Raúl Renán
Nació en Mérida, Yucatán, MÉXICO el 2 de febrero de 1928. Poeta, narrador y editor. Estudió letras modernas en la FFyL de la UNAM. Ha sido coordinador de talleres literarios; editor de Papeles (pliego seriado de literatura); autor de la colección Fósforos (cajas de poesía breve) y de la revista Ensayo; ha sido coordinador del consejo técnico editorial del INBA; subdirector del CNIPL; subdirector del Periódico de Poesía; fundador de El Gallo Ilustrado; director fundador y editor de La Máquina Eléctrica Editorial. En Mérida se creó en 1998 el Premio Nacional de Poesía Experimental Raúl Renán. Colaborador de El Ángel, El Gallo Ilustrado, Estaciones, La Jornada, La Plaza, Los Libros Tienen la Palabra, Nostromo, Sábado, y Vuelta. Miembro del SNCA desde 1999. Medalla Yucatán 1987. Premio Antonio Mediz Bolio 1992. OBRA PUBLICADA: Cuento: Una mujer fatal y otra, Oasis, Los Libros del Fakir, 1983. || Los niños de San Sebastián, ICY, 1986. || Los siete pecados capitales (colectivo), CONACULTA/INBA/SEP, 1989. || Serán como soles, Aldus, 1996. || Ambulavio, Arlequín/FONCA/Sigma, 1997. || Ensayo: Los otros libros. Distintas opciones en el trabajo editorial, UNAM, 1988. || La sagrada familia Sabines, La Cuerda, Jalisco, 1998. || Novela: El río de los años. Los pateadores de San Sebastián, Gob. del Edo. de Yucatán/ICY, Mérida, 2004. || Poesía: Lámparas oscuras (haikai), La Máquina Eléctrica, 1976. || Catulinarias y sáficas, El Tucán de Virginia, 1981. || De las queridas cosas, Premiá, 1982. || Gramática fantástica, UNAM-ENEP-Acatlán, 1983. || Pan de tribulaciones, UAM-A, Libros del Laberinto, 1984. || Raúl Renán, UNAM, Material de Lectura, 1986. || Los urbanos, INBA/Gob. del Edo. de Jalisco, 1988. || Comparsa (plaqueta), IMC, Cuadernos de Malinalco, núm. 7, 1990. || Viajero en sí mismo, UNAM, El Ala del Tigre, 1992. || Henos aquí, UAM, Margen de Poesía, 1993. || El libro de las queridas cosas. Antología poética, CONACULTA, Lecturas Mexicanas, Cuarta Serie, 1998. || Rama de cóleras, Navachiste, El Jejen Africano, núm. 1, 1998. || Cuadernos en breve, IPN/SOGEM, Punto Fino, 1999. || Los silencios de Homero, Aldus, Los Poetas, 1999. || Volver a las cosas, La Tinta del Alcatraz/UAEM, 1999. || Parentescos, LunArena, BUAP, 2003. || A salto de río. Agonía del salmón, Ediciones ST, 2005. || Rostros de ese reino (ilustrado con imágenes inéditas del Fondo cristológico de estampas grabadas y litografías "Los Venados"), FONCA/Siglo Nuevo/Versodestierro, 2007. || Emérita, Gobierno del Estado de Yucatán, Instituto de Cultura de Yucatán, Ayuntamiento de Mérida/Versodestierro, 2007.
Poema del poema
El poema
no sabe
ni sospecha
la frente
en que caerá
después de muerto.
La vida
es un responso
a flor
cerrada.
Un verso
clavado
en la espesura
es señal de
presa ambigua.
No hay figura
que entrañe.
El poema
mira
por todos
lados
con sus
ojos de mosca
y no caben
en sí
sus visiones.
Estoy de él
cubierto
por su saliva
y tatuado
por todos
sus versos,
así me miran
los que leen.
Cuando
su cuerpo
se llena
de versos
como agujas
de erizo,
pican la lengua
al memorioso.
En los libros
manchan
las páginas
junto a las flores
marchitas
que indican
las caídas
fatales.
La espera
de los versos
es picata menuda
servida
en plato
plano
pero enriquecedor.
En lugar
del papel
prefiero guardar
mi poema
en el bolsillo,
entre mis monedas
baratas.
Pagar con él
a la puerta
del Inferno
para no
pasar.
Mi poema
está escrito
en la palma
de mis orejas
montadas
con rimas
en M.
Oigo
trinar
unos versos –
los percibo
solos
haciendo lo suyo
verbal— cantar
para sobrevivir—
en la operación
de la suma
el resultado
es Poema
vivencia
a cuentaversos
de laúd.
Tablatura
Para Nadia Borislova
MI __la fibra del alma extiende su hondura sagrada
SI __zumba el insecto equilibrista sobre el nervio de la cuerda
SOL _rina el sonido viviente del pulso abrasado por el frío digital
RE __el tacto del silencio trensa la armonía de los cabellos de la música
LA __de un hilo cuelga la nota suspendida y grave
MI __el funámbulo pulsa el bajo del canto y rasga el gran final
Suite para ensamble de guitarras
Se oye inconfundible olear el pendón de los colores aéreos. Alguno se detiene largo como un cabello de ángel atado a mi frente. Otro, aliado a los demás forma la armonía de las palabras recién dichas. El aire se deja tañer para darle plata al canto de las vírgenes. Timbra en los dedos el tacto sonoro propio del roce virtual de unos ojos. Todo es vibración desde el silencio.
*
Contra los árboles no hay disgusto matinal. Ellos expresan en coro vibrante lo que luego respiramos para darnos contento. Yo digo que la palabra vuelo permanece en los gestos, el corazón aplaude en las manos celebrando la vida. Digo y calle porque es mejor oír la pasión de los colores. Rasgo el diapasón con todos los dedos, a la hora solemne.
*
Por las irradiaciones se oye al ciego en medio del océano. Tan brillante es lo narrado que no tiene ni pizca de agua y sin embargo humedece. Viene de oscuro si el ciego fuera el Homero de las aguas saladas, tan heroico como el que hoyando camina en la arena. No es ciega la especie porque trasciende el velamen de las barcas sonoras. Es cierta la voz de las aguas que rebosa la Biblia. Aquí se escucha.
*
Curada el alba de las horas de anoche se hace día bajo la tormenta del sol y el repentino festejo de las horas otoñales. Es atenta la función de lo desusado entendible gracias a la definición de la línea que persigue su forma.
*
La sexta engruesa la voz madura ya por ser de más edad en la guitarra. Hecha de hilo aullante afina su quejido de artista torturado. Su forma de curvar es tan recta que vibra fino al pie de la zarabanda. En su embrazada cuna el calor de la estación armónica, tiene el alma blanca de un fantasma. A la hora de las pautas tonales las cuerdas abren sus manos de palmera de puerto marino.
Para Nadia Borislova
MI __la fibra del alma extiende su hondura sagrada
SI __zumba el insecto equilibrista sobre el nervio de la cuerda
SOL _rina el sonido viviente del pulso abrasado por el frío digital
RE __el tacto del silencio trensa la armonía de los cabellos de la música
LA __de un hilo cuelga la nota suspendida y grave
MI __el funámbulo pulsa el bajo del canto y rasga el gran final
Suite para ensamble de guitarras
Se oye inconfundible olear el pendón de los colores aéreos. Alguno se detiene largo como un cabello de ángel atado a mi frente. Otro, aliado a los demás forma la armonía de las palabras recién dichas. El aire se deja tañer para darle plata al canto de las vírgenes. Timbra en los dedos el tacto sonoro propio del roce virtual de unos ojos. Todo es vibración desde el silencio.
*
Contra los árboles no hay disgusto matinal. Ellos expresan en coro vibrante lo que luego respiramos para darnos contento. Yo digo que la palabra vuelo permanece en los gestos, el corazón aplaude en las manos celebrando la vida. Digo y calle porque es mejor oír la pasión de los colores. Rasgo el diapasón con todos los dedos, a la hora solemne.
*
Por las irradiaciones se oye al ciego en medio del océano. Tan brillante es lo narrado que no tiene ni pizca de agua y sin embargo humedece. Viene de oscuro si el ciego fuera el Homero de las aguas saladas, tan heroico como el que hoyando camina en la arena. No es ciega la especie porque trasciende el velamen de las barcas sonoras. Es cierta la voz de las aguas que rebosa la Biblia. Aquí se escucha.
*
Curada el alba de las horas de anoche se hace día bajo la tormenta del sol y el repentino festejo de las horas otoñales. Es atenta la función de lo desusado entendible gracias a la definición de la línea que persigue su forma.
*
La sexta engruesa la voz madura ya por ser de más edad en la guitarra. Hecha de hilo aullante afina su quejido de artista torturado. Su forma de curvar es tan recta que vibra fino al pie de la zarabanda. En su embrazada cuna el calor de la estación armónica, tiene el alma blanca de un fantasma. A la hora de las pautas tonales las cuerdas abren sus manos de palmera de puerto marino.
El antepasado
antes de llegar con
la maledicencia
no dicha aún.
