miércoles, 1 de julio de 2015

MOISHE LEIB HALPERN [16.434]


MOISHE LEIB HALPERN

Nacido en 1886 en Zlochev, Galitzia oriental, Ucrania. Luego de vivir una década en Viena, llega en 1908 a Nueva York, donde luego de ejercer diversas tareas, divide su tiempo entre el periodismo y la poesía.

Comienza publicando en los órganos literarios del grupo Di Iungue —Los jóvenes— pero sin integrarse al mismo. Posteriormente colabora con el diario comunista judío, pero también durante un período limitado. Su obra poética se resume en cuatro volúmenes, —dos de ellos póstumos—de una intensidad inusual. Fallece en Nueva York en 1932, a los 46 años.




Mi inquietud de lobo

Mi inquietud de lobo y mi serenidad de oso;
la ferocidad aúlla dentro de mí, el hastío atiende.
Yo no soy lo que pienso ni soy lo que quiero;
soy el hechicero y el encantamiento.
Soy un enigma que se atormenta a sí mismo;
un hombre con agilidad de viento, atado a una piedra.
Soy el sol del estío y el frío del invierno;
soy el elegante opulento que arroja monedas de oro;
soy el muchachón que anda, la gorra de costado,
y silbando se roba a sí mismo el tiempo.
Soy el violín, el tambor y el contrabajo
de tres músicos ambulantes que tocan por las calles.
Soy la ronda infantil y el resplandor de la luna;
soy el simple que siente nostalgias por el país azul.
Y cuando paso ante un edificio derruido
soy también la desolación que asoma entre las ruinas.
Ahora soy el miedo, afuera, ante mi puerta;
la fosa abierta que me espera en el camino.
Ahora soy un cirio encendido recordando a un difunto;
un viejo retrato inútil sobre un muro polvoriento.
Ahora soy el corazón, la tristeza en una mirada
que hace un siglo sintió por mí añoranzas.
Ahora soy la noche que me ordena estar cansado;
la pesada neblina nocturna; el canto quedo del atardecer;
la estrella encima mío, arriba, en las alturas;
el murmullo de un árbol; un son de campanas; una exhalación. 




Extrañeza entre nosotros

Callamos.
Escucho cómo solloza mi ataúd en medio de la casa
porque es enteramente negro
y porque no posee siquiera la pequeña ventana
de la más mísera casa derrumbada
donde ya nadie vive.
Y tú, a la leve luz de la lámpara,
con la cabeza gacha,
regalas el más trémulo acento a tu vestido negro
que abraza tu cuerpo casi tan oscuramente
como a mí mi ataúd, que ahora veo.




Noche

Yo pensé,
a un hombre de mi edad,
¿qué lo atrae aquí al mar en este atardecer de otoño?
si ya conoce estas piedras;
y ¿qué le importa ese humo que se estira
desde la chimenea de un barco, cielo arriba?
y ¿qué le importa esa nube que desaparece
por el borde occidental del firmamento?
Un niño comienza a ir a la escuela
y le enseñan a bendecir
el trozo de pan que sostiene su manita,
pero ¿quién enseña a un hombre de mi edad
a deambular a solas
y a protestar
a la neblina del espacio nocturno?
¿al viento que llora como él
y a la blanca espuma que danza mar afuera
su eterno baile mortal?
Oh Guinguelí, inquietud mía,
llevo la soledad sobre mis huesos
como lleva herrumbre una vieja espada;
y tal como un pájaro moribundo cae de su nido
así cae sobre mí la noche.
Y eternamente discurro sobre esto conmigo mismo
como un santo simple le habla al viento por la ventana abierta,
al mismo viento que ante el libro apagó su vela. 




Porque sí

Moishe Leib se detuvo en medio de la noche
a meditar el mundo.
Presta atención entonces a su propio pensamiento:
alguien le murmura al oído
que todo está derecho y que todo está torcido
y que el mundo gira alrededor de todo.
Tironea Moishe Leib una pajuela con las uñas
y sonríe.
¿Por qué?
Porque sí.

