ROBERTO MARTÍNEZ BACHRICH
(Valencia, Venezuela 1977).
Es cuentista y poeta. Profesor del Departamento de Literatura Latinoamericana de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Realizó un master en técnicas de la narración en la Scuola Holden de Turín, Italia y cursa un Magíster en Estudios Literarios por la Universidad Central de Venezuela, ha publicado los libros Desencuentros (Gobierno de Carabobo, 1998) y Vulgar (Universidad de Carabobo, 2000); y un libro de poesía: Las noches de cobalto (Funsagú, Maracay, 2002). Además otros textos suyos han aparecido en las antologías De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006), Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007), Carne de exportación (Funcas, 2008), En obra (Equinoccio, 2009) y en la versión digital de El futuro no es nuestro (Pie de página, 2008).
Algunas de sus notas o reseñas críticas han aparecido en El Universal, Verbigracia, Primicia, El Carabobeño, La Tuna de Oro, Notitarde, Revista Nacional de Cultura, Akademos, Lector Urbano, el Anuario del Instituto de Investigaciones Literarias de la UCV y otros periódicos y revistas.
Ha sido merecedor de los premios Premio de Cuento de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Carabobo, 1996; Premio Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” 1998 al libro de relatos Desencuentros; Premio de poesía “Vox Novula” 1999. Universidad Católica Andrés Bello; Premio de Cuento Breve 1999 de la Universidad Central de Venezuela; Premio de Cuento de la C.A. Metro de Caracas 2000; Premio de Cuento Bienal de Literatura “Simón Rodríguez”, CUAM, Valencia, 2001.
De enormes lobos son manadas
Moscardones de sombra
no son. Ni cuervos
ni zamuros. Aun así
–hienas del aire–
temblamos viéndolas planear
sobre el cielo de Altamira.
Como sombras de ira
el olor de la sangre las atrae
se avecinan
a la trama de los cuerpos
su vuelo torpe/ denso/ descendiendo
sobre el tapiz de muerte/ la ciudad.
No lo saben, aún.
No lo sabemos.
Sus caballos me aterrorizan
–dice la niña a su madre–.
Cabalgan sobre el aire/ sus escudos
multiplican la canícula/ nos ciegan
las chispas de sus lanzas/ nos espantan
sus yelmos ensangrentados
ceniza se hace la niebla
de la nada/ relámpagos
y entre el incendio/ los cadáveres
que auscultan/ que señalan
surgiendo de sus capas negras
de sus pesadas ala
como de ángeles malditos
No son caballos –susurra el padre
entre dientes, para sí–
de enormes lobos son manadas
abiertas sus fauces/ olisqueando
sus garras/ sus colmillos
acercándose.
Mira sus melenas/ son guerreras
–dice el niño–
y han venido a salvarnos.
Pero la noche empieza a caer
sin regreso.
¿Son acaso las Erinias? –duda
la madre consternada–.
¿Han venido a cebarse
en esta sangre joven/ este suelo?
¿Cobrarán venganza?
No –responde el abuelo
ojos claros, rudo acento
y señala con dedo tembloroso
las sombras ya muy cerca
liquidando el aire–.
No. Míralas bien. Mira
sus pechos metálicos
sus sexos heridos
sus ojos vaciados
Míralas/ esfinges de plata son.
Sin nervios. Sin corazón.
No temerlas, no.
Sólo en la muerte/ hacen negocios.
Lo suyo son las almas que se van.
Bien las conozco, cielo.
No pertenecen a esta noche
de grito sin garganta/ a este campo
sin lumbre o estructura.
No son ya de lo humano.
Ni para lo humano, vivo.
Están en la historia equivocada
en un tiempo que no corre
una zona atragantada
un espacio sin lugar.
Te equivocas –corrige su mujer
frunciendo el pálido ceño
la línea del labio/ desangrada–.
Te equivocas, amor.
Cómo te equivocas.
Se llevarán las almas de los nuestros
a la montaña mítica/ sagrada.
Nos dejarán sin ellos.
Sólo sus cuerpos/ vejados/ quedarán.
Pertenecen otra vez
a este infierno.
Ésta vuelve a ser su noche
su tiempo/ su historia.
Éste el lugar exacto
de su hambre/ de su oficio.
Éste también/ tal vez
nuestro final.
Húmedas, las calles
de sangre o de silencio.
La noche ya lo es todo.
Caballos/ lobos negros
van tocando/ el suelo de la plaza.
Seguras/ imponentes
ellas descienden.
Son hermosas/ son feroces.
Y vienen embriagadas.
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