Alexandre Herculano de Carvalho Araújo
(1810-1877).
Narrador, poeta, historiador y político portugués, nacido en Lisboa el 28 de marzo de 1810 y fallecido en Vale de Lobos (Santarém) el 13 de septiembre de 1877. Alexandre Herculano, sobre ser el escritor que mejor representa el primer Romanticismo literario portugués, fue un personaje prócer que gozó de la más elevada consideración como intelectual e íntegro y coherente hombre de estado en una época caracterizada por una gran inestabilidad política.
Vida
Hijo de un modesto funcionario administrativo, no pudo estudiar una carrera universitaria, como era su deseo, debido a la prematura muerte de su padre. Ello le obligó a decantarse por un curso intensivo de Comercio y Diplomacia que le preparase rápidamente para acceder al funcionariado. Si por un lado le tocó vivir una época llena de incertidumbre política, en la que Francia dominaba Europa a su antojo, también es verdad que dicha situación le permitía un contacto directo con otras culturas. Así, en su adolescencia, supo de escritores de la talla de Schiller o Chateaubriand. El interés que a Herculano le suscitaba la literatura le llevó a entrar en los ambientes culturales prerrománticos de Portugal, en concreto en los salones de la marquesa de Alorna, que daban cabida a la generación del poeta Manuel Bocage.
Herculano se vio obligado a huir a Inglaterra tras el fracaso de la revuelta de 1831. En su paso por Francia, pudo leer a escritores que marcarían, determinantemente, el discurrir subsiguiente de su obra, sobre todo, Victor Hugo y Lamennais. Regresó a su país enrolado como soldado del ejército de D. Pedro, y aunque combatió en acciones militares, se dedicó a colaborar en proyectos de reforma cultural. En Oporto, organizó la biblioteca pública con los fondos extraídos de los monasterios. Y en la misma ciudad, en 1835, teorizó sobre el Romanticismo por vez primera en Portugal.
La inestable situación política del país le propició, paradójicamente, notoriedad, y Alexandre Herculano se convirtió en la voz crítica más respetada. La revolución de 1836 llevó al poder a nuevos gobernantes; Herculano, en señal de protesta, dimitió de su cargo de bibliotecario y se marchó a Lisboa, donde escribió un folleto en el que manifestaba su disconformidad. En 1837 se hizo cargo de la dirección del semanario cultural O Panorama, por el cual publicó narrativas históricas y artículos eruditos, al tiempo que trabajaba como redactor en el Diário do Governo. En 1839 fue nombrado director de las bibliotecas reales. Entró directamente en política al año siguiente, al ser elegido diputado; pero el golpe de estado de Costa Cabral le decepcionó de tal manera que a partir de entonces se entregó a la actividad literaria y científica.
De aquí partió su periodo más prolífico. En O Panorama publicó los relatos históricos O bobo (1843), Eurico, o presbítero (1844) y O pároco da aldeia (El párroco de la aldea, 1844), además de opúsculos, cartas, leyendas y textos sobre Historia. Su ambiciosa História de Portugal, escrita en varios volúmenes, comenzó a editarse entre 1846 y 1850, que desató una reacción contestataria en la institución eclesiástica. Espoleado por las críticas que se hacían sobre él, emprendió una campaña para defenderse, de la que salieron varios escritos: "Yo y el Clero", "Solemnia verba" y un buen número de cartas publicadas en prensa; finalmente, la intolerancia religiosa que vivió tan de cerca le inspiró la Historia del origen y establecimiento de la Inquisición en Portugal.
De nuevo metido en política, forzado por las revueltas circunstancias políticas, y de nuevo enfrentado al gobierno. Entre 1851 y 1853 fundó los periódicos O País y O Português, a través de los cuales desenvolvió su oposición gubernamental. Ese último año, además de publicar el cuarto y postrero volumen de la História de Portugal, se presentó con éxito a las elecciones municipales de Belém. Su prestigio nacional era por entonces sólido; continuó, por tanto, su cruzada antieclesiástica, viajó por el país para estudiar las condiciones del pueblo e intervino en la redacción del Código civil, para el que propuso la introducción del matrimonio civil.
En 1866, pese al ideal que mantenía de celibato a ultranza para poder desarrollar con mayor efectividad sus labores literarias, se casó con un viejo amor de juventud. Se instaló en una quinta adquirida en el término de Vale de Lobos, preludio de su cobijo definitivo en pro de la anhelada "vida retirada" de los clásicos. Aunque la agricultura pasó a ser su actividad principal, el enorme prestigio nacional de Herculano aún le obligó a escribir multitud de cartas, opúsculos (editados en 1872) y entrar en polémicas fiel a su carácter rebelde frente a todo modo de intolerancia e injusticia. En los últimos años de su vida rehusó todas las distinciones honoríficas con que se le reconoció. Su fallecimiento fue motivo de una gran manifestación de luto.
Obra literaria
La poesía de Alexandre Herculano, sólo escrita en los años de juventud, se encuentra adscrita en toda su extensión al movimiento romántico. El último poema compuesto data de 1849 y la parte más importante de su creación poética se titula A harpa do crente (1838). Partiendo, a menudo, de las reflexiones que le inspiran un paisaje, un hecho, la imagen de un monumento o de unas ruinas, el conjunto principal de sus poemas versa sobre la muerte, Dios ("Creo que Dios es Dios y los hombres, libres"), la libertad y lo transitorio de la vida humana, y otro significativo núcleo poemático tiene como materia sustancial el exilio y la guerra civil, el cual es uno de los testimonios poéticos más importante de la gran crisis social que sufrió el Portugal decimonónico. Herculano, igual que su admirado Victor Hugo, pensaba que la poesía debía tener una función pública y doctrinaria.
