Julio Zaldumbide Gangotena
(QUITO, ECUADOR, 1833-1881)
Nació en Quito el 5 de junio de 1.833. Hijo legítimo de Ignacio Zaldumbide Izquierdo, combatió a lado del general José María Sáenz y fue asesinado a lanzadas después el combate de Pesillo, cuando estaba rendido. “Su nombre constituye baluarte de civilismo y signo de la saña del elemento militar extranjero adueñado del país” y de Felipa de Gangotena y Tinajero, quiteños.
Después de la primera enseñanza y de haber seguido los cursos de secundaria hasta graduarse de maestro o bachiller en Filosofía y Letras, ingresó a la Universidad Central con el intento de dedicarse a los estudios de Jurisprudencia, pero muy pronto los abandonó para seguir con ardor y entusiasmo a la literatura. “Era un joven de buenas maneras, de exquisito gusto, pero dado a la soledad y a la melancolía”.
En 1.852 escribió la poesía titulada “La estrella de la tarde”, primera de sus composiciones intimistas y de tono menor “en una atmósfera de amable melancolía y vaga tristeza, tan propia de la hora vespertina, vista por ojos románticos, donde campea su simpatía por la naturaleza y el canto al amor doloroso e imposible idealizado en Laura”.
Poco después y con motivo de conmemorarse el séptimo aniversario de la revolución marzista 6 de Marzo de 1.845– se presentó aún adolescente a la velada artístico- literaria de la “Sociedad de Ilustración” y subiendo al escenario declamó su “Canto a la Música”, causando magnífica impresión. Fragmento: El alma llena de delicias, cuando/ en el cristal suspira de la fuente;/ La estremece de horror, en el torrente/ que se lanza estruendoso en el peñón. // En el umbroso bosque, en la Colina/ finges la dulce voz de los amores/ y del vergel en las fragantes flores/ estático te escucha el corazón// Miguel Riofrío, “el poeta lojano que ejercitaba su justa autoridad ante los jóvenes estudiosos y que presidía la fiesta”, lo coronó. Zaldumbide tenía escasamente dieciocho años y de allí en adelante figuro activamente en el mundo de las letras.
Según el 29 de noviembre escribió una elegía “A la memoria de la señora Juana Lama de Moncayo”, esposa del Dr. Pedro Moncayo y muerta al dar a luz a su hijo. En 1.855 publicó en el periódico “La Democracia” de Quito, otra elegía, a la muerte de Carmen Pérez Pareja. Ya era respetado en los medios cultos del país y se había granjeado numerosas amistades.
En 1.856 publicó su Silva titulada “A la soledad del campo” que según Hernán Rodríguez Castelo cambia sustancialmente su estilo. “Su poesía se tornó más amplia y libre y adquirió mayor aliento, usando combinaciones libres de versos de 11 y 7 sílabas y tomando a la naturaleza como objeto de contemplación. Y así surgió el ciclo de sus famosas poesías tales como “La Mañana”•, “La Tarde” y “La Noche”.
“En 1.857 atravesó una aguda neurosis que le ocasionaba desabrimiento y desencanto a todo y al ocurrir la muerte de su tía y suegra Rosa Gangotena de Gómez de la Torre escribió una elegía a su memoria. A fines de ese año adquirió el fundo “Paramba” situado en la región de Malbucho, que riega el río Mira en el camino el Pailón que acababa de abrirse y para marchar hacia la selva virgen hizo apuntes y resúmenes que debieron haberle costado muchas fatigas. El mismo hecho de aislarse en plena selva tropical, bella y poderosa soledad apacible, revela el cambio en su conducta; sin embargo no perdió enteramente su tiempo pues leyó a Tácito y a Tomás Moore y aunque no halló la ansiada felicidad que en ninguna parte está como él mismo confesaría después, gozó de una cierta quietud física y espiritual.
“Sus últimos años fueron sombríos y agobiados. Vivía tuberculoso y colmado de dolores, silencioso, amando a los suyos y ya no creía tanto en el destino incierto de los hombres porque la religión iba ganando terreno en su voluntad disminuida por el abandono, la pobreza y la enfermedad y murió el 31 de julio de 1.887 este patricio liberal, cuando sólo contaba 54 años.
De estatura más que regular, tez blanca, delgadísimo, ojos profundos y abundantes cabellos rizados y negros. Dejó ocho hijos y la estela inolvidable de su fama y su talento.
Fue un poeta elegante y exquisito formado en el más severo estudio, pero lleno de una genial apatía, pues no podía meditar y componer sin el ánimo bien apercibido; por eso sus trabajos iban saliendo de tarde en tarde y sólo a reiteradas solicitudes de sus amigos y admiradores. Cuando leía meditaba. El arte que no es inspiración es artificio. La poesía es meditación y recogimientos, las estrofas deben venir a una llamada de la emoción y la inteligencia; por eso, conforme iban pasando los años, sus versos van revistiéndose de gravedad, muy cercana a la Filosofía. Poeta – Filósofo se le llamó para indicar esta inclinación meditativa. Hizo poesía profunda, sobria y llena de buen gusto.- en la soledad del campo.
Julio Zaldumbide Gangotena
Por Roberto Morales Almeida
Una de las figuras ecuatorianas más atrayentes de la segunda mitad de la pasada centuria es la de Julio Zaldumbide Gangotena. Si como poeta es representante eximio de la generación romántica, como hombre público encarna un paradigma de limpidez republicana. Varón ejemplar: su vida aureolada de dignidad, púsola al servicio de las letras, de los dioses lares y de las nobles causas nacionales.
Su quiteñísima casa solariega, preclaro nidal de cultura y virtudes cívicas, viole nacer en el fecundo lustro (1830-35) en que advino la República y le nacieron a la Patria hijos que supieron levantarla: Juan Montalvo, Numa Pompilio Llona, Luis Cordero, Juan León Mera, Antonio Flores, para no citar sino los nombres más ilustres. Empero, ninguno como Zaldumbide tenía prosapia de más hidalga tradición republicana (democrática, diríamos ahora). Su abuelo, Joaquín -288- de Zaldumbide y Rubio de Arévalo, fue de los próceres de la Emancipación; su nombre se halla inscrito al pie de la columna de los Héroes de Agosto; su padre Ignacio Zaldumbide, de los fundadores de la célebre Sociedad «El Quiteño Libre», combatió la tiranía forastera y militarista de Flores, cayendo en el campo de batalla de Pesillo «como ínclita víctima de la libertad». Y la vida misma del poeta se desenvuelve en afán indeclinable por defender la causa civilista y de respeto a las leyes, al par que el espíritu de nacionalidad, sofocado por el vitando predominio de militares adventicios, remanentes de la epopeya libertadora, pero desconocedores del vivir republicano y con pretensiones de llevarse la parte del león en el reparto de la fenecida Gran Colombia. Por eso, la revolución marcista (del 6 de marzo de 1845), fulminadora de los genízaros extranjeros, era recordada cada año con inusitado fervor por la juventud quiteña que se agrupaba en sedicentes sociedades democráticas, animadas por mentores ávidos de renovación cultural y política, como Pedro Moncayo y Miguel Riofrío. En el seno de esas sociedades, al recordar el VII aniversario marcista, Zaldumbide declamó su «Canto a la Música», poema primicial, recargado de atuendo zorrillesco y de helénicos conceptos sobre la armonía en la naturaleza. Y entre el fervor de discursos empenachados de pirotecnia revolucionaria, el portalira, que frisaba en los 19 abriles, recibía una simbólica corona de laureles, anunciadora de renovados triunfos literarios.
