Germán Pardo García
(Ibagué, COLOMBIA 1902 - México, 1992) Poeta colombiano. Su padre fue presidente de la Suprema Corte de Justicia y él cursó estudios de Filosofía y Letras. Se dedicó muy pronto al periodismo y a la poesía, y publicó en su país su primer volumen de versos: Voluntad (1930). Desde 1931 residió en México, donde dirigió la revista literaria Nivel.
Fue fundamentalmente un poeta, de iniciación postmodernista y temperamento romántico, pero de aspiraciones independientes, a tono con su fervor de soledad. En su Torre de marfil lo obsesionan tres temas: la injusticia social, la guerra y la muerte. Su inquietud pacifista ante las experiencias nucleares han motivado que algunos lo llamen el poeta de la era atómica. Su obra fue recogida en una edición homenaje por la editorial Cultura de México en 1961.
Los títulos que había publicado hasta entonces el poeta son Voluntad (1930), Los júbilos ilesos (1933), Los cánticos (1935), Los sonetos del convite (1935), Poderíos (1937), Presencia (1938), Claro abismo (1940), Sacrificio (1943), Las voces naturales (1945), Los sueños corpóreos (1947), Poemas contemporáneos (1949), Lucero sin orillas (1952), U. Z. llama al espacio (1954), Eternidad del ruiseñor (1956), Hay piedras como lágrimas (1957), Centauro al sol (1959), La Cruz del Sur (1960) y Osiris Preludial (1960).
Posteriormente publicó Los ángeles de vidrio (1962) y Cosmonauta (1962). Lírico solitario y "sin orillas", Germán Pardo García es uno de los más interesantes poetas hispanoamericanos. Su producción poética se completa con los poemarios Himnos de hierofantes (1969) y Génesis (1974). El volumen Apolo Pankrátror (1977), agrupó su obra hasta esa fecha.
FUERZA DEL MUNDO
Vuelvo del infinito con mi herida
de estrellas y mis ojos aterrados,
y busco la piedad de mis ganados,
mis colmenas, mi casa abastecida.
Me aguarda la humildad y una comida
de legumbres, los frutos sazonados
de la última estación, y los collados
tranquilos y la acequia arborecida.
Y al llevar a mi boca el alimento
que yo mismo sembré, los zumos fríos
la carne de la fuerza y el sustento,
caigo a los pies de los apoyos míos,
abrazando la sal del pavimento,
la fiel ceniza, los salubres ríos.
ELEGÍA A LÍDICE
Existe una palabra para sentir la intensidad del dolor del hombre:
Lídice.
Es hermosa,
por su enérgico ritmo esdrújulo
y trisílabo:
Lídice.
Sin embargo nos punza cual eufónica espina,
y está sola como una flor que vierte
ceniza y cal en la conciencia humana.
Sirve para medir toda estatura
cadavérica;
para mostrar los fosos nauseabundos
tapados como cápsulas inicuas;
para incendiar los sueños de los niños
y extinguir el verdor arborescente.
Lídice:
de otras ciudades viéronse columnas
de mujeres apátridas
y criaturas domésticas,
huir
por los caminos llenos de tanques y cañones.
Viéronse Cristos mutilados
bajar de los altares abolidos;
tomar su cruz y sus ardientes clavos;
cargar los miserables atributos
del que implora,
y como el hombre y la sumisa bestia,
iniciar la agonía del destierro.
* * *
De ti,
Lídice,
nada
salió.
Caíste vertical y al golpe oscuro
de una condenación abrumadora.
Fue un desplome concéntrico de paredes y calles,
monumentos,
herbarios
y nubes.
En tu yermo perímetro
brotó después la sal,
ese lustre de célibes praderas.
Y apareció el insecto putrefactor y fúnebre
de espalda azul y transparentes alas,
que ronda las recientes sepulturas;
y se mostró la hiena,
satánico habitante de las ruinas.
Tu crecimiento,
Lídice,
fue hacia abajo, hacia todo lo sepulto,
como un árbol
equívoco.
Y tuviste el nivel de las lagunas
congeladas;
el insondable estigma del vacío
y el miedo tutelar de los escombros.
¿Cómo nombrarte,
Lídice,
si tu martirio lo indecible abarca?
¿Cómo llorar por ti si todo llanto
desemboca en tu clima decadente?
Los hombres que vivimos
después de ti no somos los de antes.
Hablamos un idioma de criptas y de signos.