A Alexandre Herculano le deben las letras portuguesas haber introducido la novela histórica en la línea de Walter Scott, que en cierta medida supuso el inicio de la novelística portuguesa moderna. Pertenecen a este género sus títulos más señalados: O bobo (1843), Eurico (1844) y O monge de Cister (1848). Estas obras de Herculano participan de la mezcla de lirismo, descripciones pintorescas, erudición y meditaciones socio-morales. Son obras que están ambientadas, mayormente, en la Edad Media, según el patrón romántico, en las que el autor se detiene en cierto regusto por la reconstrucción minuciosa de los lugares y la descripción detallada del costumbrismo local (fiestas, ceremonias, etc.) y contienen escenas dramáticas con profusión de diálogos.
El Herculano historiador introdujo también una concepción moderna de la Historia, en la que la colectividad, con sus instituciones, relaciones políticas y clases sociales, pasa a un primer plano; ya no se trata de la Historia de los hombres más celebres, el individuo se encuentra inmerso en una comunidad y es ésta la que prima, como un todo orgánico. Cierto es que aún presenta lagunas en lo referente a algunos aspectos, pero tiene la virtud de haber demostrado la falsedad de ciertos fraudes históricos.
Tristezas del destierro (fragmento)
" Ay, qué es tu existencia? Una pesadilla,
un mal sueño, del que te despiertas en la oscuridad,
en la zanja de los cadáveress, en medio
de la única herencia a la que pertenece el hombre,
un sudario y el perpetuo olvido. "
LA NOVIA DEL SEPULCRO
I
Junto al límite de España,
en monte calvo y desierto,
se divisa un bulto negro,
que de cerca es un castillo;
mas castillo demolido,
de buen fasto en otras eras,
hoy amparo oscuro y triste
de ofidios y bravas fieras.
Fueron hermosos y fuertes
esos muros derrocados,
por donde trepan las yedras,
que ciñen setos poblados.
La voz del rey tenía
noble alcaide en Don Sueiro,
noble ya por su linaje,
noble por buen caballero.
Bodas, torneos y fiestas,
ninguna sin él se hacía:
nadie que no lo invitara,
preparaba cacería;
que nunca de su ballesta
saeta arrojóse en vano,
como nunca en las justas
lo vieron perder su mano.
Su esposa, a la que amaba,
le robó la sepultura,
mas este golpe el alcaide
encajó sin gran quebranto.
Entre el pueblo se decía
un misterio de maldad…
Para unos era mentira,
para otros era verdad.
Mas la tierra ocultaba
ese caso misterioso,
y el pueblo sólo sabía
que viudo era el esposo.
II
Presto madruga Don Sueiro
y cabalga en su caballo,
a cazar alegre y diestro,
dejando atrás el vallado.
Por las riberas del Lima,
bajo un cielo de luz pura,
el noble señor alcaide
la rienda suelta al caballo.
Veredas sigue torcidas,
hasta llegar a un collado,
cuya ladera adornan,enebro,
pino y retama.
Suenan sonoras cornetas,
ríe al día una hermosa alba,
y en medio del paisaje
brilla una hermosa flor.
Don Sueiro a su caballo
lo pica con fuerza ahora,
que en el lugar concertado
acordó estar en una hora.
Salva todos los obstáculos,
resonantes arroyuelos
y las pantanosas tierras,
y collados escarpados.
Mas cuando sale del bosque,
todavía cerca del río,
vio a una hermosa doncella,
que buscaba un desvío.
Celestes son sus andares,
no mortal, ángel parece:
de su tez la gran blancura
alba azucena oscurece.
A su corcel Don Sueiro hizo parar.
Olvidando ya la caza;
y que en el monte
en breve estar prometiera.
“Decidme, bella doncella,
quién sois, que nunca os vi
que por mi alma yo os juro,
que sois ya dueña de mí”.
Ninguna respuesta obtuvo,
pues ella no respondía, y,
caminando hacia el valle,
la curva senda seguía.
“¡No huiréis así de mí,
a fe mía que no huiréis!
¡Aunque sea sólo un instante
a Don Sueiro escucharéis!
”Desmonta y la persigue,
quiere estrecharla en sus brazos,
pero ella hurta su cuerpo
y al aire logra abrazar.
“Decidme, bella doncella,
decidme por vuestra alma,
¿por qué estáis tan asustada?,
¿por mí perdisteis la calma?
Que por Dios os aseguro
es verdadero este amor.
No huyáis más, bella dama,
de mí no tengáis pavor.
Como esposo, si queréis,
os doy, contento, mi mano:
seréis dueña de un castillo,
dueña de mi corazón.
”Don Sueiro, señor Don Sueiro,
replicó la dama hermosa,
sé quién sois y vuestro nombre,
yo querría ser tu esposa,
¿mas cómo creer en palabras
que son de hombre fraudulento?
Bien conozco tus perfidias
y cuál es tu vil intento.
De que murió doña Dulce,
tu desdichada mujer,
con engaños le robaste
a la linda Elvira el ser.
Con promesas engañosas
embaucaste a una inocente,
¿quién creerá de un impío
promesas si sólo miente?
Te creyó ella, desdichada,
pero no te creo yo,
ni quiero que como a Elvira
me rompas el corazón.
¿Cómo sufriría, esposa
tuya siendo, una rival?
¿Gozarías con mis celoso
gozarías con su mal?