Al calor de esos ideales, cultivados en tales agrupaciones político-literarias, y en la hidalga y acogedora casa paterna del poeta, llegó a cimentarse su amistad con Juan Montalvo. «Mi padre, en sus mocedades, cuenta Gonzalo Zaldumbide, fue de los pocos amigos predilectos de Montalvo. Siempre que iba a Quito el Cosmopolita y aún antes de serlo por antonomasia, al hacer sus primeras armas, solía concurrir, aunque parco de palabras y de entusiasmos repentinos, a la tertulia de la casa de los Zaldumbides, la antiquísima casa de San Agustín que aún se conserva en la familia. Eran reuniones vespertinas: se comía entonces temprano y a las cinco acudían los amigos a tomar el café que entona el ánimo, aguza la inteligencia y excita agradablemente a conversar. Parece que Montalvo prefería escuchar a dialogar, y antes que seguir de tema en tema la volubilidad de los contertulios, se ensimismaba y esperaba más bien el momento de salir con su amigo Julio a pasear por las colinas y alrededores, a embriagarse, sin duda, en silencio comunicativo y unánime, de la ilimitada poesía crepuscular. Ambos eran románticos en el alma, si bien clásicos en el respeto a la cultura y a la lengua. Ambos habían de combatir luego a García Moreno; y mi padre, un poco antes que él, pero no con su constancia, continuidad y eficacia».
Pero, mientras el Cosmopolita se alejaba para cumplir sus sueños de visitar la dulce Francia y las ruinas del Imperio Romano, Zaldumbide arraigábase más al nativo terrazgo, casándose y dedicándose por entero al cultivo de las letras y a las faenas agrícolas en sus extensas fincas de Pichincha e Imbabura.
Demoraba con predilección en el cálido bajío de Pimán, que lo cultivó con empeño amoroso hasta convertirlo en grato y acogedor oasis, florecido entre peladas colinas, ardientes arenales y hoces profundas que van a perderse de bruces a orillas del Chota torrentoso. Desde entonces, Pimán, estancia cercana a Ibarra, la Ciudad Blanca, no es un rincón cualquiera entre las abruptas serranías ecuatorianas: ya ennoblecida por los eglógicos cantos de Julio Zaldumbide, años más tarde, se transformará en escenario del poema vernacular de Imbabura, «Égloga trágica», obra maestra del orfebre del estilo, Gonzalo Zaldumbide, insigne vástago del Poeta de la Naturaleza.
Su ahincada preocupación por el bien común, especialmente por hacer realidad el sueño secular de una salida desde el clausurado callejón interandino hasta la inmensa ruta del océano, le granjeó la simpatía popular y en limpia lid cívica fue electo diputado por Imbabura. En el Congreso de 1867 defendió con altura y firmeza la dignidad el Parlamento y las instituciones republicanas ante las pretensiones de un Ejecutivo que «sacrificando el bien de la República a mezquinos intereses de familia y cediendo a influencias perniciosas, se había hecho indigno del alto puesto que le confiaron los pueblos».
Quien mejor ha trazado la trayectoria de la limpia vida pública de Julio Zaldumbide es su gran amigo, el académico y clásico prosista Roberto Espinosa. Oigámosle expresar su criterio circunspecto y justiciero sobre quien fue desinteresado servidor de la Patria: «Siempre noble, independiente y digno; supo decir la verdad con lisura y desenfado, aun a los más temibles y encumbrados: prerrogativas que dan únicamente un alma levantada, la independencia de acción y el recto proceder. Zaldumbide tuvo por entonces adversarios, y aun fue llamado a juicio, por la publicación de un valiente y patriótico folleto: ('El Congreso, don Gabriel García Moreno y la República') que no se perdona fácilmente la altivez y coraje de un hombre, cuando la pusilanimidad y el apocamiento ponen silencio y obediencia del todo pasiva en la mayor parte de los hombres. Y a Zaldumbide no se le perdonó aquel hecho relevante de honradez republicana: invectivas, amenazas, acusaciones, de todo se echó mano para inquietarle, para hacerle descender de su dignidad; mas, fue trabajo estéril, y al fin sus enemigos políticos, no sólo dieron de mano a su empeño, pero antes buscaron su amistad, que no les fue rehusada, pues el mal proceder de aquéllos no alcanzó a enconar su corazón.
»Corridos algunos años, el popular y republicano Gobierno del señor Borrero le nombró Plenipotenciario del Ecuador, confiándole el delicadísimo encargo de ajustar tratados y convenciones internacionales con el Plenipotenciario de Colombia. Entonces pudimos valorar su inteligencia y profundos conocimientos en ciencias públicas. Vino luego el Gobierno de Veintemilla, nacido de la revolución más inicua que registra nuestra historia, y, cuando tocaba a su término, los hombres honrados de todos los bandos políticos, y señaladamente de juventud ilustrada de la capital, presentaron a Zaldumbide como candidato para la primera Magistratura nacional; tal exhibición tuvo resonancia en todas las provincias de las Repúblicas y fue acogida con entusiasmo. Nadie entre nosotros ignora la revolución que a sí propio se hizo al gobernante de entonces, alzándose con el Poder y proclamando la más escandalosa dictadura; nadie entre nosotros ignora que desde ese día fue desmoronándose el poderío del gobernante atrevido que así afrentó a la Patria, y que, en breves meses, fueron a tierra dictadura y dictador, ahogados por la poderosa opinión de los pueblos».
Después de la Restauración, como se llamó el movimiento contra Veintemilla, el nuevo Presidente, Caamaño, procuró en ciertos aspectos dar relieve a su Gobierno acudiendo a buscar el apoyo de ciudadanos prestigiosos. Y se confió al poeta la Cartera de Instrucción Pública, de reciente creación. Por desgracia, «el bello ideal que su alma ardiente trajo a este campo en que pudo explayarse su genio, al decir de Juan León Mera, halló obstáculos... superiores a sus fuerzas». El obstáculo mayor era de los que anulan por su base toda labor: crear un Ministerio, tan vital para una democracia, con un miserable presupuesto, necesitándose de muchos millones para «educar al soberano». El poeta creía en el milagro civilizador del alfabeto y quería levantar escuelas en todos los horizontes del país. Con su renuncia, hasta se suprimió el flamante Ministerio.
Zaldumbide fue uno de los primeros en propugnar para la práctica de nuestra naciente e incierta vida republicana una posición política civilizada, de altura, tolerante, alejada de los extremismos del conservadorismo graciano y del liberalismo jacobino. Por tradición y convención democrática, su amplia cultura, su delicado espíritu rechazaban naturalmente todo exceso, toda intransigencia, toda forma incivil de gobernar. Cerebro y corazón de sano equilibrio, ejemplo señero entre los valores de nuestra literatura, generalmente espíritus de exacerbado tropicalismo, panfletarios y polemistas terribles. Sereno, mesurado, pero firme y hasta fogoso en la defensa de un limpio convivir democrático, «siempre tuvo en mucho el sentimiento y la práctica de la libertad, de la justicia y del derecho republicanos», según el testimonio del ya citado académico. Sus convicciones le impulsaron a enjuiciar serenamente la administración garciana, a defender la libertad de imprenta y la de sufragio, las más conculcadas entre nosotros, y a denunciar aquel principio de cesarismo, verdadera maza de Hércules, de la que tanto han echado mano tiranos y tiranuelos: «la insuficiencia de las leyes para gobernar».
Mas, el campo de Zaldumbide, «poeta que nunca buscó el renombre, bastándole con su nombre», según la justa opinión del sagaz escritor Francisco Guarderas, no era el de las estridencias de nuestra política tropical. Así lo entendió el poeta, y retornó a las apacibles tareas del campo y al trato continuo con los libros y las musas. Ésta es la etapa más fecunda de la vida de Zaldumbide. Hizo de Pimán el centro de una desbordante actividad; ora buscaba en las altas soledades de los páramos el manantial que fecunde las sequedades del valle; ora obtenía en remate público la concesión de tierras baldías a orillas del Mira, y organizaba expediciones para instalar allí plantíos y avanzadas de colonos. Su mejor título de propiedad sobre esas tierras perdura en las cartas escritas desde la selva bravía de Paramba a su dilecto amigo el solitario de Atocha. Y no se daba jamás punto de reposo, aunque su salud se resintiese. Con paciencia benedictina se afanaba en ensayar nuevos cultivos y en aclimatar especies salvajes del trópico para ornamento de su ameno jardín. Hermosa simbiosis aquella: la labor agrícola prosperaba a expensas de la vocación del poeta; era genuina obra de belleza, era gozo de creación el recio empeño de «transformar en umbroso refugio el erial abrazador».