La maledicencia
antes de traer su
hueso de eslabón
carbón de piedra
angular indócil
Fósil de verbo erguido
a pesar de su mortalidad
Mitad líquido duro
mitad la otra –
blanda por su madurez
Un pez lo subraya
Agaya de un colazo
impulsado por la alegría
de ser acuático—Ático
arriba la naturaleza
rodea a quien tiene a
su alcance—Lance de
puro cambio de golpe
sin aviso previo al
trueno—Bueno es
el rayo contiguo al
derrumbe—Zumbe
el ave del paraíso
en su viaje al
infierno– Tierno el
recién acontecido asombro
en la tierra lo es a simple
vista—Pista de más para
entender que ayer me vi
comiendo de frente al
único prójimo exacto a mí
Lamí mis dedos y tatué
sobre mis rodillas la gloria
de ser gemelas mis andanzas
Lanzas ecuestres trotan
para caer en el blanco que
las espera con el ojo inmóvil
No vil despoja de tal
instinto el ventarrón
que te arrastrará
al inframundo
Inmundo fuego blanco
no quema mengua
el cuerpo cual si fuera la materia
Feria de lo azul abismal
donde viven las ideas irreales
males acaso bienes
intensos del mismo
hálito y sus evoluciones
fulgurantes—Antes
del después el Diablo
da de sí
carbones azules.
Aventura del dedo gordo
[Fragmento]
Ahí
estás
en ellas
confundido
y eres breve
apagado
sin qué hacer
sin luz
ni habla
clara
para verse
y decir
¡oh!
cuelgo
apéndice
débil
¿algo más
para el hueco
los huecos
de mi nariz
y restantes?
No hay
dirección
rodear
la rama
nada más.
A/SALTO DE RÍO
(Agonía del Salmón)
Raúl Renán
agua
del
nadar
cruel
al
ahí
al
ahí
al
ahí
al
ahí
al
Viaje al nacimiento
Canción (fragmento)
Salmón S. Almónides.
Bajo la gran caída en escala suben los versos que llevan a la cumbre. Urgido por descubrir mi destino oculto en el agua, subiré cada vez que el camino de abajo arriba le dé rastro previo a mis aleteos desesperados por vencer la fuerza de la vida que baja.
Ven sigue lector mi angustia ¡vamos!
instinto ¡arriba!
dolor
I
desove
en
vida
mi
acogerá
cumbre
la
donde
río
del
corazón
al
limo
del
salto
II
red
una
por
festinados
rosa
músculos
mis
de
vigor
el
con
alas
arrastrando
agua
el
en
vuelo
III
voluntad
torpe
la
atravieso
yo
y
volcadura
libre
su
en
desbocado
chorro
ancho
el
bajo
vapor
gulp
veo
no
IV
hambrientos
dios
del
fauces
las
en
trozado
cuerpo
mi
sin
descansará
alma
mi
donde
a
cielo
el
en
ahí
un
hay
V
aag
fatiga
mortal
la
con
encuentro
el
hacia
mismo
mí
por
tirada
pecidad
mi
inserto
elemento
opuesto
mi
liquido
el
en
filtrado
VI
deshaciéndose
afuera
están
alegría
estrepitosa
de
jardines
los
si
ug
anémonas!
de
patios
los
a
ump
llegue
cuando
ver
a
voy
qué¡
VII
locos
peces
de
enloquecida
agua
sólo
ser
de
ávida
espuma
la
dejan
que
fuerzas
mis
entorpece
río
del
rugir
el
VIII
va
bra
sombra
la
a
alto
en
alto
en
espuma
cuerpo
mi
de
sudor
el
con
oleaje
el
urdiendo
voy
IX
ansiedad?
Esta
¿y
qué?
¿para
dónde?
¿a
camino?
el
indica
me
que
cauda
interminable
la
en
¿adónde
escalar
quiero
sólo
X
profundísimo
trono
su
desde
derramado
enorme
poder
su
ofendido
haber
pesa
me
quien
contra
empujar
que
hay
que
dicho
ha
me
nadie
XI
Ay
Implacable
Impulso
al
obedeciendo
dentro
yo
y
piedras
vuelcan
que
desbordadas
espumas
las
nacen
donde
ahí
mí
de
tira
quién
XII
Impetuosa
Columna
la
derrumbar
de
cesa
no
que
infernal
cascada
la
por
cubiertas
solas
rocas
entre
interna
fuente
la
en
descanso
uuf
XIII
huidiza
rosa
ser
para
buscar
qué
y
ir
donde
por
diciéndome
secreto
en
oídos
los
en
agua
el
silba
me
XIV
saciarme
a
dulce
llegará
creciente
siempre
aunque
y
también
frágil
es
que
dura
por
agua
el
royendo
sed
una
soy
XV
Inundado
Paraíso
al
vas
donde
allí
negro
coral
rojo
el
queja
tu
con
eriza
y
piedras
las
de
oscuridad
la
cruza
ordena:
Deus
En 1981, Raúl Renán (1928) publicó el poemario Catulinarias y sáficas, que habría de ser reeditado por El Tucán de Virginia en 1993. Presentamos cuatro epigramas pertenecientes a ese volumen. Raúl Renán, además de poeta, es narrador, editor y ensayista. Ha recibido distinciones como la Medalla Yucatán, otorgada por el gobierno de su estado natal, la Medalla Eligio Ancona, máximo reconocimiento del gobierno yucateco. Se instituyó además el Premio Nacional de Poesía Experimental Raúl Renán que se otorga bianualmente. Es Creador emérito por el Fondo Nacional de la Cultura y las Artes.
El joven Serviliano
después de calzar
las sandalias
del Emperador
armó la lascivia
de la Emperatriz
con la espada de su sexo
*
No sólo en oros es rico Caudalio,
en ocios y amoríos
que dispendia
en brazos de mancebo.
*
Es cierto que todos,
esclavos y nobles
se inclinan a tu paso,
Numa Tirano…
no está lejos el día
en que también se humille
ante tu majestad la rama de la horca
*
La mujer de Micrós vio
en la cara de otra mujer
el repudio de su ruindad.
Esta mujer disfrutaba, amante,
la densa conversación de Micrós
y consentía, mimosa, sus pequeñeces.
Autobiografía
por Raúl Renán
Fui un niño solitario que conoció las letras y su organización en palabras bajo un método arbitrario de un obrero, bajo cuya tutoría y la de su esposa crecí. El método fue conocer las letras por su figura y sonido, y con la combinación de éstos hacer las palabras. El tutor usaba el diccionario para escoger la palabra que había que organizar, armonizar, entonar, leerla de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante. Me acuerdo que escogió la palabra alabanza que se convirtió en aznabala. Mamá y papá no eran palabras recomendables porque no eran para recordar. De manera que empecé a conocer el idioma arbitrariamente, donde lo indicaba mi curiosidad. Y como alabanza, según la definición, era un conjunto de términos que hablaban bien de las cosas, me acostumbré a alabar la vida y sus defectos. El libro perfecto para encontrar las alabanzas era la Biblia; segundo libro compañero de mi soledad de niño. “Bienaventurado el que no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se sentó en silla de burladores.” Alabada la tierra que me sostiene y el cielo que me cobija.
Como un regalo por haber cambiado de padres, trasponiendo las puertas de la calle y respirando el primer aire ajeno, recibí la tablilla del ABC que me pusieron en las manos a modo de juguete deseado. Tenía yo cumplidos los seis años y tras de sentarme a la mesa de comer con una silla alta para mí, conocí a su vez, en el mismo sitio transformado, el escritorio con sus herramientas elementales: cuaderno, lápiz y pluma con manguillo, tinta negra terriblemente manchadora y su respectivo secante. La tablilla exhibía en páginas sucesivas las letras con formas trazadas a mano denotando que las líneas que caían eran gruesas en tanto las que subían eran delgadas. Letras mayúsculas y minúsculas que yo miraba sorprendido de tantos signos perfectamente bien trazados como interminables hileras de hormigas que crecían y decrecían. Yo sin entenderlas aún ni saber cómo se llamaban y por qué, en tanto transcurrían, iban formando pequeños agrupamientos de dos a dos, dos a tres, tres a cuatro, a cinco y a seis letras. “Esas son las letras para que aprendas a leer libros y muchos libros, como yo nunca pude hacer.” El tutor tenía sólo dos libros: la Biblia, que leía a breves trancos, y un diccionario donde averiguaba la definición de las palabras que no entendía. Estos libros ocupaban un lugar en la amplia mesa, llamada de los santos, como si tuviera que ver con las figuras en ella expuestas y fueran a su vez sustancia espiritual de la cual reciben influencia quienes a ellas acercan su pensamiento y su deseo de saber.
Solo como estaba la mayor parte del tiempo, bien me cayó el olvido de algún lector en la sala de mi casa, un librillo de hojas sueltas dobladas dentro de una cubierta de cartoné, con una canción y un romance, bajo el nombre de Lope de Vega: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.” Entendí que las letras se ocupan de darles sentido a las palabras y que las palabras sirven para que las cosas tengan nombre y vivan y se muevan como uno quiere. Por mi cuenta, las palabras que yo buscaba eran las que hablaban de las cosas más cercanas a mí: casa, suelo, techo, perro, lápiz, árbol, cuaderno, Dios. Éste estaba en la Biblia, por eso cuando quería encontrarlo la abría.
La curiosidad me llevaba a la mesa de los libros y los santos para atraer a mí la Biblia y leer las palabras que tanto distraían al tutor cuando la sostenía ante sus ojos, montada previamente entre los dedos de su mano izquierda erigida al vuelo. Así respiraba tranquilo, tal parecía, merced al acercamiento producido entre el libro y los ojos. Ello significaba un sentido natural pero el efecto no era determinante, tan pronto acontecía el suceso. Yo leía una a una las palabras sueltas según la emoción que arrojaban en mí, el catecúmeno. El atractivo de las letras, menudas curiosidades semejantes a insectos de patas torcidas y abdómenes inflados o reducidos a globos con hilos sueltos como la d y la b, yo las dibujaba exagerando sus formas de manera individual en los márgenes. Las páginas las convertía en planas llenas de manchas y figurillas caprichosas, en cierto modo las convertía en campos de juego donde había palabras montadas en otras palabras en mi afán por corregirlas. O en hilar las letras en un cordón irrompible que a veces se holgaba por el peso de las grafías. Éstas regularmente eran más en cantidad que las que componían legalmente las palabras.
