domingo, 7 de febrero de 2016

JOHN FREEMAN [18.097] Poeta de Estados Unidos


John Freeman 

Nacido en Cleveland, Ohio, 1974, creció en Nueva York, Pennsylvania y California, y se graduó de la universidad de Swarthmore en 1996. [3]
Escritor y crítico literario. Fue editor de la revista literaria Granta hasta 2013, el ex presidente de la National Book Critics Circle, y su escritura ha aparecido en casi 200 publicaciones en idioma Inglés en todo el mundo, incluyendo la revisión de libro de New York Times, el Los Angeles Times, The Guardian y The Wall Street Journal.

LIBROS:

The Tyranny of E-mail: The Four-Thousand Year Journey to Your Inbox . New York: Scribner. 2009. ISBN 978-1416576730 
How to Read a Novelist. Melbourne: Text Publishing. 2012. ISBN 978-1921922688 
Tales of Two Cities: The Best and Worst of Times in Today's New York. New York: OR Books. 2014. ISBN 978-1939293633 



traducción de Valeria Meiller

EL CALOR

Como cuando de noche el canto
del corazón se volvía
un tictac silencioso
y el pasto salvaje
se ponía azul después verde
después negro, las ramas
altas se distendían
y golpeaban amables mi
mosquitero, así
la mujer de pelo oscuro
años después, arañaría
para que la dejen entrar.



IGNORANTE

Tu padre nació después del temblor y del fuego.
Trabajó a los cuatro, enterró a su madre a los seis.
Los veranos juntó ciruelas en el valle,
con el sol dejando marcas en sus estrechos hombros.
Perdió un ojo. Se voló el tímpano izquierdo
en un accidente en una planta de embalaje. Estas cosas
eran lo esperable.

Nunca hizo amigos. Eran un lujo
que no podía permitirse. Fumó por una década,
en la universidad, cuando trabajaba tiempo completo
de maestro. Las noches las dedicaba a los números. Encontró
placer en la disposición ordenada del mundo
conocido. Fuiste un regalo, nacido al final de la
depresión, para su esposa alemana –ignorante de
los escombros de los que emergiste.

Eras un chico entre los muchos miles de árboles
de Sacramento. Importado para darle a un pueblo
del valle desierto algo de sombra. A los dieciséis
te dieron un Chevy  57, que volcaste dos veces
volviendo de partidos de fútbol. Nunca
te quitaron la licencia. Era demasiado fácil
arreglar esas cosas. Tu padre,
en pleno ascenso hacia la cima sofocante de su
inesperada carrera, no fue a ver tus partidos.

Tuviste que aprender el dolor del fracaso
sin ser observado. Davis, después Berkeley, después
el seminario, donde, entre homosexuales de closet
y penitentes angustiados, sentiste, en Dios,
la sensación familiar de los golpes del abandono.
Te fuiste, trabajaste como guardia
cárcel con adolescentes presos
por duelos a cuchillo o peleas en bares.
Un año. Tu visión periférica y tu paso
ágil se acomodaron, pero nunca se suavizaron.

Nosotros nacimos en Cleveland, donde te mudaste
para cursar aún más estudios, y donde sentiste el sumidero
desarrollarse. Mi madre, tierna como una enfermera joven,
de una familia terrateniente de Ohio que
pagaba sus tarjetas de crédito. Vivías en el gueto,
usabas botas con cierre y manejabas un Mustang 69 tuneado.
El ladrillo que te tiraron por la cabeza desde un colectivo
te recordó – podías ser un extranjero, pero tu
piel era blanca.

Llevó años concebir. Tu gratitud por los niños
inmensa. De noche, en Long Island, y después
Pennsylvania, tus labios en nuestras cabezas, eran
tan suaves que pasaban inadvertidos. Dormíamos de corrido.
No recuerdo haber cenado después de las seis ni una vez.
Nuestra mayor queja, la espera antes de poder
correr hacia la oscuridad húmeda que caía, para escuchar
golpear la pelota contra nuestros guantes nuevos.

