H. LEIVICK
Seudónimo de Leivik Halpern, nacido en 1888 en Chervyen, en la provincia de Minsk, Bielorrusia. Arrestado en 1906 por sus actividades políticas, pasó cuatro años en una cárcel de Moscú siendo deportado luego a Siberia de por vida, pero logró huir a los Estados Unidos, adonde arribó en 1913.
Empapelador de día y poeta de noche durante muchos años, compone una de las obras poéticas y dramáticas más trascendentes de la literatura ídish de este siglo. Su drama "El Gólem" es un clásico de la dramaturgia judía. Integrante del grupo literario Di Iungue —Los jóvenes— su obra poética tiene acentos proféticos. Falleció en Nueva York en 1962.
En el fuego
La oscura noche es fuego,
mi cabeza sobre una almohada llameante de fuego.
Aspiro y exhalo fuego
por puertas abiertas y ventanas de fuego.
Mi mano se extiende y hace signos en fuego.
Escribe en el fuego, con fuego, sobre fuego.
Pido piedad, busco amparo del fuego,
¡socórreme, sálvame, fuego!
Oigo un chisporrotear de voces en el fuego:
Soy tu padre, tu padre de fuego;
soy tu madre, tu madre de fuego;
tu padre que te judaizara en el fuego;
tu madre que te amamantara con fuego.
Recuerdas tu cuna colgante de cuerdas de fuego,
en una pequeña choza, hace mucho, al estallar el fuego;
recuerdas el aletear de las cuerdas en fuego
hasta alcanzar el techo con fuego;
recuerdas cómo te atrapamos en el fuego
y echamos a correr contigo entre el fuego:
huíamos del fuego, por el fuego, al fuego.
Ahora venimos de nuevo a estrecharte al fuego,
a cubrirte de nuevo con pañales de fuego,
a alzarte otra vez, conducirte entre el fuego,
del fuego, por el fuego, al fuego.
Así escucho voces en el nocturno fuego,
Hasta que comienza a amanecer con fuego,
Y lo que sigue luego sólo lo sabe el fuego,
Que dibuja sobre fuego, en el fuego, con fuego.
Mi plegaria
Mi plegaria, no sé a quién llevarla,
y la llevo;
mi plegaria, no tengo a quién decirla,
y la digo.
Mi plegaria, sobre el paladar se me hiela,
y la llevo;
mi plegaria, revive en un estallido de ira,
y la digo.
Mi plegaria, tantas veces se quiebra,
y la llevo;
mi plegaria alzada sobre seis millones de fosas,
y la digo.
Mi plegaria, se derrumba y deshace sin palabras,
y la llevo;
mi plegaria para quien no sé si ha de oírla,
y la digo.
Anoche oí
Anoche oí
—aunque tal vez sólo lo haya imaginado—
a una multitud de músicos
tocando al unísono en mi cuarto.
Pero entre el estrépito redoblado del tambor
y el levantado grito de la flauta,
de pronto me demudó el terror:
—Mira, ¡el violinista falta!
Me eché a indagar, a urgir,
cuando una mano me cubrió los labios
y cruzó mis ojos
el brillo de un acero deslumbrado.
Los músicos cumplieron su tarea y fríamente
guardaron sus instrumentos lado a lado;
luego, del mismo modo impasible,
sin esbozar un gesto, una palabra,
como fundidos en una sola sombra,
abandonaron mi casa.
Recién entonces vi:
un hombre yace contra el muro de mi cuarto,
y el violín, caliente todavía,
sangra en su mano.
Luz
Con cantos astillo el corazón del silencio
sin apartarme un pie siquiera de mi sino;
y si me apartara volvería a él
para arribar siempre por el mismo camino.
No permanezco solitario ni apartado;
ya voy envejeciendo, pero tú en mí sigues joven.
Mi rostro, iluminado por el terrenal milagro
y por la dulzura de la arena y la piedra en la boca.
Entreví bajo los párpados del hombre
la promesa de un estallido prodigioso
y la parte más dura de su yugo
me dispuse a cargar sobre los hombros.
¡Sol del día, quiéreme y ama también mi sombra!
Enciéndeme y consúmeme cuando sea necesario.
Existe una dicha que yo mismo me he prohibido;
su regocijo llegará, pero ¿cuándo? ¿cuándo? ¿cuándo?
La noche está oscura
Marcho ciego por la noche oscura
entre un viento que arrebata de la mano el cayado.
