jueves, 12 de febrero de 2015

IGNACIO MANUEL ALTAMIRANO [14.838] Poeta de México


Ignacio Manuel Altamirano 

(Tixtla, Guerrero, México, 1834 — San Remo, Italia, 1893) fue un abogado, escritor, periodista, maestro y político mexicano.

La más temprana fotografía que se conoce de Ignacio Manuel Altamirano.
Nació en la población de Tixtla, Guerrero, en el seno de una familia indígena; su padre tenía una posición de mando entre los chontales y en 1848 fue nombrado alcalde de Tixtla, lo cual dio al niño Ignacio Manuel, que a la sazón tenía 14 años, la oportunidad de ir a la escuela.

Aprendió a leer y a escribir en su pueblo natal. Hizo sus primeros estudios en la ciudad de Toluca, gracias a una beca otorgada por Ignacio Ramírez, de quien fue discípulo. Estudió en el Instituto Literario de Toluca y derecho en el Colegio de San Juan de Letrán. Perteneció a asociaciones académicas y literarias como el Conservatorio Dramático Mexicano, la Sociedad Nezahualcóyotl, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, el Liceo Hidalgo y el Club Álvarez.

Vida política

Gran defensor del liberalismo, tomó parte en la revolución de Ayutla en 1854 contra el santanismo, más tarde en la guerra de Reforma y combatió contra la invasión francesa. Después de este periodo de conflictos militares, Altamirano se dedicó a la docencia, trabajando como maestro en la Escuela Nacional Preparatoria, en la de Escuela Superior de Comercio y Administración y en la Escuela Nacional de Maestros; también trabajó en la prensa, en donde junto con Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez fundó el Correo de México y con Gonzalo A. Esteva la revista literaria El Renacimiento, en la que colaboran escritores de todas las tendencias literarias, cuyo objetivo era hacer resurgir las letras mexicanas. Fundó varios periódicos y revistas como: El Correo de México, El Renacimiento, El Federalista, La Tribuna y La República.

En la actividad pública, se desempeñó como diputado en el Congreso de la Unión en tres períodos, durante los cuales abogó por la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria. Fue también procurador General de la República, fiscal, magistrado y presidente de la Suprema Corte, así como oficial mayor del Ministerio de Fomento. También trabajó en el servicio diplomático mexicano, desempeñándose como cónsul en Barcelona y París.

Otras actividades

Sepulcro de Ignacio Manuel Altamirano en la Rotonda de las Personas Ilustres.

Altamirano, Ramón Corona y Porfirio Díaz en el Diccionario Enciclopédico de La Masonería, de Lorenzo Frau Abrines (1884).

Sentó las bases de la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria el 5 de febrero de 1882. Fundó el Liceo de Puebla y la Escuela Normal de Profesores de México y escribió varios libros de gran éxito en su época, en que cultivó diferentes estilos y géneros literarios. Sus estudios críticos se publicaron en revistas literarias de México. También se han publicado sus discursos. Altamirano amó las leyendas, las costumbres y las descripciones de paisajes de México. En 1867 comenzó a destacar y orientó su literatura hacia la afirmación de los valores nacionales, también ejerció como historiador literario y crítico.

En 1870 fue iniciado en la masonería y alcanzó el grado 33 en 1879.1

Murió en Italia en 1893, en una misión diplomática. En el centenario de su nacimiento sus restos fueron depositados en la Rotonda de las Personas Ilustres en la ciudad de México.2 Se creó la medalla "Ignacio Manuel Altamirano" con la finalidad de premiar los 50 años de labor docente.

Obras

Escribió varios libros de gran éxito en su época, cultivó el cuento y el relato, la crítica y la historia; el ensayo y la crónica, la biografía y los estudios bibliográficos, la poesía y la novela. Su obras literarias retratan la sociedad mexicana de época, entre las más destacadas se encuentran:

Novelas:

Clemencia (1869)
La Navidad en las montañas (1871)
El Zarco (póstuma)

Otros:

Rimas (1880)
Antonia y Beatriz
Atenea
Cuentos de invierno (1880)
Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México (1886)
Crónicas de la semana (1869)
La literatura nacional (1849)
Obras (1899)
Obras literarias completas (1859)
Obras completas (1886)



ATOYAC

Abrase el sol de julio las playas arenosas
Que azota con sus tumbos embravecido el mar;
Y opongan en su lucha las aguas orgullosas
Al encendido rayo su ronco rebramar.

Tú corres blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó;
Y duermen tus remansos en la mullida alfombra
Que dulce Primavera de flores matizó.

Tú juegas en las grutas que forman tus riberas
De ceibas y parotas el bosque colosal;
Y plácido murmuras al pie de las palmeras,
Que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.