¿Osarías tú, Don Sueiro,
a doña Elvira expulsar,
y días de angustia y de pena,
mísera, verla aguantar?
“¡Oh, voto a Cristo que sí!,
el noble alcaide atajó,
y separarse de Elvira
mil veces lo prometió.
Mas decidme, linda dama,
¿quién sois? ¿Y de que familia?
Que yo os diré de mí todos
i todo me preguntáis.“¡Nunca!,
respondió la moza,
nunca os diré quién soy yo.
No os debo nada por ahora,
cuando os deba pagaré.
Mas podéis estar seguro,
que aunque sois noble señor,
no creáis que vuestra sangre
a la mía es superior.
“¡Así es, querida, así es!”,
Don Sueiro proseguía,
y algún signo de ternura,
a la dama suplicaba.
“¡No puedo, mi caballero!
Cuando estemos desposados,
tuya seré; que antes de eso
sería horrible pecado”
“Mas decidme, bella moza,
¿dónde os habré de encontrar?,
que ante la cruz os lo juro
nuestras nupcias celebrar”.
“Ay, que no sea de día,
que muy mal nos juzgarán,
dijo ella, y los maldicientes
mucho de mí se reirán.
Que sea de noche os imploro,
de noche en el cementerio,
cuando suene doce veces
la esquila del presbiterio.
Bajo el tejo solitario,
donde nadie allí nos vea,
ni siquiera llegar pueda
el que más osado sea.
“¡Vivan mis lindos amores!,
interrumpió Don Sueiro,
¿Bajo el tejo, a medianoche?...
Veremos quién va primero”.
“¡Sí!, respondió ella, a esa hora.
No hay una hora mejor;
¿y a cambio de tu palabra,
qué me das en garantía?”
“Mi pasión es mi contrato,
te doy lo que prometí,
no promesas mentirosas,
sino amor puro por ti.
Arrodillándome juro
que tus grilletes caerán:
mi cuerpo y alma son tuyos,
y el tiempo lo probará”.
“Basta, dijo la doncella,
mirándolo sonriente;
míos son tu cuerpo y tu alma:
lo serán eternamente”.
Dicho esto, por el río
ligera siguió la senda,
y él con los cazadores
alegre se reunió.
UM POEMA DO GRANDE POETA PORTUGUÊS
ALEXANDRE HERCULANO
A GRAÇA
Que harmonia suave
É esta, que na mente
Eu sinto murmurar,
Ora profunda e grave,
Ora meiga e cadente,
Ora que faz chorar?
Porque da morte a sombra,
Que para mim em tudo
Negra se reproduz,
Se aclara, e desassombra
Seu gesto carrancudo,
Banhada em branda luz?
Porque no coração
Não sinto pesar tanto
O férreo pé da dor,
E o hino da oração,
Em vez de irado canto,
Me pede íntimo ardor?
És tu, meu anjo, cuja voz divina
Vem consolar a solidão do enfermo,
E a contemplar com placidez o ensina
De curta vida o derradeiro termo?
Oh, sim!, és tu, que na infantil idade,.
Da aurora à frouxa luz,
Me dizias: «Acorda, inocentinho,
Faz o sinal da Cruz.»
És tu, que eu via em sonhos, nesses anos
De inda puro sonhar,
Em nuvem d'ouro e púrpura descendo
Coas roupas a alvejar.
És tu, és tu!, que ao pôr do Sol, na veiga,
Junto ao bosque fremente,
Me contavas mistérios, harmonias
Dos Céus, do mar dormente.
És tu, és tu!, que, lá, nesta alma absorta
Modulavas o canto,
Que de noite, ao luar, sozinho erguia
Ao Deus três vezes santo.
És tu, que eu esqueci na idade ardente
Das paixões juvenis,
E que voltas a mim, sincero amigo,
Quando sou infeliz.
Sinta a tua voz de novo,
Que me revoca a Deus:
Inspira-me a esperança,
Que te seguiu dos Céus!...
A SEMANA SANTA
Der Gedanke Gott weckt einen
fürchterlichen Nachhar auf. Sein Name
heisst Richter.
SCHILLER
I
Tíbio o sol entre as nuvens do ocidente,
Já lá se inclina ao mar. Grave e solene
Vai a hora da tarde! O oeste passa
Mudo nos troncos da alameda antiga,
Que à voz da Primavera os gomos brota:
O oeste passa mudo, e cruza o átrio
Pontiagudo do templo, edificado
Por mãos duras de avós, em monumento
De uma herança de fé que nos legaram,
A nós seus netos, homens de alto esforço,
Que nos rimos da herança, e que insultamos
A Cruz e o templo e a crença de outras eras;
Nós, homens fortes, servos de tiranos,
Que sabemos tão bem rojar seus ferros
Sem nos queixar, menosprezando a Pátria
E a liberdade, e o combater por ela.
Eu não! – eu rujo escravo; eu creio e espero
No Deus das almas generosas, puras,
E os déspotas maldigo. Entendimento
Bronco, lançado em século fundido
Na servidão de gozo ataviada,
Creio que Deus é Deus e os homens livres!
II
Oh, sim! – rude amador de antigos sonhos,
Irei pedir aos túmulos dos velhos
Religioso entusiasmo; e canto novo
Hei-de tecer, que os homens do futuro
Entenderão; um canto escarnecido
Pelos filhos dest' época mesquinha.
Em que vim peregrino a ver o mundo,
E chegar a meu termo, e reclinar-me
À branda sombra de cipreste amigo.