Empero, los menesteres de la agricultura no le apartaban del puntual cultivo de amistades literarias, del estudio de los clásicos, del aprendizaje de lenguas extranjeras, de la enmienda y selección de sus propias composiciones. En sus frecuentes viajes -nunca al mar, que fue su nostalgia- provistas llevaba las petacas de libros, pliegos de originales, cuadernos manuscritos y recado de escribir. En vísperas de una expedición, comunicábale a Juan León Mera esta noticia reveladora: «En estos ocho días tengo que hacer extractos de dos libros de historia que no puedo llevar a la montaña, y que en ella me serán de toda necesidad; concluir con la lectura de otros libros prestados; y hacer un solo volumen de mis composiciones para no llevarlas sueltas, teniendo de llevarlas para corregirlas». Y así, al undívago rumor de la fronda tropical recibieron toques finales varios poemas de La Naturaleza, para volver desde esos remotos parajes al eglógico retiro de Pimán, al grato lugar de origen, cabe la humana tibieza del alero donde fueron engendradas.
No fue el poeta lo que ahora llamamos un latifundista sedentario, un burgués filisteo, como hay tantos, que se sientan cómodamente a regustar a mantel puesto el fruto de sus haciendas. No. Él formó riqueza, vivió el dinamismo creador de los recios colonizadores, fue «hombre de trabajo», según la exacta expresión con que nuestro pueblo califica a los infatigables propulsores del progreso. Zaldumbide sentía la urgencia de transformar esta buena madre tierra, de verla cumplida de todo bien: cubierta de ganados, abundosa de pan, dulce de miel, así como cantada, amorosamente, en armoniosos versos.
Verdadera importancia para la historia de nuestra literatura encierra la correspondencia epistolar de Julio Zaldumbide con escritores, poetas y hombres públicos de su época. En esas cartas (en parte publicadas en las Memorias de la Academia Ecuatoriana de la Lengua) encuéntrase auscultado, como en amable registro, el sentir cultural de entonces: Teorías estéticas, nacionalización de nuestra literatura, opiniones sobre autores nacionales y extranjeros, crítica literaria y hasta apreciaciones de sucesos políticos de importancia, sin faltar, obviamente, el precioso dato autobiográfico que se desliza recatado como en suave proyección hacia la posteridad. A ese epistolario hay que acudir para encontrar algo que justifique los largos silencios del poeta. Psicólogos y críticos opinarán como gusten sobre compases de espera a la inspiración en los mimados de las musas. Empero, el mismo poeta en carta al solitario de Atocha, escrita desde Pimán, se justifica aduciendo una causa muy aceptada entre los clásicos: «Es particular -le decía- que las musas tengan tanta enemistad contra Ceres, que donde ella está de ninguna manera quieren estar ellas: y ello es así, yo testigo. Quisiera yo darle a usted riqueza y sosiego, para que huya de Ceres, y se esté con las Musas».
Preguntábanse con sincera preocupación amigos y admiradores: ¿Por qué no canta el poeta de la naturaleza? ¿Por qué se ha callado el poeta filósofo? La respuesta brotaba con espontánea franqueza de lo hondo del alma: «me basta sentir como poeta, el ser tenido como tal me importa poco». «Cuando un poeta escribe, no que canta, malo». Preferiría, pues, callar a versificar sin estro. Y en esos silencios medita y cavila frente a trascendentales problemas de la vida. Y lee y relee en sus propias lenguas a los grandes poetas europeos. Mas, cuando sintió que la muerte le minaba la vida con la piqueta de un extraño mal, se preparó larga y serenamente para el viaje sin retorno. Y murió en colmada madurez, a los 54 años, cuando su talento acendraba la savia para una bien cuajada frutescencia, cuando más podía dar de sí para la grandeza de la Patria.
Si me fuera dado escoger entre sus versos los que sinteticen mejor la valía del poeta para esculpirlos sobre su losa, me decidiría por éstos, lucientes de sencillez, sinceridad y hondura:
¡qué vanas son las cosas de la vida,
vistas así, a la luz de las estrellas,
a la luz de lo estable y lo infinito!
Mucha razón le asistía a nuestro meritísimo historiador de la literatura, Isaac J. Barrera, al afirmar que conforme pasan los años, los versos de Julio Zaldumbide van revistiéndose de gravedad muy cercana a la filosofía.
Su obra poética
Como algunos de nuestros escritores y poetas, Zaldumbide permanece en la clausura de la ineditez. Dispersas en periódicos y revistas de su época o guardadas en el infolio manuscrito, no se ha hecho hasta ahora la edición completa de sus composiciones. Sólo una decena de ellas, que corren en agotadas y raras antologías nacionales, se han difundido un tanto. Ciertas colecciones de actualidad se limitan a exhibir un soneto y algún fragmento de composición; no obstante, la producción original y las traducciones del poeta alcanzan casi a un centenar de piezas de diverso fondo y valor estético.
Zaldumbide realizó hasta cuatro colecciones de sus versos: la primera para el historiador Pedro Fermín Cevallos, quien pensaba involucrarla en una proyectada «gran colección de poesías americanas»; otra envió al malogrado escritor guayaquileño Vicente Emilio Molestina, compilador de la célebre Lira ecuatoriana (1866); una tercera fue a Santiago de Chile y una cuarta a Lima para integrar antologías hispanoamericanas, que jamás aparecieron.
Si demostró cierto interés en recoger algunas de sus producciones fue sólo por complacer insistentes solicitudes de amigos y editores. En cierta ocasión hizo transcribir del original a dos cuadernos, que intituló La Naturaleza y Poesías líricas, las composiciones que creyó convenientes para una posible antología, intento fallido por la idiosincrásica dejadez con que miraba todo lo nacido de su ingenio. Tales valiosos manuscritos reposaron largos años en los anaqueles de Pimán hasta que, en conjunto de selectos libros, fueron confiados por Gonzalo Zaldumbide a la custodia de la Biblioteca del Colegio «Teodoro Gómez de la Torre» de Ibarra, puesta bajo la advocación del poeta.
Un día, Juan Montalvo, considerando la miserable situación de la imprenta del país, quería romper su pluma y sus escritos. A todos los escritores del siglo pasado acometió igual despecho. El poeta Zaldumbide respondiendo a frecuentes insinuaciones de Mera le decía: «¿Por qué no publico yo mi colección? Por varias consideraciones; y una de ellas es que, si usted hubiera tomado mi parecer antes de publicar la suya, le hubiera dicho: no la publique usted sino en Francia, o en otra parte. Las imprentas de Quito le harán a usted un librejo de triste semblante del que nuestra gente hará poco caso; y no le hicieran más si dentro de su mala pasta y cuerpo contuviera toda la poesía del mundo». Cómo se advierte que a esos buenos románticos les preocupaba más la decente presentación de los frutos de su ingenio, que las estridencias de la publicidad.
Levantar alambradas retóricas que encierren el hálito cordial de un poeta es como oponer murallas al viento proteico. No obstante las posibilidades de interrupciones y enfoques diversos, hay que realizar la artificiosa tarea de clasificar la floración poética, especialmente cuando se buscan fines didácticos o de divulgación.
