Mark Van Doren (13 de junio de 1894 – 10 de diciembre de 1972) fue un poeta y crítico literario estadounidense, ganador del Premio Pulitzer.
Nació en Vermilion County, Illinois. Hijo del médico del condado, se crió en la granja de su familia al este de Illinois. Fue el más joven de los hermanos del académico Carl Van Doren. Mark Van Doren obtuvo el Bachelor of Arts en la Universidad de Illinois en 1914, para doctorarse en la Universidad de Columbia en 1920.
Académicas
Van Doren fue profesor en Columbia desde 1920 hasta 1959 y en dos ocasiones trabajó en el equipo directivo del periódico The Nation. Entre sus estudiantes en Columbia se encontraban poetas como John Berryman y Allen Ginsberg, el especialista en Japón y literatura japonesa Donald Keene, el autor y activista Whittaker Chambers, así como el escritor y monje trapense Thomas Merton. Van Doren ayudó a Ginsberg a evitar ser encarcelado en junio de 1949 testificando a su favor cuando fue arrestado como cómplice de los crímenes de Herbert Huncke y otros.
Familia
Mark Van Doren se casó con la novelista Dorothy Graffe Van Doren en 1922. Su hijo, Charles Van Doren (nacido el 12 de febrero de 1926), logró notoriedad con ocasión de los escándalos en programas de concursos televisivos en la década de 1950, en concreto en Twenty One. En la película Quiz Show: El dilema, Mark Van Doren fue interpretado por Paul Scofield, que fue nominado a los Premios Óscar.
Obras
Poesía
Spring Thunder (1924)
Jonathan Gentry (1931)
Winter Diary (1935)
Collected Poems 1922-1938 (1939), con la que obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía en 1940.
The Mayfield Deer (1941)
The Last Days of Lincoln (1959)
Our Lady Peace
The Story-Teller
Novelas
The Transients (1935)
Windless Cabins (1940)
Tilda (1943)
Ensayos
The Poetry of John Dryden (1920)
Introduction to Bartram's Travels (1928)
American and British Literature Since 1890 (1939), con Carl Van Doren
Shakespeare (1939)
The Liberal Education (1943)
The Noble Voice (1946)
Nathaniel Hawthorne (1949)
Introduction to Poetry (1951)
The Happy Critic (1961)
HOMERO, SIDNEY, PHILO
Homero, Sidney, Philo,
enhebrados a lo largo del Wabash:
perlas sobre la tierra negra.
Crece el maíz, pero no hay cambios
en estos pueblos pequeños.
Después de cuarenta primaveras
no hay nada que mirar.
Siete millas, ocho millas
—Los extraños en el expreso azul
bostezan y los desprecian.
Y yo también lo haría ciertamente,
si no fuera porque recuerdo
el parque de Homero en días calurosos.
Nosotros tomábamos el interurbano.
Nos besábamos en la sombra.
Sidney era nuestra estación;
con seis trenes a la semana.
Íbamos en el polvoso “local”
—Abriendo todas las ventanas—
y después a Detroit.
A Philo lo atravesábamos,
en noches frías, en carruaje.
Había una vez un débil farol
en un lugar, y mi padre nos paró
para tomar sopa de ostras.
Después de cuarenta otoños,
tan sólo yo soy distinto.
Aquí están como siempre.
Ellos no pueden recordarse
como los recuerdo yo.
EL TÍO POR EL QUE ME PUSIERON EL NOMBRE
El tío por el que me pusieron el nombre
ya no está allí, cuatro millas lodosas
al noroeste de Wapanucka, Oklahoma.
Pero me acuerdo en 1939.
“Pregunta a cualquiera en el pueblo cómo venir aquí.”
Yo llevaba la carta, y pregunté
en la primer gasolinera.
“¿Mark Butz? Lo acabo de ver.”
“¿Adónde?” “Oh, por allí.”