Así tironea la pajuela en la noche;
de pronto se le ocurre nuevamente algo.
Se le piensa, presta atención de nuevo:
alguien le murmura al oído
que nada está derecho y que nada está torcido
y que el mundo gira alrededor de nada.
Tironea Moishe Leib la pajuela con las uñas
y sonríe.
¿Por qué?
Porque sí.




¿Quién es aquél?

¿Quién es aquél que allí cabalga
sin moverse de su sitio?
Calla, sangre mía, no llores;
aquel jinete soy yo mismo.

En medio del mundo, a medianoche,
¿quién le obstruyó el camino?
Calla, sangre mía, no llores;
aquel jinete soy yo mismo.

Y si por todas partes hay tinieblas
¿por qué no deshace el camino?
Calla, sangre mía, no llores;
aquel jinete soy yo mismo. 




Yo y tú

Yo y tu, ni paz ni inquietud;
gris y rubio que se acercan uno al otro.

Nos encontramos de improviso,
como dos mendigos con linternas y cayados,
deambulando de noche.

Como dos mendigos, con su atado y su jarra de agua,
que, como en un espejo, .
se ven el uno en el otro.

Levantan una ceja;
el ojo se enturbia.
No te amo
ni me odias.




Cómo ahuyentarlos.

Si viene gente con grandes pies embarrados
y sin pedir permiso, abren las puertas,
y comienzan a pasearse por tu casa
como por un prostíbulo perdido en una callejuela,
entonces, el placer más grande
consiste sin duda, en tomar en la mano un látigo,
como un barón que enseña a su esclavo a dar los buenos días,
y echarlos sencillamente como a perros.

Pero ¿qué se hace con el látigo, si viene gente
con cabellos rubios como espigas y ojos azul-cielo,
se introducen hábilmente, volando como pájaros;
hacen como si te acunaran con hermosos sueños
mientras se escabullen subrepticiamente en tu corazón;
se quitan los pequeños zapatos cantando,
y como quien baña un niño en un arroyo estival,
bañan en la sangre de tu corazón, sus hermosos pies? 




Cuando yo esté muerto.

Cuando yo esté muerto, levántame,
átame sobre un caballo,
y déjame ir así por el camino,
muerto, sin que nadie me acompañe
hasta deshacerme paso a paso
sobre hierba y piedra por mí mismo.

Y tú, que inútilmente a mi lado
transformaste en un erial tu vida,
destruye aquí la última señal
de quien ya no está.
Haz de cuenta que sólo fui una pesadilla
que sobrevino y pasó.

Nunca estuve yo aquí.
Nadie nunca aquí me vio.




Giba tú.

Giba tú que estás sobre mi alma,
tristeza bajo el resplandor lunar;
qué bueno estar así perdido
por toda la eternidad.

Las palabras que resuenan
nunca me dieron consuelo;
levantada la cabeza entonces,
lloraré, aullaré noche adentro.

Escucharé mi llanto,
escucharé mi aullido,
y ya no necesitaré de palabras
para perderme a mí mismo.

Me pareceré entonces
a un enorme perro negro;
giba tú que sobre mi alma,
tristeza bajo el resplandor lunar del cielo. 




El pájaro Mertzifint

¡Oh, hermanos míos!
Quien quiera mi gorro de payaso con las campanillas de plata
porque piensa que es bueno gustar
tal vez a mujeres que parecen cargar contrabando en sus pechos,
que sepa que se lo entrego con mi más profunda reverencia,
y si lo necesita, le obsequio incluso mi tambor
y le enseño cómo golpear para que lo escuchen
y comprueben que desde hoy él es el tonto
por si a alguno se le ocurriera brindarle honores por eso.
Y yo he de volver a casa y, con el saco arremangado
igual que Reb Moishe, el pobre sepulturero de Bialikomen,
he de pararme con un barril de grasa
allí, en el viejo mercado. Y cuando aparezca un menesteroso no-judío
y yo vea que su carro chirría tanto como mi alma,
he de engrasarle las cuatro ruedas embarradas por medio centavo
y podrá seguir viaje, con salud, adonde quiera,
digamos a Sasov, si le agrada
o incluso a Stremblie.