En este Edén divino, que esconde aquí la costa,
El sol ya no penetra con rayo abrasador;
Su luz, cayendo tibia, los árboles no agosta,
Y en tu enramada espesa se tiñe de verdor.

Aquí sólo se escuchan murmullos mil suaves,
El blando son que forman tus linfas al correr,
La planta cuando crece, y el canto de las aves,
Y el aura que suspira, las ramas al mecer.

Osténtanse las flores que cuelgan de tu techo
En mil y mil guirnaldas para adornar tu sien;
Y el gigantesco loto, que brota de tu lecho,
Con frescos ramilletes inclínase también.

Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo,
El mango con sus pomas de oro y de carmín;
Y en los ilamos saltan, gozoso el papagayo,
El ronco carpintero y el dulce colorín.

A veces tus cristales se apartan bulliciosos
De tus morenas ninfas jugando en derredor;
Y amante les prodigas abrazos misteriosos,
Y lánguido recibes sus ósculos de amor.

Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares,
Y en tu salvaje templo comienza a obscurecer,
Del ave te saludan los últimos cantares
Que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

La noche viene tibia; se cuelga ya brillando
La blanca luna, en medio de un cielo de zafir,
Y todo allá en los bosques se encoge y va callando,
Y todo en tus riberas empieza ya a dormir.

Entonces en tu lecho de arena, aletargado,
Cubriéndose las palmas con lúgubre capuz,
También te vas durmiendo, apenas alumbrado
Del astro de la noche por la argentada luz.

Y así resbalas muelle; ni turban tu reposo
Del remo de las barcas el tímido rumor,
Ni el repentino brinco del pez que huye medroso
En busca de las peñas que esquiva el pescador.

Ni el silbo de los grillos que se alza en los esteros,
Ni el ronco que a los aires los caracoles dan,
Ni el hueco vigilante que en gritos lastimeros
Inquieta entre los juncos el sueño del caimán.

En tanto los cocuyos en polvo refulgente
Salpican los umbrosos yerbajes de huamil,
Y las oscuras malvas de algodón naciente,
Que crece de las cañas de maíz entre el carril.

Y en tanto en la cabaña, la joven que se mece
En la ligera hamaca y en lánguido vaivén.
Arrúllase cantando la zamba que entristece
Mezclado con las trovas el suspirar también.

Mas de repente, al aire resuenan los bordones
Del arpa de la costa con incitante son;
Y agítanse y preludian la flor de las canciones,
La dulce malagueña que alegra el corazón.

Entonces, de los Barrios la turba placentera
En pos del arpa el bosque comienza a recorrer,
Y todo en breve es fiestas y danza en tu ribera,
Y todo amor y cantos y risas y placer.

Así transcurren breves y sin sentir las horas;
Y de tus blandos sueños en medio del sopor
Escuchas a tus hijas, morenas seductoras,
Que entonan a la luna sus cántigas de amor.

Las aves en sus nidos, de dicha se estremecen,
Los floripondios se abren su esencia a derramar;
Los céfiros despiertan, y suspirar parecen;
Tus aguas en el álveo se sienten palpitar.

¡Ay! ¿Quién en estas horas en que el insomnio ardiente
Aviva los recuerdos del eclipsado bien,
No busca el blando seno de la querida ausente
Para posar los labios y reclinar la sien?

Las palmas se entrelazan, la luz en sus caricias
Destierra de tu lecho la triste oscuridad:
Las flores a las auras inundan de delicias...
Y sólo el alma siente su triste soledad.

Adiós, callado río: tus verdes y risueñas
Orillas, no entristezcan las quejas del pesar;
Que oírlas sólo deben las solitarias peñas
Que azota, con sus tumbos, embravecido el mar.

Tú queda reflejando la luna en tus cristales,
Que pasan en tus bordes tupidos a mecer
Los verdes ahuejotes y azules carrizales,
Que al sueño ya rendidos volviéronse a caer.

Tú corre blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó;
Y duermen tus remansos en la mullida alfombra
Que alegre Primavera de flores matizó.




LOS NARANJOS

Perdiéronse las neblinas
En los picos de la sierra,
Y el sol derrama en la tierra
Su torrente abrasador.
Y se derriten las perlas
Del argentado rocío,
En las adelfas del río
Y en los naranjos en flor.

Del mamey el duro tronco
Picotea el carpintero,
Y en el frondoso manguero
Canta su amor el turpial;
Y buscan miel las abejas
En las piñas olorosas,
Y pueblan las mariposas
El florido cafetal.

Deja el baño, amada mía,
Sal de la onda bullidora;
Desde que alumbró la aurora
Jugueteas loca allí.
¿Acaso el genio que habita
De ese río en los cristales,
Te brinda delicias tales
Que lo prefieres a mí?

