Miguel Ángel Corral
Este eminente poeta nació en Cuenca, Ecuador en 1833, y falleció en Quito, donde vivió sus mejores años, el 3 de mayo de 1883.
Distinguido funcionario, tuvo la dirección del periódico oficial y, en su calidad de abogado de los tribunales de la república, fue ministro de la Corte Superior de Justicia en 1881.
Entre nuestros poetas es el más fino galantuomo. Su acento pasional es puro como nacido en los profundos senos de la vida afectiva. Nada es artificioso ni convencional en sus mejores poesías. Todas tienen el áureo brillo, el timbre argentino de las joyas eternas.
Es uno de aquellos contra quienes Mera blandió más sañudamente su almocafre; pero el crítico de la Ojeada no consiguió otra cosa que sacar a lucir su mal gusto. A despecho de sus censuras, las «Fantasías de amor» quedan como una de las poesías más bellas y sentidas de nuestra lengua, junto a la «Égloga» primera de Garcilaso, el maravilloso poema «Al Sueño» del divino Herrera, algunas canciones de Góngora y, en lo moderno, la romanza «Al color de unos ojos» de Eulogio Florentino Sanz.
Porque, antes de que Bécquer la suavizara, la dulcificara, la llenara de calor de alma, nuestra lengua -como lo ha probado magistralmente el crítico cubano Nicolás Heredia, en su Tratado sobre la Sensibilidad en la Poesía Castellana- no se prestaba sino raras veces a la expresión del sentimiento, a las efusiones íntimas de la ternura, a los balbuceos de la pasión que inmortalizaron Sapho y Catulo.
Justamente los versos con que se ensañó el maestro ambateño:
«¡Ay! desde entonces llevo yo la sombra
de esa mujer en mi alma».
parece que hubieran suscitado la admiración de Baudelaire e inspirádole aquel sublime comentario: «El buen sentido nos dice que las cosas de la tierra tienen poquísima existencia y que la verdadera realidad sólo está en los sueños... La mujer es el ser que más sombra o luz proyecta sobre nuestros ensueños. La mujer es fatalmente sugestiva; vive de otra vida que la suya propia: vive espiritualmente en las imaginaciones a quienes se aparece y fecunda».
El poeta -como lo presintió Kierkegard- es el ser excepcional, único entre los humanos, que se atreve a vivir hasta el fondo su propio destino... y a expresar sus vivencias -añadiremos nosotros- como nuestro poeta, sin arredrarse ante los prejuicios de su tiempo.
Selecciones
La mañana
El tenue resplandor del sol naciente
poco a poco los cielos ilumina,
y al fresco soplo de vital ambiente
va huyendo presurosa la neblina.
En los árboles húmedos resbalan 5
trémulos visos de carmín y de oro,
y aleteando los pájaros exhalan
en trino alegre su cantar sonoro.
La flor, que el aura revolando toca,
entreabre su pétalo fragante, 10
como una virgen su olorosa boca
al casto beso de su tierno amante.
Y mil murmullos pueblan armoniosos
de músicas errantes el espacio,
mientras el sol en rayos luminosos 15
ostenta ya su disco de topacio.
Y en medio de tan plácido concierto,
lleno de pena, y de ilusión desnudo,
en mi pecho infeliz ¡ay! casi muerto
sólo mi corazón palpita mudo. 20
Y ya el sol despejado se levante
por entre un cielo de purpúreo raso,
o luzca su diadema vacilante,
suspenso en los abismos del ocaso,
¡nada me importa a mí! Su rayo ardiente 25
que el sauce tiñe y dora la arirumba46,
viene a quebrarse, pálido, en mi frente
como en la triste piedra de una tumba.
Junto a un sepulcro
Bello está el día. El sol resplandeciente
suspenso en la mitad de su carrera,
inundando de luz toda la esfera
trémula, lanza su mirada ardiente.
Al reflejo del éter transparente, 5
el árbol, nacarado, reverbera,
y el ámbar de su hojosa cabellera
el campo llena de oloroso ambiente.
Mas ¿qué me importa a mí la luz del día,
qué su espléndida pompa y galanura, 10
si cubierta de luto el alma mía
al eclipse mortal de tu hermosura,
llevo en perpetua y fúnebre agonía
el corazón repleto de amargura?
A mi madre
Un año, un año ¡oh dulce madre mía!
que lejos estoy ya de tu presencia,
desde aquí bendiciendo tu existencia,
tus caricias, tus besos y tu amor;
y ante el cielo pidiéndole de hinojos, 5
que la apacible luz de tu mirada
siempre irradie en mi frente deshojada
su puro y cariñoso resplandor.
