viernes, 14 de abril de 2017

AUGUSTO LUNEL [20.087]


AUGUSTO LUNEL

Augusto Lunel (Lima, Perú 1925), seudónimo de Augusto Sánchez del Ottre. Escribió un Manifiesto del cual suele citarse la frase: «Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de la gravedad». Felipe Buendía escribe: «Lunel se paseaba con su cara de hórrido plenilunio y terno negro y sus maneras de sierpe, con gafas que en vez de cristales tenían apuntalados palillos de fósforo y así contemplaba la estupidez pictórica del academicismo criollo. Dadá-Breton, pasaba de mano en mano, venían a la Biblioteca Nacional a sacarme bajo el guardapolvo bibliotecológico, el Ulises, Una temporada en el infierno de Rimbaud, Les Chants de Maldoror de Lautreámont y algunas tripas de Sade. Lunel era Sade. Se parecían incluso». En los años 50 viajó a México, y al parecer por intercesión de Octavio Paz publicó su libro Los puentes (1955), con ilustraciones de Leonora Carrington. El crítico Hugo J. Verani en su libro La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica (México DF: Era, 1994), apunta este hecho: «A las doce del día, Octavio Paz salía de la Secretaría de Relaciones Exteriores a tomarse un café al Kikos, con Tomás Segovia, Ramón Xirau o Augusto Lunel, un peruano siempre hambriento y muy buen poeta» (p. 20). Lunel tiempo después viaja a Francia, y se instala al sur, algunos poetas peruanos como Elqui Burgos lo conocieron y lo recuerdan como todo «un personaje». En 1971 entrega a la imprenta su segundo poemario, esta vez editado en Lima, con el título Espejos paralelos. En el artículo «La fantasía sediciosa» (Letras Libres, Nº 11, 1999), Mario Vargas Llosa afirma sobre Lunel —aunque este dato no ha sido corroborado fehacientemente— que era «un versátil poeta peruano que terminó ejerciendo el sorprendente oficio de guardaespaldas del general De Gaulle». Fue parte del grupo surrealista peruano de los años 50 al lado de Ricardo Milla, Fernando Quíspez Asín Roca, Luciano Herrera, etc.

Libros: Los puentes (México: Talleres de Periódicos y Revistas S.A., Serie Los Presentes, 1955); Espejos paralelos (Chosica: Ediciones Universidad Nacional de Educación, Serie La Flor de la Cantuta, 1971).



ESPEJOS PARALELOS

El pájaro que se alimentaba de su vuelo
devora su caída
y la lejanía se lo come por dentro.
Preso en la jaula de oro de la noche,
su propia mirada lo tenía ciego;
su voz, mudo;
su vida, muerto.

El pájaro que comía por las alas
se ha estrellado contra el cielo
y los vidrios rotos han mojado la calle,
y una niña se ha cortado los dedos de azul,
y la altura le aleja las uñas.

Un pájaro ha llorado
y ha caído junto con sus lágrimas.

(Del libro: "Espejos paralelos").



El habitante del sol

A mi País se llega dejando todos los caminos.

Cuando pienso en mi País, se llenan mis bolsillos.
Cíclopes cuyo único ojo es el mar,
nuestra mirada provoca el nuevo día.

Cuando los árboles piensan en mi País, nace la primavera.

A mi País se llega haciendo que nos sigan las estrellas,
abriendo un agujero en la pared, que atraviese a Saturno,
metiendo la mano en el fondo de la luna.

A mi País conduce el extravío.

Cuando se es el mar, a mi País se llega en cada ola.



INSOMNIO EN EL ATAÚD

Mi cadáver se pudre conscientemente,
recuerdo la tierra agusanándose de hombres,
me devora una bandada de pájaros subterráneos,

Veo la niebla –mi casa abandonada–
donde pedazos de hada, las gaviotas,
alumbran dulcemente
niños que entierran vivos sus palotes.
Siento allá mis muletas inválidas,
de quietud vertiginosa,
en el océano mis ojos, burbujas estallando.

¿Podré levantar mis párpados, pesados de negrura?
¿Saldré a la luz, que cicatrice mi corrupción,
que reemplace mi piel destruida por la oscuridad,
que llene mis vacías cuencas
de sendos ojos para ver por dentro y por fuera?


*

Un rayo de oscuridad ha partido la tierra
–¡sonidos destilados en lentas telarañas,
bañaban pájaros de cabezas apagadas!–.

Miedo de oír cuartearse la oscuridad.

Miedo a que un rayo de luz rompa todos los cristales.

Estas tinieblas nos llegan de algún astro.
¡Sólo sedimento de luz molida, en el fondo del mar!
¡Sólo cabellos de náufragos despiertos
ardiendo bajo el agua!

Oscuridad con los ojos abiertos,
oscuridad que penetra en el sol;
ciénagas dormidas le abren las entrañas,
cuervos pulverizados baten las alas.

Mas la claridad de la brisa, que la piel percibe,
lo que queda de luna en el rostro de la amada,
y la luz exprimida a los cristales
(aún son los cabellos del hada del estanque)
harán abrirse auroras en las naves.


*

Flora mineral que penetramos
para coger frutas de gusto transparente.

Días que se suceden en el interior vacío de un gran ojo.

Un súbito silencio rompería los cristales.

Una transfusión de savia en el otoño
provocaría la caída de las manos.


*

Hasta nosotros los escualos caíamos
en las finas redes tendidas por la luna.
Como soles mojados,
se dilataban medusas en lugar de pupilas,
arpas líquidas se derramaban en la costa,
la música granaba entre las piedras.

Los mil oídos rotos abierto a la luz,
las estrellas cortando los guijarros,
en las arenas disperso el firmamento.



LA MAGIA DORADA

¡Magia dorada!
¡Ciudades siempre en llamas,
en cuyas torres la inocencia nos devora!

Alimentemos el verano que provocan los tigres en su lucha,
golfos del mar de fuego, nuestros ojos
acojan las escuadras, incendiadas al hender el cielo.
El canto de las tripulaciones de oro abrasa el horizonte.
¡Todo resplandor es la araña que hila la red en que caigo!

Las ternuras del sol, que ya es nuestra garra derecha,
hacen arder la sombra con una cabellera;
los jardines absortos con que miras;
tus manos,
que las grandes verdades se descubren con las manos.
El más oscuro bosque tan sólo es llamarada detenida.



EL DÍA TIENE VEINTICUATRO VERANOS

Siempre despertamos a un nuevo sueño.
El mar es la otra cara del sol,
Y el aire sigue siendo el océano.

Llena de alondra el agua en los rompientes.
Entre sus llamas, súbitos aposentos
donde el eco de nuestros pasos abre la tierra, el cielo.

Todo el fondo del mar nos llega en una ola.
¡Los propios ojos son castillos
de la hechicera de cristal!

En el reino del agua que salta embravecida,
¿qué pantera es la ola más alta?
¿qué puñalada azul la más profunda?


*

Mi amada es un día de dos soles,
su mirada es la estación de los metales.

Viajo por su garganta,
por desnudos planetas que habito con los labios.

Mis manos sueñan,
atraviesan jardines donde las flores son aves.

Sus hombros, ángeles atrapados en el vuelo,
me raptan en la huida.

Su corazón y el mío palpitan entre sus muslos.

Viajo por sus cabellos hasta el estanque de los peces de oro,
por aguas de otro planeta, cuando me mira.

Mi amada es la ciudad
donde por todas las calles se llega a la luna,
hermosos tigres se asoman a las ventanas.



7

En las siete ciudades de la
princesa de siete años

En la ciudad cuyo silencio confina con su pelo de niña.
En las dos ciudades sumergidas bajo las aguas.
En la ciudad donde hay una niñita siempre enamorada a quien devoro dulcemente.

En las dos ciudades, en la cumbre de cuyas cúpulas repletas de palomas, crecen los botones de dos rosas, cuando llega el amor.

Y en la flor más amorosa del mundo, donde habita el niño más amoroso del mundo, al centro del universo.



EL QUE PUEDE MIRARSE SIN QUEDAR CIEGO

La música herirá los ojos del durmiente,
¡tan blanco será el rumor de su vuelo!

Todo el cielo a su paso se poblará de glaciares.

Un solo cisne: la nieve
–las comarcas de armiño que se anexa a la luna–,
las albas plumas que nacen a las olas al intentar el vuelo,
y la bandada nívea que purifica el aire.

Aún hendido el azul que en otra edad
cruzamos los albatros.
El eco de nuestro grito tiende estepas como ángeles,
y el candor de la espuma
que hace nuestra imagen, reflejada en el agua,
provoca los aludes.

Su reino se abre,
Siempre que se abren las alas de los cisnes.
La pradera de alabastro es una rosa de pétalos compactos.

Con su implacable bondad
clavará en tu corazón la estrella de mil puntas.

Mi osamenta dispersa levantará los brazos, hará señas,
con un brazo en la tierra, otro en un lácteo planeta.
           

*

Entre dos albas corre un jinete negro,
su propia lengua le quema el paladar,
un cuervo ciego muere en su garganta.


*

Algo queda de tus ojos en lo que miras;
el pájaro deja en el espacio un vacío
que me arrastra a los abismos del cielo.


*

Voz negra
que deja amarga la boca


*


El hacha del resplandor cae sobre tu cuello.

http://sol-negro.blogspot.com.es/2017/03/poemas-del-surrealista-peruano-augusto.html


Augusto Lunel, por Lasse Söderberg

Siempre estaba hambriento, me decía. Era palpable la doble connotación del hambre en aquel cuerpo enjuto de mirada ardiente. Un peruano en destierro, como lo fue Vallejo antes de él. Un indio despojado de su cordillera, un poeta errante. ¿Cómo podía sobrevivir en París? Era uno de los enigmas que lo rodeaban. ¿Alimentándose sólo de metáforas?

La respuesta a ese enigma era: las mujeres. En los cafés de Montparnasse se rumoreaba, no sin envidia, que Augusto Lunel convivía con dos mujeres que lo sostenían. No se trataba de ninguna aventura frívola sino de un triángulo amoroso que, según se supo más tarde, duró hasta el final de su vida. Recuerdo que una de ellas se llamaba como la esposa del compositor Robert Schumann, Clara Wieck. La otra, menos románticamente, tenía nombre de midinette, Odette o Yvonne.

Estábamos al comienzo de los años sesenta. Un tema de conversación recurrente entre Lunel y yo era Vallejo. Me contó que había buscado a Georgette, la viuda, y se había decepcionado al percibir que parecía interesarse por la obra de su esposo básicamente como fuente de ingresos. El, por su parte, desdeñaba el dinero. Mario Vargas Llosa se ha referido en diferentes ocasiones al manifiesto que Lunel lanzó en aquellos años cuya frase inicial indicaba ya lo grandioso del programa: «Abajo todas las leyes empezando por la Ley de gravedad». Yo nunca vi ese manifiesto que el mismo Vargas Llosa sitúa en cierta tradición latinoamericana: la del rechazo de la realidad en nombre de lo imaginado. En otro momento también cuenta que Lunel terminó como guardaespaldas del presidente de la República, a la sazón el general Charles de Gaulle. Aquello suena inverosímil, pero a la vez revelador, por lo menos como ejemplo vivo del realismo mágico. Es fácil imaginarlos: el talludo general con los brazos en alto, su enigmático Je vous ai compris, exclamado ante los coroneles subordinados de Argel, y este indiecito detrás, equipado según las reglas, con walkie-talkie y todo. Tengo que confesar que me gusta la imagen pero seguramente es falsa.

Los cafés de Montparnasse eran entonces frecuentados por muchos latinoamericanos, principalmente artistas plásticos: el argentino Seguí, el venezolano Vigas, el cubano Cárdenas y otros. Así como algunos, Lunel entre ellos, dedicados a la literatura, desde Julio Cortázar hasta un personaje peculiar de nombre Fedor Gans, antiguo combatiente de la guerra española exilado luego en Brasil. Estaba en ciernes lo que más adelante se denominó el boom, que en buena parte tuvo sus inicios en París, e involucró a los poetas sólo indirectamente, y menos aún a Lunel, por una sola razón: apenas publicaba.

Antes de llegar a París había vivido un tiempo en México, donde solía reunirse con Octavio Paz, Ramón Xirau y otros amigos en un café llamado Kikos. Durante su estancia en México publicó en la editorial Los presentes su único poemario, Los puentes (1955), con ilustraciones de Leonora Carrington. Veintiocho piezas por lo general cortas, situadas en la tradición surrealista, con imágenes que oscilan entre fantasías de muerte y connotaciones eróticas. De un lado: «Acostumbraba a morirme/ atravesado el corazón por un pez vivo, me devoraron insectos caídos de las estrellas». Y del otro: «Mi amada es la ciudad/ donde por todas las calles se llega a la luna,/ hermosos tigres se asoman a las ventanas». En el mismo poema parece predecir su posterior relación doble: «Mi amada es un día de dos soles» (Nota de edición: Los puentes como se sabe no fue el único poemario de Lunel: Espejos paralelos. Chosica: Ediciones Universidad Nacional de Educación, Serie La Flor de la Cantuta, 1971.).

El crítico francés Maurice Nadeau, reputado por su olfato literario, le publicó un poema en su revista Les Lettres Nouvelles. Pero no llegó a más, que yo sepa. El nombre de Augusto Lunel cayó en el olvido. Decenios más tarde fue incluido en una antología llamada 10 aves raras de la poesía peruana. Por cierto, el nombre Lunel era una invención; de hecho se apellidaba Gutiérrez (Nota de edición: al parecer su nombre real era Augusto Sánchez del Ottre o ¿también se trataba de otro seudónimo?). Sin duda con este seudónimo quería mostrar que se sentía poeta nocturno, uno de los lunáticos, pese a ser descendiente del pueblo que se consideraba hijo del sol. La patria quedó atrás, dentro tenía otra, innombrable pero con mayúscula: «A mi País se llega dejando todos los caminos».

Un día me confío algunos poemas meticulosamente mecanografiados con tinta azul, en papel de correo aéreo, que supongo permanecieron inéditos. Uno de ellos está dedicado a Leonora. ¿La ilustradora de su libro?


A LEONORA

El castillo donde se unen el cielo y la tierra
abrió sus puertas.
A nado salvo el foso
que las estrellas llenaron durante la noche.
El castillo cambia a cada instante;
y al atardecer se llena de alondras
que hacen durar el día toda la noche.
La luz derrumba el muro;
soy dueño de la torre interminable.
Sé volar a la manera de ese árbol
cuyas hojas devoraron el paisaje
de esa blancura que devora la piel de las mujeres.
Leonora ha creado el mundo;
trae detrás el universo como si fuese sus alas.
El sol está en su casa.
El firmamento corre por las habitaciones como la sangre;
las distancias se desbordan y se meten por las ventanas.
El día suelta un ruiseñor por la claraboya
y se convierte en aquella vaca albísima que alumbra a un aposento
y en ese pájaro cuya sombra
es otro pájaro volando en sentido contrario.
Las velocidades del azul llegan a la blancura.
La lentitud del silencio se convierte en una roca
y es tal la quietud de la flor que da alcance a la flecha.
La nieve arde en ambos polos;
hay un ángel dentro de un huevo;
hay ciertas estaciones cuya fruta primera es el corazón;
hay una mujer volviéndose una lámpara
luminosa al tacto
como una planeta que acaricio en mis rodillas.
La negra música no está del todo perdida;
siempre se puede encender una cabeza;
saltar a las abejas, que traen el día en sus alas;
montar el caballo blanco, cuyo relinche eleva las cordilleras;
o simplemente abrir la caja de caudales de la música.
En el centro del sol
maduran las granadas con que haremos la guerra
y en el centro del planeta
el inmenso diamante que Leonora fabrica.

Fuente: Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid) No. 718, Abr. 2010, p. 107-110.



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