Treinta años después de tu partida volvimos a Sacramento.
Tu madre había muerto hace mucho tiempo. Tu padre estaba
viajando por el mundo hacía dos décadas. El sol caía
sobre nuestras espaldas en el club de nado, dejando
manchas abrasadoras en nuestros anchos hombros. Entrenamos
como atletas profesionales. Ninguno de nosotros falló.
Nos proveíste en tu pobreza artificial adoptando
un presupuesto actuarial. Todo
sería registrado. Empezamos a trabajar
antes de nuestro cumpleaños número diez.

Nos despertábamos con la niebla, con los radio-relojitos
pasando los cuarenta top hits. Caminábamos dormidos hasta el garaje,
iluminado por la lámpara de carbón, donde a las cinco te parabas
contando periódicos, sacados de sus envoltorios
plásticos como noticias recién nacidas. Salíamos
pedaleando a la neblina como volviendo al sueño.
El único sonido el chirrido y los cracks de nuestras
bicicletas asmáticas.

En mitad de nuestra ruta, los bolsos como senos
caídos sobre el pecho, nos encontrábamos con tu auto,
baúl abierto, música clásica ventilando el silencio.
Una barco liviano atracaba entre los palmares
de un barrio indiferente. Vos nos dabas
otros cuarenta periódicos, en un paquete rápido
y tosco para que nunca termináramos después de
las seis. Me llevo demasiado tiempo entender que esto
era amor.



OSLO

Ya estuve acá
antes, los hoteles
en la luz azulada,
plazas de hielo.
A la salida de
la ópera los neumáticos
de los taxis crujen
sobre el pavimento
de sal, las primeras
partidas. Empiezo
una carta describiendo
todo, sabiendo que vos
nunca vas a verlo. Después,
estoy ahí entre
los que van a diario al trabajo
y, por un instante,
es como si
estuvieras acá. El hielo,
las luces, el saber
marchito del viento.
Pasaron dos años.



Rockland

I saw it being built, flat as a Frisbee in the bowl of those foothills, trees disappearing month after month, replaced by smooth roads, empty schools, pork-chop lots, and cul-de-sacs spotted with unfinished houses, the noise walls curving the roadway into one long cement smile.
We used to drive up there in our parents' cars—past the starter castles—to the daisy-wheel junctions with their stoplights sheathed in muslin like some beheaded prisoner, the air so high and tight and piney you could hear construction hammering from miles away.
It was a ghost town but for that sound.
We'd sit in the unfinished high-school stadium, at the lip of what would become the bleachers, the half- built Cineplex in the distance like a prison, and listen to nothing turning to something, waiting for the sky to turn purple and the traffic to hush.
Then, curfew looming, we'd race back across the newly edgeless city, our radios turned up to drown our pounding hearts, tires screeching on the silky arterials.
We felt it would never end. The empty sky, the city that didn't matter. We held our breaths when we clicked off the headlamps and ran through stoplights.




Barber

From the hotel in Martyrs' Square 
we drive west into Achrafieh in 
search of a barber, where I learn 
there are four words for barber— 
three of which are spit out, the 
last of which—coiffeur—anoints 
the tongue with its mellifluence, 
like the milky coffee served by 
the small African woman who 
never stops bending and refilling. 
We sit with a group of men wearing
 
three-piece suits fingering 
their prayer beads and crosses

and watch a man, larger than

most, giggle through his 
haircut. He has some advice 
for what I ought to do with my 
sideburns. They are too long, 
and my beard, it is not good, 
there are ways to fix this, and 
so these men, who in another 
time would have other advice, 
and other things to offer, 
gather around to officiate as 
my coiffeur takes a blade to 
my neck, and gently trims until 
my head is as smooth and 
perfumed as a past which is 
not past, but present. 






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