¡Ingrata! ¿por qué riendo
Te apartas de la ribera?
Ven pronto, que ya te espera
Palpitando el corazón
¿No ves que todo se agita,
Todo despierta y florece?
¿No ves que todo enardece
Mi deseo y mi pasión?

En los verdes tamarindos
Se requiebran las palomas,
Y en el nardo los aromas
A beber las brisas van.
¿Tu corazón, por ventura,
Esa sed de amor no siente,
Que así se muestra inclemente
A mi dulce y tierno afán?

¡Ah, no! perdona, bien mío;
Cedes al fin a mi ruego;
Y de la pasión el fuego
Miro en tus ojos lucir.
Ven, que tu amor, virgen bella,
Néctar es para mi alma;
Sin él, que mi pena calma,
¿Cómo pudiera vivir?

Ven y estréchame, no apartes
Ya tus brazos de mi cuello,
No ocultes el rostro bello
Tímida huyendo de mí.
Oprímanse nuestros labios
En un beso eterno, ardiente,
Y transcurran dulcemente
Lentas las horas así.

En los verdes tamarindos
Enmudecen las palomas;
En los nardos no hay aromas
Para los ambientes ya.
Tú languideces; tus ojos
Ha cerrado la fatiga
Y tu seno, dulce amiga,
Estremeciéndose está.

En la ribera del río,
Todo se agosta y desmaya;
Las adelfas de la playa
Se adormecen de calor.
Voy el reposo a brindarte
De trébol en esta alfombra
De los naranjos en flor.




SALIR DE ACAPULCO

A bordo del vapor "St. Louis" de la línea del Pacífico.
El 30 de octubre de 1863, a las once de la noche


....Aun diviso tu sombra en la ribera,
Salpicada de luces cintilantes,
Y aun escucho a la turba vocinglera

De alegres y despiertos habitantes,
Cuyo acento lejano hasta mi oído
Viene el terral trayendo, por instantes.

Dentro de poco ¡ay Dios! Te habré perdido,
Ultima, que pisara cariñoso,
Tierra encantada de mi Sur querido.

Me arroja mi destino tempestuoso,
¿Adónde? No lo sé; pero yo siento
De su mano el empuje poderoso.

¿Volveré? Tal vez no; y el pensamiento
Ni una esperanza descubrir podría 
En esta hora de huracán sangriento.

Tal vez te miro el postrimero día,
Y el alma que devoran los pesares
Su adiós eterno, desde aquí te envía.

Quédate pues, ciudad de los palmares,
En tus noches tranquilas arrullada
Por el acento de los roncos mares.

Y a orillas de tu puerto recostada,
Como una ninfa en el verano ardiente
Al borde de un estanque desmayada.

De la sierra el dosel cubre tu frente,
Y las ondas del mar siempre serenas
Acarician tus plantas dulcemente.

¡Oh suerte infausta! ¡Me dejaste apenas
De una ligera dicha los sabores,
Y a desventura larga me condenas!

Dejarte ¡oh Sur! Acrece mis dolores,
Hoy que en tus bosques quédase escondida
La hermosura y tierna flor de mis amores,

Guárdala ¡oh Sur! Y su existencia cuida
Y con ella alimenta mi esperanza
¡Porque es su aroma el néctar de mi vida!

Mas ya te miro huir; en lontananza
Oigo alegre el adiós de extraña gente,
el buque, lento en su partida avanza.

Todo ríe en la cubierta indiferente;
Sólo yo con el pecho palpitando,
Te digo adiós con labio balbuciente.

La niebla de la mar te va ocultando;
Faro, remoto ya, tu luz semeja;
Ruge el vapor, y el Leviatán bramando.

Las anchas sombras de los montes deja.
Presuroso atraviesa la bahía,
Salva la entrada y a la mar se aleja;

Y en la llanura lóbrega y sombría
Abre en su carrera acelerada
Un surco de brillante argentería.

La luna, entonces, hasta aquí velada,
Súbita brota en el zafir desnuda,
Brillando en alta mar: Mi alma agitada
Pensando en Dios, la inmensidad saluda.




RECUERDOS

Se oprime el corazón al recordarte,
Madre, mi único bien, mi dulce encanto;
Se oprime el corazón y se me parte,
Y me abrasa los párpados el llanto.

Lejos de ti y en la orfandad, proscrito,
Verte nomás en mi delirio anhelo;
Como anhela el presito
Ver los fulgores del perdido cielo.

¡Cuánto tiempo, mi madre, ha transcurrido
Desde ese día en que la negra suerte
Nos separó cruel!... ¡Tanto he sufrido
Desde entonces, oh Dios, tanto he perdido,
Que siento helar mi corazón de muerte!