El último canto

Han dejado de creer en Dios,
entonces el amor también se ha ido;
los hombres se ahorcaron en el bosque
y se arrojaron al río.

Del río se alejó el cielo,
en el bosque hizo silencio el pájaro,
el arado y la flauta del pastor
quedaron en el campo, abandonados.

La tierra se volvió desierto,
todos los caminos se han perdido;
el profeta se sentó sobre una piedra
hasta tornarse piedra él mismo. 




Memento morí

.y si Moishe Leib, el poeta, les contara
que vio a la muerte sobre las olas
como se ve uno mismo en un espejo
y precisamente de mañana, a eso de las diez,
acaso han de creerle a Moishe Leib?

¿Y que Moishe Leib saludó a la muerte desde lejos con la
y le preguntó cómo le iba
y precisamente cuando miles de personas
se alegraban en el agua salvajemente con la vida,
acaso han de creerle a Moishe Leib?

¿Y si Moishe Leib les jurara con lágrimas en los ojos
que la muerte le atraía tanto
como a un enamorado en la noche
lo atrae la ventana de la mujer que adora,
acaso han de creerle a Moishe Leib?

¿Y si Moishe Leib les pintara a la muerte
ni gris ni oscura sino hermosamente colorida
tal como se le apareció a eso de las diez
allá lejos, sola, entre las olas y el cielo,
acaso han de creerle a Moishe Leib?




Este es nuestro destino

Jóvenes pescadores cantan como el mar libre
y fornidos herreros cantan como el fuego.
Nosotros, igual que ruinas en una tierra desolada,
cantamos como el vacío cuando fluye y llueve.
En el parque juegan reunidos los chicos cantando
y vive en su canto amor de madre.
Parecería que a nosotros nunca nos parió una madre.
La desdicha nos perdió, cantando, por el camino
y, como desgraciados, entonamos cantos sin sentido
como un papagayo sobre la barra de su jaula
o como la rana, al anochecer, entre la hierba y el pantano
o como ropa colgada a merced del viento
o como espantapájaros olvidados en el campo
cuando ya lo devoró todo el invierno. 





Eibi Kirli, el héroe de guerra

Eibi Kirli, el héroe de guerra,
con las medallas sobre el pecho y la muleta,
cierra el ojo izquierdo cuando llora.
Sin embargo ayer, un miércoles cualquiera,
se hizo una fiesta a medianoche
devorando siete sapos vivos.

Siete veces creí
que en mi jardín sólo lloraba el viento de la noche.
Pero ni siquiera intenté preguntarme
por qué llora.
Quizás lo enfurezca
no poder agitar las flores de mi jardín.
Son de piedra tal cual las soñé.

Pero, por más extraño que parezca,
no era el viento nocturno. Era Eibi Kirli quien lloraba.
Cada vez que tragaba un sapo vivo
lloraba su muerte.

Ahora está de nuevo sentado al sol
y espera que vengan los chicos
a decirle: —Buenos días.
Los quiere.
La ternura de los chicos le recuerda a su esposa,
la salvaje Barla.

Una vez, riendo, le mordió el hocico.
Pero entonces tenía todavía su organito
y una pluma de pavo sobre el sombrero verde
y pantalones ajustados,
y las botas
que brillaban como espejos al sol.
—¡Hey, mi Barla!
Eibi Kirli no puede recordar su dicha
porque grita,
se echa a toser y escupe sangre.

Pero Eibi Kirli no se enoja;
sólo cierra el ojo izquierdo cuando llora
con las medallas sobre el pecho y la muleta. 




Lina noche
(parte XI del poema)

Si pagas, hermano,
viajarás en carroza,
ay, liu-liu, liu-liu;
si no pagas
andarás sobre piedras y espinas;
cierra entonces los ojitos
ay, liu-liu, liu-liu.