Si el aliento febril de mis pasiones
quemó la flor que el céfiro mecía, 10
al rayo de tus ojos, madre mía,
renacerá otra vez mi juventud.
Y rasgadas las sombras que hoy me cercan,
los más gratos recuerdos de la infancia
exhalarán de nuevo su fragancia 15
mis dolencias calmando y mi inquietud.
Mas ora, sin gozar de tus caricias
no hallando donde quiera sino abrojos,
sin el fecundo campo de tus ojos
como una flor marchita siempre estoy; 20
y al caer la tarde, por el bosque umbrío,
pensativo me interno paso a paso,
y a la luz moribunda del ocaso
tristes memorias repasando voy.
Si a tu hijo desde allá mirar pudieras 25
sobre una roca puesto de rodillas,
y bañadas en llanto sus mejillas
repitiendo tu nombre en su oración;
entonces comprendieras cuánto te amo,
cuánto te quiero yo ¡oh dulce madre! 30
y cuánto la memoria de mi padre
acibara en tu ausencia mi aflicción.
¿Lo recuerdas?... La luna macilenta
trémula despuntaba por el monte,
plateando blandamente el horizonte 35
al rayo virginal de su alba luz;
y mi padre... mi padre en aquella hora
apenas respiraba ya en su lecho,
teniendo reclinada sobre el pecho
la imagen sacrosanta de Jesús. 40
Llorabas tú, y al grito de tu pena
se reanimó el semblante de tu esposo,
y su mano extendiéndote amoroso
tu idolatrado nombre murmuró.
Y vertiendo a torrentes mudo llanto, 45
doliente contemplábasle de hinojos,
y clavados sus ojos en tus ojos,
entreabriendo sus labios, expiró.
¡Ay! desde entonces llevo en mi memoria
grabado su semblante moribundo, 50
pensando ver, en mi dolor profundo,
donde quiera a mi padre agonizar;
oigo su voz que imita tristemente
el vago viento en la desierta playa,
y cuando el sol fatídico desmaya 55
su sombra miro pálida cruzar.
¡Y un año que las flores de su tumba
con mi llanto infeliz ya no he regado,
y que triste a los vientos ya no he dado
mi vago y melancólico cantar! 60
Pero al fin, ya muy pronto ¡oh madre mía!
se cumple de mi ausencia el duro plazo,
y, después de dormir en tu regazo,
volveré su sepulcro a visitar.
Y aunque es cierto que sólo y desgraciado 65
yo no tengo en mi patria alma querida
que al verme de placer estremecida,
su pecho sienta con afán latir;
tú los brazos abiertos me preparas
y cuando llegue, de contento loca, 70
el casto beso de tu amante boca
con ternura en mi frente has de imprimir.
¿Ni qué amor puede hallarse aquí en el mundo
que no sea una sombra, una quimera,
ni qué amante por noble que ella fuera 75
más piadosa que tú podría ser?
Y es por eso que llena de amargura
con tu llanto regaste, madre mía,
las flores que en mi sien quemara
un día el ardiente mirar de una mujer. 80
En lo más bello de mis tiernos años,
lenta fiebre mi vida consumía,
y en mis entrañas un volcán ardía
en perenne y activa conmoción.
Y pálida mi frente como el lirio 85
que el sol abrasa en la áspera llanura,
se inclinaba marchita y sin frescura
al incendio voraz de mi pasión.
Y víctima infeliz de una mirada,
en la noche mis lágrimas corrían, 90
y lánguidos mis ojos te decían
lo que en vano deseaba yo ocultar;
pero tú, recordando esas caricias
que el gemido arrullaron de mi cuna,
mis lágrimas de fuego una por una 95
indulgente supistes enjugar.
Sí: tú me quieres cual la selva quiere
sus auras, sus perfumes y sus flores;
y al sondear mis íntimos dolores
sólo tú tienes de ellos compasión; 100
porque ves que a los golpes de la suerte
en mi pecho una arteria se halla rota,
y que es sangre que salta gota a gota
el llanto de mi herido corazón.
A la memoria de Dolores Veintemilla
I
Tiembla la pluma en mis manos,
el llanto a mis ojos brota
y en silencio y gota a gota
va cayendo en el papel;
y como no hallo una queja 5
harto doliente y sentida,
con la pluma suspendida
lloro tu destino cruel.