Augusto Arias opina que una posible antología de Julio Zaldumbide estaría dividida en tres partes: «Una de sus elegías, otra de sus composiciones amorosas y la tercera de sus composiciones y cuadros de la naturaleza, a la cual pudieran añadirse las de gusto místico o religioso». La clasificación es aceptable. Empero, si se aprecia con cierto detenimiento las poesías consignadas en los manuscritos y las que no constan en ellos, se advierte que hay materia para un panorama más amplio, que puede ser el siguiente, en orden de valía estética: a) Contemplaciones de la naturaleza; b) Meditaciones poéticas; c) Traducciones; d) Composiciones religiosas; e) Composiciones amorosas, galantes y de ocasión. En este panorama miremos, siquiera un momento, algunas facetas de la enteriza personalidad del poeta.
La generación romántica y su pontífice
Antes de adentrarse en las nimiedades que matizan las escuelas y sus casilleros, importa seguir la trayectoria del hecho literario en el siglo pasado. Al primer vistazo se aprecia esta realidad. Una minoría selecta, con características generacionales bien diferenciadas, realiza una verdadera revolución en un ambiente secular inerte, que mantenía inalterables los módulos culturales de la Colonia. Esa generación eclosiona fervorosamente entre los clangores triunfales de la revolución marcista.
Son conocidas las recientes teorías sobre las generaciones. Mas, es importante anotar que un excelente periodista y crítico, a quien hay que hacer justicia, Víctor León Vivar, ya se refirió a las características de la juvenil generación romántica de 1845, iniciadora de un auténtico renacimiento literario. He aquí esas características, las más salientes: saturación de lecturas extranjeras; inclinación al escepticismo y la meditación; afán de resucitar épocas legendarias; sincero anhelo de dar forma a los sentimientos populares; intensidad en la pasión amorosa; vuelta o evasión hacia la naturaleza.
Con acertado criterio, Víctor León Vivar señala un alto sitial a Julio Zaldumbide entre los poetas de aquella generación. Escuchemos al iniciador de la crítica literaria moderna entre nosotros, cuyos «precisos enfoques aleccionadores de la literatura ecuatoriana» según expresión de G. Humberto Mata, dispersos en periódicos y revistas de hace más de medio siglo, casi ninguna difusión han tenido en nuestro ambiente: «En medio de esta fiebre romántica, apunta, importada del viejo mundo y enloquecedora de muchos espíritus no debidamente equilibrados, apareció el señor don Juan León Mera, quien, sin lograr formar escuela, trató de dirigir el movimiento y llevarlo por terreno exclusivamente americano. El señor Mera fracasó en su empresa, porque no supo deshacerse de sus pensamientos personales y fabricó, por lo general, indios demasiados piadosos y buenos... Corral, Marchán, Piedrahíta, Mera, Castro, Córdova y Avilés no hacen sino, con pocas excepciones, repetir a la ventura las impresiones o ideas que reciben de los libros que les llegan de fuera. Tocole a Zaldumbide seguir una marcha fija y determinada: es el primer pontífice de la nueva religión. Después de su 'Canto a la Música', que es un tributo rendido a la escuela de Zorrilla, su poesía toma un carácter melancólico y grave que impone, y a la expresión de tropos y palabras armoniosas y llenas de ruido, pero vacías de sentido, siguen una parquedad, una templanza y un cuidado nimio en la dicción poética, que va en aumento día a día. Quitado Olmedo, tal vez nadie como Zaldumbide ha cuidado entre nosotros de que la cinceladura de la forma en medio de la misma sencillez, fuera más cabal y primorosa». He ahí el sitial y el título indiscutible para nuestro poeta.
El bello país de Imbabura: la fisionomía y el alma de su paisaje
A la generación romántica debe nuestra literatura el descubrimiento estético del paisaje serrano ecuatorial. Esa trayectoria se hizo del alma a la fisionomía, del goce en la contemplación a la emoción de aprisionarlo en el verso o en el color. «La fisionomía, anota Gregorio Marañón, es, como pensaban Humboldt y sus contemporáneos, la proyección de lo más recóndito que tiene la vida efímera de los seres vivos y la vida perdurable de lo geográfico». En los altos Andes ecuatorianos, en la serranía, ningún país de paisajes más variados y bellos que Imbabura. Sus elementos: el valle verdemar, acunando pomposas colinas; el cerro tutelar abstraído en milenaria contemplación del hechizo del lago; «la vívida esmeralda de los montes» reluciendo junto a la diamantina corona de los Andes; y en la hondonada, el desierto, cuya fósil entraña se calcina al fuego tropical, a un paso de la frescura del río poderoso, que en la crencha profunda busca trabajosamente el camino del mar. Todo bajo un cielo de azulidad esplendorosa y de millonaria policromía de celajes y nubes: las de nácar y las de oro, las de armiño y las grises; las que jalonan la marcha tornadiza del tiempo o aquellas que son como signos tutelares de pastores y labriegos que pueblan la tierra generosa. En ninguna comarca andina, como en Imbabura, el cielo y las nubes son elementos estéticos esenciales del paisaje. El cielo: un fanal traslúcido, rutilante de violetas. «Las nubes prenderán en él sus linos, / sus retazos de púrpura el crepúsculo / y las noches sus pulidos zafiros».
Es Imbabura una síntesis de los paisajes todos de la patria ecuatoriana. El poeta Julio Zaldumbide palpó el alma de este bello país, la gracia luminosa de su geografía, mas no plasmó su fisonomía. Este toque estético lo daría su continuador, su hijo, Gonzalo Zaldumbide. Estaríamos, pues, ante un hermoso ejemplo de filogenia estética que debería ser ampliamente dilucidado para esclarecer la ruta de la literatura nacional.
Literatura paisajista, propiamente, no hemos tenido hasta la aparición de Julio Zaldumbide, quien la inicia con sobrias pinceladas que perfilan el paisaje al par que revelan su personal reacción lírica. Las magistrales descripciones, la aprehensión certera y jubilosa de la fisionomía del paisaje aparecen solamente a comienzos de este siglo con «Égloga trágica» que «es la novela, y la etopeya del ser y presencia del Ecuador», según la aguda apreciación de José María Pemán. Adviértase que aún en las letras castellanas, con toda su valía y tradición seculares, la literatura paisajista es contemporánea, data de Gabriel Miró y algún otro prosista de la generación del 98. No quedamos, pues, muy a la zaga en trayectoria de tanta importancia cultural. Rincón de privilegios el imbabureño: tras la visión vesperal de «Paisaje en la laguna de San Pablo» de Julio Zaldumbide y las magistrales páginas de «Égloga», eclosiona diáfana de belleza de sus lagos el sortilegio poético de una voz genuina de la tierra, Carlos Suárez Veintemilla; y sus paisajes de azulidad azul, de epopeya del azul intenso, como los viera Remigio Romero y Cordero, están ya aprisionados en la ligadura impalpable del mágico pincel de Rafael Troya y su discípulo, el múltiple Luis Toro Moreno.
La capacidad de percepción, de fijación de los rasgos fisonómicos del paisaje en la poesía o en la pintura es «resultado de un proceso cultural largo y complicado», anota Burckhardt. Zaldumbide, hay que recalcarlo, pone los hitos en ese proceso. De allí que en los poemas que reunió bajo el título de La Naturaleza prima el sentimiento, la interpretación del alma proteica del paisaje antes que la descripción. Como advierte Vivar, La Naturaleza no es un conjunto de composiciones aisladas entre sí, cual lo creyeron los críticos Mera y Cordero; es una sinfonía que obedece a un plan unitario, es un gran poema interpretativo de los diversos momentos en los que palpita el paisaje al influjo vivificante del sol, «genitor glorioso de toda vida». Realiza, en cierto modo, lo que el creador del impresionismo, Monet ve el mismo paisaje a distintas horas, bajo el embrujo transformador de la luz, cuya fuerza plasmante se proyecta en el alma del poeta. El estado psicológico que vive en los momentos de la sonata a la trayectoria del sol: «La mañana», «El mediodía», «La tarde» y «La noche», es un reflejo del ama del paisaje.
