Ernesto García Ladevese
Nació en Castro Urdiales, Cantabria en 1850, y murió en Madrid, en 1914. Su vocación literaria es temprana. Colabora en la prensa de Madrid y frecuenta los círculos literarios y políticos madrileños. A causa de una conspiración política se ve obligado a emigrar a París, donde entra en contacto con los círculos intelectuales y literarios hispanos, como corresponsal del periódico bonaerense La Nación. Los últimos años de su vida transcurrieron en Madrid. Aunque la mayor parte de sus libros pertenecen a la prosa narrativa, su aportación más valiosa está constituída por sus libros de versos.
O B R A S :
De POESÍA:
"Baladas y cantares", 1867.
"Fuego y cenizas", 1868.
"Meditaciones", ¿1869?.
"Olas del mar", 1870.
De NARRATIVA:
"La carcajada", 1872.
"Los misterios de Madrid" (sin año).
"Dramas ocultos de Madrid", 1874.
"Las grandes miserias", 1874.
"Historia de dos crímenes", 1874.
"El corazón de una madre", 1875.
"La honra de la mujer", 1876.
"Fuera de la patria", 1880.
"Memorias de un emigrado", 1892.
"El ídolo", 1878.
Vida y Poesía de Ernesto García Ladevese
Por Borja Rodríguez Gutiérrez
Ya que de poesía se trata comencemos, antes que nada por leer un poema de estos años convulsos de la Historia de España en los que vivió Ernesto García Ladevese. Estamos hablando de los últimos años del reinado de Isabel II, del fin de aquella época de espadones y monigotes reales que Valle-Inclán retrató con crueldad en «El Ruedo Ibérico». De la revolución de septiembre, de la «Gloriosa», que cambió a España, cuando Isabel II huyó a Francia, abandonando un país que ya estaba harto de ella. De los años de la muerte del general Francisco de Narváez, Duque de Valencia, que ya había sido presidente del gobierno en 1844 y que había estado saliendo y entrando del poder durante más de 20 años. De la búsqueda desesperada de un rey constitucional para España, llevada a cabo por Juan Prim, uno de los protagonistas de la «Gloriosa» y enemigo acérrimo de los Borbones. De la llegada a España de Amadeo de Saboya, el rey constitucional que se buscaba, que encontró en España, como regalo de bienvenida, el cadáver de su principal valedor, el propio Prim, muerto a balazos en la calle del Turco, en un atentado que aún hoy permanece envuelto en las sombras del misterio. De la abdicación de Amadeo de Saboya, tras dos años y tres meses de reinado en los que nunca consiguió hacerse con el poder. Del ilusionado nacimiento de la primera república española que murió once meses después, devorada por las luchas internas, y habiendo tenido cuatro presidentes en tan breve tiempo. De la restauración canovista y del sorprendente mantenimiento y consolidación de la fórmula del político malagueño, acosada en sus primeros años por conspiraciones tanto carlistas como republicanas.
Y en aquellos años, llenos de acontecimientos, conspiraciones, pronunciamientos, cambios, ejecuciones, batallas, se escribía sin embargo poesía íntima, personal, melancólica. Poesías como ésta:
Recuerdos
I
De aquella tarde que juntos
por las orillas del mar
íbamos los dos alegres
mirando su inmensidad,
y te dije de mi alma
el hondo y amante afán
mientras dulce y sonriente
mostrabas tu hermosa faz...
¡Ay, ilusión de mi vida!...
¿A que no te acuerdas ya?
II
De aquella noche que juntos
fuimos al templo a rezar
donde mil luces te daban
su resplandor celestial,
y brillabas cual la Virgen
que estaba sobre el altar...
De aquella noche en que, loco,
tu semblante angelical
contemplaba extasiado,
pensando en ti, nada más...
¡Ay, ilusión de mi vida!...
¿A que no te acuerdas ya?
III
De aquella triste mañana
en que tuve que marchar
y me apretaste la mano
con hondo y ardiente afán...
¡Ay, qué triste estaba el cielo!
¡Qué triste estaba la mar!
¡Qué triste estaba mi alma,
que te iba a perder quizá!
¡Qué amargamente lloré
sin que me vieras llorar!
De aquel momento, alma mía,
¿a que no te acuerdas ya?
IV
Del pañuelo que agitabas
al ver el coche marchar
que me alejaba de ti,
¿podré olvidarme? ¡Jamás!
¡Qué dulce adiós era el tuyo!
¡Con que cariñoso afán
hasta perderte de vista
te vi el pañuelo agitar!...
De esos hermosos instantes
que en mí no se borrarán...
¡Ay, alma del alma mía!
¿A que no te acuerdas ya?...
Una preciosa poesía de un inconfundible aire becqueriano. Todo está ahí: versos cortos de arte menor, rima asonante en los versos pares, sencillez expresiva, presencia de estribillos, tono íntimo y personal. El tema, el lamento por la inconstancia de la amada, la amada de hermosa faz, y la contraposición con el poeta, amante constante que no ha olvidado su amor, es también característico de Bécquer, así como el empleo de la segunda persona, dirigiéndose a esa amada que le ha traicionado. También encontramos otras características tales como el uso de los paralelismos, el empleo de los signos de admiración, las repeticiones sistemáticas de palabras al inicio de varios versos. No sería sorprendente encontrar este poema en las Rimas, dentro del segundo grupo, cuando el poeta se lamenta por el amor perdido y reprocha a su amada su abandono.
Pero por más que busquemos en el libro de las Rimas no encontramos esta poesía. Preciso es pues reconocer que no forma parte de la gran obra de Bécquer. ¿Tal vez una obra anónima, de dudosa autoría, una de las que se han atribuido a Bécquer, de ésas que los críticos y especialistas discuten ferozmente si salió o no de la pluma del poeta sevillano, mientras se tiran a la cabeza datos, argumentos, fechas y tajantes descalificaciones vestidas de palabras amables?
Tampoco es el caso. La poesía está perfectamente localizada y firmada por su autor, un individuo absolutamente desconocido, un tal Ernesto García Ladevese.
