lunes, 22 de junio de 2015

FRANCISCO ALVEZ FRANCESE [16.333]


Francisco Alvez Francese 

Nació en 1992, Uruguay.   Estudia Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Estudió cine, es colaborador habitual en la sección cultural de la diaria y ha colaborado en la revista Lento.  


Muerte de Carlos Martínez Moreno

a Pablo Rocca

I

El pozo de la noche
resulta de un absurdo laconismo.
Y, finalmente, Colonia no es otra cosa
que un gigantesco museo.
En las tristes ruinas del Real
pensás, Carlos Martínez Moreno,
tal vez en otros puertos.
No pensás, claro,
en aquél final.
Pensás, es posible que pensaras,
eso sí, en Buenos Aires, primero,
y en Montevideo, también,
incluso en Barcelona.
Pero no pensaste
en el desierto.
Y ¿cómo ibas a imaginarte
si en la luz crepuscular
Colonia se abría como un pájaro
aunque la dejabas?
¿Quién te iba a decir,
Carlos Martínez Moreno,
que el salto no era así,
que el salto era esperar parado
a la muerte y caerse?
Podrías haberlo leído
en las barrosas olas
que dejaban los barcos.
Pero mirabas el humo distante
y no podías ver
la claridad de tu fin.



II

Onetti les decía
los relojeros.
Con Emir sabían hacer
magníficos relojes.
Basta darle cuerda a uno
(tengo en mis manos tu reloj mejor,
de duras tapas negras)
para que vibre como antes,
y ponga en tiempo cada hora.



III

No sé si había agua
en tus zapatos aquél día.
Pero tal vez hubiera
el sonido de la procesión,
las calles adoquinadas,
la sombra de un álamo
contra una pared rosada,
la difusa luz de un farol
en la niebla.
Se apaga lentamente
otro cigarrillo,
la noche es toda hojas
y manchas en los dedos.
"Debo partir"
"They kicked me up",
dijo Emir casi riendo.
"Renuncio".
"No".
Y se cerró el puerto.



IV

Escribiendo en unas miserables cuartillas
o escribiendo.
No había alternativa.
Dejaste el laberinto de sombras
sin resolver sobre tu tumba.
¿Dónde estás ahora,
Carlos Martínez Moreno,
si ya no esperando aún
volver?




Segunda muerte

Vine a morir
en el lugar señalado, Carlos Martinez Moreno.
Vine porque me dijiste        Crlos Mrtinz Mno.
Que viniera a ver caer la nieve                                                sobre las aguas tristes del Miguelete.
                                               A dejarme calar
                                               sandía absurda
                                               los huesos.
A oir el rumor de los fusiles
y del titular: CLS MATZ MNO – MRTO ESPRND SR LBRE.

El pico del pájaro de la noche                    Debes recordarlo:   
                                                                       la noche-pájaro se abrió para vos
                                                                       el día aquél de la evasión
                                                                       y se cerró para darte en su espalda chorreante
                                                                       las calles y puertos de BCN, MVD, y la pánica llanura
                                                                       interminable.
tiene un hilito de sangre y de saliva (y semen y lágrimas, Idea dixit)
y ya no grita
                        en el patio cuadrado.

                        Los lentes me duelen, Cr Mr Mr,
                        ya dejé la noche afuera
                        (espera atada en el palenque y Carlos Reyles la mira, domándola: la noche ahora es una yegua)
                        todo mi cuerpo responde a un nombre: Dolor, CRL MRT MRN
un dolor de erres que me pierde.
                        Pero la soledad no tiene esa angustia, no,
la muerte se la reserva toda para sí, Carlos Martínez M
(y yo no puedo siquiera nombrarte).
                                               Vine a otra cosa, no ya a nombrarte en el dolor
                                               ni a leer ese libro que yo sé
                                               ni a esperar nada
                                               ni a buscar a nadie
                                               ni a buscarte
                                               vine a dejarme sobre las vías, sobre la escollera Sur, sobre la casilla de                                                      los perros muertosdhambre.
                                               Veo por fin la llama de mi exterminio.