¿No lloras tú también ¡oh madre mía!
Al recordarme, al recordar el día
En que te dije adiós, cuando en tus brazos
Sollozaba infeliz al separarme,
Y con el seno herido hecho pedazos,
Aun balbucí tu nombre al alejarme?

Debiste llorar mucho. Yo era niño
Y comencé a sufrir, porque al perderte
Perdí la dicha del primer cariño.
Después, cuando en la noche solitaria
Te busqué para orar, sólo vi el cielo,
Al murmurar mi tímida plegaria,
Mi profundo y callado desconsuelo.

Era una noche obscura y silenciosa,
Sólo cantaba el búho en la montaña;
Sólo gemía el viento en la espadaña
De la llanura triste y cenagosa.
Debajo de una encina corpulenta
Inmóvil entonces me postré de hinojos,
Y mi frente incliné calenturienta.

¡Oh! ¡cuánto pensé en ti llenos los ojos
de lágrimas amargas! ... la existencia.
Fue ya un martirio, y erial de abrojos
El sendero del mundo con tu ausencia.

Mi niñez pasó pronto, y se llevaba
Mis dulces ilusiones una a una;
No pudieron vivir, no me inspiraba
El dulce amor que protegió mi cuna.
Vino después la juventud insana,
Pero me halló doliente caminando
Lánguido en pos de la vejez temprana,
Y las marchitas flores deshojando
Nacidas al albor de mi mañana.

Nada gocé; mi fe ya está perdida;
El mundo es para mí triste desierto;
Se extingue ya la lumbre de mi vida,
Y el corazón, antes feliz, ha muerto.

Me agito en la orfandad, busco un abrigo
Donde encontrar la dicha, la ternura
De los primeros días; ni un amigo
Quiere partir mi negra desventura.
Todo miro al través del desconsuelo;
Y ni me alivia en mi dolor profundo
El loco goce que me ofrece el mundo,
Ni la esperanza que sonríe en el cielo.

Abordo ya la tumba, madre mía,
Me mata ya el dolor... voy a perderte,
Y el pobre ser que acariciaste un día
¡Presa será temprano de la muerte!

Cuando te dije adiós, era yo niño:
Diez años hace ya; mi triste alma
Aún siente revivir su antigua calma
Al recordar tu celestial cariño.

Era yo bueno entonces, y mi frente
Muy tersa aún tu ósculo encontraba...
Hace años, de dolor la reja ardiente
Allí dos surcos sin piedad trazaba.

Envejecí en la juventud, señora;
Que la vejez enferma se adelanta,
Cuando temprano en el dolor se llora,
Cuando temprano el mundo desencanta,
Y el iris de la fe se descolora.

Cuando contemplo en el confín del cielo,
En la mano apoyando la mejilla,
Mis montañas azules, esa sierra
Que apenas a vislumbrar mi vista alcanza,
Dios me manda el consuelo,
Y renace mi férvida esperanza,
Y me inclino doblando la rodilla,
Y adoro desde aquí la hermosa tierra
De las altas palmeras y manglares,
De las aves hermosas, de las flores,
De los bravos torrentes bramadores,
Y de los anchos ríos como mares,
Y de la brisa tibia y perfumada
Do tu cabaña está mujer amada.

Ya te veré muy pronto madre mía;
Ya te veré muy pronto, ¡Dios lo quiera!
Y oraremos humildes ese día
Junto a la cruz de la montaña umbría,
Como en los años de mi edad primera.
Olvidaré el furor de mis pasiones.
Me volverán rientes una a una
De la niñez las dulces ilusiones,
El pobre techo que abrigó mi cuna.
Reclinaré en tu hombro mi cabeza
Escucharás mis quejas de quebranto,
Velarás en mis horas de tristeza
Y enjugarás las gotas de mi llanto.

Huirán mi duda, mi doliente anhelo.
Recuerdos de mi vida desdichada;
Que allí estarás, ¡oh ángel de consuelo!
Pobre madre infeliz... ¡madre adorada!.




MARIA

Allí en el valle fértil y risueño,
Do nace el Lerma y, débil todavía
Juega, desnudo de la regia pompa
Que lo acompaña hasta la mar bravía;
Allí donde se eleva
El viejo xinantécatl, cuyo aliento,
Por millares de siglos inflamado,
Al soplo de los tiempos se ha apagado,
Pero que altivo y majestuoso eleva
Su frente que corona eterno hielo
Hasta esconderla en el azul del cielo.

Allí donde el favonio murmurante
Mece los frutos de oro del manzano
Y los rojos racimos del cerezo
Y recoge en sus alas vagarosas
La esencia de los nardos y las rosas.

Allí por vez primera
Un extraño temblor desconocido,
De repente, agitado y sorprendido
Mi adolescente corazón sintiera.