El corazón llevo hueco, el morral vacío;
los dos pesando, los dos innecesarios.
De pronto siento sobre mi mano el roce de otra mano:
—Dame, llevemos —dice— la carga entre ambos.
Por un mundo en tinieblas marchamos entonces dos,
yo cargando mi morral, y él, mi corazón.
Tal como soy
Tal como soy,
sin medir más de cinco pies de altura,
si me levanto de pronto
y crezco,
sólo un minuto
y alcanza mi testa el cielo.
Y si comienzo a girar sobre mí mismo
como un toro salvaje,
y a mover los brazos,
como si fuesen las aspas de un molino
por sobre los cuatro costados del mundo,
se revuelven los pueblos con furor,
de los mares se levantan los abismos
y la arena de los desiertos se tranza en el aire;
pueblos, abismos y arenas
hacia mí,
para hacer más vertiginoso
el ritmo de mis giros,
para inundar con más luces y sombras, mis ojos.
De pronto comienzan mis rodillas a quebrarse;
me tuerzo, ya me derrumbo
y me estiro como un trapo
cuyos extremos tocan los extremos del mundo.
Primero yazgo sobre la superficie de la tierra,
boca abajo,
espalda al cielo;
lentamente luego, con medio cuerpo
me voy hundiendo,
y en seguida con el cuerpo entero.
No hay tristeza en mi corazón,
ni llanto
pues no estoy muerto
sino frío y duro como roca;
más frío y duro aún
para no dejar mancillarme.
Y así yazgo
hasta que se levantan dentro mío
desde los abismos,
nuevas ansias de erguirme,
de elevarme. . .
Cantos míos
Cantos míos, como gansos de estirados cuellos;
canto míos, como terneros de ojos redondos,
escuchad, aguzad el oído a cada roce:
sogas y horcas hace tiempo ya que esperan.
Por cualquier sitio puede asomar el vagón del carnicero;
estad preparados para tenderos
cantos míos, como gansos de estirados cuellos;
cantos míos, como terneros de ojos redondos.
Grande ha de ser de la matanza el día, santamente grande;
pero más grande aún es entretanto el tiempo de la espera.
Por afiebrados ojos de ternero el silencio resplandece;
sobre largos cuellos, ternura maternal reposa.
La luz del día es muda. La luz es muda;
la oscuridad es la que canta, de pie ante tu cabecera.
Crepúsculo ven. Noche profunda, ven.
Viene el crepúsculo; la noche deja oír su galopar de aceros.
Cantos míos, como gansos de estirados cuellos, estad atentos:
cantos míos, como terneros de ojos redondos,
aguardad con temblor festivo,
porque vuestro guardián no duerme ni dormita
y quien blande el filo carnicero es puntual.
Aguardadle aún cuando demore
porque en lo profundo de las noches
llamo y ruego en mi nombre y en el vuestro:
—Cuellos esperan; venid y degollad.
1922
Yo debí.
Yo debí morir con vosotros
Pero las fuerzas me faltaron,
y ahora lo hago todo por ocultar
el debatirse de mi verbo, de mis manos.
Ni la ira ni el dolor ayudan a ahogar
en sus abismos tormentosos mi culpa de ser;
la culpa de que las llamas de Treblinka
hayan omitido mis entrañas.
Todas las palabras se tornan ahora máscaras
para ocultar el universal pecado de Caín;
para cubrir nuestro fracaso
de pretender justicia por un niño degollado.
Y mientras mentalmente cubro mis hombros
con sacos de duelo, y hundo mi frente en la ceniza,
vuelve el profanador a profanar
y el verdugo voltea otra cabeza.
Y en el corazón gime duplicada la vergüenza
cuando el sol se echa a cantar en mi ventana,
cuando mi mesa se viste con cubiertos
y saborea un trago mi garganta.
Busco refugio entre los pliegues de la fe;
me acurruco contra la eternidad, pero a sabiendas
de que ya todos los recipientes del mundo están quebrados
y ya no le queda a Dios donde guardar sangre de Abel.
El turno llegará
(fragmento)
Disculpadme si en horas cruciales
envidio a los mártires antes que a los héroes;
también mi padre los quería más,
y también mi abuelo y mi tatarabuelo.
Y ahora, cuando debo enseñar a mi hijo,
a menudo francamente con él me confieso.