Y seguí adelante, pero pronto me detuvo
un hombre gordo con overoles flojos.
“¿Eres tú el sobrino de Mark Butz?”
Yo no tuve que decírselo. “Está en el pueblo,
y te anda buscando.” “¿Adónde?”
“Pues puede estar en cualquier parte.
Tal vez en la farmacia.”
Apenas abrí la puerta de tela metálica: “¿Es
el sobrino de Mark Butz?” “Sí.” “Pues ha estado aquí
todo el día.” “¿Dónde ha estado?” “Oh, anda por allí.
Lo anda buscando.” “¿De veras?” Levanté las moscas
otra vez, y salí.
Todo el pueblo estaba mirándome,
y esperando —oh, ellos sabían— hasta que me acerqué
al toldo caliente con los cinco hombres,
y uno de ellos estaba de pie,
el alto, aquel por el que mi madre me puso el nombre.
Él ya no está allí ahora, ni en ninguna parte;
ni necesita estar, mientras yo
siga en esta tierra
y pueda recordar.
II
Él se fue adelante con nuestros chicos,
en un viejo auto cerril que brincaba los hoyos
o caía salpicando en ellos, y se reía
del camino peor que yo escogía cuando lo íbamos
siguiendo;
de pronto se desvió y subió una pequeña cuesta,
hacia la casa cuadrada de bloques de cemento, en tierras
nacionales,
con la que había reemplazado su cabaña,
la de troncos, donde vivió cuando era soltero.
Y eso no era hacía mucho; se casó tarde,
a los cincuenta, y dejó en pie la cabaña
para usar la madera, o para leña, junto a una esquina
del nuevo porche donde la tía Cora estaba saludando.
Ni un tronco quedaba ahora
del viejo cuarto desordenado donde había vivido
eternamente, según nuestra leyenda. Cuando un pariente
llegaba, él descolgaba su escopeta
y tiraba una de sus gallinas salvajes
desde la puerta, y después la cocinaba en la chimenea.
Pero eso era entonces. Tía Cora
estaba saludando, y eso era ahora, y él
se enorgullecía de haber cambiado. “Bueno, salgan.”
Y nosotros salimos, para cenar en una cocina
barnizada, bajo una lámpara colgante.
“A tu tío Mark”, dijo ella, “le costó casarse.
Yo tuve que enviudar primero”. Y los ojos azules de él
estaban contentos. Era el hermano
de mi madre, con mis mismos ojos azules; y hablamos
de ella, y de Illinois; pero no de la vez
que su padre, mi abuelo, un viejito pequeño
y colérico, se peleó con él —lo corrió de la casa,
nunca supe por qué. Él caminó una milla,
pero estaba también la abuela Butz, que atravesó el robledal
por un atajo, lloró y le dio dinero.
Él no sabía que yo sabía.
“¡Bueno pues!”, dijo él, “¿cuánto tiempo se van a quedar?
No lo dices en serio —la noche nada más.
¡Después de treinta años, no va a ser solo una noche!
”Pero así fue. Creo que no durmió nada mientras dormíamos.
Me desperté una vez, y estaba leyendo,
con anteojos de plata, sentado en un catre,
todavía en calzoncillos. Él no estaba cansado,
como nosotros. O estaba excitado. O se habría jurado
presenciar nuestra levantada en la mañana.
Él mismo nos despertó naturalmente, para los pankakes.
“Yo iré con ustedes para que no se pierdan—
¡Sí, yo iré!”, insistía. Los chicos entonces
subieron otra vez con él. Tía Cora nos despedía
con el delantal, y nos fuimos; y nos paramos
cuando él se paró, como a unas diez millas andadas
despacio,
donde empezaba el concreto. Él se salió afuera
y se quedó mirándonos. “Adiós.”“Adiós.”
y seguía parado allí todavía mirándonos.
Sabía que era la última vez.
Le costó morir, tía Cora nos escribió.
Traducción: José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal
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