III
Passa o vento os do pórtico da igreja
Esculpidos umbrais: correndo as naves
Sussurrou, sussurrou entre as colunas
De gótico lavor: no órgão do coro
Veio, enfim, murmurar e esvaecer-se.
IV
Mas porque sou o vento? Está deserto,
Silencioso ainda o sacro templo:
Nenhuma voz humana ainda recorda
Os hinos do Senhor. A natureza
Foi a primeira em celebrar seu nome
Neste dia de luto e de saudade!
Trevas da quarta-feira, eu vos saúdo!
Negras paredes, mudos monumentos
De todas essas orações de mágoa,
De gratidão, de susto ou de esperança.
Depositadas ante vós nos dias
De fervorosa crença, a vós que enluta
A solidão e o dó, venho eu saudar-vos.
A loucura da Cruz não morreu toda (1)
Após dezoito séculos! Quem chore
Do sofrimento o Herói existe ainda.
Eu chorarei – que as lágrimas são dó homem –
Pelo Amigo do povo, assassinado
Por tiranos, e hipócritas, e turbas
Envilecidas, bárbaras, e servas.
V
Tu, Anjo do Senhor, que acendes o estro;
Que no espaço entre o abismo e os céus vagueias,
Donde mergulhas no oceano a vista;
Tu que do trovador à mente arrojas
Quanto há nos céus esperançoso e belo,
Quanto há no abismo tenebroso e triste,
Quanto há nos mares majestoso e vago,
Hoje te invoco! – oh, vem! –, lança em minha alma
A harmonia celeste e o fogo e o génio,
Que dêem vida e vigor a um carme pio.
VI
A noite escura desce: o Sol de todo
Nos mares se atufou. A luz dos mortos,
Dos brandões o clarão, fulgura ao longe
No cruzeiro somente e em volta da ara:
E pelas naves começou ruído
De compassado andar. Fiéis acodem
À morada de Deus, a ouvir queixumes
Do vate de Sião. Em breve os monges,
Suspirosas canções aos Céus erguendo,
Sua voz unirão à voz desse órgão,
E os sons e os ecos reboarão no templo.
Mudo o coro depois, neste recinto
Dentro em bem pouco reinará silêncio,
O silêncio dos túmulos, e as trevas
Cobrirão por esta área a luz escassa
Despedida das lâmpadas. que pendem
Ante os altares, bruxuleando frouxas.
Imagem da existência! Enquanto passam
Os dias infantis, as paixões tuas,
Homem, qual então és, são débeis todas.
Cresceste: ei-las torrente, em cujo dorso
Sobrenadam a dor e o pranto e o longo
Gemido do remorso, a qual lançar-se
Vai com rouco estridor no antro da morte,
Lá, onde é tudo horror, silêncio, noite.
Da vida tua instantes florescentes
Foram dois, e não mais: as cãs e rugas,
Logo, rebate de teu fim te deram.
Tu foste apenas som, que, o ar ferindo,
Murmurou, esqueceu, passou no espaço.
E a casa do Senhor ergueu-se. O ferro
Cortou a penedia; e o canto enorme
Polido alveja ali no espesso pano
Do muro colossal, que era após era,
Como onda e onda ao desdobrar na areia,
Viu vir chegando e adormecer-lhe ao lado.
O ulmo e o choupo no cair rangeram
Sob o machado: a trave afeiçoou-se;
Lá no cimo pousou: restruge ao longe
De martelos fragor, e eis ergue o templo,
Por entre as nuvens, bronzeadas grimpas.
Homem, do que és capaz! Tu, cujo alento
Se esvai, como da cerva a leve pista
No pó se apaga ao respirar da tarde,
Do seio dessa terra em que és estranho,
Sair fazes as moles seculares,
Que por ti, mono, falem; dás na ideia
Eterna duração às obras tuas.
Tua alma é imortal, e a prova a deste!
VII
Anoiteceu. Nos claustros ressoando
As pisadas dos monges ouço: eis entram;
Eis se curvaram paru o chão, beijando
O pavimento, a pedra. Oh, sim, beijai-a!
Igual vos cobrirá a cinza um dia,
Talvez em breve – e a mim. Consolo ao morto
É a pedra do túmulo. Sê-lo-ia
Mais, se do justo só a herança fora;
Mas também ao malvado é dada a campa.
E o criminoso dormirá quieto
Entre os bons soterrado? Oh, não! Enquanto
No templo ondeiam silenciosas turbas,
Exultarão do abismo os moradores,
Vendo o hipócrita vil, mais ímpio que eles,
Que escarnece do Eterno, e a si se engana;
Vendo o que julga que orações apagam
Vícios é crimes. e o motejo e o riso
Dado em resposta às lágrimas do pobre;
Vendo os que nunca ao infeliz disseram
De consolo palavra ou de esperança.
Sim: malvados também hão-de pisar-lhes
Os frios restos que separa a terra,
Um punhado de terra, a qual os ossos
Destes há-de cobrir em tempo breve,
Como cobriu os seus; qual vai sumindo
No segredo da campa a humana raça.
VIII
Eis que a turba rareia. Ermam bem poucos
Do templo na amplidão: só lá no escuro
De afumada capela o justo as preces
Ergue pio ao Senhor, as preces puras
De um coração que espera, e não mentidas
De lábios de impostor, que engana os homens
Com seu meneio hipócrita, calando
Na alma lodosa da blasfémia o grito.
Então exultarão os bons, e o ímpio,
Que passou, tremerá. Enfim, de vivos,
Da voz, do respirar o som confuso
Vem confundir-se no ferver das praças,
E pela galilé só ruge o vento.