Ya puestos aquí es fácil imaginar lo siguiente. Por una cruel ironía del destino, Bécquer, el poeta que no ganó ninguna batalla en vida, las ganó todas después de muerto. Sus Rimas, publicadas apenas un año después de su muerte, como un intento desesperado de conseguir algo de dinero para su familia, fueron un éxito rotundo y su prestigio desde entonces no ha dejado de crecer. Sin duda Ladevese, como tantos otros, leyó las Rimas, se empapó de sus formas y contenidos, descubrió una nueva forma de hacer poesía y la siguió. No es tan extraño el caso de seguidores que imitan a la perfección el estilo y las formas del maestro. En el caso de Bécquer, incluso, se llegó a la falsificación y durante casi cincuenta años (entre 1923 y 1970), un poeta seguidor de Bécquer logró colar entre los versos de Bécquer dos poemas suyos de tal manera que muchos lectores los leyeron y recitaron como obra del sevillano. Tal vez alguno recuerde el principio de una de esas falsas rimas, titulada «A Elisa»
Para que los leas con tus ojos grises,
para que los cantes con tu clara voz
para que llene de emoción tu pecho
hice mis versos yo
Fue Fernando Iglesias Figueroa el autor de esta rima, que había publicado en 1916 en un libro suyo, que no tuvo éxito y que volvió a publicar en 1923, pero como parte de una serie de textos de Bécquer que había encontrado en sus investigaciones: Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer. Entre muchos textos auténticos Iglesias Figueroa colocó, de su propia cosecha, dos rimas, dos leyendas, una carta desde mi celda y una serie de cartas personales. Con todo ello forjó la superchería de una supuesta musa del poeta sevillano, Elisa Guillén, a quien habría dedicado Bécquer las Rimas. Si a tal extremo de imitación se había llegado no es raro que este otro seguidor del que hablamos, Ernesto García Ladevese se acercase también tanto a las formas y modos de su modelo.
Pero no obstante hay un problema para esta interpretación: la fecha. Y es que el poema de García Ladevese es de 1868, el año de la Gloriosa, de la caída de Isabel II, del golpe auspiciado por Prim, Serrano y Topete. Un año en el que Gustavo Adolfo Bécquer es un periodista que ha publicado numerosos artículos, varios cuentos, otras obras diversas y apenas algunos pequeños poemas en los periódicos. Conocido, sin duda, como periodista y como director de publicaciones, incluso como escritor de cierto prestigio inclinado resueltamente al partido moderado, no era célebre en absoluto como poeta. No, desde luego lo suficiente para generar un imitador tan consciente y perfecto como Ernesto García Ladevese.
Llegados a este punto es cuando un investigador se frota las manos, entusiasmado, viendo que ha encontrado no un imitador, sino un precursor o al menos un contemporáneo independiente: alguien que ha llegado al mismo fin que Bécquer, pero sin influencias suyas, una prueba de que el intimismo poético de la segunda mitad del XIX era un movimiento literario y no la obra de una sola persona.
Pero, ¿quién es este Ernesto García Ladevese? ¿De quién estamos hablando?
Nació Ladevese en Castro-Urdiales el 9 de Junio de 1850. Sus padres eran Saturnino García de la Puente y Amalia Ángela de Ladevese y Portillo y fue bautizado como Ignacio Ernesto Eugenio García de la Puente y Ladevese. El padre, Saturnino García de la Puente, era natural de Santa Cruz del Toro, en la provincia de Burgos, así como sus padres, José García de la Puente y Antonia Tuero. La madre de Ladevese era de Castro-Urdiales, así como la abuela materna, Ignacia de Portillo. El abuelo, Ignacio Ladevese, aunque establecido en Castro-Urdiales, había nacido en Bilbao y era de familia francesa. La familia conservaba, sin duda, muchas relaciones con Francia y ello se echa de ver en el gran conocimiento del francés que tenía Ladevese, y que tan útil le fue durante sus años de exilio, así como su educación literaria y artística, totalmente volcada hacia Francia.
Hasta 1875 su vida había sido la de un escritor y periodista. Estudió leyes en Madrid y pronto comenzó su carera literaria. Baladas y Cantares es de 1867 y fue publicada en Madrid, lo mismo que su siguiente libro Fuego y Cenizas (1868). Antes ya había publicado versos y artículos en diversos periódicos y revistas de la capital: Las Novedades, La Violeta, El Bazar, Gil Blas y El Museo Universal. En 1869 publicó en Albacete Meditaciones y en 1870 Olas del mar en Madrid. Estos cuatro libros representan su aportación a la poesía. Después va a publicar algún poema suelto, y en Fuera de la patria reúne varios de ellos, pero no volverá a publicar un libro de poemas. Es por lo tanto un poeta de juventud que escribe la mayor parte de su obra entre los 16 y los 20 años.
Izquierdista, republicano y afincado en Madrid, es claro que poca relación tendría con los poetas santanderinos de aquellos años, todos tradicionalistas, católicos y conservadores. Así, por ejemplo, José María de Cossío encuentra en él una considerable distancia geográfica e ideológica con los poetas del norte. Sólo parece conocer a Evaristo Silió y Gutiérrez de quien toma unos versos como epígrafe de una de sus composiciones.
Su dedicación a la novela fue también muy temprana, entre 1867 y 1869 publicó Los claveles rojos. En 1872: La honra de la mujer y La carcajada. Después vendrían Las grandes miserias o Historia de dos crímenes (1874), El corazón de una madre (1875), El sueño (1882), El ídolo (1897) y Los misterios de Madrid (1910). Además dos novelas que no hemos conseguido datar: Los claveles rojos y La hija del corsario.
Especializado en el folletín de tema social, en la línea de Ayguals de Izco, con quien compartía puntos de vista y tendencias ideológicas, sus novelas se centran en ambientes urbanos y en conflictos sentimentales complicados con diferencias sociales. Al comienzo de su carrera ambienta sus novelas en Francia, probablemente influenciado por su buen conocimiento del francés y de la literatura francesa. Pero enseguida quiere acercar sus temas a España y La honra de la mujer, ya está ambientada entre Castro-Urdiales, su pueblo natal, Madrid y varios puntos más de España. El joven escritor, ya metido de lleno en la política sigue todavía recordando con nostalgia su pueblo natal:
«Todo el que conozca la costa de Cantabria se habrá detenido en un pueblo que besan las olas, encantador por su poética posición y por la pintoresca amenidad de sus alrededores». Así comienza La honra de la mujer, una truculenta historia en la que Ladevese, a lo largo de dos gruesos tomos de 711 y 778 páginas, desgrana los múltiples infortunios de dos muchachas castreñas enfrentadas a la persecución y a las desgracias, que viene siempre causadas por los poderosos y por la religión. El final de la novela resulta muy expresivo de esa tendencia antiaristocrática y anticlerical de Ladevese. Una de las protagonistas se refugia en un convento, buscando un refugio y adopta el nombre de Sor Arrepentimiento, pero uno de sus enemigos, un malvado, lujurioso y cruel sacerdote descubre su escondite gracias a la ayuda de una perversa marquesa, se hace confesor del convento, impone a Sor Arrepentimiento tan bárbaras penitencias que la desgraciada monja muere y no contento con eso hace inscribir en su lápida funeraria una condena y un insulto final.