Sobre la Biblia y el ejemplar del diccionario apareció otro libro llamado Lecciones de cosas, muy atractivo a mí modo de entender porque yo, niño solitario (el tutor iba a su peluquería y la esposa a sus trabajos de aseadora de casas o algo así), yo sólo jugaba con los libros que inicialmente apilaba unos sobre otros formando arcos mayas terminados en punta o abiertos a modo de tiendas de campaña, también unos sobre otros simulando escalones. Las palabras del diccionario me entretenían buscando las que nombraban las cosas, los fenómenos o los seres vivos. En esas búsquedas me tropezaba con palabas extrañas que nunca había leído, por ejemplo “abad” (en mi barrio no pasábamos de cura); conocía yo “abatanar”, que significa golpear sin medida a una persona, situación que ocurría en la escuela cuando varios alumnos le tundían sobre la cabeza y la espalda a otro. Me gustaron “abundar”, “albedrío”, “amarar”, “añada”, “bagaje”, “cóndor”.
El diccionario lo leía todos los días: era mi literatura predilecta, llena de nombres. Todos esos nombres hacían el mundo: vivir, nombre de hacer la vida; cariño, nombre de estar feliz; cabeza, nombre de la casa del pensamiento. Como no podía llevarme el diccionario cuando me enviaban a comprar al tendajón cercano, ni cuando me subía a los árboles a bajar frutos maduros, decidí aprenderlo de memoria. Pero en lugar de empezar con las primeras palabras de la a, me introducía a las selváticas páginas donde estaban las grandes palabras, las enigmáticas, las misteriosas: parsimonia, quimera, sandio, verso, inane y muerte, la más mortal de todas. Nunca me interesó buscar las palabras ocultas. Ni las malas, que nunca oí en el taller de las maderas. Algún cliente de la carpintería, de los que me veían leer el diccionario abierto sobre las piernas, compadecido de mí, me trajo cuentos de la colección Biliken, para encontrarme con historias en las que no estaban Jehová, Job, el rey David ni Ruth. Me pareció extraño, pero entendí que alguien podría escribir un cuento sobre mí y mi diccionario, que me cubría cuando al dormirme sobre sus páginas abiertas las manchaba con sudor.
La Biblia no sólo era fuente de información de alabanzas y milagros, sino también, para los clientes que encargaban mesas de tres cabeceras y sillas de respaldos redondos, que oían leídas por una voz chillona, historias llenas de sacrificio y de miedo por el poder de Dios en la tierra y en el cielo.
Leía y leía las palabras eligiendo las que aprendería de memoria. A veces, a capricho, escribía una de esas palabras sin saber su uso, como “adoquinar”. Otro juego era el de escribir una tras otra, sin coma alguna, buscando forzar una relación gramatical. Me gustaba el resultado.
El tutor, quien antes de irse al trabajo se asomaba a las hojas donde yo garrapateaba letras sobre letras, bajo letras, entre letras, un día me dijo por decir con autoridad: “eso de las vocales es muy fácil, cuando tengas una a le aumentas otras dos iguales y te da araña; si es i iriñi, si es o oroño”, y si es u, dije yo, queda uruñu. Pues sí que es fácil, comenté conmigo; pero qué tal si es una l, sería laraleo lalein; y si es d, dudando dedos, doy, y si es g, guaguas, gárgaras.
Lo excelso por el hallazgo fue cuando me ordenó copiar las lecciones de cosas en una libreta rayada. Lo empecé a hacer con el uso celoso de las letras de la tablilla del abecedario. Fue algo suntuoso seguir los carriles de las páginas a rayas, las emes monumentales, las oes orondas, orondadas, llenas de orgullo, de nobleza; las eses como gusanos erguidos; las eñes como urnas coronadas y así hasta las zetas zumbando como firmas del sueño. La q como un hilo redondo con un cabo colgante, la r rampante siempre en marcha.
Es de entenderse que nadie parara las orejas para oír semejantes prodigios, mucho menos relatados por una voz desentonada y sin pausas legales. Donde decía “todas las cosas de la tierra volverán a la tierra: así los impíos, de maldición a perdición”, oían: “todas las cosas, de la tierra volverán así, los impíos de maldición ¡ah! Perdición”.
Otros libritos que encontré en la mesa destinada para rezar a los santos, fueron uno pequeño, con poemas de un escritor llamado Góngora, Cancioncillas, decía, y otro de tamaño regular llamado Lecciones de cosas, de autor olvidado, con maravillas de toda laya, el mundo y sus fenómenos, curiosidades naturales, las razones del agua, las bolsascuna de los canguros. Este libro, que me enseñó a inventar, fue mi compañero durante mucho tiempo. Con él copiaba ejercitando mi caligrafía, que hasta hoy no perfecciono, patas de araña y minúsculas, mayúsculas, hilos enmarañados. Cansado y aburrido de copiar las palabras, empecé a sustituirlas por otras de mi cosecha, inventaba yo historias elementales que entreveraba con las del libro que ya era “Lecciones de mis cosas”. Fueron mis primeros intentos narrativos.
Después de todo esto, comprendo ahora que he sido objeto de una jugarreta del azar. Las palabras fueron, son, desde el principio, una invención ideal que resuelve en cierto modo el que las cosas que nos rodean no digan ninguna palabra y sean en sí palabras que hay que leer. Ocurre lo mismo con la naturaleza: los elementos producen sonidos que se leen, no como ellos lo prefieran. Lo que hacemos lo emitimos con sólo nuestra presencia, que en los seres humanos es en sí lenguaje llenando el espacio en que vivimos; asimismo caminamos, nos movemos, pestañeamos, late nuestro corazón, respiran nuestros pulmones, todo, absolutamente todo es lectura latente, está el silencio extendido, dispuesto a que lo convirtamos en nuestra lectura.
La secuencia del tiempo es la escritura donde se suscita lo que leemos revelando el contenido de nuestra vida. La silla no sólo habla de la comodidad que ofrece su asiento; es más, su geometría, su oferta de un posible movimiento, el andar que está en potencia en sus cuatro patas o en las curvas en que los pies ya son mecedora. Ésta es la violencia del mundo sensible: la confirmación está en lo cierto, el adentro es la clave.
Entre tanto iba a la escuela, donde quisieron corregirme la mala costumbre de cambiar el sentido a las lecciones. Y de mi atravesada aventura de incluir en el discurso palabras raras y mal pronunciadas, como adbeldrío por albedrío, que mucho tenía que ver sin saberlo con la sumisión del escolar que hablaba por su cuenta. Respecto a mis maestros que interpretaban a los grandes maestros, y a los grandes maestros que no se dolían de la interpretación que hacían mis inductores escolares, dejo mi alabanza al beneficio de su memoria.
Originario que soy de Yucatán donde la cultura maya dejó vestigios notables, mis primeras lecturas por elección personal fueron de la tradición regional: El Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel y El Rabinal Achí. Lecturas obligadas de todos los que nacimos bajo la historia de esa espléndida antiguedad: fascinados con la invención del cero y con la captura del eco. No voy a decir que a las agujas las llamaban fugaces; a los dedos, hijos de sus manos; y a los ojos, gemelos.
Las otras lecturas, connaturales, fueron libros de nuestros contemporáneos ya viejos entonces: Antonio Médiz Bolio y Ermilo Abreu Gómez, últimos baluartes del regionalismo y costumbrismo yucatecos. De Médiz Bolio no olvido la traducción al castellano del Chilam Balam, un largo poema de sorprendentes imágenes: “Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono… Hijo mío, ve a traerme la flor de la noche. He aquí la flor de la noche que me pides: la estrella del cielo.”
En revistas y libros de editoriales extranjeras leí sobradamente a Federico García Lorca y a Pablo Neruda. De la ciudad de México llegó mi favorito, Ramón López Velarde, y un español recién llegado con el exilio, Pedro Garfias: “Yo conocí un árbol que me quería bien/ nunca supe su nombre/ no se lo pregunté.”
Octavio Paz llegó a Mérida con su poema de la guerra española, la elegía “A un compañero muerto en el frente de Aragón”: “Has muerto camarada,/ en el ardiente amanecer del mundo.” Esa causa del poema era nuestra, nos hizo partícipes de su fe revolucionaria. Cuando llegué a la capital del país, el Octavio Paz preferido era el de El Laberinto de la Soledad: la entraña del mexicano descubierta por un poeta.
Era el fin de los años cincuenta. Llegué con una tarjeta de presentación mágica dirigida a Andrés Henestrosa. Se la enviaba Rodolfo Concha Campos y en ella me presentaba a su amigo muy querido. Otro a quien recuerdo entrañablemente es a Francisco Zendejas, creador de los premios Villaurrutia y Alfonso Reyes, de quien recibí, merced a su generosidad, la atención para trabajar con él en las páginas culturales de Excélsior y quien, finalmente, me ubicó en la editorial Porrúa donde estuve seis años a cargo de el Boletín Biográfico Mexicano de difusión continental, para después dedicarme a la publicidad con la invitación del excelente poeta de origen colombiano Álvaro Mutis, por cuyo conducto hice cordial amistad con su paisano Gabriel García Márquez, quien me dedicaba sus libros a Renán-XXI, aludiendo a la calle en que vivía.