Em trevas não, ficou silenciosas
O sagrado recinto: os candeeiros,
No gelado ambiente ardendo a custo,
Espalham débeis raios, que reflectem
Das pedras pela alvura; o negro mocho,
Companheiro do morto, hórrido pio
Solta lã da cornija: pelas fendas
Dos sepulcros desliza fumo espesso;
Ondeia pela nave, e esvai-se. Longo
Suspirar não se ouviu? Olhai!, lá se erguem,
Sacudindo o sudário, em peso os morros!
Mortos, quem vos chamou? O som da tuba
Ainda do Josafat não fere os vales.
Dormi, dormi: deixai passar as eras...
IX
Mas foi uma visão: foi como cena
D' imaginar febril. Criou-se, acaso
Do poeta na mente, ou desvendou-lhe
A mão de Deus o íntimo ver da alma,
Que devassa a existência misteriosa
Do mundo dos espíritos? Quem sabe?
Dos vivos já deserta, a igreja torva
Repovoou-se, para mim ao menos,
Dos extintos, que ao pé das santas aras
Leito comum na sonolência extrema
Buscaram. O terror, que arreda o homem
Do limiar do tempo às horas mortas,
Não vem de crença vã. Se fulgem astros,
Se a luz da Lua estira a sombra eterna
Da cruz gigante (que campeia erguida
No vértice do tímpano, ou no cimo
Do coruchéu do campanário) ao longo
Dos inclinados tectos, afastai-vos!
Afastai-vos daqui, onde se passam
A meia-noite insólitos mistérios;
Daqui, onde desperta a voz do arcanjo
Os dormentes da morte; onde reúne
O que foi forte e o que foi fraco, o pobre
E o opulento, o orgulhoso e o humilde,
O bom e o mau, o ignorante e o sábio,
Quantos, enfim, depositar vieram
!unto do altar o que era seu no mundo,
Um corpo nu, e corrompido e inerte.
X
E seguia a visão. Cria ainda achar-me,
Alta noite, na igreja solitária
Entre os mortos, que, erectos sobre as campas,
Eram á pouco um fumo que ondeava
Pelas fisgas do vasto pavimento.
Olhei. Do erguido tecto o pano espesso
Rareava; rareava-me ante os olhos,
Como ténue cendal; mais ténue ainda,
Como o vapor de Outono em quarto d'alva,
Que se libra no espaço antes que desça
A consolar as plantas conglobado
Em matutino orvalho. O firmamento
Era profundo e amplo. Envolto em glória,
Sobre vagas de nuvens, rodeado
Das legiões do Céu, o Ancião dos dias,
O Santo, o Deus descia. Ao sumo aceno
Parava o tempo, a imensidade, a vida
Dos mundos a escutar. Era esta a hora
Do julgamento desses que se alçavam,
À voz de cima, sobre as sepulturas?
XI
Era ainda a visão. Do templo em meio
Do anjo da morte a espada flamejante
Crepitando bateu. Bem como insectos,
Que à flor de pego pantanoso e triste
Se balouçavam – quando a tempestade
Veio as asas molhar nas águas turvas,
Que marulhando sussurraram – surgem
Volteando, zumbindo em dança doida,
E, lassos, vão pousar em longas filas
Nas margens do paul, de um lado e de outro;
Tal o murmúrio e a agitação incerta
Ciciava das sombras remoinhando
Ante o sopro de Deus. As melodias
Dos coros celestiais, longínquas, frouxas,
Com frémito infernal se misturavam
Em caos de dor e júbilo.
Dos mortos
Parava, enfim, o vórtice enredado;
E os grupos vagos em distintas turmas
Se enfileiravam de uma parle e de outra.
Depois, o gládio do anjo entre os dois bandos
Ficou, única luz, que se estirava
Desde o cruzeiro ao pórtico, e feria
De reflexo vermelho os largos panos
Das paredes de mármore, bem como
Mar de sangue, onde inertes flutuassem
De humanos vultos indecisas formas.
XII
E seguia a visão. Do templo à esquerda,
Mestas as faces, inclinada afronte,
Da noite as larvas tinham sobre o solo
Fito o espantado olhar, e as dilatadas
Baças pupilas lhes tingia o susto.
Mas, como zona lúcida de estrelas,
Nessa atmosfera crassa e afogueada
Pela espada rubente, refulgiam
Da direita os espíritos, banhado
De inenarrável placidez seu gesto.
Era inteiro o silêncio, e no silêncio
Uma voz ressoou: «Eleitos, vinde!
Ide, precitos!» Vacilava a Terra,
E ajoelhando eu me curvei tremendo.
XIII
Quando me ergui e olhei, no céu profundo
Um rastilho de luz pura e serena
Se ia embebendo nesses mares de orbes
Infinitos, perdidos no infinito,
A que chamamos o universo. Um hino
De saudade e de amor, quase inaudível,
Parecia romper desde as alturas
De tempo a tempo. Vinha como envolto
Nas lufadas do vento, até perder-se
Em sossego mortal.
O curvo tecto
Do templo, então, se condensou de novo,
E para a Terra o meu olhar volveu-se.
Da direita os espíritos radiosos
Já não estavam lá. Chispando a espaços,
Qual o ferro na incude, a espada do anjo
O mortiço rubor mandava. apenas,
D'aurora boreal quando se extingue.
XIV
Prosseguia a visão. Da esquerda às sombras
Ansiava o seio a dor: tinham no gesto
Impressa a maldição, que lhes secara
Eternamente a seiva da esperança.