Es autor además de dos interesantes libros de memorias y recuerdos: Fuera de la patria y Memorias de un emigrado, en los que se puede conocer de primera mano el mundo de las conspiraciones desde 1875 a 1886, los años álgidos de las intentonas republicanas. Fuera de la patria, publicado mientas estaba en el exilio, en París, tiene una dedicatoria en la que queda patente, como en la totalidad de estos dos libros, su fe republicana: «A los que están dentro y a los que están fuera, mirando hacia el porvenir a través de las nubes del presente y vislumbrando las ideas por encima de los hombres». A esta fe republicana y a los empeños que a ella dedicó su autor se refieren las Memorias de un emigrado.
El 11 de febrero de 1873 se proclamó la primera República española. El régimen sólo iba a durar once meses, hasta el 3 de enero de 1874 y en ese breve espacio de tiempo la república iba a conocer cuatro presidentes: Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar.
Los once meses republicanos no fueron sino la culminación de un período de inestabilidad política que comenzó en 1868, cuando el pronunciamiento dirigido por Juan Prim culminó en el derrocamiento y expatriación de Isabel II. El gobierno provisional que se formó a continuación fue presidido por el general Francisco Serrano, Duque de la Torre, vencedor en el campo de batalla contra las últimas tropas isabelinas. En él figuraban como ministros, entre otros, Juan Prim (Guerra) y Manuel Ruiz Zorrilla (Fomento). Prim era el verdadero promotor del golpe y el líder del movimiento. Ruiz Zorrilla, uno de los jefes de los progresistas. También estaba en el gobierno, con la cartera de Gobernación, Práxedes Mateo Sagasta, que iba a hacer amplia carrera años más tarde, en la Restauración.
Las cortes constituyentes elaboraron la constitución española de 1869 en la que tras arduos debates entre monárquicos y republicanos, se definía España como una Monarquía. Tras la aprobación de la constitución Serrano fue nombrado regente y Prim jefe de gobierno. Ruiz Zorrilla se mantuvo en el gobierno de Prim, primero como ministro de Fomento y después en Gracia y Justicia.
En 1870, el 16 de noviembre, fue elegido rey de los españoles Amadeo, Duque de Saboya, el candidato al trono propuesto por Prim. Pocos días más tarde el 27, Juan Prim es asesinado, sin que aún hoy se sepa con seguridad la autoría, y Amadeo se encuentra sin ningún valedor.
El 11 de febrero de 1873, Amadeo de Saboya se ve obligado a abdicar. Durante ese tiempo ha tenido como jefes de Gobierno a Serrano, Ruiz Zorrilla, el almirante Malcampo, Sagasta, otra vez Serrano y otra vez Ruiz Zorrilla. Fue en el primer gobierno de Ruiz Zorrilla cuando se produjo la confrontación entre Ruiz Zorrilla y Sagasta que orientó al primero hacia la izquierda del partido progresista y a la alianza con los republicanos mientras que Sagasta iniciaba el camino que le llevaría a ser uno de los puntales de la restauración borbónica.
La república tuvo una vida tempestuosa. El primer presidente Estanislao Figueras tuvo que hacer frente a un intento de golpe de Estado promovido por el presidente de la asamblea, Cristino Martos. Ante las presiones federalistas, renunció a la presidencia ante las cortes que proclamaron la república federal y nombraron presidente a Pi y Margall. Unos 40 días después, el gobierno de Pi dimitía y era nombrado presidente de la república Nicolás Salmerón. Salmerón quería imponer el orden y bajo sus órdenes el ejército controló diversos brotes revolucionarios entre ellos el de Cartagena. Pero el 9 de agosto Salmerón dimitió por razones de conciencia, negándose a firmar sentencias de muerte para los rebeldes. El 7 de septiembre es elegido Castelar presidente de la república. El 2 de enero de 1874 Castelar pierde un voto de confianza en las cortes y dimite. El General Pavía hace entrar a las tropas en el congreso y quedan disueltas las cortes y suspendidas las garantías constitucionales.
Francisco Serrano, duque de la Torre se encarga de formar gobierno. El gobierno de Serrano constituyó un interregno hasta la definitiva restauración de la monarquía que se produciría el 29 de diciembre de 1874, con el pronunciamiento en Sagunto del General Martínez Campos.
Tras el pronunciamiento de Martínez Campos los políticos republicanos no reaccionan con prontitud. Desunidos entre ellos, no fueron capaces en ningún momento de formar un frente común. Se podía hablar de cuatro fracciones encabezadas respectivamente por Castelar, Figueras, Ruiz Zorrilla y Pi y Margall, con Salmerón formando parte del grupo de Ruiz Zorrilla pero luego independizándose y formando su propio partido.
Pi y Margall y Figueras eran ambos partidarios del federalismo y su presencia en la vida política de la restauración fue desde un principio escasa, yendo después en franca disminución. Opuestos a la violencia desistieron siempre de llegar a la república a través de un golpe de estado. Castelar representa el lado más conservador de los republicanos. Defensor de la legalidad como principio básico de comportamiento, jamás aceptó el golpe de estado y criticó duramente los intentos de Ruiz Zorrilla de instaurar la república mediante la violencia. Salmerón y su partido participaron en la política de la restauración y poco a poco, junto con la mayoría de los progresistas que habían colaborado con la república se integraron en la Izquierda Dinástica, partido fundado por Serrano, formando parte de esta manera de la estructura de la restauración.
Ruiz Zorrilla quedó solo en el exilio, defendiendo el golpe de estado como forma de instaurar la república y tejiendo sin cesar conspiraciones, que nunca llegaron a tener éxito.
En muchas de estas conspiraciones participaría Ernesto García Ladevese.
Cuando en el otoño de 1874 cae la primera república Ladevese tenía 24 años. Republicano de corazón y declarado enemigo de Cánovas del Castillo y de la restauración borbónica, Ladevese se lanza a la política con el mismo ardor y entusiasmo que había dedicado a la literatura. De la misma manera que fue poeta a los 16 años y novelista a los 17, fue conspirador a los 24 y durante 12 años, de 1874 a 1886, se jugó la vida entrando y saliendo en secreto de España, entrevistándose con conspiradores y militares republicanos, huyendo de la policía, del ejército y de los agentes secretos del gobierno. Fue uno de los agentes más activos, quizás el que más, del promotor de todas las conspiraciones republicanas que intentaron derrocar a Alfonso XII y la restauración borbónica: Manuel Ruiz Zorrilla.
Eduardo González Calleja ha estudiado de forma exhaustiva y detallada la historia de las conspiraciones durante la restauración. Remitimos al lector a su libro1 para mayor información, pero hay que advertir que fueron bastantes más de las que nos cuenta, en primera personal, Ladevese.