A ti me acojo soledad querida
«Me basta sentir como poeta», le decía a Mera, desde su amada selva a orillas del torrentoso Mira. Zaldumbide y los de su generación «absorben el encanto del paisaje», «lo sienten, lo viven, lo gozan» mas no lo miran. Sugerido más que pintado, el paisaje es como el fondo del escenario en el que siente, sueña y piensa el poeta.
Acerquémonos un poco más a esa fontana límpida, que refleja con nitidez la actitud del romántico frente a la naturaleza.
En el poema «A la soledad del campo» está como diluido lo que los críticos llaman el sentimiento generador de la Oda «A la vida retirado», encerrado en los primeros versos de la célebre lira:
Que descansada vida
la del que huye del mundanal ruido...
Confluencia de estados anímicos entre los dos poetas y no ceñida, imitación del nuestro al salmantino:
A ti me acojo, soledad querida,
en busca de la paz, que mi alma anhela,
en su ya inquieta y procelosa vida...
Zaldumbide insiste en la alacridad de su espíritu liberado de vanidades y ruidos, que no llegan hasta la soledad querida a turbar la paz buscada con ahínco.
Tales sentimientos del poeta están saturados de sinceridad. Nadie como él conocía la vorágine de pasiones en torno al hombre que ocupa un puesto de preeminencia: por eso buscó anhelosamente la soledad y el apartamiento e hizo sencilla vida de agricultor.
De ese acercamiento a la Naturaleza, a nuestra naturaleza, con plenitud gozosa, son irrefutable testimonio las cartas al solitario de Atocha, desde la selva remota: «... No sé decir si aquí estoy feliz, le escribía, lo que puedo asegurar es que estoy mejor que jamás estuve en parte alguna...». «Fuera del bosque no tiene usted otra cosa que admirar; el bosque compone la única, pero profusa pompa de la Naturaleza. Pero los ecos y las sombras de la selva, la infinita variedad en la vegetación, el singular atractivo de las palmas, la abundancia inagotable de seres extraños, y ese amor por lo desconocido ocupan y embelesan de tal modo la imaginación, que no hay más que apetecer. Esto en cuanto al teatro: por lo que hace el actor, lo siguiente. Gozo de la libertad primitiva, pues que ando casi desnudo; mi salud es perfecta, pues que me ejercito con el hacha y el machete y me aliento de cosas simples; ¿quiero meditar, quiero dar pasto de poesía al espíritu? Pues me interno en la selva. Para que usted acabe de figurarse bien este cuadro, falta que usted se figure cómo se forma un establecimiento en una selva inculta. Descuajar un pequeño espacio de bosque, y formar una casita de montaña; romper la enmarañada selva al batir hachas y machetes, y en vez de inútil vegetación, hacer crecer la que es útil a la vida y deleitable al paladar; no oír por algún tiempo más que los zumbidos de infinitos insectos, el silbido de los pájaros selváticos, el chillido de los monos y otros mil ecos extraños y salvajes, y luego escuchar el canto ciudadano del gallo y el doméstico cacareo de las gallinas. Todo esto me causa novedad y entretenimiento, y el vivir como un pobre labrador que empieza a labrarse su fortuna con sus manos, es un placer para su amigo, querido Mera».
Al correr de los días, insinúase natura subyugadora y penetran sus encantos en el alma sensibilísima del poeta que llega hasta un dulce entregamiento, siguiendo una senda de luminosidad y gozo estéticas, señalada con estos hitos: plenitud eufórica de gozar una vida cuasi primitiva; venturanza de sentir el alma inundada de efluvios de poesía que manan del ambiente selvático o rural; deleite de embelesar la imaginación y la voluntad en un extraño mundo de misterio; éxtasis de auscultar el ritmo de la Naturaleza, de empaparse en el rocío lustral de su simplicidad de verla con limpia mirada animista de niño y poeta, de sentir la exultación de sus momentos de esplendidez o la congoja de sus horas de opacidad crepuscular:
Como las sombras cunden de la umbría
noche en el cielo, así en el alma mía
cunden ya dolorosos pensamientos;
y una hoja que desciende,
algún eco fugaz, una avecilla
que errante y solitaria el aire hiende,
la leve nubecilla
que viaja a reclinarse allá en el monte
o a perderse lejana
en el vago horizonte;
todo me causa una emoción profunda;
me aprieta el alma una indecible pena,
y de improviso mi mejilla inunda
de inesperado llanto amarga vena.
Y fluctuando entre la tristeza y el júbilo o viceversa, nuestro romántico hace de su vida una verdadera creación artística, es decir, vive su ideal. Sin embargo, jamás la poderosa Naturaleza lo anonadó como a ciertos románticos americanos. La recia y equilibrada personalidad de Zaldumbide supedita los encantos telúricos avasalladores, y pasado el rapto estético se considera como un actor en un teatro de primitiva grandeza.
Y cada día y cada hora desborda la onda cordial de la melodía eglógica, que fluye desde la limpidez del manantial virgiliano:
Ya el rumiador ganado lentamente
desciende por la húmeda colina;
cansado el labrador deja la era,
y a su rústica choza se encamina.
¡Qué misterios el aura pasajera
suspira, y pasa! El ave en sordo vuelo
por las ramas se mete y busca el nido.
Sólo se oye el zumbido
de los insectos, que quizá lamentan
desde la yerba del humilde suelo
la partida del claro rey del cielo.
Ésta es ya poesía eglógica nuestra, de emoción terrígena, aunque de ritmo clásico por su átavo latino. Mas, es preciso sentirla y regustarla y hasta vivirla para encontrar ese dulzor congénito. «La música conocida es más música, observa Alfonso Reyes, y la oreja, como la va presintiendo, parece que la disfruta dos veces».
Jamás en nuestra poesía romántica llegó la entonación lírica, por la delicadeza en la sensibilidad y por la armonía, a la prístina hermosura que se cuaja en la joyante vivacidad de esta silva mirífica:
¡Oh! vosotros que dais, árboles bellos,
sombra a la tierra, al aire galanura;
aves alegres que moráis en ellos
y con canciones adormís las horas;
volubles vientos que mecéis festivos
su copas cimbradoras;
diáfanas fuentes que esparcís frescura
al prado, al aire, a la arboleda oscura;
arroyos fugitivos
que corréis por hallar muelle reposo
dentro del huerto umbroso,
y entre las flores plácido remanso...
Árboles, aves, vientos, aguas puras.
Llegó por fin el día,
que tanto ansié, de haceros compañía.
Vengo a vosotros a buscar descanso,
vengo a olvidar mis crueles amarguras;
de hoy más junto a vosotros
vuestra vida será también la mía.
¿Lozano pámpano de cepa garcilasiana? Así se ha creído. Mas, para una apreciación objetiva, importa ponderar en lo que vale este aserto: el poeta soldado canta con refinamiento, propio de «cortesano evadido hacia la bucólica», una rusticidad ficticia, al paso que la gracia espontánea, fresca, sincera de Zaldumbide, no puede ser menos que vivida. Basta reconstruir mentalmente ese oasis de suave refrigerio que sería Pimán, en el camino de Ibarra al Chota desértico, entre la bochornosa aridez de montes y arenales, cuidado por la mano solícita del poeta. Gonzalo Zaldumbide en «Égloga trágica» pinta así el huerto umbroso de su padre: «Esponjados y felices, colgaban ahí los naranjos, como globos incandescentes, sus rojos frutos; los cafetos lucían como recién dado de barniz su follaje acrinolinado, mientras los hermosos guabos, magnánimos y copiosos, todos a una en flor, blanqueaban, nevaban sobre el suelo negro, abandonando a la menor brisa, en copos innumerables, la fina pelusa de su floración. Entre el verdor más sombrío de los aguacates, los sauces palidecían, y alargaban su fina silueta espiritual y melancólica».