            [la cosa era así: Fuimos con Pablo, Martina y Mateo a buscar el rastro de aquella muerte “casual en una esquina cualquiera” y encontramos la sombra del cuerpo que viste tantas veces cuando no-dormías. La sangre que no vimos, el tajo abierto. Vendían una cocina, algo más que no recuerdo. Una cocina sobre el cuerpo, sobre el lugar desesperado del cuerpo. Y que no vendieron.]

Son (recuerdo que decías) “Los muertos de antes”, RLS MTNZ NO. / Por ellos vine.
Por sus manos que insisten en tocar lo que no tiene nombre,
lo que se ha roto en el viento o en el río,
por sus manos que exánimes me empujan,
me clavan su amarillo dedo entre las costillas
y me llevan a beber la copa impura.
Por ellos vine: las sombras que dibujaste en una hojas
y que se llamaron “Paraísos” porque no las podías ver.

Y ahora gravita sobre mí
todo el arrobo del agua verde,
de los ojos misteriosos,
de los cuerpos que esperan
el contacto delicado con lo vivo.

http://alpialdelapalabra.blogspot.com.es/
Horacio Cavallo: Muestra de Poesía Uruguaya Contemporánea




Francisco Alvez Francese: Visiones de Josephine (1883-1968)
18 de febrero de 2015




Proemio

Jo. Déjate encerrar por el cuadro.
Sé buena, Jo. Déjate apresar por los duros marcos.
No es que yo quiera atraparte,
sólo ahí, ese instante. Esa luz que te golpea la mejilla
tan suavemente. Este minuto en que el sol va saliendo
o se oculta lejos, tras las montañas (si lo prefieres, Jo,
serán cerros). El tren es todo vértigo, pero no lo notas,
Jo, querida. Los libros no nos permiten estremecernos demasiado.
Siempre dentro de los márgenes de la hoja, ¿sabes?
Pero también soñamos, Jo. También caemos torpemente
sobre duras camas. Y para ver el día, así, desnudándote,
te cubres de una luz espesa.

Creo ver un lento armatoste rojo cubriendo el horizonte
y el cuadro luminoso sobre el verde parduzco.
Pero no sé, todo está en mi memoria, y tal vez me equivoque, Jo.
Yo no sabía que tus manos alguna vez serían mías,
pero ya te pintaba desde la infancia.
En alegres farolas, en los pliegues de un mantel,
en la sonrisa lastimera de una sombra.
Estabas conmigo, siempre en mi paleta, en mis pinceles o como un cristo sobre los lienzos.
Y te vi otro día esperar a que terminara la función.
El cine es también un paraíso, Jo,
me gustaría morir en un cine, en medio de una proyección.
No importa, esperabas, con la mano apenas apoyada
sobre el rostro. Esperabas con tu traje azul con una raya roja
de acomodadora. Y yo te vi al pasar,
difusa entre el humo. Pero cuando quise acordar
el humo no existía. Y la acomodadora no existías,
pero Jo, Jo. Sí que existías. Existías
en la sala de espera de un hotel. Mirabas a tu viejo marido
y en frente, existías leyendo, distraída, el tercer tomo
de aquella novela.
Bueno, eso lo digo ahora,
tal vez leyeras el catálogo
de una tienda, o la Guía Azul.
Creo, tímidamente, recordar que tu vestido era azul.
Yo no sabía que un día podría quitarte
de un tirón, todos los vestidos reales o imaginados.
Y que tendría por la mañana el sabor de tu sangre en mi boca herida.
Pero así, te pintaba en los cristales y en el miedo y en el sueño.
¿Estarías de luto? No lo recuerdo, pero el tren es un vértigo.
Claro, todo pasa tan de prisa cuando uno camina mirando
casi por el rabillo del ojo
a la gente. Pero siempre te tendré, Jo, para completar mis alucinadas vibraciones.
Me gustaría ahora, Jo, que te quedes un instante quieta
sentada desnuda, como estás, sobre la cama. Apoyada en la pared
blanca. Estira las piernas, así, con tus tacones. Con las manos
entrelazadas sobre las piernas. Da vuelta la página. Imaginemos
por un instante, este instante,
que el día termina. Y que el horizonte, cubierto de luces raras
es inalcanzable. Pero que no importe, no, Jo, no llores.
Que no importe, que todo lo que importe
sea la tarde precisa, las cuatro maderitas del marco.