Turbada fue de la niñez la calma,
Ni supe qué pensar en ese instante
Del ardor de mi pecho palpitante
Ni de la tierna languidez del alma.

Era el amor: mas tímido, inocente,
Ráfaga pura del albor naciente,
Apenas devaneo
Del pensamiento virginal del niño;
No la voraz hoguera del deseo,
Sino el risueño lampo del cariño.

Yo la miré una vez, virgen querida
Despertaba cual yo, del sueño blando
De las primeras horas de la vida:
Pura azucena que arrojó el destino
De mi existencia en el primer camino,
Recibían sus pétalos temblando
Los ósculos del aura bullidora
Y el tierno cáliz encerraba apenas
El blanco aliento de la tibia aurora.

Cuando en ella fijé larga mirada
De santa adoración, sus negros ojos
De mi apartó; su frente nacarada
Se tiñó del carmín de los sonrojos;
Su seno se agitó por un momento,
Y entre sus labios espiró su acento.

Me amó también. Jamás amado había;
Como yo, esta inquietud no conocía,
Nuestros ojos ardientes se atrajeron
Y nuestras lamas vírgenes se unieron
Con la unión misteriosa que preside
El hado, entre las sombras, mudo y ciego,
Y de la dicha del vivir decide
Para romperla sin clemencia luego.

¡Ay! Que esta unión purísima debiera
No turbarse jamás, que así la dicha
Tal vez perenne en la existencia fuera:
¿Cómo no ser sagrada y duradera
si la niñez entretejió sus lazos
Y la animó, divina, entre sus brazos
La castidad de la pasión primera?

Pero el amor es árbol delicado
Que el aire puro de la dicha quiere,
Y cuando de dolor el cierzo helado
Su frente toca, se doblega y muere.

¿No es verdad? ¿no es verdad, pobre María?
¿Por qué tan pronto del pesar sañudo
Pudo apartarnos la segura impía?
¿Cómo tan pronto obscurecernos pudo
La negra noche en el nacer del día?

¿Por qué entonces no fuimos más felices?
¿Por qué después no fuimos más constantes?
¿Por qué en el débil corazón, señora,
Se hacen eternos siglos los instantes,
Desfalleciendo antes
De apurar del dolor la última hora?

¡Pobre María! Entonces ignorabas
Y yo también, lo que apellida el mundo 
¡Amor... amor! Y ciega no pensabas
Que es perfidia, interés, deleite inmundo,
Y que tu alma pura y sin mancilla
Que amó como los ángeles amaran
Con fuego intenso, mas con fe sencilla,
Iba a encontrarse sola y sin defensa
De la maldad entre la mar inmensa.

Entonces, en los días inocentes
De nuestro amor, una mirada sola
Fue la felicidad, los puros goces
De nuestro corazón... el casto beso,
La tierna y silenciosa confianza,
La fe en el porvenir y la esperanza.

Entonces... en las noches silenciosas
¡Ay! Cuántas horas contemplamos juntos
Con cariño las pálidas estrellas
En el cielo sin nubes cintilando,
Como si en nuestro amor gozaran ellas;
O el resplandor benéfico y amigo
De la callada luna,
De nuestra dicha plácido testigo,
O a las brisas balsámicas y leves
Con placer confiamos
Nuestros suspiros y palabras breves.

¡Oh! ¿qué mal hace al cielo 
Este modesto bien, que tras él manda
De la separación el negro duelo,
La frialdad espantosa del olvido
Y el amargo sabor del desengaño,
Tristes reliquias del amor perdido?

Hoy sabes qué sufrir, pobre María,
Y sentiste al presente
El desamor que mezcla su hiel fría
De los placeres en la copa ardiente,
El cansancio, la triste indiferencia,

Y hasta el odio que impío
El antes cielo azul de la existencia
Nos convierte en un cóncavo sombrío,
Y la duda también, duda maldita
Que de acíbar eterno el alma llena,
La enturbia y envenena
Y en el caos del mal la precipita.

Muy pronto, sí, nos condenó la suerte
A no vernos jamás hasta la muerte:
Corrió la primera lágrima encendida
Del corazón a la primera herida,
Mas pronto se siguió el pensar profundo, 
Del desdén la sonrisa amenazante
Y la mirada de odio chispeante,
Terrible reto de venganza al mundo.

Mucho tiempo pasó. Tristes seguimos
El mandato cruel del hado fiero,
Contrarias sendas recorriendo fuimos
Sin consuelo ni afán... Y bien, señora,
¿Podremos sin rubor mirarnos ora?
¡Ah! ¡qué ha quedado de la virgen bella!
Tal vez la seducción marcó su huella

En tu pálida frente ya surcada,
Porque contemplo en tus hundidos ojos
Señal de llanto y lívida mirada.
Con el fulgor de acero de la ira.
Se marchitaron los claveles rojos
Sobre tus labios ora contraidos
Por risa de desdén que desafía
Tu bárbaro pesar, ¡pobre María!

