Pino Ojeda (Teror, 1916 - Las Palmas de Gran Canaria, 2002) fue una escritora española, que abarcó el campo de la novela, el teatro y la poesía.
Su trayectoria se inició en la revista Mensaje, libro de poemas con el que se dio a conocer. Vitalista, su obra recorre casi siempre el tema del amor como centro de sus preocupaciones, aún en su último libro, El alba a la espalda (1987), donde hace un repaso a su vida. Su primer poemario fue Niebla de sueño (1947). En tiempos oscuros para la literatura, se lanzó, con relativo éxito, a editar, creando Alisios, una pequeña empresa que estuvo muy vinculada a los escritores canarios sin por ello dejar de lado a otros escritores españoles y extranjeros.
En 1955, con La piedra sobre el camino, obtiene el tercer premio de poesía Tomás Morales, y con Como el fruto del árbol un accésit en el Premio Adonáis de Poesía.
Siempre esperando
Siempre esperando.
Desde aquella muerte temprana
cuando aún estaban mis hojas tan verdes.
Qué esperanzada pisaba los campos.
Qué generosa y colmada mi mano.
Qué afanada tras la cosecha.
Noches interminables vigilaban
al viento por si traía un mensaje.
Esperas bajo el sol. Diálogos
con la luna tristísima de invierno.
Y qué dolor bajo el cielo que cubre
tanto silencio,
tanta pregunta sin respuesta.
Van pasando los años.
Nada sobre la tierra.
Ninguna posible esperanza.
Ninguna verdad madurando.
Sólo silencio.
Canto a la tristeza
(A mi hijo)
OH Tristeza, no me inundes, no te adueñes de todo lo que toco,
de todo lo que sueño,
de todo lo que me salta del corazón a los labios.
No me claves tu impúdica sonrisa, tus dientes oscuros de odio.
No me cierres los ojos con tu torrente frío,
brutalmente agolpado sobre los tibios sueños, sobre los tiernos silencios.
(Oh la triste sonrisa que navega con su vela gris y rota.
La triste sonrisa del cielo que se ha quedado sin estrellas,
del pájaro que ha perdido su nido,
del árbol que le arrebatan sus hojas,
del niño que le descubren la vida cuando aún no ha empezado a llamarla.)
No, Tristeza, no vengas.
Tú tienes que quedarte en la carne del hombre
después de su fiesta,
en el río, que baja hacia el mar,
en los cementerios viejísimos,
en todo lo que definitivamente sucumbe, muere, se aleja.
Pero no habites la carne del niño,
la amapola que nace en el valle,
el pino que espera su luna para jugar a la madrugada.
No dejes tu sombra en el alto picacho, sobre sus vigilantes ojos,
sobre sus cavernas tibias, sobre sus habitantes minúsculos.
Deja que el sol lo abrase detenidamente,
como si no quisiera jamás deshabitarlo.
No queremos de ti nada.
No queremos tu mordida al morirnos ni saber que nacimos
para abonar con nuestras miserias la tierra,
calmar el hambre de unos gusanos que viven de la
tristeza de un muerto.
No, no nos descubras tu mundo de sombras, no quiero tenerte.
Yo quiero que te hundas sin remedio, que no alientes,
que muera tu espiral de humo antes de llegar a los labios.
Que te quedes, que sucumbas ante la fuerza del árbol que reverdece,
ante el mar que se entrega a la roca y la playa,
ante la mano del hombre que siembra su cosecha temprana.
Que mueras ante el viento, empujada por él,
detenida en tu carrera desesperada por ahondar en todo lo que nace
como un milagro.
En la tierra todo es alegre y yo quiero ser como la tierra.
Nacer cada primavera temblando en el trigo,
que mis labios rompan la espiga y ofrezcan a Dios su grano.
Quiero nacer en la fuente, toda agua como ella, todo salto exultante.
Ser como la ola renacida que se ofrece una y otra vez nueva y blanca.
Como el viento estar en todas partes:
limpiando el dolor de los árboles,
a los pájaros su nido,
dándoles la nueva canción a sus flautas.
No vengas sobre los labios para que el odio acune en ellos
sus pequeños, espúreos hijos.
Para que las voces proclamen sus maldiciones,
sus cotidianos fracasos.
Yo quiero mis labios sin mueca que los distienda, sin lágrimas que los bañe.
Quiero tenerlos vírgenes y blandos.
Que puedan cobijar el beso que cada día les ofrece el alba,
la flor que nació en un vuelo,
el beso del hijo al despertarlos.
No, no te quiero a mi lado, Tristeza, no quiero tu caricia ni tu palabra.
No basta la vida sencilla, saber que cada cosa es nuestra,
que podemos alargar las manos y tenerla.
Queremos sonreír aunque nada florezca ni nada nos pueble.
No quiero tenerte en los brazos doblándomelos hacia
atrás para doblegar mis sueños más tiernos.
No quiero que mis manos estén flojas.
Quiero tenerlas en lo alto para dar mi bienvenida a los ángeles.
Quiero alegría en mis brazos, alegría en mis ojos, alegría en mis labios.
Que si un sueño se rompe, del dolor nazca un sueño más amplio.
No, Tristeza, no quiero saberte mi huésped,
no quiero sentarte a mi mesa.
Para un ángel que muere siempre queda un hueco en mi casa.
Tú no puedes ocuparme, no, no hay sitio en mi alma.
(Oh Tristeza, no me sirves, no, no debes llegarme.)
TERCERA MUERTE
A los sesenta años.
Afuera llueve.
Los cristales lloran
sobre mi corazón.
Dónde, pregunto, lo creado.
Dónde los jóvenes cuerpos trepando
por mis piernas dolidas de cansancio.
Dónde la charla amiga,
el reposo amigo, la amiga
palabra en el fracaso.
Y el silencio, dónde, amigo más fuerte
que la palabra.
Ya estoy sola, y los árboles
de mi siembra han crecido
muy altos. Mis ojos miran arriba
apagados. Saltan de uno a otro brote
y hago señas con mi mano
desfallecida. Ellos siguen
creciendo indiferentes
a mi presencia.
Desde la raíz. Mi cuerpo aterido
cae lentamente. Mis manos
intentan afianzarse
sobre la baranda inestable
en que me apoyo.
Seres impacientes rodean
mi cuerpo,
tiran de él con fuerza.
Y cierro mis ojos sin luz,
mientras llamo suavemente a los brazos
del sueño, de la muerte.
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