Horace Gregory (10 de abril 1898 en Milwaukee, Wisconsin - 11 de marzo 1982 Shelburne Falls, Massachusetts) fue un premiado poeta norteamericano, traductor de poesía clásica, crítico literario y profesor universitario.
PREMIOS:
1942 Russell Loines Memorial Fund Poetry Award[10]
1961 Academy of American Poets Fellowship[11]
1965 Bollingen Prize
OBRA
POESÍA:
Chelsea rooming house: poems. Covici, Friede. 1930.
No Retreat, 1933
Chorus for Survival, 1935
Fortune for Mirabel, 1941
Poems, 1930-1940. Harcourt, Brace and Company. 1941.
A Door in the Desert, 1951
Medusa in Gramercy Park: poems. Macmillan. 1961.
Another look: poems. Holt, Rinehart and Winston. 1976. ISBN 978-0-03-015396-9.
CRÍTICA:
Pilgrim of the Apocalypse: a critical study of D.H. Lawrence. The Viking Press. 1933.
The shield of Achilles: essays on beliefs in poetry. Harcourt, Brace. 1944.
A History of American Poetry, 1900-1940. Harcourt, Brace and company. 1947.
Amy Lowell: portrait of the poet in her time. T. Nelson. 1958.
The world of James McNeill Whistler. Nelson. 1959.
The dying gladiators, and other essays. Grove Press. 1961.
TRADUCCIONES:
Ovid (1958). The Metamorphoses. Signet Classic. ISBN 978-0-451-52793-6.
Gaius Valerius Catullus (1931). The poems of Catullus. Covici-Friede.
Traducción: José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal
EL TIMBRE DEL CARTERO ES ATENDIDO EN
TODAS PARTES
Dios y el diablo en estas cartas,
guardadas en baúles de hojalata, tiradas al canasto,
o catalogadas en archivos:
amor, odio, y negocios, copias mimeográficas, circulares,
conocimientos de embarque, comunicados oficiales,
rendimientos de cuentas. Aun la carta anónima dice,
no te olvides.
Y en la larga lista, el deán Swift a Stella,
Walpole a Hanna More, Carlyle a Jane—
¿y qué fueron las “Gálicas” de César sino cartas
de crédito para el imperio futuro?
No me olvides.
Yo me presentaré ante el mundo con laureles;
recordaréis la cabeza de bronce,
y el perfil en la moneda.
Suena el timbre, y es el periódico de la mañana y nuevas
cartas,
la fecha del correo 10 P.M. “Es para mí un esfuerzo
el escribirte; he envejecido.
Tengo dos hijas y un varón, y el negocio prospera,
pero mi pelo está blanco; ¿por qué no vernos para almorzar?
Hace tanto tiempo que no nos vemos;
dudo que me reconozcas si das un vistazo rápido
a mi abrigo y mi sombrero, y los ves desaparecer
en una calle llena de gente...
”No te olvides... “Oh, no debes olvidarte
que me tuviste en tus brazos mientras el cuarto pequeño
temblaba en la oscuridad: ¿recuerdas la luz sutil,
violeta, entre los árboles a la mañana siguiente en elparque?
Puesto que soy una mujer, ¿cómo podría olvidar
las artes del amor en una hora,
cómo podría cerrar los ojos ante un espejo,
creer que no me quieren, que manos, labios, senos
son solamente sombras más profundas tras de la puerta
donde todo es negro?...
”O “Perdona la impertinencia; el sueño que tuve
anoche fue de tu rostro; era un rostro de niña,
coronada con una cabellera de sol, o pálido bajo la luna,
más de una niña que de una mujer, me seguía
dondequiera que mirase, traspasaba todo cuanto yo veía,
como prueba de que tú no puedes dejarme, de que estoy
siempre a tu lado...”
O “Únicamente yo soy responsable de mi muerte”. O
“Soy blanca, cristiana, soltera, de veintiún años”.
O “Acepto
con gran placer su invitación”. O
“¿Recuerdas aquella
noche en el Savoy-Plaza?” O, “Soy yo quien vio la
caída de Francia...
”Mientras las cartas son puestas aparte, otro timbre
suena otro día; no es todavía, quizá, demasiado tarde para
recordarlas palabras que nos dejan desnudo en su presencia,
el aviso,
“No me ha olvidado;
estas líneas fueron escritas por una mano oculta
hace doce horas. No conteste a esta dirección. Estas son
las últimas palabras que le escribo.”