Como se vê, em noite estiva e negra,
Cintilar sobre as águas a ardentia,
Dumas frontes às outras vagueavam
Cerúleos lumes no esquadrão dos mortos,
E ao estalar das lousas, grito imenso
Subterrâneo, abafado e delirante,
Inefável compêndio de agonias,
Misturado se ouviu com rir do Inferno,
E a visão se desfez. Era ermo o templo:
E despertei do pesadelo em trevas.
XV
Era loucura ou sonho? Entre as tristezas
E os terrores e angústias, que resume
Neste dia e lugar a avita crença,
Irresistível força arrebatou-me
Da sepultura a devassar segredos,
Para dizer: »Tremei! Do altar à sombra
Também há mau dormir de sono extremo!»
A justiça de Deus visita os mortos,
Embora a cruz da redenção proteja
A pedra tumular; embora a hóstia
Do sacrifício o sacerdote eleve
Sobre as vizinhas aras. Quando a igreja
Rodeiam trevas, solidão e medos,
Que a resguardam coas asas acurvadas
Da vista do que vive, a mão do Eterno
Separa o joio ao bom grão e arroja
Para os abismos a ruim semente.
XVI
Não! – não foi sonho vão, vago delírio
De imaginar ardente. Eu fui levado,
Galgando além do tempo, às tardas horas,
Em que se passam cenas de mistério,
Para dizer: «Tremei! Do altar à sombra
Também há mau dormir de sono extremo!»
Vejo ainda o que vi: da sepultura
Ainda o hálito frio me enregela
O suor do pavor na fronte; o sangue
Hesita imoto nas inertes veias;
E embora os lábios murmurar não ousem,
Ainda, incessante, me repete na alma
Íntima voz: «Tremei! Do altar à sombra
Também há mau dormir de sono extremo!»
XVII
Mas troa a voz do monge, e, enfim, desperto
O coração bateu. Eia, retumbem
Pelos ecos do templo os sons dos salmos.
Que em dia de aflição ignoto vate
Teceu (2), banhado em dor. Talvez foi ele
O primeiro cantor que em várias cordas,
À sombra das palmeiras da Idumeia,
Soube entoar melodioso um hino.
Deus inspirava então os trovadores
Do seu povo querido, e a Palestina,
Rica dos meigos dons da natureza.
Tinha o ceptro, também, do entusiasmo.
Virgem o génio ainda, o estro puro
Louvava Deus somente, à luz da aurora,
E ao esconder-se o Sol entre as montanhas
De Bethoron (3). Agora o génio é morto
Para o Senhor, e os cantos dissolutos
De lodoso folguedo os ares rompem,
Ou sussurram por paços de tiranos,
Asselados de pútrida lisonja,
Por preço vil, como o cantor que os tece.
XVIII
O SALMO (4)
Quando é grande o meu Deus!... Té onde chega
O seu poder imenso!
Ele abaixou os céus. desceu, calcando
Um nevoeiro denso.
Dos querubins nas asas radiosas
Librando-se, voou;
E sobre turbilhões de rijo vento
O mundo rodeou.
Ante o olhar do Senhor vacila a Terra,
E os mares assustados
Bramem ao longe, e os montes lançam fumo,
Da sua mão tocados.
Se pensou no universo, ei-lo patente
Ante a face do eterno:
Se o quis, o firmamento os seios abre,
Abre os seios o Inferno.
Dos olhos do Senhor, homem, se podes.
Esconde-te um momento:
Vê onde encontrarás lugar que fique
Da sua vista isento:
Sobe aos Céus, transpõe mares, busca o abismo,
Lá teu Deus hás-de achar;
Ele te guiará, e a dextra sua
Lá te há-de sustentar:
Desce à sombra da noite, e no seu manto
Envolver-te procura...
Mas as trevas para ele não são trevas,
Nem é a noite escura.
No dia do furor, em vão buscaras
Fugir ante o Deus forte,
Quando do arco tremendo, irado, impele
Seta em que pousa a morte.
Mas o que o teme dormirá tranquilo
No dia extremo seu,
Quando na campa se rasgar da vida
Das ilusões o véu.
XIX
Calou-se o monge: sepulcral silêncio
À sua voz seguiu-se. Uma toada
De órgão rompeu do coro (5). Assemelhava
O suspiro saudoso, e os ais de filha,
Que chora solitária o pai, que dorme
Seu último, profundo e eterno sono.
Melodias depois soltou mais doces.
O severo instrumento: e ergueu-se o canto,
O doloroso canto do profeta,
Da pátria sobre o fado. Ele, que o vira,
Sentado entre ruínas, contemplando
Seu avito esplendor, seu mal presente,
A queda lhe chorou. Lá na alta noite,
Modulando o Nébel (6), via-se o vate
Nos derribados pórticos, abrigo
Do imundo stélio (7) e gemedora poupa.
Extasiado – e a lua cintilando
Na sua calva fronte, onde pesavam
Anos e anos de dor. Ao venerando
Nas encovadas faces fundos regos
Tinham aberto as lágrimas. Ao longe,
Nas margens do Cédron, a rã grasnando (8)
Quebrava a paz dos túmulos. Que túmulo
Era Sião! – o vasto cemitério
Dos fortes de Israel. Mais venturosos
Que seus irmãos, morreram pela pátria;
A pátria os sepultou dentro em seu seio.
Eles, em Babilónia, aos punhos ferros,
Passam de escravos miseranda vida,
Que Deus pesou seus crimes, e. ao pesá-los,
A dextra lhe vergou. Não mais no templo
A nuvem repousara, e os céus de bronze
Dos profetas aos rogos se amostravam.