Aún de niño, en los días del jeider11
y luego en la escuela y en la ieshiva23
más que la guerra de Bar Kojba,
atrapaba mi corazón la muerte de Rabi Akiva.
Pero la cobardía me llevó del país de la prueba
hasta cierto país de la seguridad,
y todos mis sueños sobre horas postreras
los transformé en palabras entre tapas de libros.
Un sólo consuelo: en medio de supuestos placeres
arde una llama seca en mi paladar,
y escucho claramente una voz de mártires:
—No te preocupes, tu turno llegará.
La gente debió haber venido
La gente debió haber venido
a detenerse ante tu cabecera y bendecirte;
la gente no vino,
entonces vino la bendición sola,
vino la bendición sola,
vino sola.
Tocó tus ojos cerrados,
tus labios apretados,
y asomó una sonrisa sobre ellos;
una sonrisa como en vísperas del día
—y ya eran vísperas, casi, de la noche—
y la bendición bendijo la sonrisa,
se apartó y se fue;
entonces la sonrisa quedó sola,
quedó la sonrisa sola,
quedó sola.
Por el cristal de la tarde, un rayo de sol
se enhebró áureo y blandamente
envolviendo con silenciosa ternura la sonrisa
en el preciso momento de extinguirse.
La sonrisa se evaporó,
entonces el rayo de sol quedó solo,
el rayo de sol quedó solo,
quedó solo.
Por qué merezco yo.
Buscas milagros en la mañana azul,
buscas entereza en las lejanías,
y a tu alrededor todo grita:—Destruye
S1 es que en alguna parte queda algo entero todavía.
Las palabras pulidas quiébralas
en cuantos más pedazos, cuanto más destruidas.
Si yace desnudo aquí un judío
Profanado, germanizado, hitlerizado,
con cuanta más razón puede tu canto estar desnudo,
estar él mismo de profanación azotado.
¿Por qué habrías de merecer tú ala y sueño
y luz sobre tu cara en el espejo?
¿De dónde te vienen libertad y vuelo?
¿Por qué te merecerías milagro y maravilla
si no afiebró tu pulmón el gas
de una muerte judía;
si Maidanek sigue siendo sólo una palabra,
apenas el nombre de cierta comarca?
Sobre tu tierra, Jerusalem
Jerusalem, qué grato
callar sobre tu tierra.
Abro a mis palabras
todas sus celdas,
y agradecido,
alabando su singular fidelidad
liberándolas, les digo:
—Volad a vuestro gusto, amadas,
por los montes de Jerusalem,
por sobre todas sus colinas;
escoged entre sus santos lugares,
posaos y descansad sobre ellos;
son todos vuestros.
En cuanto a mí,
dejadme a solas con el sueño
de haber logrado
un instante siquiera de paz;
un instante conmigo mismo,
de completo acuerdo.
Jerusalem: sobre tu tierra
fulgura el día dorado de silencio
y de noche el silencio azulea.
Pero de pronto me digo:
—Aquí mismo, donde estoy erguido,
aquí mismo posó su pie Isaías.
¿Aquí mismo? ¿De veras?
Y el fiel instante nocturno
responde:
—Sí, aquí.
Entonces sobrecogido, me echo a llamar
de vuelta a mis palabras.
—Volved de donde estéis;
volved, volved, mis fieles,
dadme a expresar en silencio
el regocijo
de estar erguido sobre la tierra
que pisó Isaías.
Sobre las espaldas del Monte Carmelo
Sobre las espaldas del Carmelo
brotan casas nuevas, blancas,
que estirándose otean
hacia el mar y la distancia.
Casas, se diría, comunes:
puertas, balcones, ventanas;
pero en cuanto lo meditas
intuyes el milagro.
Las puertas se echan a temblar
con un batir de alas,
hasta que en ellas, con ellas,
estallan cerrojos y trabas.
Cada muro, no bien recuerda
el milagro desatado,
sobre las piedras de sus cimientos
se echa a danzar de un salto.
Y los balcones, mayor prodigio,
se deslizan como naves
unidas y solitarias,
del mar a las profundidades.
Sobre ellos, los cielos azules
Flamantes, como recién tendidos;
y por encima la palabra y será
de El fin de los días de Isaías.
Y cuando preguntes
Y cuando preguntes si alguno me ha traído,
si alguno me ha arrojado a este confín del mundo,
no podré responderte una sola palabra,
y si lo hiciera sería con vocablos oscuros.
