1908.- En Noviembre de 1906 llegó el tren a Ambato; en su recepción dieron discursos mister Henderson, Julio Fernández, Mora López y Alberto Darquea, don Celiano Monge y Alfonso Moscoso; en la foto vemos al impulsor de esta obra, el General Eloy Alfaro cuando pasaba por Ambato con dirección a la capital en el año de 1908
Alfonso Moscoso
Poeta ecuatoriano nacido en Ambato el 22 de enero de 1879, y muerto en Quito el 26 de junio de 1952. Licenciado en Jurisprudencia, desempeñó los cargos de Ministro de la Corte Suprema de Justicia, Diputado y Secretario Particular del General Leónidas Plaza durante el periodo de su presidencia. También ejerció como catedrático de Historia. Aunque su producción poética es escasa, se revela con maestría en la descripción, con una asombrosa perfección estética. Hombre modesto y sencillo, se mostró siempre reticente a publicar sus poemas. La mayor parte de su producción se halla reunida en los libros Vidriecitos de colores (1945) y Azabaches (1951). Son famosos sus poemas: "Los Aserradores", "Suspirillos germánicos", "Saudade", "El viejo de la esquina" y "Relieve".
Los precursores del modernismo
La obra parca y cincelada de Alfonso Moscoso, se revela a principios del siglo. Fino, selecto poeta, pertenece al que pudiera llamarse primer modernismo en el que se oyen las notas nuevas de Aurelio Falconi y de Luis F. Veloz, quienes fundan la revista Altos Relieves, acogiéndose, más que a los ritmos de Rubén Darío, a la entonación de los precursores José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Julián del Casal.
Privado por afán de perfección, Alfonso Moscoso publica raramente sus poemas. No llegan a una veintena los que ofrece a revistas y periódicos de su tiempo. Mantiene después un largo silencio, un hermetismo que para algunos suena a la rodoniana sabiduría de «los que callan». Pero sus estrofas perduran en las antologías y se le compara con Leconte de Lisle por su maestría descriptiva y la corrección de la forma o se piensa en el antecedente de Heine al leer sus breves Suspirillos Germánicos, matizados de sonriente melancolía.
Acierta enteramente en su poema «Los aserradores», cuadro de los más tangibles y vigorosa expresión del canto ecuatoriano. Definitivo relieve, rodeado de atmósfera viva, rico de sol de nuestra tierra, que forma un lago de luz en la parte descuajada de la selva. La sierra, halada por las diestras hercúleas, eleva la música del trabajo, rompe el tronco secular. Se hinchan los músculos de los aserradores. En el remanso de sus vidas no ha caído la guija del misterio que alborota las aguas. Ellos ignoran de las cosas profundas y es su destino la monótona tristeza de tajar el árbol. Pero algo canta de misterioso en el afanar indefinido de sus almas.
«Los aserradores» llamó a la crítica como una de las más claras anunciaciones de un poema que encontraba caracteres propios, incautándose, con grande plasticidad, de nuestro paisaje, y que levantaba, también, como en una advertencia, la inquietud social desde -14- la parcela de los humildes. Poema recibido con entusiasmo, hizo pensar en el advenimiento del gran poeta, descriptivo, más cercano al nórdico Longfellow de «El herrero de aldea», que al autor de La Agricultura de la Zona Tórrida y sí menos reverberante que el Valencia de Anarkos, inclinándose a mirar tanto la fuerza tranquila como las desazones del espíritu de los hijos del trabajo.
El exigente Manuel de J. Calle celebró, como acabados, los poemas de Alfonso Moscoso, gozándose, sobre todo, en la relectura de ese biografismo lírico del «Viejo de la esquina», rumiador de recuerdos, víctima del garlito de la esperanza rota que revienta después en atroz risa.
Sonetos como el de la tormenta que soporta el pastor mientras el rayo fulmina a sus ovejas, en paisaje andino que se alumbra con relámpagos de aguacero; cantos de año nuevo, y trozos de su leyenda de las recordaciones, vuelan, para ser recogidos y guardados en las revistas contemporáneas. En esta, el nombre portugués, Saudade, corresponde a la memoria de distancia y presencia, a la remembranza que nos es acicate; al día en que parecen fundirse la partida y el regreso. No es solamente el recuerdo, aquel volver los seres y las cosas al corazón, ni el remember de los ingleses, retorno a la memoria, dos veces memoria. Insinúa la saudade raros sentidos de prolongación de las imágenes que no pueden asirse, pero que duran más enteras que, cuando reales, se levantaron para vernos o esperarnos.