Enseguida me asomé a la lectura de los poemas de Rubén Bonifaz Nuño; tanto amor, amor mexicano, no había leído jamás. El manto y la corona me gustó tanto como mi Biblia. Sentía que tenía ese mismo tenor. Anduve con ese libro debajo del brazo, como se acostumbraba en esa época para leerlo en cualquier descuido. Era ideal para seducir a las muchachas. Desde luego, cuando escribí mis Catulinarias, influido por Catulo, traducción por Rubén Bonifaz, no me servían para enamorisquear porque en cada poema me burlaba de las virtudes y pasiones humanas, como el lambiscón al que llamé “Laméculo”, y “Sadicón” al que lastima para hacer sufrir. Con la poesía de Bonifaz, reunida en De otro modo lo mismo, me quedé y conservo.
Y la de Jaime Sabines, de quien recibí la más sentida lección filial con “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Y la de Efraín Huerta, con su gran amor por la ciudad, y sus poemínimos.
Leí más a Ramón López Velarde, por quien entendí el signo profundo de la Suave Patria, al grado de hacerlo en público ante numerosos amigos, leyéndolo en voz alta en el bosque de Chapultepec, en un claro a la luz de una fogata, y guardianes del orden que autorreprimían su autoridad porque se estaba leyendo poesía, ¿por qué? La fonética lo acercaba al policía.
Es notable que mis lecturas preferentes hayan sido de poesía. Sin embargo, la literatura temprana que ocupó mi atención y atrapó mi interés fue el cuento; lo descubrí en Chéjov y en Maupassant.
Hay quien dice hoy, al cabo de los años, que este autor ruso y su equivalente francés del mismo siglo, con diez años de diferencia en su nacimiento, son lectura obligada, que no dejan de ser modelo, sobre todo después de leer a tantos nuevos cuentistas que nada tienen de nobleza literaria, quiero decir, temas cercanos a nuestras cosas, tersura en el narrar, gráfica de movimiento equilibrado, que hoy pongo en anaquel de lujo a Cortázar, Rulfo y Onetti.
Yo leí mucho a Chéjov. Entre los libros que me acompañaron en mi exilio de Mérida a la ciudad de México, uno de ellos era el tomo de la editorial Aguilar con doscientos cuentos de mi autor. Chéjov, en cuento, equivale a Montaigne en ensayo. Ambos se identificaban con el género de su dominio, al que prácticamente inventaron. Pienso en cuento, pienso en Chéjov; pienso en ensayo, pienso en Montaigne, a quien leí entrado el tiempo. Fue una grata sorpresa constructiva descubrir a este milagro extraordinario del siglo xvi y sus rarezas con sólo pintarse a sí mismo. Fue una lectura que hice con el alma abierta y el pensamiento descubierto.
Primero experimenté la letra dentro de la letra, después la sílaba dentro de la sílaba en su condición acentual, enseguida la palabra dentro de la palabra en su acepción más profunda y finalmente el poema dentro del poema. De estos descubrimientos derivan los conceptos que definen mis libros, sus contenidos. En La gramática fantástica, las vocales y todas las letras hallan un campo de juego, explicaciones, el milagro de las palabras, el largo viaje en la teoría de la escritura, la meditación de la memoria, la incertidumbre de la verdad del contenido de las palabras, la razón de la experimentación.
Cuatro años más tarde, en 1976, fue fundada la Máquina Eléctrica Editorial. Después de iniciado el catálogo con los libros de Francisco Hernández (Portarretratos) y Miguel Flores Ramírez (El ojo de la cerradura), apareció mi poemario Lámparas oscuras, colección de haikú; después seguiría el de Carlos Nieto (El universo que te digo), el de Antonio Castañeda (Enigma personal) y el de Guillermo Fernández (Fantasmas bajo llave). Muchos más siguieron hasta las veintisiete letras que del alfabeto adoptamos y tal vez otros cuatro correspondientes a la segunda vuelta alfabética: Postcriptum, de Joseph Brodsky, libro aparecido el mismo año en el que recibió el Premio Nobel. Otros autores de esta colección fueron Javier Sologuren, Manuel Mejía Valera, Eduardo Suárez del Real, Darie Novaceanu, Ernesto Trejo, Luis Eduardo Rivera, Sandro Cohen, Joel Piedra, Arturo Trejo Villafuerte, María de los Ángeles Juárez, Marjorie Agosín, Jorge Eduardo Moshes, Francisco Cervantes (Portugal a través de dos poetas pessoalísimos), Rafael Alcérreca, Alaíde Foppa, Juan Manuel Asai, Roberto López Moreno, Carlos Oliva, José Luis Bernal, Víctor Neumann. Satisfago esta documentación por considerarla importante, dado que incluye los poetas en orden de aparición.
Mi conocimiento de los “Contemporáneos”, el famoso grupo no grupo, mexicano de los años veinte, se produjo gracias a mi amistad con Elías Nandino, a quien por otra parte conocí a través de José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Francisco Cervantes. Del doctor Nandino, quien me hablaba siempre de su gran amigo Xavier Villaurrutia, aprendí la costumbre del café con galletas untadas con mermelada de naranja. La lectura de Villaurrutia la tuve de principio en Mérida por su poesía y por su teatro. Sus nocturnos marcaban la pauta de un género poético; con Nandino hacían la mancuerna de poetas de esa peculiaridad. Después leí a Gorostiza; su Muerte sin fin, el poema mexicano de mayor magnitud artística, me admiraba y admira a cada lectura, me llenaba de sí, sitiado por su radiante atmósfera de luces. Para mí, este poema significa sabiduría del alma. Otro “contemporáneo” de mis preferencias fue Jorge Cuesta, por sus sonetos, que leí detenidamente estudiando su composición, estructura y lenguaje. El soneto me cautivó como entidad poeticomatemática: cuerpo ceñido por la emoción de la inteligencia.
De Salvador Novo leí sus crónicas en la revista Hoy. Nada tan bien escrito, tan agudo y tan divertido. La prosa de Novo nunca es gratuita, o hiere o reconforta. Y su poesía, también marcada por el soneto, muchas veces festivo. Su libro Nueva grandeza mexicana fue mi lectura predilecta.
Si de buena lectura hablamos, dos dones me son entrañables: don Martín Luis Guzmán y don Alfonso Reyes. Me entretuve con ellos y leí para emocionarme, momentos de grandeza literaria con “La fiesta de las balas”, revolución imaginada como dicen algunos críticos, porque nadie que haya estado en esta refriega viviría para contarlo. La pluma es intocable. Lo mismo podría decirse de la cercanía física de Reyes con Goethe para escribir esas páginas que nos hacen sentir el poder del pensador y literato alemán del siglo xix: “La trayectoria e ideas políticas de Goethe.” El poeta Reyes me cautivó a tal grado que lo he leído y comentado con mis alumnos en varias ocasiones. Don Alfonso cambió al poeta por el humanista. Sin embargo, su Visión de Anáhuac y su Homero en Cuernavaca son modelos de creación americana.
Los raros entre mis autores más queridos han sido Panait Strati, el prosista rumano con cuya Kira Kiralina abrió fuego genial en el mundo de la novela autobiográfica. Yo disfruté a Strati hasta en El pescador de esponjas. François Villon, poeta francés del siglo xvi, quien con su “Testamento” impuso la voz terrible de la poesía, me conmocionó. En su época, muchos no se lo perdonaron. Otro escritor maldito, el Conde de Lautremont, me marcó con sus Cantos de Maldoror, que descubrí en el café París de México en manos del pintor Fernando Leal. Nadie que lea a este escritor vuelve a ser el mismo. Cuando quiero encontrarme con la versión de la vida escrita por un ángel rebelde y clarividente, como fue calificado en su tiempo en Francia, releo a Lautremont. El otro ángel del infierno fue el poeta niño Arthur Rimbaud. Esto lo saben todos los que han leído Una temporada en el infierno, poesía a la que eventualmente recuerdan con malas imitaciones. Rimbaud elevó a su excelencia el género versicular fundado por escritores de la Biblia. Saint John-Perse, de Francia, y Jorge Guillén, de Valladolid, España, me dieron pautas de muy buena poesía. Del primero, con el versículo lleno de los aires mitológicos de la Isla de Guadalupe en donde nació, aún me apasiona su Anabasis; y el segundo, con sus Cantos, en los que ejercitó la síntesis bella y perfecta de la lengua castellana.
Con mi querido amigo Simón Otaola leí más y más a Ramón Gómez de la Serna. Es grato el humor literario, nos mete en el quicio de la locura risueña si admitimos que los de nariz arrugada nos sacan de quicio. Ramón nos divertía y conservaba sano nuestro hígado. Risa inteligente disgregada en sus centenares de greguerías de las que dijo que “es lo único que no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos… su autor juega mientras las compone… tira su cabeza a lo alto y después la recoge”.
Con Francisco Cervantes leí a Fernando Pessoa hasta el grado de convertirnos de regreso en uno más de sus múltiples heterónimos. Su traducción de la Oda marítima es un logro a la altura del texto original. Álvaro de Campos reiría al verse copiado. Francisco Cervantes es el mejor poeta de su generación y uno de los mejores de este país. Poesía doliente que toca las heridas, heridas que se alternan. Lo he leído con gusto.