¡Ay! el mundo enturbió impío
de tu vida la onda pura 10
y ante ti ¡pobre criatura!
rugió negra tempestad;
y cruzando las regiones
de un sombrío escepticismo,
¡te lanzaste en el abismo 15
de la oscura eternidad!
II
Ninguno como yo te comprendía:
todo lo grande tu alma arrebataba
y en tus ojos chispeantes se irradiaba
el fuego de tu ardiente corazón. 20
Serena desafiando las tormentas,
nunca viose tu frente oscurecida;
pero al dejar las playas de la vida
cobarde fue tu heroica abnegación.
¡Ah! ¿cómo no rompiste horrorizada 25
ese cáliz fatal que hirvió en tu pecho,
al contemplar en su tranquilo lecho
al hijo caro de tu tierno amor?
En esa hora terrible de martirio ya,
en tu pesar, tal vez estabas loca, 30
cuando pusiste en su inocente boca
el mudo beso de tu amargo «adiós».
¡Pobre mujer! ya duermes en el polvo,
mas nadie te ha de alzar una plegaria,
ni ha de verse en tu huesa solitaria 35
la bendita figura de una cruz.
Y sólo el astro que alumbró tu cuna,
al caer moribundo en occidente,
verterá en tu sepulcro tristemente
el pálido fulgor de su áurea luz. 40
Vosotros, los que fuisteis sus amigos,
compadeced su muerte desastrosa,
y en el duro peñasco en que reposa
plantad siquiera un fúnebre ciprés;
y al menos este frágil monumento 45
consagrado a su bárbaro suplicio;
no olvidéis su terrible sacrificio,
y visitad su tumba alguna vez.
Un vuelo de mi alma
Sopla el austro. Las cumbres despejadas
lucientes se alzan tras dorado velo,
y las plantas y flores en el suelo
a los rayos del sol están dobladas.
En tanto que las nubes incrustadas 5
en el inmenso azul del claro cielo,
montañas fingen de escarpado hielo
por las manos de un Dios acá lanzadas.
Y yo volviendo mi tostada frente
miro el mundo en la bóveda vacía, 10
del sur a septentrión, de ocaso a oriente;
pero al cruzarle audaz el alma mía
con desprecio le ve, porque se siente
más grande aun que el mundo todavía.
Fantasías de amor
(Al señor bachiller Pereira Gamba)
I
¿No conoces a Delia?
¿No has visto, por ventura,
al contemplar su angélica hermosura,
esa luz fulgurante
que tranquila se irradia en su semblante, 5
como el resplandor vago
que la callada luna
vierte en las aguas del sereno lago?
¿Ni la has visto en celeste arrobamiento
toda llena de hechizos, 10
cuando deja flotar en áureos rizos
su rica trenza desatada al viento?
¿Y no has mirado nunca
el destello amoroso de sus lánguidos ojos,
ni apetecido, ansioso, 15
el dulce néctar de sus labios rojos?
Es bella como el cielo,
y aunque de bronce y hielo
el corazón tuvieras,
a sus plantas postrándote sensible, 20
como yo, tú la amaras si la vieras,
porque verla y no amarla es imposible.
Si ferviente la miro, en el instante,
cual blanca rosa que carmina el alba,
se ilumina su angélico semblante; 25
y si su mano estrecho,
sus ojos baña celestial ternura,
y oscila con presura
en honda conmoción su ebúrneo pecho.
Y si tímida me habla, 30
su perfumado aliento
a mi alma trae virginal aroma,
y su sentido acento
es el blanco arrullar de una paloma.
Si con airosa planta 35
y descubierto el seno
risueña va cruzando
el verde prado y el vergel ameno,
al bosque mismo su beldad encanta,
y acallan sorprendidas 40
las fuentes su murmullo;
y, depuesto su orgullo,
y pálida del celo que la abrasa,
la flor se humilla cuando Delia pasa,
y al sentir en su linfa retratados 45
sus claros ojos, su nevada frente,
estáticos la miran
y paran los arroyos su corriente.
II
Y yo besé una noche
su mano temblorosa; 50
y cediendo a mi súplica ardorosa,
como encendido broche
de pétalo fragante,
abriéndome un paraíso de ventura,
me ofreció ¡oh Dios! su labio palpitante; 55
y velando su faz arrebatada,
suelto cual áurea nube
en ondas perfumadas su cabello,
como inocente tórtola que muere
entreabriendo su ala estremecida, 60
sobre mi pecho, toda conmovida,
dobló su blanco cuello
en lánguido desmayo,
y en sus hombros de nieve
quebró la luna su indeciso rayo. 65
III
¡Ay! desde entonces llevo yo
la sombra de esa mujer en mi alma;
triste mi labio férvido la nombra,
y por ella suspiro
en medio del silencio y de la calma 70
de la estrellada noche;
y aún siento enamorado
que hierve en mis entrañas,
turbando donde quiera mi sosiego,
como una ola de fuego 75
que ni el tiempo sofoca
la ardiente llama que aspiré en su boca.