O vate de Anatoth (9) a voz soltara
Entre o povo infiel, de Eloha em nome (10):
Ameaças, promessas, tudo inútil;
De bronze os corações não se dobraram.
Vibrou-se a maldição. Bem como um sonho,
Jerusalém passou: sua grandeza
Somente existe em derrocadas pedras.
O vate de Anatoth, sobre seus restos,
Com triste canto deplorou a pátria.
Hino de morte alçou: da noite as larvas
O som lhe ouviram: 'squálido esqueleto,
Rangendo os ossos, dentre a hera e musgos
Do pórtico do templo erguia um pouco,
Alvejando, a caveira. Era-lhe alívio
Do sagrado cantor a voz suave
Desferida ao luar, triste, no meio
Da vasta solidão que o circundava.
O profeta gemeu: não era o estro,
Ou o vívido júbilo que outrora
Inspirara Moisés (11): o sentimento
Foi sim pungente de silêncio e morte,
Que da pátria lhe fez sobre o cadáver
A elegia da noite erguer e o pranto
Derramar da esperança e da saudade.
XX
A LAMENTAÇÃO (12)
Como assim jaz e solitária e queda
Esta cidade outrora populosa!
Qual viúva, ficou e tributária
A senhora das gentes.
Chorou durante a noite; em pranto as faces,
Sozinha, entregue á dor, nas penas suas
Ninguém a consolou: os mais queridos
Contrários se tornaram.
Ermas as praças de Sião e as ruas,
Cobre-as a verde relva: os sacerdotes
Gemem; as virgens pálidas suspiram
Envoltas na amargura.
Dos filhos de Israel nas cavas faces
Está pintada a macilenta fome;
Mendigos vão pedir, pedir a estranhos,
Um pão de infâmia eivado.
O trémulo ancião, de longe, os olhos
Volve a Jerusalém, dela fugindo:
Vê-a, suspira, cai, e em breve expira
Com seu nome nos lábios.
Que horror! – ímpias as mães os tenros filhos
Despedaçaram: bárbaras quais tigres,
Os sanguinosos membros palpitantes
No ventre sepultaram.
Deus, compassivo olhar volve a nós tristes:
Cessa de Te vingar! Vê-nos escravos,
Servos de servos em país estranho.
Tem dó de nossos males!
Acaso serás Tu sempre inflexível?
Esqueceste de todo a nação tua?
O pranto dos Hebreus não Te comove?
És surdo a seus lamentos?
XXI
Doce era a voz do velho: o som do Nablo
Sonoro: o céu sereno: clara a Terra
Pelo brando fulgor do astro da noite:
E o profeta parou. Erguidos tinha
Os olhos paru o céu, onde buscava
Um raio de esperança e de conforto:
E ele calara já, e ainda os ecos,
Entre as ruínas sussurrando, ao longe
Iam os sons levar de seus queixumes.
XXII
Choro piedoso, o choro consagrado
Às desditas dos seus. Honra ao profeta:
Oh, margens do Jordão, país formoso
Que fostes e não sois, também suspiro
Condoído vos dou. Assim fenecem
Impérios, reinos, solidões tornados!...
Não: Nenhum deste morto: o peregrino
Pára em Palmira e pensa. O braço do homem
A sacudiu à Terra, e fez dormissem
O seu último sono os filhos dela –
E ele o veio dormir pouco mais longe...
Mas se chega a Sião treme, enxergando
Seus lacerados restos. Pelas pedras,
Aqui e ali dispersas, ainda escrita
Parece ver-se uma inscrição de agouros,
Bem como aquela que alertou um ímpio (13),
Quando, no meio de ruidosa festa,
Blasfemava dos Céus, e mão ignota
O dia extremo lhe apontou dos crimes.
A maldição do Eterno está vibrada
Sobre Jerusalém! Quanto é terrível
A vingança de Deus! O Israelita,
Sem pátria e sem abrigo, vagabundo,
Ódio dos homens, neste mundo arrasta
Urna existência mais cruel que a morte,
E que vem terminar a morte e inferno.
Desgraçada nação! Aquele solo
Onde manava o mel, onde o carvalho,
O cedro e a palma o verde ou claro ou torvo,
Tão grato à vista, em bosques misturavam;
Onde o lírio e a cecém nos prados tinham
Crescimento espontâneo entre as roseiras,
Hoje, campo de lágrimas, só cria
Humilde musgo de escalvados cerros (14).
XXIII
Ide vós a Mambré (15). Lá, bem no meio
De um vale, outrora de verdura ameno,
Erguia-se um carvalho majestoso.
Debaixo de seus ramos largos dias
Abraão repousou. Na Primavera
Vinham os moços adornar-lhe o tronco (16)
De capelas cheirosas de boninas,
E coreias gentis traçar-lhe em roda.
Nasceu com o orbe a planta venerável,
Viu passar gerações, julgou seu dia
Final fosse o do mundo, e quando airosa
Por entre as densas nuvens se elevava,
Mandou o Nume aos aquilões rugissem.
Ei-la por terra! As folhas, pouco a pouco,
Murcharam-se caindo, e o rei dos bosques
Serviu de pasto aos tragadores vermes.
Deus estendeu a mão: no mesmo instante
A vinha se mirrou: junto aos ribeiros
Da Palestina os plátanos frondosos
Não mais cresceram, como dantes, belos:
O armento, em vez de relva, achou nos prados
Somente ingratas, espinhosas urzes.
