Pedro Mario Delheye
Nació en Buenos Aires el 6 de febrero de 1894. Llegó a La Plata en 1897 y a los 20 años se recibió de abogado. Fue cuñado de Francisco López Merino. Publicó un libro de poesía: La vida interior (Editorial Nosotros, Buenos Aires, 1917). Dicho libro fue reeditado, con el agregado de sus creaciones póstumas, al cumplirse el primer aniversario de su muerte como La vida interior y otros poemas (Imprenta y Casa Editora Coni, Buenos Aires, 1919). Murió en La Plata el 9 de octubre de 1918. Delheye integra, junto a Mendióroz, Ripa Alberdi y López Merino, el cuadro de honor de la “Generación del 17” o “Primera Generación Platense”, conocida también como “Primavera fúnebre” y “Primavera trágica”. Su poesía, heredera del simbolismo de Rodenbach y Samain, pero también del parnasianismo y el modernismo, transmite una fuerte religiosidad que la diferencia de la escrita por sus pares platenses. En ella, según Gustavo García Saraví, “La Plata oficia de simple aunque eficaz agente catalizador. La ciudad perfílase en tácita sobreimpresión. Las arboledas, las muchachas (las mismas de Alberto Ponce de León), los templos, la vida social, las comodidades, la prosperidad, la despreocupación, cumplen acabadamente su tierna y pacífica tarea de ser un tiempo, una población, una inquietud, un señorío, únicos e intransferibles. Pero hay una característica principal: en la casi totalidad de sus estrofas surgen, desde los abuelos y los sueños prenatales, bellos y brumosos paisajes flamencos, allá en la lejana Brujas...”
Ignorabimus
Todas las cosas pasan y tú también con ellas,
dice Kempis –el hombre, las rosas, las estrellas,
el pensamiento mismo que en un libro encerrara
un filósofo, el verso que como fuente clara
tradujo el noble espíritu de un hombre simple y grave
que contempló las siete cúpulas de la vida–,
todas las cosas pasan. La lámpara encendida
de la verdad se apaga, y sólo queda el hondo
misterio, el vago enigma del por qué de las cosas,
de las causas finales, del principio ignorado,
de los ríos ocultos y fuentes misteriosas
que guarda el Dios antiguo en su huerto cerrado.
Las encajeras
¿Qué manos hacendosas tejieron este encaje?
Tal vez fueron las blancas manos de una beguina
que se pasó las horas tristes del beguinaje
viendo correr el agua trémula y cristalina.
El sol puso una limpia decoración de oro
sobre los apacibles canales ciudadanos
y las garzas flamencas en los techos urbanos
graznaron al impulso de un repique sonoro.
Junto a las nobles vírgenes de los largos vitrales,
las viejas encajeras movieron las agujas,
y en el canal dormido –claro espejo de Brujas–
las aguas duplicaron góticas catedrales.
Yo vi a las encajeras, pálidas y hacendosas,
las nobles encajeras del triste beguinaje
sobre los bastidores, bordando en este encaje
cisnes meditativos y románticas rosas.
Sonetos de ausencia
I
Oh, quietud de la casa a cuya sombra
brotó la pena y se formó la herida,
en ti de nuevo el corazón anida,
reza en voz baja y sin querer la nombra.
Ojos que nunca volverán a verla,
labios que no se cansan de nombrarla,
corazón infantil que por amarla
no has podido a tu lado retenerla.
Pero, a pesar de todo, estoy con ella,
en la rosa, en el lirio y en la estrella;
donde quedó la huella de su mano.
¡Oh, quietud familiar a cuya sombra
el pobre corazón se queja en vano,
reza en voz baja y sin querer la nombra!
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