Como toda mi generación, creo que me instruí de Homero en las traducciones de la Ilíada y la Odisea por Luis Segala y Estalella, en los libros verdes de los clásicos impulsados por José Vasconcelos. Esos poemas-novelas los leí con el ritmo de los libros de guerra y de aventuras fantásticas. Después volví a leerlos con lentitud, como se lee la poesía. Otro después, lo leí a pulso de memorioso sin atesorarlo como sería de esperarse. De mis visiones de esta última lectura produje imaginados episodios extraídos de los silencios de Homero. Los hexámetros dactílicos de Homero en la traducción se tornaron hermosísima poesía versicular. Rubén Bonifaz Nuño los tradujo en verso a pie de metro homérico.
A Juan Rulfo lo leí con fruición por el tono poético de su escritura. A Pedro Páramo suelo regresar cada vez que necesito energía de lenguaje y de poesía. Energía triste porque veo la miseria de mi país, miseria seca y polvosa, muerta de sed y de hambre y de crimen. Qué bueno que para leer la mejor literatura mexicana tiene el lector que pasar por esa verdad que no termina. Los cuentos de El llano en llamas amplían esa visión en costumbres y seres humanos. Y mención especial para mi amigo, el escritor José de la Colina, puro, exacto e inventivo.
Mi otro libro, Catulinarias… donde Catulo, el latino, y su discurso moral afirman la edificación de la conducta humana que yo dirijo a mis contemporáneos; Pan de tribulaciones, otro de mis libros, es un encuentro dialógico desde la conducta formal del poema con la presencia del poeta guerrero y el joven lirida en defensa de su dama ideal; en Los urbanos, que es ni más ni menos mi libro con el que defiendo a la ciudad en proceso de destrucción de parte de sus habitantes; Los silencios de Homero, donde la guerra de Troya, y el empeño prodigioso de Odiseo es posible leerlo a través de lo que el poeta Homero no cita, o silencia en su épica; Mi nombre en juego, hace a un lado las exigencias métricas y expone la diversidad de la nueva poesía; y Emérita, mi poema extenso en homenaje a Mérida, mi querida ciudad donde, como en el resto de mi obra, escribo la vida para que los jóvenes en evolución la lean; A salto de río, la agonía del salmón, una analogía de la naturaleza humana como un ascenso constante a la cumbre, siempre a contracorriente.
Hay más literatura mexicana. Muchísima de queridos amigos míos cuyos nombres rebosarían mi mochila literaria. Ellos, como yo, habrán pasado por mis lugares que son de cierto comunes. A veces las formaciones coinciden. Ellos de seguro ya habrán contado también sus gustos literarios. Los que vengan harán de nosotros lugar de referencia o de olvido. Estoy leyendo las nuevas letras de mi país: los autores de la generación Crash, la generación Crack, la generación con la X en la frente. Ahora, en este 2013, los autores están emergiendo con mucha vitalidad entre las teclas digitales que están modificando la forma de hacer literatura.
Creo en el arte literario. Confío en que no debemos olvidarlo y la mejor receta para recuperarlo es regresar a la ilusión de encontrar nueva literatura, releer a los clásicos, tanto los distantes griegos como los cercanos mexicanos, y leer con sorpresa a los nuevos autores.
En fin, lo anterior es un motivo para contarles cuánto me sirvieron aquellas primeras letras de mi origen, cómo han crecido conmigo las palabras y su multiplicidad recreada por mi espíritu curioso que me ha permitido experimentar todo, y nada, porque, como siempre, está en juego el azar y la posibilidad del recomienzo.
Texto publicado en la edición 155 de Crítica
por Raúl Renán
Fui un niño solitario que conoció las letras y su organización en palabras bajo un método arbitrario de un obrero, bajo cuya tutoría y la de su esposa crecí. El método fue conocer las letras por su figura y sonido, y con la combinación de éstos hacer las palabras. El tutor usaba el diccionario para escoger la palabra que había que organizar, armonizar, entonar, leerla de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante. Me acuerdo que escogió la palabra alabanza que se convirtió en aznabala. Mamá y papá no eran palabras recomendables porque no eran para recordar. De manera que empecé a conocer el idioma arbitrariamente, donde lo indicaba mi curiosidad. Y como alabanza, según la definición, era un conjunto de términos que hablaban bien de las cosas, me acostumbré a alabar la vida y sus defectos. El libro perfecto para encontrar las alabanzas era la Biblia; segundo libro compañero de mi soledad de niño. “Bienaventurado el que no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se sentó en silla de burladores.” Alabada la tierra que me sostiene y el cielo que me cobija.
Como un regalo por haber cambiado de padres, trasponiendo las puertas de la calle y respirando el primer aire ajeno, recibí la tablilla del ABC que me pusieron en las manos a modo de juguete deseado. Tenía yo cumplidos los seis años y tras de sentarme a la mesa de comer con una silla alta para mí, conocí a su vez, en el mismo sitio transformado, el escritorio con sus herramientas elementales: cuaderno, lápiz y pluma con manguillo, tinta negra terriblemente manchadora y su respectivo secante. La tablilla exhibía en páginas sucesivas las letras con formas trazadas a mano denotando que las líneas que caían eran gruesas en tanto las que subían eran delgadas. Letras mayúsculas y minúsculas que yo miraba sorprendido de tantos signos perfectamente bien trazados como interminables hileras de hormigas que crecían y decrecían. Yo sin entenderlas aún ni saber cómo se llamaban y por qué, en tanto transcurrían, iban formando pequeños agrupamientos de dos a dos, dos a tres, tres a cuatro, a cinco y a seis letras. “Esas son las letras para que aprendas a leer libros y muchos libros, como yo nunca pude hacer.” El tutor tenía sólo dos libros: la Biblia, que leía a breves trancos, y un diccionario donde averiguaba la definición de las palabras que no entendía. Estos libros ocupaban un lugar en la amplia mesa, llamada de los santos, como si tuviera que ver con las figuras en ella expuestas y fueran a su vez sustancia espiritual de la cual reciben influencia quienes a ellas acercan su pensamiento y su deseo de saber.
Solo como estaba la mayor parte del tiempo, bien me cayó el olvido de algún lector en la sala de mi casa, un librillo de hojas sueltas dobladas dentro de una cubierta de cartoné, con una canción y un romance, bajo el nombre de Lope de Vega: “A mis soledades voy,/ de mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.” Entendí que las letras se ocupan de darles sentido a las palabras y que las palabras sirven para que las cosas tengan nombre y vivan y se muevan como uno quiere. Por mi cuenta, las palabras que yo buscaba eran las que hablaban de las cosas más cercanas a mí: casa, suelo, techo, perro, lápiz, árbol, cuaderno, Dios. Éste estaba en la Biblia, por eso cuando quería encontrarlo la abría.
La curiosidad me llevaba a la mesa de los libros y los santos para atraer a mí la Biblia y leer las palabras que tanto distraían al tutor cuando la sostenía ante sus ojos, montada previamente entre los dedos de su mano izquierda erigida al vuelo. Así respiraba tranquilo, tal parecía, merced al acercamiento producido entre el libro y los ojos. Ello significaba un sentido natural pero el efecto no era determinante, tan pronto acontecía el suceso. Yo leía una a una las palabras sueltas según la emoción que arrojaban en mí, el catecúmeno. El atractivo de las letras, menudas curiosidades semejantes a insectos de patas torcidas y abdómenes inflados o reducidos a globos con hilos sueltos como la d y la b, yo las dibujaba exagerando sus formas de manera individual en los márgenes. Las páginas las convertía en planas llenas de manchas y figurillas caprichosas, en cierto modo las convertía en campos de juego donde había palabras montadas en otras palabras en mi afán por corregirlas. O en hilar las letras en un cordón irrompible que a veces se holgaba por el peso de las grafías. Éstas regularmente eran más en cantidad que las que componían legalmente las palabras.
Sobre la Biblia y el ejemplar del diccionario apareció otro libro llamado Lecciones de cosas, muy atractivo a mí modo de entender porque yo, niño solitario (el tutor iba a su peluquería y la esposa a sus trabajos de aseadora de casas o algo así), yo sólo jugaba con los libros que inicialmente apilaba unos sobre otros formando arcos mayas terminados en punta o abiertos a modo de tiendas de campaña, también unos sobre otros simulando escalones. Las palabras del diccionario me entretenían buscando las que nombraban las cosas, los fenómenos o los seres vivos. En esas búsquedas me tropezaba con palabas extrañas que nunca había leído, por ejemplo “abad” (en mi barrio no pasábamos de cura); conocía yo “abatanar”, que significa golpear sin medida a una persona, situación que ocurría en la escuela cuando varios alumnos le tundían sobre la cabeza y la espalda a otro. Me gustaron “abundar”, “albedrío”, “amarar”, “añada”, “bagaje”, “cóndor”.
El diccionario lo leía todos los días: era mi literatura predilecta, llena de nombres. Todos esos nombres hacían el mundo: vivir, nombre de hacer la vida; cariño, nombre de estar feliz; cabeza, nombre de la casa del pensamiento. Como no podía llevarme el diccionario cuando me enviaban a comprar al tendajón cercano, ni cuando me subía a los árboles a bajar frutos maduros, decidí aprenderlo de memoria. Pero en lugar de empezar con las primeras palabras de la a, me introducía a las selváticas páginas donde estaban las grandes palabras, las enigmáticas, las misteriosas: parsimonia, quimera, sandio, verso, inane y muerte, la más mortal de todas. Nunca me interesó buscar las palabras ocultas. Ni las malas, que nunca oí en el taller de las maderas. Algún cliente de la carpintería, de los que me veían leer el diccionario abierto sobre las piernas, compadecido de mí, me trajo cuentos de la colección Biliken, para encontrarme con historias en las que no estaban Jehová, Job, el rey David ni Ruth. Me pareció extraño, pero entendí que alguien podría escribir un cuento sobre mí y mi diccionario, que me cubría cuando al dormirme sobre sus páginas abiertas las manchaba con sudor.