Volvemos de la nada
que aturde con sus trágicos preludios,
y eludimos al viento sagitario
que libre zona vegetal flanquea,
porque sabemos,
Lídice,
que la concentración en nuestros hombros
dejó la huella de sus zarpas dígitas
y sus activos látigos,
y comprendemos,
Lídice,
que atormentando espíritus y estrellas
hay algo superior a nuestra angustia.
¿Qué puede nuestra sangre transitiva
junto a tu sangre permanente, Lídice?
Al hablar de la sangre se pregunta:
¿en dónde está tu sangre,
Lídice?
¿En dónde está tu cuerpo,
Lídice?
Y se recuerda entonces que tu sangre
fue borrada
de la estirpe y del mundo de las formas,
y tu cuerpo
devorado por álgidas hogueras.
No tienes sangre,
Lídice,
no tienes cuerpo,
Lídice.
Sólo eres un vocablo trisílabo y enérgico
para medir el contemporáneo dolor del hombre;
la pasiva escritura de palabra
que a sí misma se hiere y se disloca,
y tal vez algún rastro en cualquier sitio
que brújula de horror indetermina;
un rastro nada más en algún sitio
sin calor, a la sombra de alguna conífera
helada,
igual a tantas congelaciones
que sentimos,
y llevamos hundidas en nosotros,
más allá del dolor y la memoria.
UTENSILIOS DE TRABAJO
Mirad mis utensilios de trabajo.
Son humildes: cualquier cosa del suelo.
Carbón para escribir, húmedo velo
de retamas y un poco de cascajo.
Con ellos cumplo mi labor de abajo.
Dura labor, pero mi afán de vuelo
se apoya en estas cúpulas de cielo
convertidas en piedras del atajo.
Volverlas a las nubes es mi culto.
Por ello siempre se me escucha oculto
sacando estrellas de la roca viva.
Cada golpe que doy alza algo inmenso,
dejándome el espíritu suspenso
sobra otra inmensidad definitiva.
INVOCACIÓN A LA NOCHE
Separa de mi ser todo elemento
que la materia a su pesar inclina,
y envuélveme en tu acuática neblina
dejándome desnudo el pensamiento.
Indúceme al jardín donde el aliento
Se satura de estrellas y la harina
que el molino ennoblece y aglutina,
convierte en desnudez su sedimento.
¡Pensar! Y que mis sienes escarpadas
cintilen como antenas capturadas
por la luz electrónica de un rito
donde la Eternidad piensa desnuda,
sin Dios, sin mente, sin piedad ni duda
ni el gran dolor del pensamiento escrito.
Los hombres del Desierto
Los hombres del Desierto somos raíz del Génesis.
Como la Esfinge, ocultamos las claves de Sumer.
Desde antes de Aristóteles
conocíamos los arcanos de las plantas.
Amarillos, iguales a la arena,
nadie ha visto jamás nuestro color.
Caminamos lentamente. No se sabe
que nuestra lentitud es un proceso de los siglos.
Cuando encendemos una luz en nuestras casas,
se ignora que esa luz es saturnal.
Nuestras palabras triples cantan sin decirlo
dónde está la escritura salvada del naufragio,
las postreras resinas misteriosas
y el sentido secreto de los cultos.
Si nos invitan a la mesa de los príncipes,
al separarnos queda en los asientos
un polvo que no es humus ni ceniza.
Al gustar de los panes que comemos,
al beber del licor de aquellas copas,
hallamos el legítimo sabor de los manjares
y la transformación de1 hidrógeno en las ánforas.
Los diáconos no pueden en los templos
responder nuestras áridas preguntas,
ni encender los rituales holocaustos
de nuestras tribus en el yermo astral.
Tú que me estás oyendo, quédate mudo, absorto.
Si me voy no vigiles a qué sitio me alejo.
Lo que busco está próximo, a unas pocas miradas.
Pero los hombres del Desierto, cuando partimos hacia nosotros,
a pesar de estar cerca, nunca, nunca llegamos.
UN HOMBRE VUELVE AL MAR
Lanzo mi cuerpo a trascender sobre la playa,
cual si fuera un atún al que asedia el pelícano.
Fracasó mi fabular terrestre.
No pude traducir el silabario de las orugas
y le rondo mis vínculos al mar.
Esquivo el mundo, salival espejo
donde están los escándalos mirándose;
el amor y su artilugio de serpiente
deslizándose voraz por nidos de palomas;
el odio en la desnudez de las espadas
y el corazón y sus saltos de canguro.