Cuántas palabras abiertas ya he pronunciado
y ni una celda siquiera he abierto con ellas,
ni un charco de sangre he borrado en la nieve,
ni quebré con palabras una sola cadena.
Ni un solo pogrom deshice con palabras;
con palabras no evité ni una muerte en el gueto;
ahora todas gritan: —Queremos ser inscriptas
sobre azul y rojo; sobre blanco y negro.
Por labios cerrados, de mudez ocluidos,
capto más cabalmente la última esencia.
De la horda palabrera huye, corazón mío,
y húndete en el silencio como en el musgo una piedra
Carcelero
Carcelero, quita ya tu ojo de la puerta,
ve y tiéndete a dormir;
para descansar fue dada la noche,
para tí igual que para mí.
Apoya en el portón tu arma,
reclina tu frente en la mesa;
de pasearte el día entero
ya han de dolerte las piernas.
Ninguno dejará la celda
y nadie ha de escurrirse en ella;
en torno de mi camastro danza
una enorme rata negra.
Danza, salta y urde trampas
a mi derredor, círculos mágicos;
quita tu ojo de la puerta
que ya estoy, carcelero, embrujado.
El camastro es corto
El camastro de la celda es corto
pero echarse a dormir necesitan todos,
coloca uno los pies sobre los ojos del otro
y sobre sus cadenas apoya el rostro.
El camastro de la celda es angosto
aprieta cada cual el cuello del prójimo.
Toco la puerta de mi padre
Toco la puerta de mi padre,
pero sin golpear; dejo apenas
el roce de mi mano sobre ella
y vuelvo a mi vida de todos los días.
Ando por la ciudad,
por sus silenciosas calles nocturnas
y escucho que a cada uno de mis pasos
lo acompaña un singular llamado:
—Anuda tu mano en un puño,
cuanto más grande, cuanto más fuerte,
y embriagado de ardiente ira,
de mi sepulcro, quiebra el cerrojo.
Me echo a correr de nuevo hacia la puerta
como si fuese un muchacho todavía,
y la toco con un roce más intenso,
con una caricia de todos mis dedos.
Pero no fuerzo la cerradura.
En cambio me asalta una serena sonrisa,
y al extraño llamado de mi padre
sólo respondo: —Padre mío, debes disculparme.
Hoy vi a mi madre
Hoy vi a mi madre en sueños
los ojos llorosos,
sentada a la puerta de su tienda,
cabeza inclinada hacia el suelo.
En su regazo mi pequeño hermano
busca amamantarse de su seno,
pero no contiene una gota de leche
su pecho reseco.
El chico llora y llora
hasta quedar en silencio.
Sentada, callada,
escucha mi madre llorar al pequeño.
Un campesino, dinero en mano,
entra por pan a la tienda,
esperando que, como siempre, mi madre
salga alborozada a su encuentro.
Pero mi madre, como si durmiera
no se mueve de su sitio.
Echa otra mirada muda
y huye aterrado el campesino.
No digo
No digo que mi vida haya sido un fracaso;
solamente digo que la tormenta quiebra
al manzano más recio, y sus frutos
los va recogiendo el guardián en su cesta.
No digo que mi vida haya estado errada;
solamente digo que un trapecista sobre su hilo
cruza profundos abismos cantando como
si bajo sus pies tuviera un puente tendido.
No digo que mi vida haya sido un sueño;
solamente digo que un jinete, sobre su cabalgadura,
atraviesa todo un mundo al galope
y retorna al rincón donde descansa su cuna.
No digo que mi vida esté terminada;
solamente digo que el sol se hunde en las aguas
hecho una esfera inflamada de ocaso,
que incendia el occidente con una llamarada.
Una simple plegaria
¿Donde tomar fuerzas, dime,
Para este debatirse, Dios mío;
Para caer erguirse, y volver a esperar?
Para miles de senderos escapé ya de la muerte:
Por el heroísmo, por el miedo,
E incluso por la casualidad.
Dime׳ ¿cuántas pruebas más tiene la vida, Creador?
¿Cuántas más?
y aún habiendo ya escapado tantas veces,
sin embargo no olvido,
—para llevar, como corresponde, la cuenta—
todas las formas de muerte,
todos sus colores
que mis ojos mamaron
para revertirlos a su vez, algún día,
en los tuyos.
He visto la muerte roja,
he visto la muerte negra,
he visto la muerte azul,
y por sobre todos los tonos,
la muerte blanca, blanca, blanca, ciega.