La Biblia no sólo era fuente de información de alabanzas y milagros, sino también, para los clientes que encargaban mesas de tres cabeceras y sillas de respaldos redondos, que oían leídas por una voz chillona, historias llenas de sacrificio y de miedo por el poder de Dios en la tierra y en el cielo.
Leía y leía las palabras eligiendo las que aprendería de memoria. A veces, a capricho, escribía una de esas palabras sin saber su uso, como “adoquinar”. Otro juego era el de escribir una tras otra, sin coma alguna, buscando forzar una relación gramatical. Me gustaba el resultado.
El tutor, quien antes de irse al trabajo se asomaba a las hojas donde yo garrapateaba letras sobre letras, bajo letras, entre letras, un día me dijo por decir con autoridad: “eso de las vocales es muy fácil, cuando tengas una a le aumentas otras dos iguales y te da araña; si es i iriñi, si es o oroño”, y si es u, dije yo, queda uruñu. Pues sí que es fácil, comenté conmigo; pero qué tal si es una l, sería laraleo lalein; y si es d, dudando dedos, doy, y si es g, guaguas, gárgaras.
Lo excelso por el hallazgo fue cuando me ordenó copiar las lecciones de cosas en una libreta rayada. Lo empecé a hacer con el uso celoso de las letras de la tablilla del abecedario. Fue algo suntuoso seguir los carriles de las páginas a rayas, las emes monumentales, las oes orondas, orondadas, llenas de orgullo, de nobleza; las eses como gusanos erguidos; las eñes como urnas coronadas y así hasta las zetas zumbando como firmas del sueño. La q como un hilo redondo con un cabo colgante, la r rampante siempre en marcha.
Es de entenderse que nadie parara las orejas para oír semejantes prodigios, mucho menos relatados por una voz desentonada y sin pausas legales. Donde decía “todas las cosas de la tierra volverán a la tierra: así los impíos, de maldición a perdición”, oían: “todas las cosas, de la tierra volverán así, los impíos de maldición ¡ah! Perdición”.
Otros libritos que encontré en la mesa destinada para rezar a los santos, fueron uno pequeño, con poemas de un escritor llamado Góngora, Cancioncillas, decía, y otro de tamaño regular llamado Lecciones de cosas, de autor olvidado, con maravillas de toda laya, el mundo y sus fenómenos, curiosidades naturales, las razones del agua, las bolsascuna de los canguros. Este libro, que me enseñó a inventar, fue mi compañero durante mucho tiempo. Con él copiaba ejercitando mi caligrafía, que hasta hoy no perfecciono, patas de araña y minúsculas, mayúsculas, hilos enmarañados. Cansado y aburrido de copiar las palabras, empecé a sustituirlas por otras de mi cosecha, inventaba yo historias elementales que entreveraba con las del libro que ya era “Lecciones de mis cosas”. Fueron mis primeros intentos narrativos.
Después de todo esto, comprendo ahora que he sido objeto de una jugarreta del azar. Las palabras fueron, son, desde el principio, una invención ideal que resuelve en cierto modo el que las cosas que nos rodean no digan ninguna palabra y sean en sí palabras que hay que leer. Ocurre lo mismo con la naturaleza: los elementos producen sonidos que se leen, no como ellos lo prefieran. Lo que hacemos lo emitimos con sólo nuestra presencia, que en los seres humanos es en sí lenguaje llenando el espacio en que vivimos; asimismo caminamos, nos movemos, pestañeamos, late nuestro corazón, respiran nuestros pulmones, todo, absolutamente todo es lectura latente, está el silencio extendido, dispuesto a que lo convirtamos en nuestra lectura.
La secuencia del tiempo es la escritura donde se suscita lo que leemos revelando el contenido de nuestra vida. La silla no sólo habla de la comodidad que ofrece su asiento; es más, su geometría, su oferta de un posible movimiento, el andar que está en potencia en sus cuatro patas o en las curvas en que los pies ya son mecedora. Ésta es la violencia del mundo sensible: la confirmación está en lo cierto, el adentro es la clave.
Entre tanto iba a la escuela, donde quisieron corregirme la mala costumbre de cambiar el sentido a las lecciones. Y de mi atravesada aventura de incluir en el discurso palabras raras y mal pronunciadas, como adbeldrío por albedrío, que mucho tenía que ver sin saberlo con la sumisión del escolar que hablaba por su cuenta. Respecto a mis maestros que interpretaban a los grandes maestros, y a los grandes maestros que no se dolían de la interpretación que hacían mis inductores escolares, dejo mi alabanza al beneficio de su memoria.
Originario que soy de Yucatán donde la cultura maya dejó vestigios notables, mis primeras lecturas por elección personal fueron de la tradición regional: El Popol Vuh, El Chilam Balam de Chumayel y El Rabinal Achí. Lecturas obligadas de todos los que nacimos bajo la historia de esa espléndida antiguedad: fascinados con la invención del cero y con la captura del eco. No voy a decir que a las agujas las llamaban fugaces; a los dedos, hijos de sus manos; y a los ojos, gemelos.
Las otras lecturas, connaturales, fueron libros de nuestros contemporáneos ya viejos entonces: Antonio Médiz Bolio y Ermilo Abreu Gómez, últimos baluartes del regionalismo y costumbrismo yucatecos. De Médiz Bolio no olvido la traducción al castellano del Chilam Balam, un largo poema de sorprendentes imágenes: “Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono… Hijo mío, ve a traerme la flor de la noche. He aquí la flor de la noche que me pides: la estrella del cielo.”
En revistas y libros de editoriales extranjeras leí sobradamente a Federico García Lorca y a Pablo Neruda. De la ciudad de México llegó mi favorito, Ramón López Velarde, y un español recién llegado con el exilio, Pedro Garfias: “Yo conocí un árbol que me quería bien/ nunca supe su nombre/ no se lo pregunté.”
Octavio Paz llegó a Mérida con su poema de la guerra española, la elegía “A un compañero muerto en el frente de Aragón”: “Has muerto camarada,/ en el ardiente amanecer del mundo.” Esa causa del poema era nuestra, nos hizo partícipes de su fe revolucionaria. Cuando llegué a la capital del país, el Octavio Paz preferido era el de El Laberinto de la Soledad: la entraña del mexicano descubierta por un poeta.
Era el fin de los años cincuenta. Llegué con una tarjeta de presentación mágica dirigida a Andrés Henestrosa. Se la enviaba Rodolfo Concha Campos y en ella me presentaba a su amigo muy querido. Otro a quien recuerdo entrañablemente es a Francisco Zendejas, creador de los premios Villaurrutia y Alfonso Reyes, de quien recibí, merced a su generosidad, la atención para trabajar con él en las páginas culturales de Excélsior y quien, finalmente, me ubicó en la editorial Porrúa donde estuve seis años a cargo de el Boletín Biográfico Mexicano de difusión continental, para después dedicarme a la publicidad con la invitación del excelente poeta de origen colombiano Álvaro Mutis, por cuyo conducto hice cordial amistad con su paisano Gabriel García Márquez, quien me dedicaba sus libros a Renán-XXI, aludiendo a la calle en que vivía.
Enseguida me asomé a la lectura de los poemas de Rubén Bonifaz Nuño; tanto amor, amor mexicano, no había leído jamás. El manto y la corona me gustó tanto como mi Biblia. Sentía que tenía ese mismo tenor. Anduve con ese libro debajo del brazo, como se acostumbraba en esa época para leerlo en cualquier descuido. Era ideal para seducir a las muchachas. Desde luego, cuando escribí mis Catulinarias, influido por Catulo, traducción por Rubén Bonifaz, no me servían para enamorisquear porque en cada poema me burlaba de las virtudes y pasiones humanas, como el lambiscón al que llamé “Laméculo”, y “Sadicón” al que lastima para hacer sufrir. Con la poesía de Bonifaz, reunida en De otro modo lo mismo, me quedé y conservo.
Y la de Jaime Sabines, de quien recibí la más sentida lección filial con “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Y la de Efraín Huerta, con su gran amor por la ciudad, y sus poemínimos.
Leí más a Ramón López Velarde, por quien entendí el signo profundo de la Suave Patria, al grado de hacerlo en público ante numerosos amigos, leyéndolo en voz alta en el bosque de Chapultepec, en un claro a la luz de una fogata, y guardianes del orden que autorreprimían su autoridad porque se estaba leyendo poesía, ¿por qué? La fonética lo acercaba al policía.
Es notable que mis lecturas preferentes hayan sido de poesía. Sin embargo, la literatura temprana que ocupó mi atención y atrapó mi interés fue el cuento; lo descubrí en Chéjov y en Maupassant.
Hay quien dice hoy, al cabo de los años, que este autor ruso y su equivalente francés del mismo siglo, con diez años de diferencia en su nacimiento, son lectura obligada, que no dejan de ser modelo, sobre todo después de leer a tantos nuevos cuentistas que nada tienen de nobleza literaria, quiero decir, temas cercanos a nuestras cosas, tersura en el narrar, gráfica de movimiento equilibrado, que hoy pongo en anaquel de lujo a Cortázar, Rulfo y Onetti.