Y yo... yo estoy tranquilo:
Del dolor las tremendas tempestades,
Roncas rugieron agitando el alma;
La erupción fue terrible y poderosa...
Pero hoy volvió la calma
Que se turbó un momento,
Y aunque siente el volcán mugir violento
El fuego adentro del, nunca se atreve
Su cubierta a romper de dura nieve.

Continuemos, mujer, nuestro camino.
¿Dónde parar? ...¿Acaso los sabemos?
¿Lo sabemos acaso? Que destino
Nos lleve como ayer: ciegos vaguemos,
Ya que ni un faro de esperanza vemos
Llenos de duda y de pesar marchamos,
Marchamos siempre, y a perdernos vamos
¡Ay! De la muerte en el océano obscuro,
¿Hay más allá riberas?... no es seguro,
Quién sabe si las hay; mas si abordamos
A esas riberas torvas y sombrías
Y siempre silenciosas,
Allí sabré tus quejas dolorosas,
Y tú también escucharás las mías.




A OFELIA PLISSE

Yo no te vi jamás; pero hubo un día
En que un patriota y joven peregrino
Que de esa tierra donde existes, vino
Hasta las playas de la patria mía,
Conmovido me habló de tu hermosura
Que de una diosa el don llamarse puede,
Y que admirable y rara, sólo cede
A la santa virtud de tu alma pura.

Cruzaba yo, me dijo tristemente,
Mi camino erial desfallecido
Temiendo sucumbir, mas de repente
Me encontré sorprendido
Al levantar mi dolorida frente,
Con un carmen florido;
Que resguardan altivos cocoteros,
Que embalsaman obscuros limoneros,
Y que esmaltan jazmines y amapolas,
Y que mecen pujantes
De dos océanos las inmensas olas.

Es Panamá la bella; la cintura
De la virgen América, allí donde
Del mundo de Colón el cielo esconde
La grandeza futura.

Como símbolo santo, hermoso y puro
De esa edad venturosa y anhelada,
Cuya luz ya descubre la mirada
Del porvenir en el confín obscuro,
Existe una beldad, joven, risueña,
Inteligente, dulce y seductora
Como un amante en sus afanes sueña,
Como un creyente en su delirio adora.

Es Ofelia, la diosa de ese suelo,
La maga de ese carmen encantado,
De dicha imagen ideal deseado,
El astro fulgurante de aquel cielo.

La perfumada flor, la que descuella,
De corola gentil, fresca y lozana,
Abriéndose a la luz de la mañana
En los jardines ístmicos, ¡es ella!

Allí la admiración le erigió altares,
Incienso le da Amor, la Poesía
Le consagra dulcísimos cantares;
Y un himno inmenso Libertad le envía
Entre el ronco suspiro de los mares.

Yo la vi, la adoré cual peregrino
A quien la mano del dolor dirige;
Adorarla y pasar fue mi destino.
¡Ay! Yo me alejo, mi deber lo exige,
Mas su recuerdo alumbra mi camino;
Yo llevaré su imagen por do quiera,
Y confundiendo en uno mis dolores
Y en un objeto uniendo mis amores,
Yo escribiré su nombre en mi bandera.

Tú a esa tierra lejana
En las dóciles alas de los vientos
Envía de tu lira los acentos
A esa beldad que he visto, soberana.

Así me dijo el joven peregrino
Y siguió con tristeza su camino.





A ORILLAS DEL MAR

Esos bosques de ilamos y de palmas
Que refrescan las ondas murmurantes
Del cristalino Técpam, al cansado
Pero tranquilo labrador convidan
En los ardores de la ardiente siesta
A reposar bajo su sombra grata,
Que él si podrá sin dolorosa lucha
Libre de afanes entregarse al sueño.

Mas yo que el alma siento combatida 
De tenaces recuerdos y cuidados
Que sin cesar me siguen dolorosos,
Olvido y sueño con esfuerzo inútil,
En vano procuré la blanda alfombra
De césped y de musgo, horrible lecho
De arena ardiente y de espinosos cardos
Fue para mí. De la inquietud la fiebre
Me hace de allí apartar, y en mi tristeza,
Vengo a buscar las solitarias dunas
Que el ronco tumbo de la mar azota.

Esta playa que abrasa un sol de fuego,
Esta llanura inmensa que se agita,
Del fiero Sud al irritado soplo,
Y este cielo do van espesas nubes
Negro dosel en su reunión formando
Al infortunio y al pesar convienen.