Es interesante reparar en los móviles que determinan la búsqueda de la Naturaleza en los dos amigos románticos: Montalvo, el prosista de verbo restallante, va al microcosmos maravilloso de Baños para templar su pluma batalladora, cabe colosales abismos y resonantes cascadas; Zaldumbide, «el mesurado y sensitivo poeta» se «torna agrícola para templar la lira en el retiro, la amena Naturaleza y la tranquilidad del alma»; y después del toque de silencio y poesía regresan del confortante aislamiento en la nemorosa soledad, con el alma luminosa, limpia de ese humor en el que «todo es desabrido, como los sabores en la lengua del enfermo», según decía el poeta del desasosiego, que le atediaba en el tráfago citadino.
Las flores y los árboles
«A las flores» es el más logrado de los sonetos que escribió Zaldumbide. Justamente, escogido como paradigma del gayo troquelamiento de la rosa de catorce pétalos, engalana las antologías ecuatorianas.
Hace una treintena de años el erudito don Roberto Espinosa en un interesante «Estudio comparativo de crítica literaria», llamó la atención sobre el contenido del primer terceto:
En los campos del éter las estrellas
son flores celestiales, y en el suelo
vosotras sois estrellas de colores.
El crítico confrontó la idea, es decir, la magia poética del lugar común, con otras similares de poetas franceses y americanos. Pero antes sentó esta premisa: «Si se acepta que el fondo del sentimiento siempre ha sido el mismo, ¿por qué no han de ser idénticas las manifestaciones del pensamiento?». Y así es la verdad. Al contemplar nuestro infinito dombo ecuatorial, tachonado de fulgores diamantinos, brota fácil y límpida la exclamación: Astros, ¡flores del cielo! Y a la luz vesperal, en un vergel en floración, en esta eterna primavera, emerge simple y fúlgida la metáfora: Flores, ¡estrellas de la tierra! ¡Cuántas veces nuestro poeta no suspendió el ánimo ante la magia colorista del carmen cultivado por su mano y el tremor de los luceros surcando el firmamento con sereno fulgor! ¿Acaso no vibró en iguales éxtasis el sensitivo Lamartine, bajo el hermoso cielo de su rincón natal? Y como el lirismo, según la experiencia de Valery, no es sino el desarrollo de una exclamación, y en la poesía sólo se representa con palabras lo que las cosas tienen de apariencia de vida o de supuesto designio, es obvio que Lamartine y Zaldumbide, temperamentos románticos, se identifiquen en la misma hondura emotiva y en la expresión, ante estímulos ambientales semejantes.
En la poesía ecuatoriana esa metáfora tiene un claro abolengo de belleza: la insinúa Juan Bautista Aguirre en sus brillantes y gongorinos versos; la encierra Zaldumbide en la levedad de su estrofa clásica, transida de emoción romántica; la acendra Arturo Borja en la unción de su armonía:
Mayo en el huerto y en el cielo;
el cielo, rosas como estrellas:
el huerto, estrellas como rosas.
Los tres poetas sintieron la exclamación inefable a flor de corazón y la dejaron irradiar, a su manera, en bellos versos.
Corresponde a nuestros románticos, como una faceta de su amor a la naturaleza, la hermosa y útil labor de reivindicación del árbol. Recatada en postergación permanece en esa obra de Zaldumbide y Mera, que fueron nobles poetas agrícolas; de Luis Cordero, notable naturalista, exégeta de la flora medicinal ecuatoriana, introductor de útiles plantas exóticas para, nuestros jardines, paradojalmente pobres.
A cada instante aparece el hondo cariño del poeta para el hermano árbol. A la sombra tutelar de guabos y cholanes, ceibos, aguacates y molles, patriarcas dadivosos de la buena tierra ecuatoriana, el poeta agrícola convocaba para el diálogo cordial a los portaliras de todas las edades.
Las meditaciones poéticas
Así como en su reacción ante la naturaleza vale más el espíritu cultísimo que la sintió como poeta, antes que el escritor que hizo versos, en las meditaciones poéticas importa el hombre que se angustió por el hombre y sus fines, y encauzó su existencia concorde a normas que le dan una orientación. Se ha hablado, insistentemente, del poeta filósofo que hay en Zaldumbide. Pero, en la generación romántica, ¿ha habido algún poeta o escritor filósofo? Ni Montalvo ni Zaldumbide ni Llona deben ser llamados filósofos, en rigor.
Con mayor verdad, Julio Zaldumbide puede catalogarse entre aquellos hombres de superior cultura, antenas de su época, a los que Ortega y Gasset llama cabezas claras. Bien sabido es que para el pensador español hay dos castas de hombres: los meditadores y los sensuales. Garcilaso y fray Luis de León serían de los meditadores o cabezas claras. Garcilaso vive en un mundo espiritual saturado de bucolismo y platonismo; hacia el sueño bucólico tiende su inspiración. Fray Luis, meditador platónico, huye del caos de falsedad y se refugia en un bucolismo meramente literario. Zaldumbide en el seno de la naturaleza halla la paz y la claridad espiritual que busca su alma, ardiendo en intensos anhelos de encontrar la verdad. Le atormenta el caos de la vida, el litigioso caos de Fernando de Rojas, y en él quiere ver claro:
En tu augusto retiro,
¡oh! la vida separemos
la vida separemos
del teatro infeliz de los mortales:
caos de confusiones,
angustioso espectáculo de males,
furioso mar que ruge alborotado,
do silba el huracán de las pasiones.
Nuestro poeta utiliza el término caos en el mismo sentido que Ortega y Gasset, cuando explica lo que es una cabeza clara: «el que vislumbre bajo el caos que presenta toda situación vital la anatomía secreta del instante; el que no se pierde en la vida, ése es de verdad una cabeza clara». No perdió su vida ni en el furioso mar de la política ni en las de las trivialidades sociales: la liberó de la realidad vulgar, de las estridencias del caos. Fue su pasión sentir la vida como poeta, vivir un bucolismo real, sin sombra de ficción, ser un vivo ejemplo del retorno a la tierra, de ese retorno aún esperado como una estela de salvación para la Patria azotada por el turbión de las pasiones burocráticas.
Si bien es cierto que en la expresión en verso de sus sentimientos nuestro poeta se inclina fácilmente hacia la reflexión filosófica, ésta no alcanza mayor novedad o profundidad que la que le dieron sus maestros preferidos. Empero, hay que tomar muy en cuenta la observación del historiador de la literatura morlaca, G. Humberto Mata, quien afirma, certeramente, que Zaldumbide logra una «entonación potente» en sus poemas de meditación o filosóficos. El abolengo de las meditaciones poéticas de Zaldumbide está en las coplas de Jorge Manrique y en la poesía, filosóficamente envuelta en sutil veladura de pesadumbre, que tanto gustó al alma castellana, macerada de ascéticas preocupaciones. Aflora también la influencia calderoniana, que se insinúa persistente en las letras ecuatorianas, desde «Carta a Lizardo», ese metafórico razonar sobre las dos muertes de todo ser viviente, hasta la «Eternidad de la vida», que es una meditación poetizada sobre la vida «que se pierde en las soporosas ondas del Leteo». Empero, nuestro romántico, como el caballero del ideal, don Quijote, ante la encrucijada de la duda y la fe, suelta la rienda a su compañero inseparable, su fiel corazón, que le conduce a prisa a la añorada querencia, donde todo se ilumina en la esperanza.