El poeta se retrae tempranamente. No quiere volver ni a sus alegatos en los cuales una justiciera pulcritud relievaba la letra de las leyes, ni a los estudios que trazó sobre las ciencias jurídicas, como el de su tesis de Licenciatura, Algo de lo más vulgar y conocido acerca del salario, de tan modesto título, no obstante lo adelantado de sus teorías, la lucidez del concepto -15- y la brisa, seria y revoltosa a la vez, de la reforma que aligeraba sus párrafos sustanciales.
No deja, por supuesto, de escribir versos. Duran los papeles en los que fue dejando sus apuntes líricos de los últimos tiempos. Hay en ellos cuadros ambateños aclarados en verde de recuerdo. O acuarelas de esta ciudad de Quito a la que Moscoso dedicó sus lentos paseos para buscar el detalle y tejer los hilos de la memoria. Cuentos y romancillos, estrofas que ensayan el repentismo ingenioso, la breve impresión de la saeta de españoles toques; la copla que suena a bordón o los asuntos de la cantiga. Como en la parábola de su «Viejo de la esquina», revientan esperanzas, aparecen alegres propósitos, pero avanza su escepticismo que le llevaría a buscar la tarde silente, por más que en otras mañanas de tersa luz y de flor de recomienzos, quisiera abrir su corazón a una perspectiva sin matices sombríos.
Los precursores del modernismo
La obra parca y cincelada de Alfonso Moscoso, se revela a principios del siglo. Fino, selecto poeta, pertenece al que pudiera llamarse primer modernismo en el que se oyen las notas nuevas de Aurelio Falconi y de Luis F. Veloz, quienes fundan la revista Altos Relieves, acogiéndose, más que a los ritmos de Rubén Darío, a la entonación de los precursores José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Julián del Casal.
Privado por afán de perfección, Alfonso Moscoso publica raramente sus poemas. No llegan a una veintena los que ofrece a revistas y periódicos de su tiempo. Mantiene después un largo silencio, un hermetismo que para algunos suena a la rodoniana sabiduría de «los que callan». Pero sus estrofas perduran en las antologías y se le compara con Leconte de Lisle por su maestría descriptiva y la corrección de la forma o se piensa en el antecedente de Heine al leer sus breves Suspirillos Germánicos, matizados de sonriente melancolía.
Acierta enteramente en su poema «Los aserradores», cuadro de los más tangibles y vigorosa expresión del canto ecuatoriano. Definitivo relieve, rodeado de atmósfera viva, rico de sol de nuestra tierra, que forma un lago de luz en la parte descuajada de la selva. La sierra, halada por las diestras hercúleas, eleva la música del trabajo, rompe el tronco secular. Se hinchan los músculos de los aserradores. En el remanso de sus vidas no ha caído la guija del misterio que alborota las aguas. Ellos ignoran de las cosas profundas y es su destino la monótona tristeza de tajar el árbol. Pero algo canta de misterioso en el afanar indefinido de sus almas.
«Los aserradores» llamó a la crítica como una de las más claras anunciaciones de un poema que encontraba caracteres propios, incautándose, con grande plasticidad, de nuestro paisaje, y que levantaba, también, como en una advertencia, la inquietud social desde -14- la parcela de los humildes. Poema recibido con entusiasmo, hizo pensar en el advenimiento del gran poeta, descriptivo, más cercano al nórdico Longfellow de «El herrero de aldea», que al autor de La Agricultura de la Zona Tórrida y sí menos reverberante que el Valencia de Anarkos, inclinándose a mirar tanto la fuerza tranquila como las desazones del espíritu de los hijos del trabajo.
El exigente Manuel de J. Calle celebró, como acabados, los poemas de Alfonso Moscoso, gozándose, sobre todo, en la relectura de ese biografismo lírico del «Viejo de la esquina», rumiador de recuerdos, víctima del garlito de la esperanza rota que revienta después en atroz risa.
Sonetos como el de la tormenta que soporta el pastor mientras el rayo fulmina a sus ovejas, en paisaje andino que se alumbra con relámpagos de aguacero; cantos de año nuevo, y trozos de su leyenda de las recordaciones, vuelan, para ser recogidos y guardados en las revistas contemporáneas. En esta, el nombre portugués, Saudade, corresponde a la memoria de distancia y presencia, a la remembranza que nos es acicate; al día en que parecen fundirse la partida y el regreso. No es solamente el recuerdo, aquel volver los seres y las cosas al corazón, ni el remember de los ingleses, retorno a la memoria, dos veces memoria. Insinúa la saudade raros sentidos de prolongación de las imágenes que no pueden asirse, pero que duran más enteras que, cuando reales, se levantaron para vernos o esperarnos.