Aquí, los ojos en las ondas fijos,
Pienso en la Patria ¡ay Dios! Patria infelices,
De eterna esclavitud amenazada
Por extranjeros déspotas. La ira
Hierve en el fondo del honrado pecho
Al recordar que la cobarde turba
De menguados traidores, que en malhora
La sangre de su seno alimentara,
La rodilla doblando ante el injusto,
El más injusto de los fieros reyes
Que a la paciente Europa tiranizan,
Un verdugo pidiera para el pueblo,
Que al fin cansado rechazó su orgullo.

¡Francia! País de corazón tan grande,
De pensamiento generoso y libre,
Tú que alumbraste al mundo esclavizado
Y soplaste al alma de los pueblos,
En los modernos siglos, ese odio
Que va minando el trono de los reyes;

Tú que recuerdas con tremenda ira
Las orgías del inglés en tus hogares,
Y el insultante grito del cosaco
Al pisar el cadáver del imperio,
¿cómo vienes ahora en tus legiones
El lábaro feroz de la ignorancia
Y de la injusta y negra servidumbre
A un pueblo libre que te amó, trayendo?
¿Tu misión olvidaste con tu historia
Y manchas tus blasones, despreciando
Tu pura fama, al interés vendida?


Yo te miro República naciente
Ahogar la débil libertad de Roma;
Yo te miro después apresurada
Dar un abrazo a Austria sobre Hungría;
Yo te miro más tarde abandonando
De los zares al fiero despotismo
La suerte ¡ay! De la infeliz Polonia,
Y voy a maldecirte... y me detengo.
No eres tú, no eres tú, pueblo grandioso
Que a la divina Libertad consagras

Dentro tu corazón ardiente culto,
Sino el tirano odioso que te oprime
Raquítico remedo de aquel hombre
Colosal que cayó, cuya grandeza
De escaño sirve y pedestal y asilo
A la ambición del mísero pequeño.

Tal el nombre de César y de Augusto
Tiranos, sí, más grandes, elevara
La obscura mezquindad de Cayo el loco
Del imbécil Claudio y de Enobardo infame.

Tú gimes, tú también, pueblo de libres
Encadenado ahora al soli férreo
Que tu paciencia sufre y abomina;
Mas su injusticia y su furor acusan 
El grito de tus nobles desterrados
Y la voz varonil de tus tribunos
Y la cólera santa que te agita.

En tanto, de mi Patria los fecundos
Campos abrasa el fuego de la guerra;
Gimen sus pueblos y la sangre corre
En los surcos que abriera laborioso
El labrador que con horror contempla
El paso de tus huestes destructoras.

Ruge el cañón y con su acento anuncia
La elevación de un rey en esta tierra
De la América libre, cuyo jugo,
Es veneno letal a los tiranos,
Y esta nueva desgracia, todavía
Mi triste patria a tus soldados debe.

El trono del Habsburgo se levanta
Sobre bases de sangre y de ruina,
¿Cómo existir podrá, si sus cimientos
el amor de los pueblos no sostiene?
Su ejército servil corre furioso,
A sangre y fuego su pendón llevando;
La falacia precede tentadora,

Que a las almas mezquinas avasalla;
Y se diezman del pueblo las legiones,
Y los pechos menguados desfallecen,
Y en el cielo parece que se eclipsa
¡De libertad la fulgurante estrella!

¡Solemne instante de angustiosa duda
Para el alma de cieno del cobarde!
¡Solemne instante de entusiasmo fiero
Para el alma ardorosa del creyente!
¡Oh no, jamás! La Libertad es grande,
Como grande es el Ser de donde emana.
¿Qué pueden en si contra los reptiles?

Ya encendido en el cielo el sol parece
Entre nubes de púrpura brillando...
¡Es el astro de Hidalgo y de Morelos
Nuncio de guerra, de venganza y gloria,
Y el que miró Guerrero en su infortunio,
Faro de libertad y de esperanza,
Y el que vio Zaragoza en Guadalupe
La sublime victoria prometiendo!

A su esplendor renuévanse la lucha,
Crece el aliento, la desgracia amengua;
La ancha tierra de Méjico agitada
Se estremece al fragor de los cañones,
Desde el confín al centro, en las altivas
Montañas que domina el viejo Ajusco,
Del norte en las llanuras y en las selvas
Fieras de Michoacán y donde corren 
El Lerma undoso y el salvaje Bravo;
De Oaxaca en las puertas que defienden 
Nobles sus hijos de entusiasmo llenos
Y en el áspero Sur, altar grandioso
A libertad por siempre consagrado.
Y en las playas que azota rudo Atlante
Y en las que habita belicoso pueblo
Y el Pacífico baña majestuoso.