Incendié mi campamento de beduino,
mi tolda de traficante vagabundo
que permutó batracios por estrellas,
y me confío al árbol genealógico del agua.
Fraternicé con los dorados tulipanes
y vertí en campesinos atanores
rocío a los helechos pubescentes.
Clamé que soy el taumaturgo que transforma
los linfáticos sueros y conjura
la aparición del cáncer en el alma.
Que soy hijo de alondras y mis coros
resonar de volcanes apagados.
Mi divina simulación aquí concluye,
frente a los jeroglíficos del mar.
Cuando desaparezca de esta playa
decid: era el hermano natural de las esponjas,
el gemelo sinuoso de los pulpos,
el amante sexual de las madréporas
y el árbitro salar de las tortugas.
Ya no estaré con mi fulgor de azufre,
mas sí en identidad de nave líquida.
Decid entonces: vino a confundirse
con su placenta de potasio y yodo
v a conocer a su violento padre.
En la ribera se vistió de lluvias.
¡Era de agua y lo retiene el mar!
PARAÍSO PERDIDO
Fui en esa casa el hijo bienamado.
Cuando los otros niños se alejaban
a cazar mariposas en el bosque,
yo quedaba en silencio, paralítico,
cual otra mariposa aprisionada
bajo la intimidad de una alacena.
Viví a la orilla del sepulcro, oyendo
devorarse a sí misinos los gusanos,
y adquirí desde entonces un sentido
larval de la existencia y de las cosas.
Al que la muerte besa desde niño,
será siempre un cadáver transeúnte.
Mi padre me acunaba y me decía:
¿cuándo vas a volar, hijo del aire?
Y al fin abrí las alas dolorosas.
Hoy tengo setenta años. Ya no existe
mi padre; y en la casa, único huésped,
el frío lastimero la transita.
Mas he vuelto y clamado: soy el águila
que retorna a morir donde naciera.
Estos muros son míos. Estas ruinas
por derecho natal me pertenecen.
Mi padre me las dio en su testamento,
y a la vez un turpial y un gallo mudo.
Yo soy el albañil de estas paredes
y el mezclador de cal y el hortelano.
Y quise entrar, sentarme en esos quicios,
comer lo que sobrara de esas frutas
y restaurar las duelas amarillas.
Mas un ángel nocturno v silencioso,
bajo la faz de un perro amenazante,
desnudó las espadas de sus dientes
y me negó la entrada al paraíso.
EL HOMBRE ABEJA
Mirábanle salir de su casa lacustre
fija al pie de un gran monte sereno
de su natal país, allá en el sur.
Siempre guardó el sigilo
de sus fugas cinegéticas,
pues se creyó que salía en busca
de la azul cornamenta de algún ciervo
o de la carne de una codorniz.
No supo nadie que él tenía su colmenar propio,
por él mismo labrado con fragantes ceras,
y que en sus doradas cápsulas
él mismo destilaba frutal licor.
Le vieron muchas veces
inclinarse sobre las flores,
y pensaron que las amaba
como ninguno antes allá.
Les succionaba el néctar con ternura
y vertía sus dulces bálsamos después.
Desapareció algún día. Jamás lo recordaron.
Cuando volvieron a encontrarle
destilaba desde sus sienes
otro licor más hondo en el papel.
Os doy testimonio
de haber conocido a este hombre-abeja
en su profundo colmenar, allá en el sur.
EL VENDEDOR DE FRUTAS
Y PÁJAROS
Yo soy ese hombre vendedor de frutas
que en las ciudades a las puertas llama,
con su pequeño carro y su burrito
y un pregón musical para que le abran.
Oídme lo que digo, gentes duras,
escuchad mi pregón y mis parábolas:
vengo del monte, de los campos vivos.
Soy un fruticultor de la montaña.
Vendo liebres y tórtolas, limones
y ramas de malvón, vendo naranjas.
Ofrezco almíbar de ciruelas rojas
y blando betabel, vendo guanábanas.
Nísperos doy y fresas y aceitunas
y flores de amarilla calabaza.
Vendo zenzontles, lirios y turpiales
y un mirlo arrullador en esta jaula.
Venid, llegad a mi silbante fronda
que en la ciudad ensombrecida avanza.
Vendo membrillos, uvas y frambuesas.