El poeta se retrae tempranamente. No quiere volver ni a sus alegatos en los cuales una justiciera pulcritud relievaba la letra de las leyes, ni a los estudios que trazó sobre las ciencias jurídicas, como el de su tesis de Licenciatura, Algo de lo más vulgar y conocido acerca del salario, de tan modesto título, no obstante lo adelantado de sus teorías, la lucidez del concepto -15- y la brisa, seria y revoltosa a la vez, de la reforma que aligeraba sus párrafos sustanciales.
No deja, por supuesto, de escribir versos. Duran los papeles en los que fue dejando sus apuntes líricos de los últimos tiempos. Hay en ellos cuadros ambateños aclarados en verde de recuerdo. O acuarelas de esta ciudad de Quito a la que Moscoso dedicó sus lentos paseos para buscar el detalle y tejer los hilos de la memoria. Cuentos y romancillos, estrofas que ensayan el repentismo ingenioso, la breve impresión de la saeta de españoles toques; la copla que suena a bordón o los asuntos de la cantiga. Como en la parábola de su «Viejo de la esquina», revientan esperanzas, aparecen alegres propósitos, pero avanza su escepticismo que le llevaría a buscar la tarde silente, por más que en otras mañanas de tersa luz y de flor de recomienzos, quisiera abrir su corazón a una perspectiva sin matices sombríos.
Los aserradores
Del agrietado tronco de la vetusta encina
do las orquídeas chupan la savia cristalina,
y donde, entrelazadas, van a formar los nidos
las plantas trepadoras en haces retorcidos,
sañuda y cadenciosa el hacha corva taja
la palpitante fibra que cruje y se desgaja.
Y el golpe del acero destrozador, vibrante,
ha socavado el árbol que se alza vacilante;
la tarde en amplios iris diluye su tristeza
que en ola enorme rueda sobre la fronda espesa,
y cuando en la ancha costa de bosques tropicales
crispáronse las hojas, temblaron los ramales,
del mar adormecido la ráfaga salina
tronchó, al pasar ligera, la socavada encina.
En la tupida selva de rico sol bañada,
lago de luz semeja la parte descuajada,
y en medio el lago, en medio de la áurea entraña abierta,
do rígida se cae sonante la hoja muerta,
en las nudosas ramas de basto horcón reclina
el agrietado tronco, la corpulenta encina.
En vaivén pausado del sol a los rigores,
laboran jadeantes los dos aserradores.
Medio inclinado el dorso, la frente hacia la altura,
los brazos levantados: la atlética figura
baña el uno en el polvo del aserrín dorado
que al resbalar la sierra se esparce perfumado.
Sobre el horcón el otro como una estatua hercúlea,
realza sus gruesas líneas la atmósfera cerúlea:
echado atrás el tronco, la frente hacia la tierra,
los puños en el pecho, halando de la sierra.
Los dos tienen los rostros en bronce modelados,
los pómulos salientes, los labios abultados,
los negros ojos tristes, la greña lacia, oscura,
las almas impregnadas de matinal frescura.
En el desnudo pecho que se hincha palpitante
dibújase el esfuerzo del músculo pujante;
y allí no punza el dardo que aguija los anhelos,
que aviva las nostalgias, que enciende los recelos:
en sus pupilas hoscas de diáfana negrura
se ve la austera calma que alienta su alma pura.
¡Oh, los desnudos pechos que se hinchan palpitantes
luciendo los contornos de músculos pujantes...
No aspiran de la cumbre los nítidos blancores,
do imprime el sol que muere sus besos de colores;
de una tristeza ignota no abrásanles las llamas,
si las marchitas hojas se caen en las ramas;
no arráncales suspiros arcanas penas hondas,
si pueblan los espacios los cantos de las frondas;
no buscan el sendero que la esperanza finge;
no inquieren los abismos; no anhelan de la esfinge
saber el grave enigma... Sobre la negra oleada
que pasa tumultuosa, rugiente, desatada,
sus barcas milagrosas deslizan, mansamente,
hacia la mar sin playas la proa reluciente!
Los pechos que fatigan las rústicas labores,
ánforas son que guardan balsámicos olores.
