuno baja
también tu blanco rayo a las ciudades
sobre el vil corruptor que se desliza
de los muros al pie, y en las espesas
sombras se oculta, y párase y se asusta
de la luz que difunden los abiertos
balcones. Importuno a los malvados,
a mí siempre benigno, tu semblante
aquí será, do sólo me descubres
risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
tus bellos rayos acusar solía,
cuando me denunciaban de los hombres
a la mirada, en la ciudad, o cuando
ver me dejaban el humano aspecto.
Ora celebrarélos, ya te mire
envolverte entre nubes, ya serena
dominadora del etéreo campo,
esta morada mísera contemples.
A menudo verásme, solo y mudo,
errar por bosques y por verdes ribas,
o yacer en la yerba, satisfecho,
si aún el poder de suspirar me queda.






A se stesso

Or poserai per sempre,
Stanco mio cor. Perì l'inganno estremo,
Ch'eterno io mi credei. Perì. Ben sento,
In noi di cari inganni,
Non che la speme, il desiderio è spento.
Posa per sempre. Assai
Palpitasti. Non val cosa nessuna
I moti tuoi, nè di sospiri è degna
La terra. Amaro e noia
La vita, altro mai nulla; e fango è il mondo
T'acqueta omai. Dispera
L'ultima volta. Al gener nostro il fato
Non donò che il morire. Omai disprezza
Te, la natura, il brutto
Poter che, ascoso, a comun danno impera
E l'infinita vanità del tutto








El Infinito

Sempre caro mi fu quest'ermo colle,
E questa siepe, che da tanta parte
Dell'ultimo orizzonte il guardo esclude.
Ma sedendo e mirando, interminati       
Spazi di là da quella, e sovrumani
Silenzi, e profondissima quiete
Io nel pensier mi fingo; ove per poco
Il cor non si spaura. E come il vento
Odo stormir tra queste piante, io quello       
Infinito silenzio a questa voce
Vo comparando: e mi sovvien l'eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei. Così tra questa
Immensità s'annega il pensier mio:       
E il naufragar m'è dolce in questo mare.






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