Yo leí mucho a Chéjov. Entre los libros que me acompañaron en mi exilio de Mérida a la ciudad de México, uno de ellos era el tomo de la editorial Aguilar con doscientos cuentos de mi autor. Chéjov, en cuento, equivale a Montaigne en ensayo. Ambos se identificaban con el género de su dominio, al que prácticamente inventaron. Pienso en cuento, pienso en Chéjov; pienso en ensayo, pienso en Montaigne, a quien leí entrado el tiempo. Fue una grata sorpresa constructiva descubrir a este milagro extraordinario del siglo xvi y sus rarezas con sólo pintarse a sí mismo. Fue una lectura que hice con el alma abierta y el pensamiento descubierto.
Primero experimenté la letra dentro de la letra, después la sílaba dentro de la sílaba en su condición acentual, enseguida la palabra dentro de la palabra en su acepción más profunda y finalmente el poema dentro del poema. De estos descubrimientos derivan los conceptos que definen mis libros, sus contenidos. En La gramática fantástica, las vocales y todas las letras hallan un campo de juego, explicaciones, el milagro de las palabras, el largo viaje en la teoría de la escritura, la meditación de la memoria, la incertidumbre de la verdad del contenido de las palabras, la razón de la experimentación.
Cuatro años más tarde, en 1976, fue fundada la Máquina Eléctrica Editorial. Después de iniciado el catálogo con los libros de Francisco Hernández (Portarretratos) y Miguel Flores Ramírez (El ojo de la cerradura), apareció mi poemario Lámparas oscuras, colección de haikú; después seguiría el de Carlos Nieto (El universo que te digo), el de Antonio Castañeda (Enigma personal) y el de Guillermo Fernández (Fantasmas bajo llave). Muchos más siguieron hasta las veintisiete letras que del alfabeto adoptamos y tal vez otros cuatro correspondientes a la segunda vuelta alfabética: Postcriptum, de Joseph Brodsky, libro aparecido el mismo año en el que recibió el Premio Nobel. Otros autores de esta colección fueron Javier Sologuren, Manuel Mejía Valera, Eduardo Suárez del Real, Darie Novaceanu, Ernesto Trejo, Luis Eduardo Rivera, Sandro Cohen, Joel Piedra, Arturo Trejo Villafuerte, María de los Ángeles Juárez, Marjorie Agosín, Jorge Eduardo Moshes, Francisco Cervantes (Portugal a través de dos poetas pessoalísimos), Rafael Alcérreca, Alaíde Foppa, Juan Manuel Asai, Roberto López Moreno, Carlos Oliva, José Luis Bernal, Víctor Neumann. Satisfago esta documentación por considerarla importante, dado que incluye los poetas en orden de aparición.
Mi conocimiento de los “Contemporáneos”, el famoso grupo no grupo, mexicano de los años veinte, se produjo gracias a mi amistad con Elías Nandino, a quien por otra parte conocí a través de José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Francisco Cervantes. Del doctor Nandino, quien me hablaba siempre de su gran amigo Xavier Villaurrutia, aprendí la costumbre del café con galletas untadas con mermelada de naranja. La lectura de Villaurrutia la tuve de principio en Mérida por su poesía y por su teatro. Sus nocturnos marcaban la pauta de un género poético; con Nandino hacían la mancuerna de poetas de esa peculiaridad. Después leí a Gorostiza; su Muerte sin fin, el poema mexicano de mayor magnitud artística, me admiraba y admira a cada lectura, me llenaba de sí, sitiado por su radiante atmósfera de luces. Para mí, este poema significa sabiduría del alma. Otro “contemporáneo” de mis preferencias fue Jorge Cuesta, por sus sonetos, que leí detenidamente estudiando su composición, estructura y lenguaje. El soneto me cautivó como entidad poeticomatemática: cuerpo ceñido por la emoción de la inteligencia.
De Salvador Novo leí sus crónicas en la revista Hoy. Nada tan bien escrito, tan agudo y tan divertido. La prosa de Novo nunca es gratuita, o hiere o reconforta. Y su poesía, también marcada por el soneto, muchas veces festivo. Su libro Nueva grandeza mexicana fue mi lectura predilecta.
Si de buena lectura hablamos, dos dones me son entrañables: don Martín Luis Guzmán y don Alfonso Reyes. Me entretuve con ellos y leí para emocionarme, momentos de grandeza literaria con “La fiesta de las balas”, revolución imaginada como dicen algunos críticos, porque nadie que haya estado en esta refriega viviría para contarlo. La pluma es intocable. Lo mismo podría decirse de la cercanía física de Reyes con Goethe para escribir esas páginas que nos hacen sentir el poder del pensador y literato alemán del siglo xix: “La trayectoria e ideas políticas de Goethe.” El poeta Reyes me cautivó a tal grado que lo he leído y comentado con mis alumnos en varias ocasiones. Don Alfonso cambió al poeta por el humanista. Sin embargo, su Visión de Anáhuac y su Homero en Cuernavaca son modelos de creación americana.
Los raros entre mis autores más queridos han sido Panait Strati, el prosista rumano con cuya Kira Kiralina abrió fuego genial en el mundo de la novela autobiográfica. Yo disfruté a Strati hasta en El pescador de esponjas. François Villon, poeta francés del siglo xvi, quien con su “Testamento” impuso la voz terrible de la poesía, me conmocionó. En su época, muchos no se lo perdonaron. Otro escritor maldito, el Conde de Lautremont, me marcó con sus Cantos de Maldoror, que descubrí en el café París de México en manos del pintor Fernando Leal. Nadie que lea a este escritor vuelve a ser el mismo. Cuando quiero encontrarme con la versión de la vida escrita por un ángel rebelde y clarividente, como fue calificado en su tiempo en Francia, releo a Lautremont. El otro ángel del infierno fue el poeta niño Arthur Rimbaud. Esto lo saben todos los que han leído Una temporada en el infierno, poesía a la que eventualmente recuerdan con malas imitaciones. Rimbaud elevó a su excelencia el género versicular fundado por escritores de la Biblia. Saint John-Perse, de Francia, y Jorge Guillén, de Valladolid, España, me dieron pautas de muy buena poesía. Del primero, con el versículo lleno de los aires mitológicos de la Isla de Guadalupe en donde nació, aún me apasiona su Anabasis; y el segundo, con sus Cantos, en los que ejercitó la síntesis bella y perfecta de la lengua castellana.
Con mi querido amigo Simón Otaola leí más y más a Ramón Gómez de la Serna. Es grato el humor literario, nos mete en el quicio de la locura risueña si admitimos que los de nariz arrugada nos sacan de quicio. Ramón nos divertía y conservaba sano nuestro hígado. Risa inteligente disgregada en sus centenares de greguerías de las que dijo que “es lo único que no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos… su autor juega mientras las compone… tira su cabeza a lo alto y después la recoge”.
Con Francisco Cervantes leí a Fernando Pessoa hasta el grado de convertirnos de regreso en uno más de sus múltiples heterónimos. Su traducción de la Oda marítima es un logro a la altura del texto original. Álvaro de Campos reiría al verse copiado. Francisco Cervantes es el mejor poeta de su generación y uno de los mejores de este país. Poesía doliente que toca las heridas, heridas que se alternan. Lo he leído con gusto.
Como toda mi generación, creo que me instruí de Homero en las traducciones de la Ilíada y la Odisea por Luis Segala y Estalella, en los libros verdes de los clásicos impulsados por José Vasconcelos. Esos poemas-novelas los leí con el ritmo de los libros de guerra y de aventuras fantásticas. Después volví a leerlos con lentitud, como se lee la poesía. Otro después, lo leí a pulso de memorioso sin atesorarlo como sería de esperarse. De mis visiones de esta última lectura produje imaginados episodios extraídos de los silencios de Homero. Los hexámetros dactílicos de Homero en la traducción se tornaron hermosísima poesía versicular. Rubén Bonifaz Nuño los tradujo en verso a pie de metro homérico.
A Juan Rulfo lo leí con fruición por el tono poético de su escritura. A Pedro Páramo suelo regresar cada vez que necesito energía de lenguaje y de poesía. Energía triste porque veo la miseria de mi país, miseria seca y polvosa, muerta de sed y de hambre y de crimen. Qué bueno que para leer la mejor literatura mexicana tiene el lector que pasar por esa verdad que no termina. Los cuentos de El llano en llamas amplían esa visión en costumbres y seres humanos. Y mención especial para mi amigo, el escritor José de la Colina, puro, exacto e inventivo.
Mi otro libro, Catulinarias… donde Catulo, el latino, y su discurso moral afirman la edificación de la conducta humana que yo dirijo a mis contemporáneos; Pan de tribulaciones, otro de mis libros, es un encuentro dialógico desde la conducta formal del poema con la presencia del poeta guerrero y el joven lirida en defensa de su dama ideal; en Los urbanos, que es ni más ni menos mi libro con el que defiendo a la ciudad en proceso de destrucción de parte de sus habitantes; Los silencios de Homero, donde la guerra de Troya, y el empeño prodigioso de Odiseo es posible leerlo a través de lo que el poeta Homero no cita, o silencia en su épica; Mi nombre en juego, hace a un lado las exigencias métricas y expone la diversidad de la nueva poesía; y Emérita, mi poema extenso en homenaje a Mérida, mi querida ciudad donde, como en el resto de mi obra, escribo la vida para que los jóvenes en evolución la lean; A salto de río, la agonía del salmón, una analogía de la naturaleza humana como un ascenso constante a la cumbre, siempre a contracorriente.