Acudid a comprar, vendo manzanas.
Pero nadie me escucha y estoy solo.
¿Qué se hicieron los niños que compraban
mis pájaros azules, mis ramitos
de arrayanes y todas mis castañas?
Me siento solo en la ciudad oscura.
Cambiaré mi pregón: ¡vendo esperanza!
Vendo alegría para el mundo, vendo
ternura y amistad para las almas.
¿Quién recibe un manojo de ternura?
¿Quién quiere conocer esta abundancia
cristalina que llevo entre las manos,
y que amistad y corazón se llama?
Vendo espíritu puro, vendo brisas.
Soy un apicultor de las montañas.
Pero nadie me escucha y mis pregones
se estrellan contra el muro de las casas.
La ciudad en las brumas no recuerda
que soy su antiguo compañero. Hay caras
desconocidas para mí y se nublan
cuando paso, portones y ventanas.
Vendo frutas recientes, las más dulces,
y alcatraz y laurel y remolacha.
El eco imperceptible me responde.
nadie más... y mi espíritu se apaga.
Voy a brindar la miel de mis colmenas
a las tímidas liebres y a las cabras,
y mis primicias de algodón al nido
del colibrí y a las palomas blancas.
La ciudad en las brumas me desprecia.
Soy su vulgar jardín sucio de cáscaras.
No se puede ofrecer frutas y alondras
a un mundo sanguinario que fracasa.
No se puede llevar lirios al pecho,
porque otros lucen homicida espada.
¡Adiós, adiós, me voy con mis jilgueros,
mis frutas y mi olor a mejorana!
Ya nadie me conoce. ¡Adiós, amigos!
Vendo ciruelas, nueces y guayabas.
En el reloj de la vecina torre
suena la una de la madrugada.
¡Qué soledad! Mis pájaros sollozan
y no he vendido ni siquiera un ánsar.
Y yo creyendo que era el mediodía,
y era mi corazón el que irradiaba.
Mi abierto corazón de niño grande,
vendedor de avecillas y balsáminas.
Ahora lo comprendo: era mi espíritu.
Soy una claridad entre fantasmas.
Me circundan espectros de otros mundos.
Seres que conocí surgen y me hablan
desde el fondo apacible de otros días,
y les vuelvo a decir: ¡vendo naranjas!
Me miran y se alejan y se ocultan
otra vez en las sombras asordadas.
Yo empuño un sol nocturno y en su esfera
le signo un ruiseñor con ojos de águila.
Y me pregunto: ¿qué hago yo a estas horas
con un carro de flores y calandrias?
¿Por qué esta oscuridad, por qué hay tinieblas
siempre en nosotros, siempre agazapadas?
¡Ah mi espíritu simple que transforma
las penumbras en luz, y entre sus lágrimas
suelta un barquito de papel y dice
que él es el capitán de aquella barca!
¡Ay del que ignora que jugó y fue niño!
¡Ay del que vive lejos de su infancia!
Mas, ¿qué hacer con los sueños que yo tuve
y en dónde ir a soñar los que me faltan?
¿Cuándo seré más hombre y menos niño?
¿Cuándo tendré la voluntad forjada
a golpes de cincel como ese obrero
que en túneles sin luz vive y trabaja,
o como el panadero que en la boca
del horno abrasador curte las masas
y el brazo leudador hunde en el gluten
y de la cueva renegrida saca
panes alimenticios y reservas
que el hombre necesita en su morada?
¿Cuándo me dejaré de estar creyendo
que no hay dolor y que las piedras cantan?
¿Cuándo voy a entender que entre los bosques
un tigre sideral bruñe sus garras?
¡Qué torpeza!... y me burlo de mí mismo.
¡Luz y penumbra... y no diferenciarlas!
¡Pobre de mí que nunca he comprendido
lo que dice mi perro en sus alarmas!
Él si sabe, él sí escucha y él sí ha visto.
¡Me estremecen sus cósmicas miradas!
Va certero a sus presas y adivina
dónde está el escorpión y a qué distancia.
Pero a mí se me oculta siempre el mundo
¡y qué equivocaciones tan extrañas!
¡Vender turpiales a la media noche
y por una ciudad abandonada!
¡Oh discordantes sumas de mis cifras!
¡Oh divino ignorar de mi ignorancia!
Mi burrito se acuna y en sus sueños
por las estrellas inocentes vaga,
y las Siete Cabrillas en sus rondas
lo hacen girar con músicas y danzas.