El poeta elegíaco
«Y en sus poesías se muestra siempre triste», anotó Mera en la Antología ecuatoriana. Esa tristeza persistente es savia que asciende desde el humus hispano. Disuelta en el alma de nuestros pueblos, como un rejalgar corrosivo, contiene, no obstante, ciertas virtudes acumuladas en siglos de alquitaramiento. La poesía ecuatoriana, desde sus orígenes, ha estado embebida de seriedad y de tristeza: ¿la congénita tristeza humana acrecida en nuestra América romántica, al reflejarse en ese enigmático pozo de tristeza que es el alma aborigen?... ¿La telúrica tristeza de este Continente del tercer día de la creación?
«A la luz de la muerte es como hay que mirar la vida», dice el vasco Unamuno. A esa luz mirábala el poeta; y más cuando se le alejaban sus caras ilusiones o los seres de su predilección.
Aunque una vez afirmara:
Mi lira, la voz templada tiene
sólo para el gemido...
En rigor, no se puede calificar a Zaldumbide como poeta elegíaco, si bien es cierto que moja, a menudo, en lágrimas su pluma y que una tristeza serena se extiende en sus versos a la manera de los cendales grises que envuelven en horas vesperales las cimas de nuestros montes, dándoles un aire de indefinible pesadumbre. Su vena elegíaca pudo manar copiosamente en límpido raudal de haberse adentrado más en la exploración de ese mundo vastísimo, silencioso y fascinante del dolor humano.
De complexión delicada, Zaldumbide tuvo natural inclinación a la tristeza; sin embargo, sus composiciones elegíacas, estéticamente, no son las mejores. Quizá le fue más torturante y grato que el exutorio del verso, estar a solas con sus penas, en grave meditación, oyendo como la vida suena a queja y cumpliendo el ascético ayuno de la palabra enternecida para la fortificación del alma. Largos compases de silencio se advierten en la vida del poeta, y en ellos el llanto es como un sedante milagroso para la ardentía de su apasionado corazón.
El poeta de amor
En la poesía del amor, entre los de su generación, Zaldumbide se perfila como el poeta de grandes posibilidades líricas, sin estrambóticas exageraciones y aún como el primer mensajero de la innovación que floreció a comienzos de este siglo, el modernismo, que no es sino el fruto romántico postrero, acendrador de zumos de raras exquisiteces.
Todas las modulaciones de la poesía amorosa, en el contenido y en la forma, fluyeron de la lira de Zaldumbide: el soneto, el madrigal, la serenata, la trova, la oriental, la canción, el poema de compromiso galante y el de espontáneo brote.
Detengámonos en el aserto de que Zaldumbide es el precursor, el poeta de la aurora de una modalidad en la lírica ecuatoriana. Lleguémonos con cautela hasta los versos de «Melancolía» para captar el tremor doliente del misterio que pasa sellando los labios sangrantes y cegando la luz con repentinas lágrimas: el júbilo de estar cerca de la mujer amada se esfuma en muda escena de agonía... La emoción dolorosa, la nostalgia, el anhelo insatisfecho, el ala negra de la muerte, el ritmo fluyente palpitan en el poema, que no disonaría en un florilegio modernista.
Si nos atenemos a la tendencia de buscar en todo poeta los síntomas de la timidez y la sublimación, en Zaldumbide hallaríamos que se cumple, en lo tocante al amor, aquella confesión rubendariana: «Yo era tímido como un niño...». Y los versos de nuestro poeta se prestarían para un ensayo en este sentido. Por entre la euritmia de las estrofas emergen los perfiles armoniosos de la mujer que encarna extremadas perfecciones: «silueta aérea, traslúcida», «que nada dice a los sentidos». Era el ideal del eterno romántico. Era Dulcinea la soñada, «la trocada mediante encantamientos», tal como en su diario de ensueños y sublimaciones nos la deja entrever el paradigma del romántico, don Quijote... «hermosura sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad...». Naturalmente, que a través de las composiciones amorosas y galantes de Zaldumbide reaparece la fragante huella garcilasiana, la de los devaneos amorosos del poeta cortesano, que cuajaron en las exquisitas mieles de sus canciones. Y aún cabe reparar en un detalle: en la escogencia y en la parquedad del uso del epíteto para caracterizar el sustantivo, constituyendo lo que Dámaso Alonso llama el sintagma analítico de tipo afectivo-estético, y en el empleo de ciertos términos, preferidos de los renacentistas, está latente el influjo del suave Garcilaso.
El crítico y una original clasificación
Zaldumbide fue crítico estricto y severo, como lo evidencian sus cartas a Mera, y a otros poetas que le pedían sanción y consejo para sus producciones. Conocía el detalle nimio de la artesanía hermosillezca para acuñar versos y poseía la sabiduría poética. Por eso, no perdonaba defectillos, pero valoraba con certeza toda legítima manifestación de poesía: castigaba y estimulaba; amonestaba y sugería; señalaba imperfecciones de toda índole y aplaudía hallazgos; no prodigaba ditirámbicas aprobaciones ni injustificados adulos. Sin ínfulas, sin vanidad intelectual, ejercitaba una benéfica rectoría en las letras, una sabia docencia de censor, que permanece, no sabemos si subestimada o desconocida, como la influencia de mentor en la promoción romántica que desplegó el poeta Miguel Riofrío, el de los aplausos a «Canto a la Música».
Admitía el crítico Zaldumbide una esencial clasificación dicotómica en la producción poética: composiciones hechas con gana y con desgana. Habló de la gana como impulso para elevar el alma hasta ese trance en el cual se engendra la palabra poética o como la «óptima disposición para apreciar el verso». Esta simple y vital posición la expresó claramente en una carta a Mera, criticando una composición no bien lograda. «Creo, le decía (debajo de mejor parecer), que su composición 'A la Laguna de Colta' peca bastante contra los requisitos que me he atrevido a apuntar. Encuentro artificio en ella; pero esto es más fácil repararlo que explicarlo; usted mismo ha gala dormir por algún poco de tiempo, y después léala, y le notará bien lo artificioso y poco fluido; y aun esto no lo haga usted así, a cualquiera hora, sino cuando natural y especialmente se sienta atraído por el deseo de leer buenos versos, quiero decir, cuando sienta bullir en su mente el espíritu poético, aquel no sé qué, ese intríngulis de poesía, esa segunda percepción de los sentidos del alma. Cuando uno no espera para escribir que se le venga esta hora propicia, los versos salen pujados por falta de gana», (como dijo Quevedo de unas lágrimas).
¿Acaso en estas clarísimas ideas sobre la gana no se adelanta a exponer conceptos que ahora se los cree novedosos? Luego concluye: «y puede la obra entonces manifestar talento y habilidad en el artífice, pero nunca ocultará el durillo afán que le ha costado, y lo mejor del arte es siempre el saber muy bien esconderlo». Parécenos que este literato para apreciar el talento y la habilidad del criterio tiene asombrosa semejanza con la opinión de Valle Inclán, quien sostenía que en la obra de arte no debe advertirse nunca el esfuerzo, porque ocultar la fuerza es doblarla.
Enfoque final
«Sabio humanista, que había tenido cabal formación», al decir del eximio historiador Julio Tobar Donoso, en el poeta Zaldumbide encontramos una rica gama de influjos provenientes de los autores que constituyen el substrato de nuestra cultura. De allí su elevado sentido de equidad, su penetrante visión no sólo en el campo de las letras sino en las delicadas cuestiones internacionales, en la apreciación de los hechos históricos y hasta en los asuntos de orden práctico. Válganos un ejemplo, en que se incluye también a Montalvo, su amigo de erranzas y cogitaciones en el Quito romántico: ambos eminentes letrados sostuvieron, contra la marea dominante, la opinión de que era indispensable armonizar lo grande de España con lo pujante de América, y no empeñarse en separarlas con oleadas de resquemores y odios infecundos, contraproducentes y hasta absurdos.
En su poesía se saborea «la áurea prudencia del corazón», tan propia de los literatos de la Edad de Oro castellana, a los que prefirió para sus lecturas. Poeta consciente, jamás se prendó de los románticos puramente sentimentales y empenachados de vaniloquios para conquistar el aura popular.