De la lectura de González Calleja queda clara la estrategia del incansable conspirador Ruiz Zorrilla: pronunciamiento militar que consiga un cambio de gobierno o de régimen. No hay apenas intervención de elementos civiles, ni participación popular. El éxito de la conspiración radica en conseguir que varios grupos de militares se levanten en armas en diversos puntos de la península. Es el esquema típico del pronunciamiento español, con apenas derramamiento de sangre e incluso, idealmente, sin ninguna violencia. El mismo esquema que utilizó Martínez Campos en el pronunciamiento de Sagunto que dio origen a la Restauración. El problema para los republicanos era que para que el pronunciamiento tuviera éxito era preciso una extrema debilidad de las estructuras del estado. Ruiz Zorrilla, Ladevese y sus compañeros nunca supieron ver que ese no era el caso de la Restauración, y que el sistema canovista había venido para quedarse.
Pero el entusiasta revolucionario que era Ladevese nunca se desanimaba por una derrota. José María Jover ha trazado el retrato tipo del burgués revolucionario, protagonista de conspiraciones, revoluciones y agitaciones desde 1868 hasta la restauración: «Se trata del "agitador", es decir del político de café, mitad político, mitad literato, generalmente provinciano, protagonista de la bohemia madrileña del tercer cuarto del siglo XIX»2. Un retrato en el que Ernesto García Ladevese encaja admirablemente.
De esta manera García Ladevese nos va a contar varias conspiraciones y proyectos
29 de mayo de 1875. Pronunciamiento abortado en sus inicios dirigido por el diputado valenciano Emigdio Santamaría y Ruiz Zorrilla (Capítulo 1).
1878. Entrevista de Bayona entre Serrano y Ruiz Zorrilla. Contactos con Sagasta y Topete. En un primer momento se plantean actuar en Septiembre y luego se retrasa el golpe para fin de año. No llega a producirse por la actuación de la policía, el registro de los papeles de Ruiz Zorrilla y las delaciones de los confidentes. (Capítulo 4).
Agosto de 1883. Pronunciamiento planeado para producirse en un primer lugar en Valencia, Burgos y Badajoz, y posteriormente en Alicante, Castellón, Logroño, Zaragoza, Lérida, Sevilla y Pamplona. Un cambio de fechas impidió una coordinación eficaz de los insurrectos. Al final sólo participaron las tropas de Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y La Seo de Urgel (no completas), debiendo huir todas ante el acoso de las fuerzas gubernativas. (Capítulos 7, 8 y 9).
Abril 1884. Pronunciamiento preparado en Barcelona y Cartagena, junto con la entrada de tropas de emigrados republicanos por la frontera de Francia. Sólo hubo una pequeña rebelión en Santa Coloma de Farnés (Gerona) y el intento de entrada de un pequeño grupo de republicanos en territorio español, intento saldado con la muerte del oficial al mando del grupo republicano. (Capítulos 10 y 11).
1886. Golpe de Estado dirigido por el general Villacampa. Tras muchos aplazamientos el plan era la rebelión de tres escuadrones en Madrid y de otros en Alcalá de Henares, y toma por la fuerza del ministerio de gobernación. No se consiguió esto último ni la sublevación en Alcalá de Henares. Sólo dos regimientos se unieron a Villacampa, y la escasez de fuerzas, el nulo apoyo de la población y el fracaso de Villacampa al intentar el apoyo de los artilleros sentenciaron la intentona, que fue la última de los republicanos de Ruiz Zorrilla o al menos la última de cierta entidad.
Las Memorias de un emigrado fueron apareciendo por entregas en el periódico El Liberal, desde el 25 de Enero de 1891 hasta el 22 de Enero de 1892. Fueron en total 51 artículos que al principio aparecían formados por Ariel. A raíz de ataques en otros periódicos (El Imparcial y La República) en los que se afirma que el autor es Ruiz Zorrilla, Ladevese publica una carta en El Liberal a primeros de noviembre de 1891, en la que reclama su autoría. En 1892 sale el libro, en el que se añaden tres nuevos capítulos a los que ya habían sido publicados en los periódicos.
Ladevese escribe apenas 5 años después de la «villacampada», dieciséis después de sus inicios revolucionarios. Su libro no es una reflexión ni una muestra de arrepentimiento. Se trata de una reivindicación de los combatientes republicanos que sienten que no han sido bien tratados por las historias y los periódicos del régimen canovista. Por ello su libro es un relato absolutamente maniqueo en el que todos los republicanos, sin excepción, son virtuosos, honrados y patriotas.
El libro está escrito en primera persona con un estilo ágil, rápido y ameno, que delata al periodista que era Ladevese. En sus páginas la conspiración republicana aparece como una trepidante novela de aventuras con un protagonista que viaja constantemente, que se entrevista con jefes revolucionarios, en oscuros refugios o en plena calle, que se salva más de una vez de ser capturado por la policía o el ejército, que está a punto de conseguir el premio varias veces y que siempre se ve decepcionado al final.
Resulta a veces enternecedor el mantenimiento de la fe republicana de Ladevese y sus compañeros cuando somos testigos de como de derrota en derrota van avanzando hacia el más absoluto de los fracasos. El propio autor a veces es consciente de lo ridículo de la situación y es impagable, por ejemplo, la siguiente escena:
Un destacamento de la guardia civil, registra una diligencia, buscando a un general republicano, desterrado en Francia, y que ha entrado clandestinamente en España para promover la revolución. En la diligencia está el general, fácilmente reconocible por una patriarcal barba blanca que le cubre el pecho. El sargento registra las identidades de los viajeros, examina el interior de la diligencia, llama aparte al pasajero de la barba blanca y le dice en voz baja: «Mi general, por Dios, cierre usted bien la maleta, que se ve que lleva usted ahí el uniforme».
Pero no por ello desmaya la fe republicana del incansable conspirador, que a pesar de la inacabable serie de derrotas mantiene siempre ante todo y ante todos su convencimiento en la victoria de los republicanos. El lector llega a desear esa victoria, a esperar que alguna vez las idas y venidas de Ladevese acaben con un éxito. Pero la historia es implacable y el autor de las Memorias apenas pudo disfrutar de unas horas una noche, en Madrid, junto a Villacampa, en las que pudo creer que, por fin, su éxito había llegado.
Tras del fracaso de Villacampa, los pronunciamientos republicanos no volvieron a producirse. Ruiz Zorrilla, desanimado, comenzó a acariciar la idea de su regreso a España, que se produjo en 1895, poco antes de su muerte. Ladevese continuó su carrera de periodista, primero desde París y luego ya en España. Colaborador habitual del periódico argentino La Nación, fue compañero y amigo de Rubén Darío, que le recuerda en los primeros años del siglo XX, cuando ya Ruiz Zorrilla, Cánovas y Castelar habían muerto. Ladevese y Darío hicieron amistad con los jóvenes escritores que empezaban a despuntar: Pío Baroja, Jacinto Benavente, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez...