No Gólgota plantada, a Cruz clamara (17)
«Justiça!» A tal clamor hórrido espectro
No Moriá surgiu (18). Era seu nome
Assolação. E, despregando um grito,
Caiu com longo som de um povo a campa.
Assim a herança de Judá, outrora
Grata ao Senhor, existe só nos ecos
Do tempo que já foi, e que há passado
Como hora de prazer entre desditas.
..................................................
XXIV
Minha pátria onde existe?
É lá somente!
Oh, lembrança da Pátria acabrunhada
Um suspiro também tu me hás pedido;
Um suspiro arrancado aos seios d'alma
Pela ofuscada glória, e pelos crimes
Dos homens que ora são, e pelo opróbrio
Da mais ilustre das nações da Terra!
A minha triste pátria era tão bela,
E forte, e virtuosa!, e ora o guerreiro
E o sábio e o homem bom acolá dormem,
Acolá, nos sepulcros esquecidos,
Que a seus netos infames nada contam
Da antiga honra e pudor e eternos feitos.
O escravo português agrilhoado
Carcomir-se lhes deixa junto às lousas
Os decepados troncos desse arbusto,
Por mãos deles plantado à liberdade,
E por tiranos derribado em breve,
Quando pátrias virtudes se acabaram,
Como um sonho da infância!...
O vil escravo,
Imerso em vícios, em bruteza e infâmia,
Não erguerá os macerados olhos
Para esses troncos, que destroem vermes
Sobre as cinzas de heróis, e, aceso em pejo,
Não surgirá jamais? Não há na Terra
Coração português que mande um brado
De maldição atroz, que vá cravar-se
Na vigília e no sono dos tiranos,
E envenenar-lhes o prazer por noites
De vil prostituição, e em seus banquetes
De embriaguez lançar fel e amarguras?
Não! Bem como um cadáver já corrupto,
A Nação se dissolve: e em seu letargo
O povo, envolto na miséria, dorme.
XXV
Oh, talvez. como o vate, ainda algum dia
Terei de erguer à Pátria hino de morte,
Sobre seus mudos restos vagueando!
Sobre seus restos? Nunca! Eterno, escuta
Minhas preces e lágrimas: sé em breve,
Qual jaz Sião, jazer deve Ulisseia;
Se o anjo do extermínio há-de riscá-la
Do meio das nações, que dentre os vivos
Risque também meu nome, e não me deixe
Na Terra vaguear, órfão de pátria.
XXVI
Cessou da noite a grão solenidade
Consagrada à tristeza e a memorandas
Recordações: os monges se prostraram,
A face unida à pedra. A mim, a todos,
Correm dos alhos lágrimas suaves
De compunção. Ateu, entra no templo:
Não temas esse Deus, que os lábios negam
E o coração confessa. A corda do arco
Da vingança, em que a morte se debruça,
Frouxa está; Deus é bom: entra no templo.
Tu, para quem a morte ou vida é forma,
Forma somente de mais puro barro,
Que nada crês, e em nada esperas, olha,
Olha o conforto do cristão. Se o cálix
Da amargura a provar os Céus lhe deram,
Ele se consolou: bálsamo santo
Piedosa fé no coração lhe verte.
«Deus compaixão terá!» Eis seu gemido:
Porque a esperança lhe sussurra em torno:
«Aqui, ou lá... a Providência é justa.»
Ateu, a quem o mal fizera escravo,
Teu futuro qual é? Quais são teus sonhos?
No dia da aflição emudeceste
Ante o espectro do mal. E a quem alçaras
O gemente clamor? Ao mar, que as ondas
Não altera por ti? Ao ar, que some
Pela sua amplidão as queixas tuas?
Aos rochedos alpestres, que não sentem,
Nem sentir podem teu gemido inútil?
Tua dor, teu prazer, existem, passam,
Sem porvir, sem passado e sem sentido.
Nas angústias da vida, o teu consolo
O suicídio é só, que te promete
Rica messe de gozo, a paz do nada!
E ai de ti, se buscaste, enfim, repouso,
No limiar da morte indo assentar-te!
Ali grita uma voz no último instante
Do passamento: a voz aterradora
Da consciência é ela. E hás-de escutá-la
Mau grado teu: e tremerás em sustos,
Desesperado aos Céus erguendo os olhos
Irados, de través, amortecidos;
Aos Céus, cujo caminho a Eternidade
Coa vagarosa mão te vai cerrando,
Para guiar-te à solidão das dores,
Onde maldigas teu primeiro alento,
Onde maldigas teu extremo arranco,
Onde maldigas a existência e a morte.
XXVII
Calou tudo no templo: o céu é puro,
A tempestade ameaçadora dorme.
No espaço imenso os astros cintilantes
O rei da criação louvam com hinos,
Não ouvidos por nós nas profundezas
Do nosso abismo. E aos cantos do universo,
Ante milhões de estrelas, que recamam
O firmamento, ajuntará seu canto
Mesquinho trovador? Que vale uma haspa
Mortal no meio da harmonia etérea,
No concerto da noite? Oh, no silêncio,
Eu pequenino verme irei sentar-me
Aos pés da Cruz nas trevas do meu nada.
Assim se apaga a lâmpada nocturna
Ao despontar do Sol o alvor primeiro:
Por entre a escuridão deu claridade;
Mas do dia ao nascer, que já rutila,
As torrentes de luz vertendo ao longe,
Da lâmpada o clarão sumiu-se, inútil,
Nesse fúlgido mar, que inunda a Terra.
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