1931

Lista para partir. O quizá recién llegada.
La soledad del viaje no se parece a la otra soledad,
la de la cama. Pero a veces son la misma.
La soledad de separarse y que todo termine
una vez terminado. El vestidito rosado ¿no quiere
romperse? Y el pelo ¿no quiere soltarse?
Y el libro ¿no anhela, en tus manos, su destrucción?
Todo tiende a la disolución, a la muerte.
El verde al azul, el marrón al rojo, el amarillo al gris.
Todo tiende a desvanecerse. Los sombreros también,
y las doradas bisagras de las maletas.
Por eso la cortina está entrecerrada.
Pero no sabía nada de esto, buscando algo en las líneas
continuas e insistentes de letras. Pero cuidado: el libro
está en blanco. Y la piel transparenta toda la habitación.
Ella no sabía nada, ni por qué ni cómo ni dónde ni quién
recorta arbitrariamente los muebles o los marcos
de la puerta. ¿La habrá dejado abierta? Es claro que la puerta
estaba cerrada. Ella nunca estuvo ahí. Quién sabe.
Ese sofá, la cama, la ropa levemente apoyada, la entrevista
sandalia. Quién sabe.
Sólo una puerta blanca
vista al pasar
por el corredor
vacío de un hotel.


1952

Claro que él nunca estuvo aquí.
Es un personaje de la literatura, o es aquél hombre
que en noches calurosas supo tirar las sábanas
lejos, acariciar los muslos y la espalda, besar
por incontables horas el mismo círculo.
Pero ahora está. El espejo no refleja nada.
Y ella no mira. Ser vieja es una incomodidad,
pero no hay vejez en ella. Un vestido rosado,
el mismo que compró con su esposo, Edward,
en New York, en 1928. Pero claro, el tiempo
se confunde. Se mezcla. Y entonces
una mano de 1931 y una mano de 1915,
y los ojos de 1949 y los senos de 1908.
No hay tiempo para la vida. Por eso se detiene
a cada instante a pensarse.
El tren vertiginoso está atrasado.
El fantasma triste lo espera, a punto de dejar,
esta vez para siempre, el cigarrillo.
Como si todo esto importara. Las tapas
negras del libro, los verticales poemas
delatan la existencia de un orden.
El simple hecho de esta constatación,
de la luz de sol entrando por la ventana,
debería alcanzar. Ella está levantando los ojos
lentamente, del libro al hombre.
No sé qué visión o qué silencio los puso allí juntos,
para siempre. A punto de desaparecer o de corporizarse
en esta habitación, de luz ambigua.


1941

La luz del reflector atraviesa la sala,
ojos ávidos, metal de saxofones.
Siempre quiso volar. No había forma, le dijo,
de volar, sin precipitarse al vuelo.
Sin alzarse, completamente abstraída,
sin alas, sin ropa, sin ojos que determinen
la ligazón con el mundo. Levantando apenas
los pies, impulsada por una extraña congoja
y por la vibrante música.
No basta el dorado, todo el dorado del mundo
ni toda la firme seguridad de las tablas así dispuestas.
El vuelo requiere otras disciplinas.
La luz no es necesaria. La boca sí. También
la caída.
Pero no va a volar, claro. Es sólo una imagen
en un cuadro. No iba a volar tampoco
en su club, no era siquiera así exactamente.
Fue más fácil recordar sus pechos,
sus brazos, su pelvis, su cintura, sus piernas,
que el recuerdo que llevaba, como una seda,
entre las manos. Fue más fácil completar
en otros borradores la imagen fiel.
No hay nada real aquí. Nada que no lo sea.


Epílogo

Ya no están las dos casitas sobre los blancos médanos,
se han ido los últimos parroquianos del bar y el frío
de las cañerías ha despoblado finalmente los hoteles,
las plazas, los cines y las avenidas.
Los perros, finalmente, se han diluido, como manchas,
en el trigo.
Ya no queda el payaso, ni el hombre feliz, ni aquel verso
que leímos una madrugada. Ya no queda la vida.
Vayámonos.
Pero queda.


Texto incluido en el poemario inédito
Troilo (2013)
http://patriciadamiano.blogspot.com.es/


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