¡Qué soledad!... mis pájaros suplican
y se me parte contra el mundo el alma.
Vendo azucenas, higos y nopales,
doradillas y tallos de linaza.
Mas ya me voy con mi burrito triste,
mi viejo carro y mis cantoras jaulas.
¡Adios, adiós, me voy hacia las brisas!
Ya nunca volveré... o quizá mañana,
si la luna y el sol no se equivocan
y mis sentidos de juglar no fallan.
En el reloj de la vecina torre
timbra el vacío de la madrugada.
Vendo gladiolas y orozuz y alpiste
y aretillos y anís...¡vendo esperanza!
LOS DESTINOS DEL VIENTO
Dejad que el viento cumpla sus destinos:
moverse, trasladarse, abrir banderas;
agitar escorpiones, cabelleras,
rizar el agua, embellecer los pinos.
Abridle esos balcones ponentinos;
esas trojes y aljibes y vidrieras
sinfónicas de luz, y las soleras,
y que el viento deslúmbrese de vinos.
Dejad que cante y que al fluir se encrine;
que su garganta de cristal empine
y que cante en la altura y lo profundo.
Que dance con divino encantamiento.
Dejad que encumbre el cristalino viento
las materias inmóviles del Mundo.
HIPÓTESIS SOLAR
No comprometo sobre lo oscuro de estas hojas
mi color solar, lo único hermoso de mi vida.
El me otorga ese limpio matiz escarlata
de dignidad suprema,
con que me visto ritualmente por las tardes,
para oficiar ante la noche como solar prosélito.
El me da facultades bellamente encendidas,
cuando la mitad de mi ser frente al crepúsculo
sufre una pequeña muerte,
mas la otra mitad canta en la sombra.
Desprovisto de solar decoro,
para mí como el pan necesario,
mi espíritu no tiene los móviles recursos
del camaleón, danzante
sobre la estela musical del iris.
Si la silvestre bestezuela
pulsa su vida amenazada,
conviértese, de arbusto, en amapola.
Yo soy la inerme oruga que apenas si se encoge
al sentir el relámpago y sus iras.
Cuando padezco mi color no cambia.
¡Ah, si pudiera como el camaleón cetrino,
pasar del gris al verde y al gualda y a lo púrpura!
Pero no: soy nada más la púrpura, el incendio
sin lo gualda, lo verde ni lo gris.
Mi destino es vivir amurallado
por el rojo solar que me encarcela,
deslumbrante y hermoso pero trágico.
Mi alma lo escogió como su insignia.
Con él comienzo mi trabajo diurno
de tinta azul en mano carpintera,
y escribo con la espalda hacia la Muerte.
Mi códice de brisa tiene cánticos
de rojos duros y capítulos
donde todas las letras se desangran.
Mas yo quisiera ser como el volatinero
cambiante de colores,
sobre la incandescencia de la pista.
Pero soy fiel a mi destino
solar y a mis escudos escarlata,
que empiezan en hipótesis celestes.
Porque soy algo de la escoria solar, de su hermosura
tremenda y lo incendiario de su orgullo.
Esa es mi estirpe: el rojo de la llama.
¡Qué importa que irradiando me atribule,
si soy de las hipótesis solares,
y su tránsito por las penumbras de mi espíritu
recuérdame unas nubes doradas que son, como las rosas,
únicamente hipótesis del sueño!
CLAMOR ANTE EDGAR POE
A Eduardo Mendoza Varela
IRIS de las Tinieblas,
tizón azulísimo:
como el caudal de sucio lago
que adelgaza mientras lunar eclipse
descontorna los montes,
fluye hacia ti el torrente de mi culpa.
Pequé contra la sangre misma
contra el cuerpo de la mujer y la hermosura del hombre,
y mi lacra fue cual diamante rojo
en sombrías cavernas de dolor irradiando.
Tú, que te viste emparedar contra el rincón del ludibrio;
tú, bebedor de vinagre en las fúnebres tascas,
a mí, desertor de liturgias
que elevan entre la noche, cual una barca virgen,
sus mástiles y cánticos,
me escuchas porque arrastraste una cruz de mostos
y de murciélagos oscurísimos,
de suburbio en suburbio,
de taberna en taberna.
Pequé con todo el vigor de mi bajísima culpa
y los golpes que doy sobre mi costado,
como en la piel de un tambor cavernoso resuenan.