Cuando la sed humana, sed de igualdad, despierta
la innata rebeldía, latente, nunca muerta,
calma el ardor que escuece la sensitiva entraña,
la húmeda y vital onda que llena la montaña.
Cuando la vida plácida ostenta claros soles
y dentro el alma surgen brillantes arreboles,
los corazones abren a la ventura humana
como rosales nuevos que enflora la mañana.
Y ellos, los que fatigan las rústicas faenas,
cuando sus broncos nervios crispan amargas penas,
quizá al clavar los ojos en la azulada comba
como a un conjuro, abaten la amenazante tromba.
En la tupida selva, de rico sol bañada,
lago de luz semeja la parte descuajada;
y allí en vaivén pausado, los dos aserradores
laboran jadeantes, del sol a los rigores.
Como estandarte inmenso que el aquilón flamea,
la selva inmensurable sus frondas balancea;
la sinuosa línea lejana de occidente
con los postreros ayos colora el sol muriente;
hay floración de rosas en el brillante cielo;
hay cantos y perfumes en el umbroso suelo,
y ávidos de reposo que en el hogar se anida,
para encender de nuevo las fuerzas de la vida,
hacia el sencillo albergue, quizá sin luz ni amores,
la selva opaca cruzan los dos aserradores.
El viejo de la esquina
Altar de luz donde el dolor oficia
llamo a la esquina blanca
que bruñe el lampo de oro que se cuela
por la angosta calleja de mi casa.
Allí, cuando derrocha sus tesoros
el sol de la mañana
y las ráfagas frías de la aurora
baten aún las transparentes alas
se para el viejo cuyos glaucos ojos
cercan rojizas manchas
y encapotan los párpados rugosos
que besa el pelo de sus cejas lacias.
La áspera barba gris al retratarse
sobre la esquina blanca,
finge contornos de un león gigante
que al sol calienta su dormida rabia...
Allí se para el viejo; y en la rubia
fulgurante cascada,
vigoriza la carne entumecida,
empapa la angulosa indumentaria;
y en tanto los ardores germinales
de la celeste llama
-beso de gloria que a la par disipa
el frío de las venas y del alma-
hieren las hoscas sombras de taberna
que giran apretadas
bajo la frente, surge para el viejo
de sus memorias viejas la luz pálida:
labios de hoguera en que el amor transforma
el corazón en ascua,
y en que elabora sus más puras mieles
la juventud florida: luz que irradian
dos húmedas pupilas más serenas
que la comba azulada
en que se expande el nacarino efluvio
de la infinita placidez del alba.
Lejanos ecos que a compás repiten
canciones de esperanza
cuyas notas de perlas desgranaron
los sonrosados labios de la infancia.
Y en mágico desfile van pasando
las visiones aladas
que, del recuerdo los sedeños pliegues
al distender, seducen la mirada
con las alegres tintas luminosas
del amplio panorama
de juventud ardiente, primavera
que la de abril más fúlgida y rosada.
-68-
¡Ay, volandera ronda de visiones
que a la tarde del alma,
paseáis la antorcha funeral que un día
lució la esplendidez de la mañana!
¡Oh vanidad del todo!... ¡Cómo dejan
un reguero de lágrimas,
el dorado garlito del ensueño
y el mentir celestial de la esperanza!
¡La hermosa mano que besamos trémulos,
la mano delicada
do se visten de seda las caricias,
entre las sombras el puñal recata
con que nos hiere pérfida!... ¡Oh quimérica,
oh libertad menguada!,
Dónde está tu poder, ¡ay!, ¿dónde, dónde?
Cuando un turbión de sombras nos arrastra
por una agria pendiente, y es en vano
que fulja la luz clara,
si nos cegó con rosas y jazmines,
¡asaz traidora, la ternura humana!...
¡Oh, la ilusión bendita!... ¡Oh, el anhelo!...
¡Abrumadoras cargas
que en el amargo viaje de la vida
aumentan el rigor de la jornada!...
¡Oh la vida... la vida!... pensó el viejo
y orlaron su frente alba
profundos surcos de dolor. Sus labios
contrajo de la muerte la nostalgia
y de pronto inundó su faz hierática
una atroz carcajada,
y mirando hacia el cielo, lentamente
se alejó por la calle de mi casa.
Mi canción de año viejo
Pendientes de la mano nacarada
la cestilla y la hoz,
la blanca segadora, sonriente,
se va a mi corazón.
Las uvas hinchadas de jugo sabroso,
las áureas espigas rizándose al soplo
del viento a que baña la lumbre del sol...