Pero el periodista castreño no abandonó su dedicación a la política y en 1897 toma parte en la fundación de la Unión Republicana Nacional, con un directorio republicano compuesto por Salmerón, Azcárate, Muro, Sol y Ortega, Esquerdo y el propio García Ladevese. La Unión Republicana Nacional iba a ser parte fundamental del Bloque de izquierdas, que iba a protestar contra el gobierno por la famosa «Semana trágica» de Barcelona. En 1910 ese Bloque de Izquierdas se presenta a las elecciones y consigue un éxito con la elección de sus dos principales candidatos. Pérez Galdós y el Doctor Esquerdo. Ladevese tomó parte en los trabajos del bloque y trabó amistad con Pérez Galdós que le menciona brevemente en el último de los Episodios Nacionales, Cánovas, escrito en 1912, en el que Ladevese aparece como activo conspirador y como hombre de bien.
En 1915, muere Ernesto García Ladevese. Si hubiera llegado a 1930 podría haber contemplado la llegada de la república española, a la que dedicó tanto de su vida.
Menos tiempo dedicó a la poesía, que fue sin embargo su vocación más temprana. Tanto que su primer libro, Baladas y cantares, está publicado cuando su autor cuenta tan sólo con 16 años según nos dice su prologuista, José Joaquín Jiménez Delgado. El breve prólogo de este semidesconocido escritor andaluz nos da también algunas otras informaciones sobre Ladevese: sus primeras lecturas de poesía fueron Espronceda, Martínez de la Rosa y Francisco Zea, siente un interés muy elevado por la poesía popular y quiere seguir la línea que ha inaugurado poco años antes el poeta extremeño, Vicente Barrantes, con sus Baladas Españolas.
En realidad, el género de la balada había ya aparecido en España años antes de la publicación del libro de Barrantes. Se llamaba «balada» a una composición poética escrita en estrofas iguales, que por lo común trataba de leyendas nacionales, tradiciones populares o recuerdos sentimentales y melancólicos. En realidad tiene muchos puntos de contacto con el tradicional romance y apenas se diferencia de éste por la forma estrófica. En 1849, en los Ecos Nacionales de Ventura Ruiz Aguilera ya había baladas y también se podían encontrar en 1853 en El libro de los cantares de Antonio de Trueba. El género llegaba de la literatura alemana donde se había convertido en uno de las formas líricas más características de la poesía romántica.
Entre las baladas que aparecen en este libro nos encontramos una con un tono becqueriano tan definido como la que hemos leído anteriormente, pero aún más temprana. Se trata de la balada treinta y uno:
Entre las brisas que, en suave acento,
rizan las olas del lago azul;
allí percibo tu puro aliento...
¡allí estás tú!
En las estrellas cuando fulguran,
en la nocturna, triste quietud,
veo tus ojos que dicha auguran...
¡allí estás tú!
En la risueña, plácida aurora
que su faz vela con blanco tul,
veo tu frente tan seductora...
¡allí estás tú!
En el plumaje del cisne bello,
donde se quiebra del sol la luz,
contemplo absorto tu blanco cuello...
¡allí estás tú!
Miro a los cielos, y allí te encuentro;
bajo mis ojos con inquietud,
miro a la tierra, y en todo te hallo...
¡y siempre tú!
Ladevese recoge la idea de representar la belleza de la amada en cuatro elementos (aliento, ojos, frente, cuello) tal como lo habían hecho Garcilaso (En tanto que de rosa y azucena) y Góngora (Mientras por competir con tu cabello) en dos célebres sonetos que trataban el tema del carpe diem. Pero aquí no es una incitación al goce y al placer antes de que el tiempo inmisericorde se lleve todo por delante lo que nos encontramos, sino una presencia de la amada en todas las cosas, en plena obsesión amorosa del poeta. La forma estrófica, con el último verso de pie quebrado sirviendo de estribillo es muy similar a la de varias de las rimas (la XLI).
De todas formas no son precisamente las baladas, lo que más destaca en este primer libro de Ladevese, sino los cantares. Y es que el libro está dividido en dos partes con treinta y seis baladas y ciento cincuenta y ocho cantares. Usa Ladevese el título de Cantares con el mismo significado que algunos años más tarde utilizó Antonio Machado en sus «Proverbios y Cantares»: poemas muy breves, la gran mayoría de una sola estrofa, de métrica popular y temática varia. Así no es raro encontrar poemas que desde su principio suenan a folclore de la montaña:
Sal a tu balcón, muchacha
mira que se pone el sol
mira que sin luz quedamos,
mira que me hielo yo.
Solo le faltaba al primer verso que la muchacha del balcón fuera morena para ser una copla cantada por el Coro Ronda Garcilaso. Y no hubiera sido raro porque las morenas aparecen más de una vez en los cantares de tono más popular. Así por ejemplo:
A un convento te han llevado
porque me quieres, morena;
yo en una cárcel estoy,
que estoy solito en la tierra.
O en esta otra
Si me miras esquiva
¡ay! me mareas:
también si cariñosa,
niña, te muestras...
¡Siempre a tu lado
he de estar, morenita,
yo mareado!
Y no deja de aparecer la fuente que en tantos cantos populares de Cantabria se menciona:
No vayas a la fuente
tan tempranito,
porque perderte puedes
en el camino...
No vayas sola;
que no faltan milanos
donde hay palomas.
Esta última poesía es una seguidilla compuesta, una de las estrofas más características de este libro de Ladevese. Así entre los ciento cincuenta y ocho cantares encontramos noventa y ocho coplas, catorce seguidillas, treinta y cuatro seguidillas compuestas, y catorce seguidillas gitanas.
En el uso de estas estrofas populares está la mayor virtud del poeta. Los versos cortos, son su punto fuerte. Tiene una especial facilidad para la musicalidad que acompaña a estos versos y a lo largo de su carrera como poeta conseguirá sus mejores logros con ellos.
En los cantares de este primer libro hay dos temáticas básicas: la amorosa y la sentenciosa. Los cantares de tipo amoroso son ciento cuatro, que podemos dividir en tres grupos. En primer lugar los que podemos llamar de «Lamento de amor», muy en la línea de la poesía popular que consisten casi siempre en un tierno reproche del enamorado a la amada que no le hace caso o a la que no se atreve a hablar:
Déjame que en tus labios
mi sed apague;
si ves que amando vivo,
¡ay! no me mates...
¿Por qué, alma mía,
al que tanto te adora
no das la vida?
* * *
Pintan ciego a Cupido,
prenda del alma
porque tú le cegaste
con tu mirada.