Y ahora, sin gozar de sus caricias,
con su imagen deliro,
y si al paso la encuentro, 80
conmovido en su centro,
tiembla mi corazón cuando la miro,
y pálida a mi vista,
también ella convulsa se estremece;
y al verla me parece 85
que aún derraman su luz inspiradora
en su torneado cuello de alabastro
los rayos indecisos de aquel astro
que alumbró aquella noche encantadora!
IV
Desde sus lindos ojos, 90
trémulo se desprende,
más puro que la lumbre matutina,
el rayo que mi espíritu ilumina
y en dulcísimo amor mi pecho enciende.
Y de noche, de día, a cualquiera 95
hora la miro alucinado;
y a la luz del ocaso y de la aurora
los cielos atraviesa,
cual la amo delirante:
angelical, etérea, 100
lánguida, melancólica, radiante.
V
¡Y me ha de olvidar ella!,
que pronto la mujer voluble olvida
sus más hondas y vivas afecciones,
y muertas sus pasadas ilusiones, 105
rompe infiel de su amor los tiernos lazos
y deja por otro hombre
al que ayer estrechaba entre sus brazos.
¡Ay! y mi oscuro nombre
que es el triste compendio de la historia 110
de un amor que entre lágrimas crecía,
ni aun cruzará, tal vez, por su memoria.
Mas ¡no importa! Yo siempre sabré amarla,
porque el puro cariño
con que la idolatraba desde niño 115
y que ella fecundar supo amorosa
al triste resplandor de sus miradas,
siendo mi propia esencia,
es el foco vital de mi existencia;
y si el soplo glacial del cano tiempo 120
apaga su carrera,
trocando en fría calma,
los torpes incentivos
de la materia inerte;
triunfan de los años y la muerte 125
las pasiones que brotan en el alma.
VI
Ella es mi único bien, porque la quiero,
porque la amo y la adoro con locura;
y late y está dentro de mí mismo,
como está en el abismo 130
del Cotopaxi ardiente
el fuego que lo abrasa eternamente;
y como está la luz en la mirada,
y en la pupila el llanto
que muda agolpa una alma desolada. 135
¡Ay! ¡y la quiero tanto!
¡Sí! que el tenaz recuerdo
de sus primeras y últimas sonrisas,
perturbará en mi huesa solitaria
la funérea quietud de mis cenizas. 140
VII
Y cuando ¡ay! a mi término me acerque
y antes que yerto a mi sepulcro baje,
recuerde lo pasado en mi agonía;
y en óptica sombría
se lancen por el fúnebre celaje 145
de mi nublada mente oscurecida,
cual pálidos fantasmas,
los más caros ensueños de mi vida,
su imagen ilusoria,
entre dorada lumbre confundida, 150
radiante cruzará por mi memoria.
¡Y tan bella y sensible,
tan pura y amorosa,
como estaba en mis brazos esa noche
de misterios profundos 155
y de vagos y tiernos resplandores,
será Delia a mis ojos moribundos
la virgen de mis últimos amores!
El poeta
Por más que un Rómulo crítico
desprecie tu numen poético,
porque envidioso y raquítico
le irrita todo lo atlético;
levanta tu voz homérica, 5
y siempre entusiasta y lírico,
entre tu mano colérica,
rompe su dardo satírico.
Y estalla en versos eufónicos,
uniendo a tu tierno cántico, 10
esos latidos armónicos
de tu corazón romántico.
O vierte en raudal fosfórico,
desde tu boca profética,
el fecundante calórico 15
de tu alma grande y patética.
Y si vives melancólico,
pensando en tu origen célico,
deja aqueste país diabólico
en un arrebato angélico. 20
Y, como el cóndor alígero,
cruza la región esférica,
y clava tu ojo flamígero
en el resto de la América.
Y pinta en lenguaje métrico 25
ese panorama vívido,
que nada tiene de tétrico,
ni mucho menos de lívido.
Y sobre esa montaña única
que alza su frente titánica, 30
envuelta en su fría túnica
como una visión satánica.