Sí, donde quiera en la empeñada lucha
Altivo el patrio pabellón ondea,
¿Qué importa que el cobarde abandonado
Las filas del honor corra a humillarse
Del déspota a las plantas, tembloroso?
¿Qué importa la miseria? ¿ qué la dura
Intemperie y las bárbaras fatigas?
¿Qué el aspecto terrible del cadalso?
Este combate al miserable aparta,
Del desamparo el fuerte no se turba
Sólo el vil con el número bravea.
¡Cuán hermoso es sufrir honrado y libre,
Y al cadalso subir del despotismo
Por la divina Libertad, cuán dulce!

¡Oh! Yo te adoro Patria desdichada
Y con tu suerte venturosa sueño,
Me destrozan el alma tus dolores
Tu santa indignación mi pecho sufre,
Ya en tu defensa levanté mi acento.

Tu atroz ultraje acrecentó mis odios,
¡Hoy mis promesas sellaré con sangre
Que en tus altares consagré mi vida!

El triunfo aguarda, el porvenir sonríe,
Pueda el destino favorable luego,
Dar a tus hijos que combaten bravos
Menos errores y mayor ventura.
Pero si quiere la enemiga suerte
De nuevo hacer que encadenada llores
Antes que verte en servidumbre horrenda
Pueda yo sucumbir, ¡oh Patria mía!






LA SALIDA DEL SOL

Ya brotan del sol naciente
los primeros resplandores,
dorando las altas cimas
de los encumbrados montes.
Las neblinas de los valles 
hacia las alturas corren, 
y de las rocas se cuelgan
o en las cañadas se esconden.
En ascuas de oro convierten
del astro rey los fulgores,
del mar que duerme tranquilo
las mansas ondas salobres.
sus hilos tiende el rocío
de diamantes tembladores,
en la alfombra de los prados
y en el manto de los bosques.
sobre la verde ladera
que esmaltan gallardas flores,
elevan sus frente altiva
los enhiestos girasoles,
y las caléndulas rojas
vierte al pie sus olores.
Las amarillas retamas 
visten las colinas, donde
se ocultan pardas y alegres
las chozas de los pastores.
Purpúrea el agua del río
lame de esmeralda el bordo,
que con sus hojas encubren
los plátanos cimbradores;
mientras que allá en la montaña,
flotando en la peña enorme,
la cascada se reviste
de iris con los colores.
El ganado en las llanuras
trisca alegre, salta y corre;
cantan las aves, y zumban
mil insectos bullidores
que el rayo del sol anima,
que pronto mata la noche.
En tanto el sol se levanta
sobre el lejano horizonte,
bajo la bóveda limpia
de un cielo sereno . . . Entonces
sus fatigosas tareas
suspenden los labradores,
y un santo respeto embarga
sus sencillos corazones.
En el valle, en la floresta, 
en el mar, en todo el orbe
se escuchan himnos sagrados,
misteriosas oraciones;
porque el mundo en esta hora
es altar inmenso, en donde 
la gratitud de los seres
su tierno holocausto pone;
y Dios, que todos los días
ofrenda tan santa acoge,
la enciende de Sol que nace
con los puros resplandores.





LA PLEGARIA DE LOS NIÑOS 

"En la campana del puerto 
¡Tocan, hijos, la oración. . . ! 
¡De rodillas! . . . y roguemos 
a la madre del Señor
por vuestro padre infelice, 
que ha tanto tiempo partió, 
y quizá esté luchando
de la mar con el furor. 
Tal vez, a una tabla asido, 
¡no lo permita el buen Dios! 
náufrago, triste y hambriento, 
y al sucumbir sin valor
los ojos al cielo alzando 
con lágrimas de aflicción, 
dirija el adiós postrero
a los hijos de su amor. 
¡Orad, orad, hijos míos, 
la Virgen siempre escuchó 
1a plegaria de los niños
y los ayes de dolor!"
En una humilde cabaña, 
con piadosa devoción, 
puesta de hinojos y triste 
a sus hijos así habló:
la mujer de un marinero
al oír la santa voz
de la campana del puerto 
que tocaba la oración. 
Rezaron los pobres niños
todo quedóse en silencio 
y después sólo se oyó, 
entre apagados sollozos, 
de las olas el rumor.

De repente en la bocana 
truena lejano el cañón:
";Entra buque!", allá en la playa 
la gente ansiosa gritó.
Los niños se levantaron; 
mas la esposa, en su dolor, 
"no es vuestro padre les dijo: 
tantas veces me engañó
la esperanza, que hoy no puede 
alegrarse el corazón"

Pero después de una pausa 
ligero un hombre subió
por el angosto sendero, 
murmurando una canción.
Era un marino...¡Era el padre! 
La mujer palideció
al oírle, y de rodillas 
palpitando de emoción, 
dijo ¿Lo véis, hijos míos? 
La Virgen siempre escuchó 
la plegaria de los niños
y los ayes de dolor 





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