¡Mírame niña,
aunque ciego me dejes,
con tus pupilas!
* * *
Color azul de cielo
tienen tus ojos:
cuando hacia mí los tornas
me vuelves loco...
No los separes;
que estando loco olvido
yo mis pesares.
* * *
Cuando dulce me miras,
yo, niña, creo
que se vuelve piadoso
para mí el cielo;
y cuando esquiva,
solo das amarguras
al alma mía.
Son treinta y cuatro poemas del lamento de amor. Otros cincuenta y cuatro se dedican al requiebro, al elogio de la amada. Son los poemas del «amor positivo», el grupo más numeroso de este libro. Una excepción porque en el resto de las obras de Ladevese, el pesimismo va a ser la nota negativa. Pero todavía en este libro, el joven castreño se encuentra optimista ante el amor y feliz ante su amada:
¿Que por qué te miro, dices?
No preguntes eso, niña.
¿A dónde mira el mortal
sino al cielo de su dicha?
* * *
Lágrimas junto al río
triste vertías,
y es dulce su corriente
desde aquel día...
Por eso al valle
bajo a beber del agua.
que tú endulzaste.
* * *
Toma, bella zagala,
toma estas flores:
mira cuál van perdiendo
ya sus olores:
ve que mi aliento
las abrasa al tocarlas:
respira fuego.
Cuídalas con dulzura
y verás, niña
cuál se alzan sus corolas
llenas de vida;
y de tu alma
préstales el perfume
que me embriaga.
* * *
¿Qué es una fuente sin agua?...
¿Qué es sin flores un jardín?...
¿Qué es la brisa sin aromas?...
¡Lo que mi vida sin ti!
Pero hacia el final del libro hay un cambio de tono, la aparición de un pesimismo que se concreta en reproches a la antigua amada, ingrata, esquiva, infiel e insensible. Son diecinueve poemas del amor negativo, en los que de nuevo volvemos a encontrar muchas similitudes con su contemporáneo sevillano, Gustavo Adolfo Bécquer. Bécquer que en el año anterior, en 1866 era director de El Museo Universal, en el que Ladevese publicó poesías. Bécquer y Ladevese, tras la decepción amorosa se revuelven contra la amada y la hacen reproches. Oigamos a Ladevese:
Por el ramo que me diste
una rosa te di yo...
yo en mi pecho guardo el ramo:
¿dónde tienes tú la flor?
* * *
Al ver en el espejo
tu cara linda
se dibuja en tus labios
dulce sonrisa...
¡Cómo lloraras
si en vez de ver tu rostro
vieras tu alma!
* * *
Negra, muy negra es mi suerte
desde que tus ojos veo,
que son mi suerte tus ojos,
y son tus ojos muy negros.
* * *
Dicen tus admiradores
que son rubíes tus labios;
será verdad, pero creo
que esos rubíes son falsos.
El otro gran grupo de cantares, son de tipo filosófico o sentencioso, de tono generalmente triste, a veces más desviados al pensamiento, a veces hacia el lamento. Son estos últimos, los del lamento, los que nos vuelven a recordar a alguna de las rimas de Bécquer.
Cuando el dolor me aflige
con saña fiera,
una idea me halaga
que me consuela...
Es ¡ay! que pienso
¡que dolores y dichas
terminan presto!
* * *
En el mísero mundo
errante vivo,
y entre profundas simas
vago perdido,
y por más que ando,
tan solo precipicios
inmensos hallo.
* * *
En las aguas del olvido
saciar el alma quisiera,
pues me devora el recuerdo
de mis esperanzas muertas.
Otros cantares son más filosóficos y no pueden por menos que recordarnos algunos de los cantares que hemos mencionado de Antonio Machado.
Tras la verdad voy corriendo
con loco ardoroso afán;
y tiemblo cuando me dicen
que está cerca la verdad.
* * *
Este estrecho calabozo
al que suelen llamar mundo,
es para volar, pequeño,
y para ver muy oscuro.
Fuego y Cenizas es su siguiente libro de poemas. Aquí Ladevese adopta un tono y un punto de vista mucho más negativo, más desesperanzado, más cínico.
En realidad, Fuego y Cenizas le sirve para construir un personaje, en este caso el del poeta cuya voz oímos en este libro. Un poeta desencantado de la vida, escéptico, cansado de la sociedad, sin esperanzas, sin ilusiones, obsesionado por la muerte. Y digo construir un personaje por que tan sólo tiene Ladevese 17 años y su perfil biográfico y temperamental no encaja en absoluto con el poeta que se presenta a través de las páginas de este libro. No es imposible que un artista esté desencantado de la vida a los 17 años: es el caso del gran poeta francés Arthur Rimbaud, sólo cuatro años más joven que Ladevese y que a esa edad escandalizaba a todo París con su vida disoluta con su amante, el otro gran poeta francés, Paul Verlaine. Pero la biografía de Ladevese no encaja con esta condición y sabemos que a lo largo de su vida fue precisamente lo contrario de la imagen que a lo largo de su vida proyectó Espronceda: un hombre lleno de esperanzas, positivo, y desde su encuentro en Francia con Ernest Renan, durante el destierro, profundamente preocupado por la construcción de una moralidad laica.
Lo que nos encontramos en Fuego y Cenizas es una fuerte influencia de Espronceda y del malditismo romántico. El punto básico que sobrevuela estos versos y que da tono al libro, es el célebre poema de Espronceda «A Jarifa en una orgía» y muy particularmente de ese célebre serventesio, que fue la guía de muchos poetas de entonces:
Y encontré mi ilusión desvanecida,
y eterno e insaciable mi deseo;
palpé la realidad y odié la vida:
sólo en la paz de los sepulcros creo.
Ladevese se viste con la piel de este poeta desencantado que sólo cree en la paz de los sepulcros y va desgranando alusiones a la muerte, lamentos y tristezas a lo largo de los veintiocho poemas que constituyen el libro. Algunos títulos son suficientemente expresivos: «El hoyo de la tumba», «El vacío», «Ceniza», «La muerte del día». El tono es pesimista y fúnebre. La temática oscila entre el lamento personal por la situación de soledad y decepción del poeta, y el lamento existencial por una vida sin sentido y sin esperanzas.
Como de costumbre en Ladevese, el verso corto es su mejor baza y es el que utiliza en el que es posiblemente el mejor poema del libro: «El Baile», una composición fuertemente influida por Espronceda. Por un lado por los experimentos rítmicos de éste y por otro lado porque retoman el tema de otros versos del poema dedicado a Jarifa:
El sudor mi rostro quema,
y en ardiente sangre, rojos
brillan inciertos mis ojos,
se me salta el corazón.
Huye, mujer; te detesto,
siento tu mano en la mía,
y tu mano siento fría,
y tus besos hielo son.