Posa tu vuelo magnífico,
y con acento despótico
maldice y truena terrífico 35
contra todo lo estrambótico.
Y si alguien te dice enfático
que no eres sino un estólido,
el tiempo te alzará estático
un jeroglífico sólido. 40
Y al fin algún buen retórico
que conozca bien la estética,
ha de hacer llamear histórica
la luz de tu aureola poética.
II
Sí: marcha y sigue tu áspero camino 45
y trepa valeroso hasta el Parnaso;
aunque dura te ofrezca tu destino
un cáliz de amargura a cada paso.
Tuyo es el mundo, tuya su grandeza
tuya la luz que brilla en el oriente, 50
tuyo ese sol que ostenta su belleza
en el áureo confín del occidente.
Tuya la noche muda y pavorosa,
tuyo el doliente y misterioso encanto
de esa luna que, tierna y amorosa, 55
endulza melancólica tu llanto.
Nada a tu vivo genio se asemeja,
y el espléndido fondo de tu verso
es un cristal que mágico refleja
la pompa y majestad del universo. 60
Y si llora sensible tu alma inquieta
y nadie te comprende en este suelo,
¡no importa, que tus lágrimas, poeta,
las recogen los ángeles del cielo!
A mi esposa
Triste estoy, Josefina idolatrada,
y en medio de mi fúnebre dolencia,
al través de las sombras de la ausencia,
inmóvil te contemplo junto a mí;
y te oigo ¡ay! y te miro desolada 5
suelta al aire tu blonda cabellera,
y tan tierna, sensible y lastimera,
cual en mis brazos sollozar te oí.
El momento fatal en que el destino,
como el bronce insensible a nuestro llanto, 10
y duro y sordo al ¡ay! de tu quebranto,
de entre tu casto seno me arrancó.
Y para ser más cara a mi memoria,
sonriéndome feliz te trasfiguras,
y cruzan por mi mente esas venturas 15
que el amor a tu lado me ofreció.
¿Lo recuerdas? La luna que subía,
coronada su frente de ígnea aureola,
trémula cintilaba en cada ola
que el Chambo quebrantaba a nuestros pies; 20
y al quieto brillo de su faz luciente,
dormidos lampos de turquí y de rosa,
hermoseando esa noche misteriosa,
penetraban al fondo del vergel.
Y en la luz y el silencio de esa hora, 25
vagaba fugitiva en tu semblante,
como la imagen de un pesar distante,
la sombra de las hojas del nogal;
y al través de su undívago ramaje,
cariñosa una estrella, desde lejos, 30
te prestaba los mágicos reflejos
con que ardía su disco virginal.
Besé, entonces, tu frente alabastrina,
e, inebriado en el ámbar de tu aliento,
contemplando un instante el firmamento, 35
puse mis ojos otra vez en ti;
y al verte me sentí lleno de orgullo,
porque te hallé tan cándida y tan bella,
y aún más pura y amable que esa estrella
que halagaba tu cuello de marfil. 40
Pues, nada puede ser más doloroso
de ese campo que, fresco y sin abrojos,
al dulce rayo de tus lindos ojos,
se llenaba de encantos y de luz.
Y el vago resplandor de aquella noche 45
mi triste corazón hoy sólo inunda
para hacer, Josefina, más profunda
esa pena que sientes también tú.
Pues, nada puede ser más doloroso
que el mirar las sonrisas del pasado, 50
al través de un presente infortunado,
de un presente de luto y de pesar,
ni nada más irónico y amargo
que los sueños que el alma se procura,
ilusa, acariciando esa ventura, 55
que perdida lloramos sin cesar...
Pero no, que yo guardo todavía
la hechicera esperanza, el sentimiento,
de aspirar otra vez el puro aliento
que difunde tu labio de coral, 60
y estrecharte de nuevo entre mis brazos,
no cual hoy, vaporosa e impalpable,
sino tierna, dulcísima, adorable
y viva en tu poética beldad.
A mi amigo
El distinguido poeta Fernando Velarde
Grandioso te alzas en la eterna roca
donde rebrama el huracán rugiente,
y absorto miras en tu afán valiente
de los volcanes la tartárea boca.
En los arranques de tu audacia loca 5
te lanzas como el águila impaciente,
y, en medio de relámpagos, tu frente
ya los confines del abismo toca.
Sigue el instinto de tu ardor fecundo,
desdeña el polvo del mezquino suelo, 10
y arrebatado en éxtasis profundo
cruza la hermosa inmensidad del cielo,
y del oscuro porvenir del mundo
osado rasga el misterioso velo.
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