Hay más literatura mexicana. Muchísima de queridos amigos míos cuyos nombres rebosarían mi mochila literaria. Ellos, como yo, habrán pasado por mis lugares que son de cierto comunes. A veces las formaciones coinciden. Ellos de seguro ya habrán contado también sus gustos literarios. Los que vengan harán de nosotros lugar de referencia o de olvido. Estoy leyendo las nuevas letras de mi país: los autores de la generación Crash, la generación Crack, la generación con la X en la frente. Ahora, en este 2013, los autores están emergiendo con mucha vitalidad entre las teclas digitales que están modificando la forma de hacer literatura.
Creo en el arte literario. Confío en que no debemos olvidarlo y la mejor receta para recuperarlo es regresar a la ilusión de encontrar nueva literatura, releer a los clásicos, tanto los distantes griegos como los cercanos mexicanos, y leer con sorpresa a los nuevos autores.
En fin, lo anterior es un motivo para contarles cuánto me sirvieron aquellas primeras letras de mi origen, cómo han crecido conmigo las palabras y su multiplicidad recreada por mi espíritu curioso que me ha permitido experimentar todo, y nada, porque, como siempre, está en juego el azar y la posibilidad del recomienzo.
Texto publicado en la edición 155 de Crítica
LA POESÍA DE RAÚL RENÁN
18 jul 2009
Óscar de la Borbolla y Raúl Renán
Óscar de la Borbolla celebra la poesía de Raúl Renán (México, 1928) adentrándose en la fascinación del autor de la Gramática fantástica por la grafía de las letras, “del ideograma que dibujan las palabras”.
Homenaje a Raúl Renán, hoy que cumple
dos bolitas encimadas y una a la derecha*
Hay escritores que no aman el lenguaje, se valen de él, pues lo que aman son las historias o las ideas; entre ellos están no sólo los guionistas que apuestan, sobre todo, a la eficacia del discurso visual, sino también muchos ensayistas (yo he padecido a los filósofos), muchos narradores y, por supuesto, todos los periodistas. Esa mediatización del lenguaje no necesariamente demerita sus obras, pues pueden, y de hecho algunos lo hacen muy bien, levantar historias intensas o explicaciones que obligan a pensar y hasta reportajes instantáneos que resisten el paso del tiempo: simplemente para ellos el lenguaje no es lo primero. Y, por supuesto, en la acera contraria hay escritores que aman el lenguaje por encima de todas las cosas y ese amor, a veces se da en ellos de forma tan obsesiva y excluyente que algunos son capaces de desviar las ideas o de evaporar hasta el último rastro de historia con tal de que el lenguaje no pierda su ritmo, su cadencia, su sonoridad. Este amor, obviamente, tampoco es garantía de nada. Y si no que lo diga Hugo Ball y sus poemas onomatopéyicos-eufónicos que una noche casi ocasionan la destrucción del Cabaret Voltaire.
Entre estas dos actitudes ante el lenguaje y en toda la gama se inscriben la mayoría de los escritores. Alejandro Dumas no necesita ninguna de las miles de imágenes de Gabriel García Márquez, ni éste, ninguna de las miles de escenas cinematográficas del otro. Pero a ambos se les nota en seguida una distinta actitud ante el lenguaje.
Hay, sin embargo un tercer grupo de escritores que más allá o más acá de esta clase de amor por el lenguaje presentan lo que podría llamar una fascinación fetichista por el aspecto cósico del lenguaje, es decir, están enamorados de la grafía de las letras, del ideograma que dibujan las palabras, del sonido de las vocales y hasta de ese andamiaje de cacharros de lógica estructurante que son los signos de puntuación. En este tercer grupo colocaría A Raúl Renán sin olvidar que también, por supuesto, como todo buen poeta es un amante del lenguaje en el sentido clásico, y sin olvidar tampoco que la veta experimental de la obra de Raúl no se reduce a este amor como de grafólogo o calígrafo que me gusta llamar fascinación fetichista.
A este ángulo de Raúl Renán quiero referirme, pues es ahí donde más afinidad siento con él, ya que también yo, cuando ya no puedo controlar mi barca en el mar de los significados para llegar a buen puerto con mi mensaje, me quedo como ido viendo la costra del lenguaje, como hipnotizado por la filigrana que forma en el papel las letras, como embobado por su reverberación en el laberinto de mi oído y, sencillamente, me gusta, pues en esos momentos de cansancio, cuando ya no soy capaz de traspasar del signo al símbolo y me quedo en el signo, en el ático que forma la letra A con su evidente techo de dos aguas, o en el peine para calvos que forma la letra E, o en el seno pequeñito de la i con su pezón-tilde dislocado (por supuesta hablo de la i en letra palmer), o me pierdo en el hoyo del lenguaje y regreso por la herradura que mi imaginación vislumbra para completar las vocales. Cuando eso me ocurre recuerdo algunas Greguerías de Ramón Gómez de la Serna y la Gramática fantástica donde Raúl Renán con una serie de textos breves, ahora llamados “minificciones”, crea y recrea un mundo donde los personajes son las letras, las palabras, el lenguaje personificado.
Así, por ejemplo, en el abecedario de Raúl la B no es una simple letra, sino que fue hecha, nos dice, con grandes y carnosas nalgas para amortiguar el impacto de sus explosiones. Y uno descubre que tiene razón: piénsese si no en palabra Bomba y se descubrirá lo exacta que es la imagen de Raúl, pues “bomba” suena menos explosiva que “petardo”, por lo que ciertamente tiene razón Raúl: las nalgas, que es todo lo que tiene la B, son amortiguantes. Al que lo dude que haga el experimento de caerse poniendo una parte menos noble y verá las consecuencias.
A la C, Raúl le dedica el minicuento titulado “La imagen semejante”. Ahí la anécdota es muy sencilla un párvulo que al intentar copiar en su cuaderno dos CC sebosas sólo consigue trazar dos CC flacas que la maestra tacha y le pone un modelo de C más grande. Al final, “La maestra vio en el lugar del párvulo a una raquítica C que amenazante, irguiéndose con una espada Cb se fue de punta contra su pecho y le lanceó el corazón” (p.33). Este minicuento, pese a la sencillez de su trama posee una enorme complejidad estructural, pues mezcla literatura con dibujo: en el discurso literario interviene como parte esencial el dibujo no sólo de las ces, sino el de la espadita que empuña la última ce. Y además, en una línea sencillísima y diáfana nos permite ver la conurbación de dos planos: el plano en el que están el pupilo y la maestra y el plano donde la última escuálida C cobra vida y hiere a la maestra.
Otro texto memorable en el que la grafía de las letras es puesta en todo su esplendor es el denominado “Orgía” ahí, por ejemplo, escribe Raúl: “La h de macho introdujo suave y movedizo se palo en la e provocándole contracciones deleitantes”, quien esté interesado en la manera como el poeta erotiza el resto de las letras para hacerlas participar en la orgía diríjase al texto in extenso.
Pero no sólo las letras son objeto de esta personificación, sino también las palabras que son capaces de hace en el texto “Proclama” con el que se inicia esta obra su declaración de independencia del sometimiento al que las ha tenido el hombre para invertir los papeles y apoderarse de nosotros.
Y, sin duda, uno de los textos que más me gusta de La gramática fantástica es “Diálogo”, ahí Raúl descompone la palabra diálogo en Día y Logo y ambos personajes se presentan en dos columnas: Día dice: “Yo soy Día” y enfrente Logo contesta: “Yo soy Logo”. Cada columna es un poema con versos tan hondos y logrados como, por ejemplo, el que dice Logo: “Soy el sello en el aire” y esos poemas colocados uno frente al otro dialogan, cada personaje delimita su esencia.
La gramática fantástica de Raúl Renán es, en suma, fantástica, pues, así como el escritor ingles del siglo XIX, Edwin A. Abbott consigue dar a las figuras de la geometría bidimensional –los triángulos, los círculos, los rectángulos– un mundo en su novela Planilandia, así Renán en el siglo XX monta todo un universo donde los elementos del lenguaje son los personajes. Y ambos mundos, el de Abbott y el de Renán son estupendas sátiras mordaces de los respectivos mundos reales que a cada uno le tocó habitar.
Este amor por el lenguaje mismo o fascinación fetichista, como la llamé al comienzo, está también presente en uno de los más recientes poemarios de Raúl: A/salto de río. Agonía del salmón donde, el salmón, el alter ego del poeta, hace un viaje de regreso hacia el origen, hacia el comienzo, y nos entrega un magnífico retrato de ese esfuerzo de él y del salmón por volver a la fuente de la vida.
Por esto y por más hoy celebro al compañero de manías fetichistas, al poeta y al amigo en sus rotundos 80 años, o sea, en sus 80: dos bolitas encimadas y una mayor a la derecha, tres orificios que, de seguro, por ahí andan en su orgía de letras.
*Texto leído durante el homenaje que recibiera Raúl Renán en el Palacio de Bellas Artes en 2008.
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Datos vitales
Óscar de la Borbolla nació en la Ciudad de México el 8 de septiembre de 1949. Ensayista, narrador y poeta. Obtuvo la maestría en filosofía en la UNAM y el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesor de filosofía en la FES-Acatlán de la UNAM, titular en el área de metafísica y ontología; maestro en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Premio Internacional de Cuento Plural 1987 por Las esquinas del azar. Premio Nacional de Humor La Sonrisa 1991 por Nada es para tanto. Algunos de sus volúmenes de cuento son Vivir a diario, Las vocales malditas, El amor es de clase, Dios sí juega a los dados, La ciencia imaginaria, Las esquinas del azar, Asalto al infierno, La risa en el abismo. Ha escrito las novelas Nada es para tanto, Todo está permitido y La vida de un muerto. Publicó el poemario Los sótanos de Babel.
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