¡Siempre igual! Necias mujeres,
inventad otras caricias,
otro mundo, otras delicias,
¡Oh maldito sea el placer!
Vuestros besos son mentira,
mentira vuestra ternura,
es fealdad vuestra hermosura,
vuestro gozo es padecer.
«El Baile» está formado por octavillas agudas (la estrofa que Espronceda puso de moda con «La canción del pirata») y coplas también agudas. Ladevese consigue crear el ritmo enloquecido de un baile cada vez más rápido en el que se insertan los cínicos lamentos de un espíritu al tiempo sufriente y depravado.
El baile
La vida es la vida; cuando ella se acaba,
acaba con ella también el placer.
(Espronceda)
Bailemos, bailemos;
La vida pasad...
Qué, ¿no veis las olas,
que vienen y van,
cuál pasan contentas
su vida fugaz?...
Bailemos, bailemos...
la vida pasad...
¡El hombre es la ola!
¡El mundo es el mar!
Llevado en los brazos
de sílfide hermosa
que va bulliciosa
girando doquier,
de todo me olvido...
se enciende mi mente,
y llena se siente
de inmenso placer.
Con plácido encanto
su faz mi faz toca;
un beso en mi boca
la suya imprimió...
un beso que halaga
tan solo el sentido,
que, ha tiempo, dormido
ya está el corazón!...
Por un beso vuestro
yo cien os daré...
¡Venid y besadme!...
¡Para eso valéis!
Feliz torbellino
se agita doquiera;
cual nube ligera
danzando al compás
de música grata
que llena el ambiente
y al hombre demente
incita a gozar.
No soy el que herido
su pecho ya tiene...
No soy el que viene
de dichas en pos...
Yo busco el olvido,
yo busco el estruendo...
¡Yo quiero riendo
calmar el dolor!
Llorar yo no puedo,
¡riámonos, pues!...
Ayer he llorado
por última vez.
Recuerdos de amores,
de dicha, de gloria,
¿por qué á la memoria
confusos llegáis?...
En vos yo no pienso:...
no creo ya en nada;
cual nube llevada
del viento pasáis.
Pasad, leves sombras...
pasad en mi mente
cual aura riente
que toca la mar.
La vida es recuerdo,
y ¿qué es nuestra vida?...
¡Arena perdida
en la inmensidad!
¡Creía en la gloria,
creí en el amor,
y, aun niño, mi alma
sus sueños perdió!
Mas ¡ah! ¿quién se aflige?
¡Venid a mis brazos!...
Si roto en pedazos
mi pecho ya está,
¿qué importa?... Corramos,
dancemos, riamos...
con vuestro contento
su ardor calmará.
¡Qué dulce es la vida
del hombre! ¡qué bella!...
Cubriendo su huella
se ven flores mil...
La vida es, tan solo,
feliz desvarío...
¿no veis cómo río?...
¡si ya soy feliz!...
Bailemos, bailemos;
la vida pasad...
Qué, ¿no veis las olas,
que vienen y van,
cuál pasan contentas
su vida fugaz?...
Bailemos, bailemos;
la vida pasad...
¡El hombre es la ola!
¡El mundo es el mar!
El poema va precedido de dos versos de otro célebre poema de Espronceda, El estudiante de Salamanca: «La vida es la vida, cuando ella se acaba /acaba con ella también el placer» que Ladevese toma de la escena en la que el sacrílego Félix de Montemar se ríe de las amenazas de condenación eterna que le hace la fantasmal dama a la que persigue y que finalmente le lleva al infierno eterno. Los siguientes versos del poema de Espronceda no están citados pero su espíritu está también presente en «El Baile»: «De inciertos pesares por qué hacerla esclava? / Para mí no hay nunca mañana ni ayer. / Si mañana muero, que sea en mal hora / o en buena, cual dicen, ¿qué me importa a mí? / Goce yo el presente, disfrute yo ahora, / y el diablo me lleve si quiere al morir». Este goce del presente, esta despreocupación por lo que será, que está originada por una profunda desesperanza, por un hastío en el corazón que sólo puede satisfacer brevemente el placer inmediato es lo que Ladevese retrata en «El baile».
Un año después aparece Meditaciones, páginas en verso, el nuevo libro de poemas en el que Ladevese sigue buscando su camino poético. Pero este breve librito editado (no sabemos por qué) en Albacete, es una muestra de que el poeta castreño, en esa búsqueda de su propia vía poética, se ha extraviado completamente. El influjo ha cambiado radicalmente y Ladevese parece seguir en este libro las huellas de Campoamor, que había impulsado en una parte de su obra una poesía filosófica y moral, de largos poemas y versos largos. «El Drama Universal» un largo poema de Campoamor es de 1868 y su huella en Ladevese parece profunda. Pero la poesía al estilo de las Humoradas y de los Pequeños Poemas de Campoamor no son el mejor terreno para que se desenvuelva un poeta como Ladevese, que tiene su mejor virtud en los versos cortos, los poemas breves y el tono nostálgico. Por ello Meditaciones fue un fracaso, fracaso que escoció sin duda al joven poeta, tal como se refleja en el prólogo de su siguiente libro, Olas del mar: «Pensaba dejar la pluma, pero gran número de amigos, que estiman mis obras más que yo, me incitan a que conteste a los que indignamente han atacado mis Meditaciones. Si mis amigos creen que los ataques que se han hecho a mi última producción son indignos, ¿a qué les he de contestar? Cartas apócrifas, villanas columnas, groseros insultos... todas estas armas se han empleado para herirme. No quiero contestar a los que ni aún son dignos de llamar mi atención. Para esta clase de enemigos he tenido siempre el más profundo de los desprecios».
Una razón para estos ataques podría encontrarse en «La redención» en el que Ladevese presenta la pasión de Cristo como un proceso revolucionario en el que Jesús acaba convertido casi en un mártir republicano. Sin duda esta visión escrita por un republicano ferviente y militante y publicada en pleno debate constituyente, cuando las fuerzas más religiosas pronosticaban una destrucción de España a raíz de la expulsión de Isabel II, provocó críticas muy negativas.
Pero lo cierto es que la crítica tenía fácil el ataque dada la debilidad de este breve librito de apenas once poemas en el que queda claro que el Ladevese de dieciocho años no era especialista en el poema filosófico ni tampoco un profundo pensador.
Implícitamente también lo reconoce Ladevese, pues su último libro, Olas del mar, es un regreso a las formas de Baladas y Cantares, y al tema de Fuego y Cenizas.
El libro está dedicado a su tierra natal:
También en el mar de la vida hay olas como las que van a estrellarse al pie de las rocas. También las hay como las que tranquilas se despliegan por tu hermoso arenal.