¡A coger, a coger
fruta almibarada, sazonada mies!
Abrió el surco fecundo la esperanza
con su reja de luz,
regó el ensueño la simiente fresca
una mañana azul.
¡Cómo habrá rasgado la savia prolífica
los senos arcanos que guardan la vida,
si ardió a calentarlos fe de juventud!
¡A coger, a coger
fruta almibarada, sazonada mies!
Los senderos bordados por las flores
que revienta el rosal;
lleno el ambiente del fecundo vaho
de aromosa humedad;
vibrantes y lustras mil alas de seda;
movible el enjambre, llamando a la siesta
con su perezoso, lánguido zumbar...
Ven, segadora, ven
te aguarda la espiga, te espera la miel.
Pendientes de la mano nacarada
la cestilla y la hoz,
la segadora blanca: mi memoria,
llegó a mi corazón.
La hincaron las zarzas, las zarzas arteras,
las zarzas del campo cubierto de nieblas
que lentas plegaban su denso girón.
Con perezoso andar
la espuma del cielo, la niebla se va.
Ascendieron las nieblas la montaña
del lejano confín,
y allí orlaron las crestas y el barranco
con su plumaje gris.
Y mostrose el yermo que el viento cruzaba,
los pámpanos secos llevando en las alas,
hacia un mundo helado que no tiene abril.
La muerte doquier,
por doquiera olvido, silencio, aridez.
¡Oh! Blanca segadora melancólica
que soñaste un edén
y viste yermo el campo de esperanzas
que nacieron ayer,
torna al pensamiento, torna al frío alcázar
do nunca sus iris quiebra la luz blanca,
do, si todo es claro, ¡todo sabe a hiel!...
[...]
¡Qué negro y triste está
el hondo vacío de mi soledad!
Acuarelas
Ha florecido el geranio
de los pétalos granates,
tan rojas están las flores
como si fueran de sangre.
De sangre viva que afluye
al corazón palpitante,
que no de sangre de heridas
abiertas por los puñales.
¡Ramos que guardo, por suyos
sus ojos no han de mirarles!
La ausencia apagó la hoguera,
más los rescoldos aún arden.
Fue llama, cual de la zarza
bíblica, que es lumbre de ángeles,
palabra de oro del cielo,
no fuego para el desastre.
Se apagó como el lucero
del alba en la luz del aire,
como el esplendor del día
en el turquí de la tarde.
[...]
Luz diamantina; mar de ámbar;
brisa que la vela expande;
bordando las lejanías
alas de garzas errantes;
y en la barca de los sueños,
alma rosa del paisaje,
mañanera flor de amores,
la virgen de los cantares.
Después... la barca en la orilla;
neblina azul de saudade;
lento esfumino de ausencias
dando a las cosas distantes
la vaguedad de las sombras;
y, al fin, para el alma amante,
fue sólo un haz de perfumes,
como la Ofelia de Hamlet...
Florece en mí su recuerdo,
cuando, de flores granates,
se viste el viejo geranio
que ella me dejó, al dejarme.
Quito
Los breñales que el lar y las trincheras
fueron ayer de la cobriza gente,
solar son hoy de la urbe sonriente
que ata al morrión turquí, nubes cimeras.
Con dulce zumo azul de sus heleras,
la nutre el monte que ciñó a su frente
gloria eternal y lleva reverente
las llagas del de Asís en sus laderas.
Cachorra de leona, sus blasones,
aves en vuelo y orla de cordones,
ostentan con la plata de un castillo;
y es para la rebelde hija de España,
que lactó cuatro siglos la montaña
un seno maternal el Panecillo.
A Hipatia Cárdenas de Bustamante
La chispa de tus ojos,
una centella,
y un ascua tu palabra
de ática cepa.
¡Cuánta candela
pronta a soltar la furia
de las tormentas!
Así Dios, que entre rayos
se anuncia y crea,
que arde en el sol y es llama
de luz eterna.
Su obra más bella,
el reguero de fuego
de las estrellas.
De tu fragua mirífica
salen las peñas,
leves como el perfume
de las esencias.
¿Otoños?... ¡Deja!
No hay los tonos oscuros
en tu paleta.
Sombras, sólo en tus ojos,
caos y hogueras,
carbones encendidos
de la Leyenda;
pero perpetua
en tu alma, alada música
de castañuelas.
Soberana divina
cuya luz quema
y prende en los espíritus
la primavera,
¡oh maga excelsa!
A tu lado, un arcángel
guía tus huellas.
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