Dime, ¿cuántas energías posee el hombre
para alimentar sus fuerzas;
para ser contigo un socio igualitario?
Por lo que vieron mis ojos
hay días en que abrigo la clara sospecha
de que no son iguales nuestras cargas;
que mi porción de dolor es mucho más intensa.
Solamente una vez evitaste
que se hinque un cuchillo en un cuello.
El entregarse del cuello de Isaac
quedó desde el monte Moría
por señal ungida del judío
para toda la eternidad.
También yo cargo esa seña, por supuesto.
La cargo —ambas cosas a un tiempo—
como un prodigio
y como un anatema.
¿Y es que tengo acaso otro remedio?
Justamente, dime,
¿es que puedo acaso escoger para el futuro
otra senda?
Escucho dentro de mí una voz que dice:
—No corresponde con la majestad divina
descargar con tanta familiaridad el corazón
ante el Creador Supremo.
Pregunto entonces:—Dime,
¿cuántas montañas de insomnio
le corresponde cargar a un frágil párpado?
¿Y cuántas lenguas de fuego deben regocijarse
sobre un trozo de cuerpo torturado?
¿Y cuántas veces debe estrellarse una frente contra un muro
para que el hombre permanezca intacto?
Intuyo tu secreto de introversión, reserva,
pero precisamente ya es tiempo de hablar contigo
cuanto más simple; cuanto más clara y largamente.
Con toda tu ubicuidad, no ves a veces;
con tu omnivisión entera, pasas sin darte cuenta a mi lado.
Disculpa que te hable casi en prosa.
No levanto la voz, pero tampoco ruego.
No te hablo con humildad,
pero con soberbia mucho menos.
Hablo como si las palabras por sí solas se unieran
y se ordenaran en versos por sí mismas;
hoy no quiero versificar de ningún modo.
Sin embargo, Creador, te ruego no lo impidas;
lo hacen ya, sin duda, por costumbre
o quizás precisamente
para continuar disimulando todavía
todo el abismo de su pena.
Quieren, a pesar de tu presencia,
permanecer acurrucadas entre sí
a la soterrada herida de su claror.
Saben que ante tí han de revelarse;
lo que ignoran es si Tú has de curar su herida.
Y no es su culpa
que, como de un cuchillo que sí se hincó en una garganta,
yazga anegado en sangre mi pacto contigo.
1959
A América
Cuarenta y un años ya que estoy entre tus límites, América,
llevo en mí tu libertad bendita,
aquella que Lincoln santificó con su sangre-ofrenda
y Walt Whitman con sus cantos.
Observa qué notable:
aún hoy busco respuesta a mis contradicciones,
a la inquietud que anima mi vida;
y me pregunto, por qué hasta hoy no te canté
con alabanza, con alegría, con transparente admiración,
tal como cabe a tu envergadura,
a tus ciudades y praderas,
a tus valles y montañas; y más aún:
a mis pequeñas paredes, ora en Bronzville, ora en Clinton Street,
ora en Borough Park, o en Bronx, o en The Hates;
y sobre todo a mis caminatas por East Broadway,
el East Broadway que me repleta de vitalidad aún hoy,
de intimidad en cuanto apoyo sobre él mi planta.
Cuarenta y un años ya que estoy bajo tus cielos,
ya más de treinta que soy tu ciudadano,
y hasta hoy no hallé en mí ni la palabra
ni la manera de relatar mi arribo y retoñar sobre tu tierra
con pincelada tan amplia y colorida
como tú, América.
En cuanto mi voz quería acercársete,
limitaba mis palabras, las reprimía endureciéndolas,
guardándolas avaro en mi interior.
Toda mi vida y mi mundo quedaban callados
bajo secretas llaves, lejos de tu excesiva envergadura.
Ahora te lo confieso: cuando bajé del barco,
cuando pisé tu tierra,
quise arrojarme a besarla, a rozarla con mis labios.
Sí, quise, pensé hacerlo y no lo hice.
Luego, sobre tu tierra bendita,
escribí cantos de añoranza y de culpa
en recuerdo de la figura de mi padre
diciendo a su imagen:
—Acoge en mi tardanza
los besos que, aún siendo niño, pensé, quise,
y siempre tuve pudor de darte.
No me dirás, en toda tu grandeza, América,
que tú eres más, que es mayor tu ascendiente;
que eres más importante que mi padre.