El poeta Julio Zaldumbide pertenece a la jerarquía de los valores ecuatorianos del siglo XIX. Su vida es un paradigma lúcido para nuestro tiempo de cerrazones, grávido de vulgaridad, saturado de utilitarismo, carente de hidalguía y hermosura en la acción y en la palabra.
Un día el poeta se vio en medio del caos de mezquindades de nuestra política de campanario. Al hombre culto y de manos limpias, que por general asentimiento debía regir la República, le tendió trampa aleve un conciliábulo de ambiciosos. Agudizose, entonces, su desasimiento de las cosas, dio de mano a muchos afanes literarios y púsose a filosofar en serio... Buscó el refugio cuasi maternal de la Naturaleza para sentir con plenitud ese gozo de legítima categoría estética, del cual le hablaba a Mera desde la selva remota: «Me basta sentir como poeta; el ser tenido como tal me importa poco». Tornose agrícola, porque, son palabras de Alfonso Reyes, «el bálsamo de la agricultura mitiga las llagas de la política». Tuvo gana entrañable de oír en plena Naturaleza la voz profunda de Virgilio. «La voz que sabe prestar a la agricultura toda la potencia de la poesía». Y allá fue, a los soleados y franciscanos campos de Pimán, para hundir en ellos sus raíces de sentimiento y darles una alma nueva, florecida de belleza, iniciando con apremiante urgencia, en auroral anuncio, el cumplimiento del mensaje que rezumante de amor a la Patria enviara a las nuevas generaciones Gonzalo Zaldumbide, quien a su regreso espiritual a Cuenca, la ciudad síntesis del alma ecuatoriana, pedía con férvida palabra: «A nuestra tierra desnuda cúbranla nuestros poetas con la profusa yedra de sus cantos. Dé el arte un alma de belleza a nuestros campos humildes. Ya que la historia no los ha revestido aún del prestigio de glorias universales, ya que falta a la novedad de nuestros monumentos la nobleza de las piedras viejas, de majestad milenaria, cúbranlos de viviente y sensitiva hermosura poemas nutridos de savia de amor por el propio suelo».
LA TARDE
Con majestad sublime el sol se aleja,
y el extendido cielo
a las encapotadas sombras deja,
que ya le cubren con umbroso veto.
¡Qué solemne misterio! Que profunda
de paz y de oración grave tristeza!
ya el sol llega al ocaso
y la noche le sigue a lento paso.
En duelo universal naturaleza
se despide de aquel que la fecunda:
triste el cielo se enluta, gime el viento,
el mundo eleva unísono lamento.
Ya el rumiador ganado lentamente
desciende por la húmeda colina;
cansado el labrador deja la era
y a su rústica choza se encamina.
Qué misteriosa el aura pasajera
suspira y pasa! El ave en sordo vuelo
por las ramas se mete en pos del nido.
Solo se oye el zumbido
de los insectos, que tal vez lamentan
desde la yerba del humilde suelo
la partida del claro rey del cielo.
¡Adiós, sol refulgente!
Yo también uniré mi voz humilde
a la voz elocuente
en que un sentido adiós lo envía el mundo.
Tú no puedes parar, ni más despacio
puedes seguir tu arrebatado giro;
la mano omnipotente
a recorrer te impulsa sin reposo
las vastas soledades del espacio,
esos serenos campos de zafiro;
pero mañana volverás glorioso
a darnos vida y luz, astro fecundo...
De la meditación la voz me llama
a vagar solitario en la arboleda.
Anhelo ahora soledad, silencio...
allí los hallaré. El aura leda
duerme en las flores y la blanda grama
el son apaga de mis pasos lentos.
Como las sombras cunden de la umbría
noche en el cielo, así en el alma mía
cunden ya dolorosos pensamientos;
y una hoja que desciende,
algún eco fugaz, una avecilla
que errante y solitaria el aire hiende,
la leve nubecilla
que viaja a reclinarse allá en el monte,
o a perderse lejana
en el vago horizonte:
todo me causa una emoción profunda,
me aprieta el alma una indecible pena
y de improviso mi pupila inunda
de inesperado llanto amarga vena.
¡Melancólica tarde, tarde umbría!
Desde que pude amar me unió contigo
irresistible y dulce simpatía.
Tú fuiste siempre confidente mía,
tú fuiste, tú el testigo
de mis más tiernos e íntimos deseos
y locos devaneos;
tú de mi corazón, tú de mi alma
el seno más recóndito conoces.
¿Qué lágrimas vertí que no las vieras?
¿Exhalé alguna vez triste suspiro
que errando con las auras no lo oyeras?
¿Qué secreto agitó nunca mi seno
que a tus calladas sombras lo ocultara?
¡Qué de sueños de amor y de ventura,
qué de ilusiones halagüeñas viste
en mi pecho formarse
con esperanza halagarme el alma
y para siempre en humo disiparse
Todo esto, ¡ay infeliz, todo me acuerda
esa tu sombra triste
y sin poder valerme huye la calma
del centro de mi espíritu agitado
y el dique rompe en férvido torrente,
el llanto, por mis ojos desbordado... !
¡Es preciso olvidar! Córrase el velo
del olvido sobre ese de amargura
pasado tiempo. A mi dolor consuelo
sólo tú puedes dar, alma natura:
yo por ti el mundo abandoné engañoso,
para buscar en ti dulce reposo.
¡Oh tarde! Estas heridas mal cerradas
que aún sangran y renuevan mi tormento,
pasará el tiempo y las verás curadas.
Nunca de hoy más, halagará mi oído
de pérfida ilusión el dulce acento,
ni buscaré la flor do está la espina.
Quiero vivir contento
en esta amable estancia campesina,
aquí cavaré tumba a mis dolores;
y ajeno de ambición, de envidia ajeno
aquí (si tanto diérame la suerte)
como tu sombra espero cada día
esperaré sereno
esa de la existencia tarde umbría,
nuncio feliz de la esperada muerte.
EN TEMPESTAD SIN TREGUA DE BONANZA...
En tempestad sin tregua de bonanza
sufrir, llorar, de amor la pena dura,
sin ver para más grande desventura
ni en tu esquivez ni en mi dolor mudanza.
Fingir acaso en bella lontananza
dichoso porvenir a mi tristura;
ver luego disiparse su luz pura,
y, cual siempre, quedar sin esperanza.
Aqueste es mi destino, Delia impía.
Mas, tú contemplas con desdén mi llanto...
¡Ay! Si has de ser de piedra a la agonía
del pobre corazón que te ama tanto,
¿de qué me ha de servir esta traidora
llama que en él prendiste y le devora?
EL LLANTO
Cuando yo considero que en la vida
no he cogido de amor ninguna rosa;
cuando no miro en duda tenebrosa
surgir lejana una ilusión querida;
cuando de hiel colmada la medida
de mi dolor el cálice rebosa;
cuando el alma en su lucha tormentosa
se postra al fin sin fuerzas abatida,
la frente inclino; en abundante vena
desátase mi llanto, y baña el suelo,
y mi alma poco a poco se serena:
De la tormenta así el nubloso velo,
revuelto en confusión, se rompe, truena,
desciende en lluvia, y resplandece el cielo.
A LAS FLORES
Prole gentil del céfiro y la aurora,
nacida con el don de la belleza;
gracias con que la gran naturaleza
ríe, y su augusta majestad decora.
La luz del sol, que el universo dora,
no tanto de su frente en la grandeza,
cuanto en vosotras linda se adereza,
y con matiz más gayo se colora.
En el campo del éter las estrellas
son flores celestiales, y en el suelo
vosotras sois estrellas de colores.
Tan puras sois, en fin, al par que bellas,
que pienso que del mundo el claro cielo
no tiene cosas más... que alma y flores.
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