Como a un perro extraño
te echarán de todas partes,
ay, liu-liu, liu-liu;
donde pases el día
no te dejarán pasar la noche;
cierra entonces los ojitos,
ay, liu-liu, liu-liu.

Y si, a golpearte el corazón,
te sientas sobre una piedra,
ay, liu-liu, liu-liu,
la madre Raquel
llorará tu suerte negra;
cierra entonces los ojitos
ay, liu-liu, liu-liu.

No podrá el Mesías
soportar tu llanto,
ay, liu-liu, liu-liu,
se arrancará las cadenas
y dará su cabeza contra una piedra;
cierra entonces los ojitos,
ay, liu-liu, liu-liu. 




Desfile 1920

Una vieja bandera sucia llevada por alguno
sobre un caballo de cabeza colgante.
Tras él una tropa de seres que parecen difuntos
que se hubieran excavado de su propia sepultura;
y delante y detrás algunos músicos
que se tambalean, se arrastran y tocan.
Tendida todo alrededor una modorra
como el monótono chirriar de ruedas
de viejos molinos aguateros.
La espera, con la sangrante herida desolada
en pleno corazón, aguza los oídos de nuevo
y aúlla como un perro
que perdió a su amo en medio del camino.
Y desde lo alto, cubriéndolo todo, una nube
que se tiende como una niebla de lejanas tierras;
y por encima de todo una mecánica quietud
que oprime con peso de metal.
Y nada más.




Añora tu casa natal

Añora tu casa natal y odia tu patria;
sé una rama quebrada
de un árbol hace tiempo reseco;
sé un montículo de ceniza
de una torre en llamas.
Enfurécete, hombrecillo, en tu pena.
Si un león llegara aquí extraviado,
enloquecería,
se destrozaría a sí mismo.
Llora tus años, hombrecillo;
tus lágrimas caen
como una llovizna en el océano. 




La plegaria de un lumpen

Toma mi talento y dáselo
a un perro viejo o a un burgués
que persigue honores
para que sus amados vecinos lo envidien,
oh ayúdame, ayúdame, Dios.

Oh, ayúdame Dios
a que cuando un atorrante
me ataque en pleno día
yo haga retumbar su hocico como una campana,
oh ayúdame, ayúdame, Dios.

Oh, ayúdame Dios
a que mis camaradas, apretando los dientes,
se pregunten de qué vivo
mientras yo, precisamente,
ande con las manos en los bolsillos,
oh ayúdame, ayúdame, Dios.

Oh, ayúdame Dios
a que al santurrón le resulte mi presencia
tan insoportable y ardiente
como un tazón de jrein fresco,
oh ayúdame, ayúdame, Dios.

Oh, ayúdame Dios
a que mis palabras hiedan
como un gato muerto en la basura
y a que quede desolado el lugar donde yo pise,
oh ayúdame, ayúdame, Dios.

Oh, ayúdame Dios
a que, como una lúgubre danza de putas,
salte a los ojos de todos mi insolencia
y a que cada hombre casado me maldiga,
oh ayúdame, ayúdame Dios

Oh, ayúdame Dios
a que yo sea la guadaña
y yo mismo sea la piedra
y a que escupa sobre el mundo,
sobre tí y sobre mí mismo,
oh ayúdame, ayúdame, Dios. 






La última

Sol del atardecer.
Todas las moscas en los rincones de la ventana
endurecidas por el frío de la tarde
o tal vez ya muertas;
y sobre el borde del vaso de agua, la última,
una única en toda la casa solitaria.
Le digo: —Cántame algo de tu lejana patria,
mosca querida.
Escucho como llora y me responde,
que se le seque la patita derecha
si roza siquiera una cuerda
a la orilla de aguas extranjeras;
si olvida
las queridas montañas de basura
que antaño fueran su tierra. 


Antología de la poesía
ídish del siglo XX
Selección y versión de
ELIAHU TOKER










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