SALVAS POR RANDOLF BOURNE
I
Oh, amargura nunca dicha, la máscara mortuoria grabada
en plata,
las renegridas piernas empacadas en plomo donde la
estrecha tumba oculta
desesperanza: imagen de una cabeza grande, saliente, que
devora
la clavícula. Sin general de bronce en ella ni
ángel conquistador arrodillado.
II
Este fue el fin:
No hubo descargas de fusilería,
ni Nathan Hale municipal con su cuerda de bronce en la
garganta
hablando de vidas y su patria en que cien millones de
vidas
surgían, ondulaban, deshacíanse como invisible mar se
enrosca
sobre una roca (que ya no está) ya hundida
entre los litorales de algas y arena.
Sólo un pequeño cuarto y un millón de palabras por
escribir antes de medianoche
contra la pobreza y la estúpida muerte como la cara cana
de Emerson
desvaneciéndose en el crepúsculo invernal de la Nueva
Inglaterra;
la dura cara se deshace
en nieve, las apasionadamente tiernas palabras brotando
de su boca.
¡Oh!, escuchad a la roca, al oráculo que no está ya.
III
Ser el último americano, un embrión enroscado en un
tubo de ensayo;
ser una tiesa y paralítica sonrisa torcida para arriba
apuntando a las nubes;
ver amigos y enemigos partir (por una esquina),
sus bastones y elegantes chisteras brillantes en el sol;
ser o no ser Hamlet, el Príncipe de Gales
o la New Republic de la última semana;
ser la muerte pisando con finura entre cucuruchos de
chimeneas de la Calle Octava;
posiblemente, es lo mejor ser
o no ser.
LÁPIDA CON QUERUBÍN
Ni noticia en los diarios;
sólo una voz en el teléfono
contando que ella ha muerto, casual,
notoriamente inequívoca.
Alguien murmuró sífilis;
una mentira sentimental.
Alguien habló sobre ella
(rococó) olivo florentino
que debió de injertarse (¡no cabe duda!)
con la persona de un capitán de foot-ball financiero
dormido
sobre los arenales de Miami.
Chillaba ante la idea de pobreza.
Divorciada de sedas, pieles y niqueladas limousinas.
Amaba la reposada seguridad;
dormir con hombres de cuando en cuando,
como si fuera un sueño exótico,
y sabrosas palabras sin sentido
que le arroparan las partes tiernas de su cuerpo.
¡Hola, Marie!
Te debiste apagar como una hilera de bombillas mazda,
hechas añicos con una barra.
Este mismo epitafio,
con ser bastante fiel a una muchacha hermosa
que, con desenvoltura inolvidable, descendía
por el Michigan Boulevard una mañana de abril,
no contiene los hechos.
Los hechos fueron estos:
ella murió en lésbica serenidad,
ni caliente ni fría,
hasta que las castas piernas se le entiesaron.
Desconecta el teléfono;
corta el hilo.
LA PASIÓN DE M’PHAIL
IV
El mesero del restaurante que se parecía a Orson Wells,
a Romeo, a Bruto, y en los ojos a un marciano,
el botones que era Joe Louis en persona,
el griego vendedor de frutas que el domingo en misa
era carajo exacto a J. P. Morgan,
el barbero italiano que era más parecido en el espejo
a John Barrymore que Barrymore mismo,
la chica anunciadora de cold-cream en Woolworth
que era de pronto la Garbo, solo que más real,
el empleado de la zapatería que en la lluvia a medianoche
en la puerta de Lindy’s
debió haber sido Clark Gable,
el pastor ex-bautista de la Segunda Avenida
que nació para tener una cara como la de Cordell Hull
—¿por qué me miran así por qué me clavan los ojos,
caminando sonámbulos en mis sueños?
¿Cuál fue el gran error?
Se parecían al poder y la fama,
al amor, a todo lo que uno pudiera desear;
y uno creería que sus rostros los pondrían donde
poder dictar una carta o dirigir un banco
o besar un micrófono o andar en un yate o dormir en
una cama genuina imitación María Antonieta
o llegar a alguna parte antes de morir
en vez de caer en sueños demasiado profundos
para decirse a ellos mismos quiénes o qué son o dónde
están
hasta que un incendio los saca a la calle
o se oye un tiro y la Policía está en la puerta.
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