Pero tal vez me digas:
—Yo no soy más, ¿pero es que soy acaso menos?
En realidad quisiera escuchártelo decir,
porque escucharlo sería un bálsamo para mi pecho,
y podría, por lo menos en el declinar de mis años,
abrirte las fronteras de mi corazón;
revelarte mis aún escondidas confesiones sobre tí, América.
Lo repito: intenté hacerlo mediante cientos de alusiones,
en prosa y en verso, en el estallido de diálogos dramáticos,
en el caer y levantarse de telones;
traté más de una vez de arrancar de mi propio corazón los velos,
de abrirme e intimar contigo, América,
por lo menos la mitad de lo que intimo
con aquel cementerio en donde yacen mis padres
en el pequeño Iehumen
desde los oscuros días de la primer guerra mundial;
la mitad de mi intimidad con las ardientes nieves de Vitim,
aldehuela perdida en las heladas arideces de Siberia;
de mi intimidad con la marcha de Isaac al monte Moría,
o con la tumba de la madre Raquel;
con las preces de David o con las profecías luminosas de Isaías;
de mi intimidad con la ascensión de Lekert a la horca
o con las danzas ascendentes de Ein Jarod.
Lo intenté, y está claro que es mi culpa y no la tuya
que hace treinta años
anduviera ya bajo tu cielo con duelo en el corazón,
lamentando llevar con angustia mi canto judío
por tus calles y avenidas,
apretado entre mis dientes,
como una gata solitaria lleva a sus cachorros,
buscando en algún sotano, para ellos, un escondite de paz;
y en cuanto pienso en mis hermanos, poetas judíos,
me oprime como una tenaza su destino,
y siento necesidad de orar por ellos, por su suerte,
pero precisamente entonces enmudecen mis palabras.
Por supuesto que es mi culpa y no la tuya también hoy
cuando, pasados aquellos treinta años,
vuelve con tristeza a clamar mi corazón
porque la adversidad, hoy más que nunca,
arroja a los bardos judíos a nuevas siberias
y precipita al abismo de las tempestades,
hacia mortales riesgos,
nuestra estremecida nave poética,
a un abismo de tempestades que alcanzó también tus aguas,
América;
entre los riesgos mortales, busco la brava canción
del capitán bravío también hoy;
que el bravo capitán no traicione hoy también
su canción del destino.
Ya ves, soy cruel conmigo al decir:
por supuesto que es mi culpa.
Si pudiera decir "tal vez", "quizás", no "por supuesto".
Pero me cuido de arrojar siquiera una parte de culpa sobre tí, América,
y dios mismo, en el cielo, es testigo
de que no mereces todavía sentirte completamente libre de culpa,
del todo blanca como nieve.
Ya ves, en este momento deberías tu misma
venir en mi ayuda y aliviarme el hallazgo de aquellas palabras
que expresen a un tiempo acercamiento, fusión y despedida.
Fusión con toda tu belleza y tu amplia complexión.
¿Despedida? Cuanto mayor es la amalgama
tanto más cercano se hace el instante de la separación.
Ella puede sobrevenir entre tus límites,
pero puede también ocurrir fuera, lejos de ellos;
ella puede transportarme a aquellas regiones de maravilla
que transité siendo aún niño,
de la mano de Abraham, por los alrededores de Beersheva;
de la del rey David por las callecitas de Jerusalem;
ella puede transportarme también
a las calles de la Jerusalem renacida.
También tú, América, anduviste junto a ellos;
también tú acogiste en el corazón
el mandamiento y la bendición divinos:
de ser tierra que mane leche y miel,
multiplicando tu simiente como las estrellas del cielo
y las arenas de la orilla del mar;
de ser proféticamente libre
como soñaron para tí tus creadores.
¡Oh, que el sueño de Walt Whitman y el de Lincoln
sea hoy también tu sueño!
En los días de mi ancianidad,
al detenerme ante la clara imagen
de esta o de aquella luminosa hora
evoco nuevamente aquel instante en que,
hace cuarenta y un años
alcancé tu orilla, América, y pensé y quise
dejarme caer sobre tu tierra con mis labios,
y en mi conmovido desconcierto no lo hice.
Permíteme hacerlo ahora, tal como estoy,
así, de pie, abrasado por un claror
de acercamiento y despedida, América.
1954
Antología de la poesía
ídish del siglo XX
Selección y versión de
ELIAHU TOKER
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