Pero ¿qué es el Pecado sino un trance divino?
Tu oír de buzo terrestre
percibe el nocturno escándalo
de mi angustia batiendo a somatén,
y el demente murmullo de mis olas.
Me oyes clamar cual un monótono batracio
morador de lagunas y cardones,
y escuchas el responso que te envían
por mi espíritu,
luciérnagas que fulgen como antorchas
en el funeral de mi carne insepulta.
Apiádate de mí, tú que llevaste el corazón de Ligeia
amortajado en tules verdes,
por un jardín de mariposas grises
labrando un féretro escarlata,
y hacia un erial de escarabajos de oro.
Déjame saturar tus pies heridos
con raíces y tallos de llantén,
y permíteme colocar sobre tus sienes
con mi sabiduría herbaria,
cogollos de ranúnculos en flor.
Titán de la Amargura,
de las alcohólicas espinas
y el brindis con salmuera fermentada:
refúgiame en la fronda de tu pelo
como en los musgos de una selva triste
donde florecen águilas bellísimas.
Lávame el pus que balda mi sueño
con el vellón de tu inocencia impura,
y haz que ese cuervo tuyo, paladín de catástrofes,
los continentes de mis ojos coma.
Pequé y la acritud de mi ultraje,
como un espectro submarino
y entre el fragor de impúdicas tormentas,
surge por fin a bordo de mi alma.
Si es necesario, de tu copa inicua
yo libaré residuos nauseabundos
y sedimentos humillantes,
hasta agotar las pústulas del fondo.
Y si es preciso con mis pies de cobre
recordaré el tránsito de los tuyos,
claudicantes como de oruga ciega
perdiéndose en satánicas mazmorras.
A ti llego, reptante sobre las agujas
de un nocturno Sahara que mi piel galvaniza.
A ti, Laurel del Verbo Electrizante
y el rostro de constelación atormentada.
Recíbeme en tu hospital, oliente a estiércol de
[moribundos
y a vómitos y harapos de beodos.
Te busco en los clandestinos lupanares de Brooklyn;
al pie de una muralla con blasfemias en inglés
y figuras de sexos encendidos
y labios iracundos asediándoles.
Franquéame tus puertas de Maldito.
Mi error no es de esas culpas que la Misericordia lava,
sino de los que incinera la furia del Infierno.
A ti, custodio de miserables escalones
que van a los tugurios de la sed
y a un valle de frenéticos gorilas,
a ti voy mientras alzas tu cáliz de cicuta en los puños
y te bebes tu sangre acusadora.
Ante ti me prosterno porque fuiste
sostén de iluminados suplicantes;
asilo de los tránsfugas nocturnos
y hogar de los proclives y dipsómanos,
y anúdome a tus piernas, en su embriaguez seguras,
y al vértigo de tu delirium tremens,
y te imploro: ¡Perdóname,
oh Precursor de un ebrio Anticristo!
que a un sepulcro de brandy te desplomas,
clamando: ¡Reynolds,
Reynolds,
Reynolds!, desesperadamente;
bajo el sudor de mancillados linos
y camisas de fuerza estrangulándote,
para resucitar de entre los muertos,
vestido con la maravillosa túnica
de tu alucinación vesánica.
SEXOS EN LUCHA
Huele la sombra a sexo que reclama
ser derribado en tierra y sometido.
Huele a semen de toros y a podrido
sudor febril de orangután en brama.
Todo trasciende a ebullición que inflama,
y a orgasmo y a genésico alarido
de un hombre glandular, que enardecido
sus espermas purísimos derrama.
Nocturno fuego violador me ciega.
Y cuando se hunde y a mi sangre llega
con su devastación germinativa,
cual un pulpo sexual tiendo mi lazo,
sin saber si es un hombre lo que embrazo,
o una mujer desnuda y corrosiva.
MEMORIA DE MI MADRE
Cuando murió mi madre yo tenía
la corta edad de un símbolo alfarero.
Era el rudimental barro primero
sin la virtud de su albañilería.
Quedó el vaso inconcluso. Está vacía
su cerámica tosca, y lastimero
testimonio señala el instantero,
ahí en la mesa descarnada y fría.
Las gramíneas recuérdanla tan leve
cual su corporeidad de harina y nieve.
Asimismo la evocan las legumbres.
Yo ni siquiera la recuerdo y callo.
Mas al callar para encontrarla, la hallo
con la misma grandeza de las cumbres.
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