Las olas del mar y las olas de la vida han inspirados estas páginas.
Hace dos años te prometí un libro: hoy cumplo mi promesa. Quisiera que hubiera en algo de la poesía que se respira en tu costa.
Esta dedicatoria figura al inicio del libro. Pero hay que decir, antes que nada, que más que ante un libro dedicado a Castro-Urdiales estamos ante un libro escrito en Castro-Urdiales.
Ladevese vuelva a citar versos de Espronceda, versos que aparecen en la portada del libro: «A malos trances más bríos: / como la mar es en suma / el mundo, pero en su espuma / se sustentan los navíos». Son cuatro versos pertenecientes a El Diablo Mundo, y forman parte de la amarga y cínica enseñanza que Adán, el protagonista del relato, recibe en la cárcel por parte del anciano Tío Lucas. Una enseñanza que conviene recordar para entender el sentido de la cita. «Este mundo es un fandango; / tú vienes y yo me voy. / Mira, de nadie te fíes, / hijo Adán, vive en acecho, / lo que guardes en tu pecho / ni aún a ti mismo confíes. / La gente... no hay un amigo: / al que cae, la caridad... / de una mala voluntad / tienes un falso testigo. / Si mojas a alguno, cuida / de endiñarle al corazón... / No se olvida una intención / y un beneficio se olvida».
Probablemente decepcionado por el fracaso de Meditaciones vuelve a aparecer aquí el personaje escéptico y desengañado de Fuego y Cenizas. Pero en este libro aparece para decir adiós. A eso se dedican unas páginas iniciales en las que Ladevese expone su situación ante la poesía. Piensa que la lírica cada vez más se está echando a un lado en la vida española, ya que la política es el centro de todo, a todos absorbe y a todos preocupa. Incluso es el centro también de su vida por aquel entonces, puesto que, aunque publicado el libro en 1870, todos los poemas están fechados entre 1868 y 1869. Esto explica el tono de despedida que hay en estas páginas. Según confiesa francamente el autor, él mismo ha cambiado: «Abandona la época de los sentimientos soñados y entra en la época de los sentimientos sentidos».
De esta forma este joven de veinte años plantea la renuncia a una actividad poética que nunca reanudó con el empuje y la constancia que dedico entre los 16 y los 19 años. El reconocimiento que hace de la existencia de unos sentimientos soñados es la constatación de que el movimiento que había dado a su poesía no encajaba con su personalidad. Él no era ese remedo de Espronceda, escéptico, amargado, misántropo y egoísta que en muchos versos aparece. Su carácter y su vida le iba a llevar por caminos bien diferentes: la revolución, la actividad, la creencia en la política como forma de resolver los problemas del mundo, la filosofía moral, etc...
Olas del mar es la última aparición de ese personaje de sentimiento soñado del que Ladevese quiere despedirse con este libro. Por ello la temática sigue insistiendo en esa vaciedad, en esa decepción de la vida, en ese escepticismo que ya habíamos encontrado en Fuego y Cenizas. Son 19 poemas en los que el mar está presente como motivo o como tema. Ladevese construye varios de sus poemas sobre la metáfora de las olas como representación de la vida: un movimiento incesante sin dirección ni causa, sin finalidad, ni término, sin razón ni esperanza.
Prosiguiendo con su personaje, en muchos momentos se representa a sí mismo como un hombre ya maduro, decepcionado, cansado de la vida y escéptico. «Entre las olas» es uno de los poemas más representativos de esta tendencia. El poeta, a bordo de una barca, intenta consolar al joven remero que le lleva, triste y melancólico por amor. El poema está escrito en quintillas que Ladevese maneja con la habilidad con la que siempre aborda el verso corto y la estrofa tradicional. Al final del poema queda de nuevo la metáfora de las olas:
Tú gimes... yo voy cantando,
tú penas... yo embebecido,
del mar oigo el rumor blando.
Tú una ilusión vas buscando,
yo voy buscando el olvido.
Boga, boga sin cesar;
ya el sol en ocaso ha muerto
y más me quiero alejar...
Mientras tú miras al puerto,
yo voy mirando a la mar...
Ya la noche está tendida...
El mar que hay a nuestros pies
deja el alma adormecida...
Como esas olas que ves
son las olas de la vida.
El nihilismo de los versos, el deseo de internarse cada vez más en la mar a la noche, la renuncia al mirar al puerto: el decepcionado personaje de Ladevese llena la poesía, como ocurre en otros partes del libro.
Tal es el caso de «La Romería de Mioño», poema divido en cinco partes en las que el poeta describe la fiesta a la que acude para olvidarlo todo gracias al alcohol. De nuevo el tema del baile de Fuego y Cenizas.
¡Ay del que piensa vivir
con alma para sentir,
con ojos para llorar!
Más le valiera dormir
para nunca despertar.
¡Oh atroz desesperación
si me rindo a la pasión
del dolor que me envenena,
yo que tengo aquí una pena
en medio del corazón!
Cruel me está hiriendo aquí,
y en alegre frenesí
es preciso dominarla...
¡Ah, sí! Yo quiero matarla
antes que me mate a mí.
Compañeros, ¡a beber!
En los brazos del placer
se anda mejor el camino,
y es muy largo el que el destino
nos va haciendo recorrer.
Pensad que este breve instante
ya no ha de volver jamás...
Bebed, y nada os espante,
sin mirar lo que hay delante
ni lo que queda detrás.
Si sólo un punto es la vida,
no miréis lo que de huida
a hundirse en la nada va...
¡Dichoso el hombre que olvida!
¡Triste el que despierto está!
De nuevo usa Ladevese las quintillas como en el poema anterior. Como ocurre en otras ocasiones el verso corto es que mejor le permite presentar este estado de ánimo del poeta en el que la posición oscila entre la decepción irremediable y la agitada necesidad de olvido a toda costa.
Ladevese planteó una despedida poética con Olas del mar y cumplió su palabra. Siguió cultivando esporádicamente la poesía, pero nunca volvió a publicar un libro dedicado a ella. La novela, la política, la conspiración y el periodismo absorbieron su actividad y le apartaron de la que fue su primera vocación.
Y fue una lástima, porque las muestras que nos dejó este poeta que se retiró de la lírica sin haber cumplido los veinte años, indican que con más constancia y dedicación, con un trabajo como el que dedicó a otros asuntos, Ernesto García Ladevese podría haberse convertido en un poeta presente en la historia, en las antologías y en la atención de los críticos.
Hoy es un poeta desconocido, incluso en su pueblo natal, al que dedicó un libro de poesías ya arrinconado, apolillado, y olvidado en perdido en los estantes más polvorientos de las bibliotecas. No obstante, quedan algunos de sus versos que merecen ser recordados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario