RAFAEL ESPINOSA
A pesar de pertenecer cronológicamente a la generación del ochenta, el poeta Rafael Espinosa (Lima, Perú 1962) publicó su primer libro, Reclamo a la poesía, en 1996. A ese título le seguirían, entre otros, Geometría (1998), Pica-Pica (2001) –ambos finalistas en el Premio Copé–, Book de Laetitia Casta (2003), El anticiclón del Pacífico Sur (2007), Aves de la ciudad y alrededores,2008, Amados transformadores de corriente (2010), Los hombres rana (2012) y Hoyo 13. Novela barrial (Librería Inestable, 2013).
LAS NUBES PERMANECERÁN LIMPIAS
No para las futuras generaciones
sino alrededor de mi cuerpo
he construido, sin ser vidriero,
un cubículo transparente.
Mis cadenas asociativas,
que las tengo, dibujan
adentro una deidad de dolor.
Lento blablablá inaudible
tallado en hueso que me hace
compañía y después llama
a la manada de humanos.
Pueden venir los reporteros,
pueden venir los artistas visuales,
sus egos en bolsas plásticas,
con la doble ganga de que una imagen
de devastación sea a un tiempo
una escultura efímera.
Yo estoy adentro, vuelto un plano,
es decir afuera de lo que yo mismo
pueda representarme, como
si llevara un pendiente
sin oreja. Tengo una estrofa,
tengo un peine; lo que no veo,
pegado al vidrio, es un peinado
que además sea un hombre,
posea una canción.
En la mañana soy refractario
a la música de las esferas.
Apenas puedo soportar la banda sonora
de los muertos con los cuales estuve
renovando durante la noche viejas manías
que en su momento nos separaron y ahora nos unen
como si nuestros defectos formaran
hits sentimentales.
Cuando despierto, en realidad, mi mente
es un rifle de repetición —Solo son los
objetivos lo que me falta:
una pena definida, un stock de pasiones exánimes
con el cual pueda construir al menos un dilema.
Solo por disparar, invento mi doble
y para asesinarlo le apunto mis conceptos balísticos;
el doble que fui en un cíclico marzo
y el doble que nunca seré en el sueño
de una Vía Láctea comunista.
Como patos silvestres, se desploman ellos, gondoleros de su cuarta dimensión.
Así mi mañana es un campo de tiro
y mi puntería convertir la futilidad
en una leve violencia,
todo por convencerme que siento.
En la mañana no escucho los himnos
de la naturaleza a la paz y las faenas;
afuera, su música vale menos que un foco ahorrador.
No escucho a las aves
correr su programa de canto.
Aun así, me gustaría ser una radio
democratizando una impresión inalienable
por encima del espacio y el tiempo
entre todos los que la escuchan
y a la misma vez despreocupada
del city tour que efectúa en sus corazones.
Lo de la radio es sonar y ocupar,
no segregar; lo contrario
de lo que hacen los Gerentes de Contrataciones.
Aprendería insistencia y conformidad
y al expandirme por igual entre
aire limpio y smog llegaría
más allá de mi deseo. Sería noble,
sería pobre, envuelto en mi túnica
de monje de las ondas hertzianas
exhalaría desprendimiento y gratitud
en mis canciones sexuales.
¿Qué hace una radio sino copular
acoplando con su acústica general cuerpos
que de otra manera no encajarían del todo
en el flamante televisor plasma de su instante
en la historia?
Devuelve, al proseguir, a algo que va a morir
su infinita novedad. Porque practica
la zoofilia entrelaza a personas y gatos y perros
con el pene color grosella
en un esplendor profano, la
delectación parca de la vida.
Es rotunda y es amorfa,
mutante en cada inicio de canción.
No es un pasatiempo: es participativa
como el diálogo del taxista con sus parlantes.
Me gustaría ser una radio.
En cambio, yo escucho
comerciales cósmicos de café instantáneo
y llamados a canjear la tristeza
por cerveza, tanto que no distingo
si el ventrílocuo soy yo
en mis pensamientos más dolientes
o una maligna máquina expendedora
oculta en el cielo.
Cielo insidioso de Lima,
sin piedad siquiera para los que le hemos
cancelado todos nuestros sueños;
ni gris ni blanco, no puede
decir una verdad si no es como parte de una intriga.
Es espantoso mirarlo
y saber que tras su cacofónica niebla
no esconde estrellas ni lagos aéreos
sino las conversaciones privadas
de la Célula Parlamentaria Aprista.
Nuestro cielo es entonces un audio
y lo que yo escucho, un robot
de gaviota negociando la suerte de los hombres,
incluso mi propio amor por las aves.
Es como si un cangrejo que hubiera
tomado por casa mi oído
fuera lo único que conservara
de haber pasado mi vida entera en los barrios
junto al mar. Y su sonido de bulldozer
no me deja escuchar las olas, infatigables
en regalar temas favoritos. Y su ronquera
de agitador contratado no me deja recordar.
De Amados transformadores de corriente
CANTILEVER
Por lo mismo que se repite, ese chorro
evade la simetría que lo explica. Deja
el descanso y la blandura para otros que lo oyen
de paso, por ejemplo el del gorro tejido
por artesanos soñadores. Y se van
pero como siguiendo el bien. Aunque no sé
exactamente si esto es lo que quiero decir.
El sonido, tomando el lugar de una herida,
dice que sí. Tal vez quise decir, antes
por esta parte pasaron probablemente burros
y caballos con los asuntos del día
sublimándose en los destellos de la hierba
agitada. Ahora no es un camino
desierto. Hay promesas en vinilo, autos
parlantes, hay en las bancas embellecidas
por una iluminación estudiada todavía
el calor de los pedidos confusos.
Mientras los muertos leves se estrellan
contra el granito italiano del lapso
postmoderno, sin resignarse a la falta
de dolor, hay por encima de todo
una estampida coreográfica hacia bordes
emotivos, como cuculíes y tórtolas
aterrorizadas por la sombra arcaica
del gavilán. Aterrorizadas en balde
porque ocurrió en otro sitio y otro tiempo,
no en este camino. Y siguen los tickets
rotos que podrían ser sentimientos
reencontrados: ¿es este el camino de la vida?
Da ganas de llorar. Tantas especies de aves,
cada una con su ingeniería propia
para construir nidos, y solo se cuenta
con ellas en el momento que se quiere
recargar los arcos superciliares
con analogías de tersura y ascenso,
como asediando un estado de silencio.
Aun si de antemano sabemos que no se trata
de eso tampoco, porque de otra manera
¿por qué no nos cristalizamos en lágrimas
fónicas, y pasamos en vez al hastío?
Y me estoy parando; el mundo es excesivamente
bello y hojoso. Hay hojas y hojarasca
cubriendo toda la gama apagada del marrón,
camuflando la filigrana del recuerdo
en un vestido con diseño de leopardo.
Mejor ven yo mismo circunvalando
la vasta piedad que sientes por ti mismo
para unirte al flanco que menos se te parece
en mí. Quizá es lo que quieres y quiero, y tal vez
haremos trato. El camino será todavía
menos desierto, habrá más mujeres
y umbrales para darse cuenta cómo un tiempo
contrafáctico se congració en ellas;
en nuestro amor que conservó su apuro
y su adolescencia resguardando con lástima
y celos la belleza que habían transferido
en una estación ya remota a las especies de aves.
Por lo tanto, los árboles no son tan ciertos.
Se curvan en el mismo periodo sofisticado
de las mujeres, más amados como estela
que belleza. Que yo sepa aquella es longitudinal
y producida por un don que se mueve.
Estoy, entonces, lo más lejos posible del centro.
Hay pavor y peatones. Hay oración
y repartidores, y en los escaparates
formas que no son intermedias. Si puedo
describirlas, creo que estará bien; si puedo amarlas
me abriré un camino entre los diseños
paisajísticos y su vida imaginaria.
Debo, así, ir. Tras el del gorro, que donde esté
ahora diverge, como se enlazan en el morbo
de la tarde-noche, razonamiento y trino.
La casaca corta el viento, lo reúne en fe.
Ir, eso es lo que me gustaría decir. Quizá
haya borlas. Y sillas Panton. Y más viento.
Aves de la ciudad y alrededores,2008
El madrugador
Despertar es una escalera de sueños.
¿Sucede por merecimiento o para
ver a las dalias sufrir debido a su psicología individual?
Cuando los nombres no hallan todavía
su pigmento, el eco de encontrar
el propio convierte al cielo
en un cargamento amable y se hace
bueno retirarse a contemplarlo.
Aceptando de todos modos
que somos inhábiles para el acto de volar,
voy al mercado adonde los alimentos de guerra
y adquiero ropa de dormir con motivos celestes.
Duermo, duermo sin atender a las rosas violetas
que hablan de larga vida.
Sé que el cielo lo incluye como entusiasmo.
¿Si él fuera sometido
a un detector de mentiras,
no confesaría ser el anticristo de la ecuanimidad?
Cielo,
ahora que desperté
una privada imagen aceitosa
se desliza de repente
desde el lagrimal hasta la boca
y consigue aliar la luz de todos a un bien íntimo.
Cerca estuvieses,
y sería la ocasión de otro éxodo,
el zapato en el piso, pasajero de una inmensa perplejidad.
El chico de la casaca
Centro de cómputo blindado, ya que
conoces los grandes misterios
de la vida y la muerte, y sabes cuándo el exhalar
de un nadador propicia la disposición
espacial de una tragedia, harías bien en decirme qué
piensa ese chico parado
tan temprano en la esquina
que usa como audífonos los restos
de humedad de la noche, sus
colillas tiradas ya sin ensoñación de dedos.
¿Su canción es en verdad la de un amanecer
ahora que la primavera reanudó
la violencia solar de los apegos
junto al deseo de disparar escupitajos
ya que son excursiones?
Seguro no piensa en la muerte de Manuel,
ahora encerrado en un molusco,
ellos mismos eternos pero objetos muy menudos
para ser fuente de estima para la eternidad.
¿Solo yo recuerdo las piedrecillas del fondo del mar
en donde hay erizos que esperaron
una era para clavarse en la planta y
ser parte de nosotros, amarnos
al menos mediante una impertinencia?
El chico piensa en mí por cuanto a mí
no me interesa él y prefiero
dejarlo con el peso gravitacional de su canción.
La intemperie, por no decir nuestro cuerpo accionado
gracias al vapor de los laureles,
señala que la regla es así; no lo niegan las hojas
rejuvenecidas en donde algunos escribieron
obituarios, y otros muchos
súplicas de predadores.
Ya el chico camina y sin percibirlo, pisa
a Manuel. Yo el indagador de los muelles
digo que está bien. Hay destinos indicados
en los micros y capullos que se multiplican como
liendres. Alguien tiene que vivir.
El botánico
Pero si un asunto cualquiera —
hablar con nuestra madre por teléfono
o percibir que el afecto también cumple el ciclo del sueño,
contuviera tanto licopeno como
el que otorga a los tomates su intenso color rojo
—algo para arrodillarse y loar, si sintiéramos las rodillas,
entonces, y solo entonces, seríamos dignos de nuestro dolor;
podríamos obsequiarle al futuro que se ocupa de nosotros,
lleno de tiempo libre, un cántico emanado de nuestras lumbares,
cubriéndolo enteramente de rocío negro.
Calcáreas. Mientras tanto, en medio de una luz vaporosa de fiesta,
a la que hemos invitado a toda la humanidad, excepto
que no puede tocársele, bailamos valses en solitario;
y le reprochamos a cualquier ser deseado que sintamos próximo
no salir a apreciar la luna que hacer aullar a los lobos
en llanos de nieve igualmente desiertos
pero que aquí, siendo hermanos de los lobos en esperanza,
alumbra a nuestra vida bailable hacer la balada de la vida yerta.
El pescador aficionado
La florista que arma altares de rosas para bodas y defunciones no sabe.
El que piensa cuán costoso es oler tampoco sabe, aunque al cabo paga.
Pero todos los arqueros que descienden a las playas en otoño
para disparar ramos de anhelos a la niebla a la vez que capturan peces
de vertedero conocen que los cormoranes no cantan. Emiten
tan solo un graznido gastrointestinal, espeso, casi coprolálico,
lo más parecido a enrollar el horizonte de nubes y transformarlo en un carrete
de alambre para usos de gasfitería. De cualquier modo, hagámoslos
aquí hilar sonidos sublimes, como en tantos poemas con mar
en que son Niños Cantores de Viena. ¿No es que pescamos
con el fin de hacer tiempo, en espera de ser bonzos de alguna realidad?
Arranquémosles entonces también una pluma con la cual trazar una cisterna,
un granero para el pueblo y una cabaña diminuta. En fin, somos tan ligeros,
por virtud de tantas veces que nos han querido cazar los dioses capitalistas
del cielo, que podemos filtrarnos en ella y practicar jubilosos el baile
de los cosacos y practicar más tarde el más reposado amor. Lo
haremos así, afuera las rocas, nodrizas de algas, formulando
un elogio del refrenamiento. Y ya está. Qué fácil
es hacer cantar al cormorán y construir una casa con dos
ventanas. En una, cerramos las cortinas porque vivir es discreto.
En otra, se oye la asamblea de las olas, sobre ellas la vida del viento.
El basurero
Arrecife es la palabra que ahora menos me interesa.
Alude a meandros, es cierto, a laberintos
pero insinúa remotamente también el hallazgo posible de un círculo ideal.
No es lo que ocurre en la vida de los primates superiores,
entre los cuales nací, como todos,
con un lóbulo en el cuello.
La palabra que me complacería oír es “alopécico”.
De allí puedo extraer un deseo devenido en calvicie total
y a la vez acompañarlos por el parque mientras sus pensamientos del día
modulados por los senderos curvos terminan
por constituir un basural de objetos hermosos.
Pasan autos silenciosos. Pero llegado a este punto, preferiría
verdadero silencio y un basural me lo da.
Así es fácil ser un buen hermano y aceptar yacer entre la especie.
Basta con escoger al más ruin de todos, aunque no peor que nosotros,
con tal que lo mantenga. Los mirlos lo hacen,
paradójicamente a través de un canto armonioso
cuya esencia es ser percibido como la largueza de una evaporación.
Parece de tal modo que sonidos bien escogidos restauran la página en blanco.
Al elaborar con sus gorjeos un cuadro vacío, los mirlos hacen arte contemporáneo.
Quién no quisiera ser el atropellado que descansa para siempre dentro de él,
aunque nadie quiere morir. Allí repetir el pensamiento:
“el páramo satisfizo su íntima entonación”.
Lo propio del árbol es irse callando y lo de las historias ruidosas
acumular un basural, con destellos de minerales.
Frente a él me encuentro, con la sensación de que ayer es un anticuario.
Escarbo y descubro un yo vergonzante, un aforismo y hasta una nube muy blanca.
Está en mí alargarla sabiendo que todas las peticiones que corren todavía a lo largo
del subsuelo
no harían con ella una sábana tan grande. Hay algo cruel en extenderla, e inmaculado.
La fineza decidirá qué destino darle. Puede elegir enfundar a los suicidas,
puede elegir no distinguirla de la niebla.
Hoyo 13. Novela barrial (Librería Inestable, 2013).
Los veinte poemas aquí reunidos (extensos y de versos largos) se basan en pequeños sucesos de la vida cotidiana del protagonista (el hablante y narrador de esta “novela”). “Son mini episodios sin expectativa y que no están conectados… el personaje va de la plaza a la verdulería, visita a la chica con la que se acuesta, se corta el pelo, va al cine…”, ha explicado el autor en una entrevista reciente. Pero más que narrar, el protagonista reflexiona poéticamente sobre esos sucesos, apelando a las imágenes más inusuales: “La vida no es una casa, es un panal misterioso… ”, “todavía no recuperado del jet-lag de haber nacido…”.
Así, el poeta vuelve, después de cinco años, a los temas y motivos de Aves de la ciudad y alrededores (2008), al universo de las relaciones más íntimas, a la familia y la pareja. Es una de las líneas dentro de su obra; otra sería la más intelectual y hermética –la de libros como Los hombres rana (2012)–, en la que tiene un papel central el juego entre los diversos tipos de lenguaje. Por ello, Hoyo 13 es una excelente oportunidad para descubrir la poesía de Espinosa, considerada entre las más originales e importantes de la literatura peruana del siglo XXI.
Cap. 6
Se parece a nadar estilo libre incorrectamente.
Se parece a un empleo insuficiente de la libertad.
Se parece a ser interrumpida por los perros del barrio cuando llego adonde los peluqueros
y me cuentan cómo en sus años de adolescentes, la felicidad se condecía
con perder en el mar una sandalia.
¡Una sandalia en que habían gastado dinero y en la cual bamboleándose se iba y venía la moda
y la figura de ellos sobre la orilla se borraba y aparecía una época más adelante!
Como los primeros seres vivos, digo yo,
en las mismas estructuras sociales.
Qué bueno es que los peluqueros, con sus chaquetas blancas de doctores, sean solo ellos mismos,
hablen mientras trabajan con nuestro reflejo, se esmeren en seguir las líneas del destino de la cabellera;
no cobren por hacer preguntas sobre el pasado.
Yo les dije que un amor secreto existe para hacernos caminar
y darnos de bruces con su local de repente,
soportando la perla del mundo.
Procedimos
a la vez que mi hermana, al fin de su visita a mi padre, pensaba que no es así,
que el mejor amor acontece entre un organismo activo y un organismo yerto.
El cementerio de pastos verdes como el modelo de la mancomunidad.
El hipódromo, para ellos, como regresar espiando huertos después de perder en las carreras.
Raro salir de la peluquería, con el pelo recién cortado, portando un milenio de paz en la cabeza.
Quisiera nunca más hablar.
Saludo nada más por telepatía.
A cambio, pequeñas voluntades niegan que exista el silencio, la puerta gimoteando.
Experimentarlo es un teleférico,
abajo la gente teniendo penas y haciendo los ruidos del sexo.
Cap. 15
No solo en las clínicas psiquiátricas, donde los pacientes tienen anhelos de palomas, hay peleas.
También en la plaza las palomas a las que se dona maíz encuentran la forma de entrar en batalla.
No fue seguramente el fin del que la diseñó que tuviese la vida de pandilleros o empresas.
Más bien puede pensarse que concibió ubicarlas todas en un puerto
para divisar lo que es bueno por hondo,
la carga que viene, la carga que va.
A mí también se me ocurre una idea: convertirme en un gusano
para despertar al tipo de la estatua
y, si antes no gatilla el rifle, preguntarle por qué es preferible matar enemigos;
por qué es mejor que comer humus y tierra
o escuchar el agua subterránea
cuando todos los indicios apuntaban a que defendía solamente una mesa rectangular.
Así será el brocado de la democracia.
Así las especies devoran energía solar en un ágora.
Mientras los presentes, disfrutando un poco de aire en sus sitios, parecen del todo satisfechos
con ser unos pervertidos sexuales de la coexistencia social; a fin de cuentas
han llegado hasta allí para oír con sus vasos capilares a los abejorros, y apenas eso.
La plaza, debo colegir, es el lugar únicamente de las sensaciones bellas.
Y también el asiento en que es bueno pelar el plátano
que me regaló el verdulero
para más potasio y mejor vida.
Total, es un mundo físico y rememorar cada destello de un arete de perlas llevará cien años.
Crea una galería de sortijas y casados, que descansan en el cuarto de los niños.
Nosotros también estamos algo dormidos, acunados en la radiación de fondo del desastre.
Pensamos en cosas, como un distrito financiero desierto.
Hasta que alguien nos recuerda que está prohibido imaginar asuntos en las áreas municipales.
Cap. 16
Un amigo del que he olvidado todo, salvo que actuaba hace mucho en videojuegos,
me enseñó la fórmula para escapar de cualquier sitio.
Basta con ponerse tan triste que se confunda suicidarse con caminar,
escogiendo siempre caminar.
Adiós, aves alegóricas,
sigan acostándose con los que pierden la tarde leyendo sobre la farándula.
Percibir bien, entender mal, es mi concubina.
Y lo que le gustaría a cualquiera en este instante, todavía más que comer lentamente otro plátano,
es ser un helipuerto para el primer pensamiento que tienen en su día de franco los otros.
Con certeza pensaron en vagabundear,
un poco horrorizados, al espiar las calles, de encontrarlas en estado de feto,
recién por existir.
Esto me recuerda algo lo que narra mi hermana las veces que la acompaño hasta la puerta
de la parroquia; cuando entraba a UCI
sus canarios le dijeron en coro a nuestro padre que ya era completamente libre,
sobre todo y únicamente de cantar.
Quien camina, por supuesto tararea,
desde luego la letra esquiva de canciones extranjeras
y como no entiendo nada, pero converso por tiempo indefinido amablemente
con sus palabras, puedo denominarme un chofer.
El taxista de a pie,
con sus gringos, las estupefacciones.
Ellos preguntan si asimismo yo soy siquiera un poco libre
pues cada vez que sigo a ciegas la libertad, cojo a la derecha por O’Hara, entro al pasaje
de las cafeterías y desemboco directo frente al mar.
Cambiemos de ruta, nada más por estética.
Todos tenemos una deformación craneana por una misma resonancia: una vida que se inicia en la ribera.
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