José Bergamín
(Madrid, 1895-San Sebastián, 1983)
José Bergamín, que desde el comienzo acompañó a su generación con la cohetería de sus aforismos, con las paradojas de sus ensayos, es sin embargo un poeta tardío. En plena guerra civil, cuando adoptaba las más extremas posturas políticas, asombró a Antonio Machado con sus «Tres sonetos a Cristo crucificado ante el mar», publicados en Hora de España, y que tenían el torturado empaque del barroco mejor (junto al magisterio, inevitable, de Unamuno). Pero el Bergamín poeta más característico no fue por esa línea del conceptismo, la gran retórica y el ingenio, para la que estaba excepcionalmente dotado, sino por otra bien distinta: la poesía que viene de los cancioneros populares, la que prefiere el verso de arte menor y la rima pobre, y que encuentra en Augusto Ferrán y en Bécquer dos de sus nombres más característicos. Desde La claridad desierta (1973) hasta Esperando la mano de nieve (1983), de tan becqueriano título, Bergamín fue escribiendo rimas y más rimas, coplas y más coplas, sin importarle la reiteración, el riesgo -evidente- de la monotonía. Los poemas de La claridad desierta -según subraya Ramón Gaya en el epílogo al volumen- «han sido escritos por el Bergamín más despojado, más interno; son los poemas de un versificador muy reciente, en colaboración, diríamos, con un hombre de setenta años, o sea, pleno, completo, lo que dará, pues, a esos poemas, una condición privilegiada de madurez juvenil -una juventud madura, en cambio, no es posible- y una transparencia, una "claridad" única, última».
Poesía casi adolescente, en paradoja muy suya, la del último Bergamín, poesía en la que el viejo escritor, que se sabe todos los trucos del oficio, abjura de su maestría, y juega a que la poesía se confunda con el suspiro, sea sólo voz del alma, soplo del espíritu. En los mejores momentos alcanza la ligereza y la gracia de la poesía popular.
Obra poética
Rimas y sonetos rezagados, Madrid, Renuevos de Cruz y Raya, 1962.
Duendecitos y coplas, Madrid, Renuevos de Cruz y Raya, 1963.
La claridad desierto, Málaga, Litoral, 1973. Epílogo de Ramón Gaya.
Del otoño y los mirlos, Barcelona, R.M., 1975.
Apartada orilla (1971-1972), Madrid, Turner, 1976.
Velado desvelo (1973-1977), Madrid, Turner, 1978.
Poesías casi completas, Madrid, Alianza Editorial, 1980.
Esperando la mano de nieve, Madrid, Turner, 1982.
Poesías [7 volúmenes], Madrid, Turner, 1983-1984.
Antología poética (ed. Diego Martínez Torrón), Madrid, Castalia, 1997.
Bibliografía
DENNIS, Nigel, El aposento en el aire. Introducción a la poesía de José Bergamín, Valencia, Pre-Textos, 1983.
GAUTIER, Blaise (ed.), José Bergamín, París, Centre Georges Pompidou, 1989.
GAYA, Ramón, «Epílogo para un libro de José Bergamín», en La claridad desierta, págs. 209-214.
GONZÁLEZ CASANOVA, J. A., Bergamín a vista de pájaro, Madrid, Turner, 1995.
MARTÍNEZ TORRÓN, Diego, El sueño de José Bergamín, Sevilla, Alfar, 1997.
PENALVA, Gonzalo, Tras las huellas de un fantasma. Aproximación a la vida y obra de José Bergamín, Madrid, Turner, 1985.
VV. AA., En torno a la poesía de José Bergamín, Lleida, Pagès, 1975.
[Nieve, traslado helado...]
Nieve, traslado helado del hastío:
cuando desciendes blandamente al suelo
desde el abismo de tu oscuro cielo,
eres cobijo de silencio al frío.
Hasta que tu celeste desvarío
te apresa, precipicio de tu vuelo,
en duro celo, en crepitante hielo:
sedosa al paso pesaroso mío.
No dejas de ti misma, cuando helada,
más que el blanco fulgor de tu figura:
sudario de la luz aprisionada;
que esa radiante faz de tu blancura
por pálido cristal equivocada
te apaga en sueño, en sombra y noche oscura.
Al volver
Aquí nació mi vida a la esperanza
y aquí esperó también que moriría;
ahora que vuelvo aquí, parecería
que el tiempo me persigue y no me alcanza.
Detiene otoño el paso a la mudanza
que en la luz, en el aire se extasía:
los árboles son llamas, su alegría
enciende ya mi bienaventuranza.
Todo pasó. Todo quedó lo mismo:
como si en este otoño floreciera,
ardiendo en el fulgor de su espejismo,
última para mí, la primavera;
abismo del no ser al ser abismo
la eternidad del tiempo prisionera.
[¡Qué pesarosa noche!...]
¡Qué pesarosa noche! ¡Qué angustiada
de su desvelo y soñación se siente!
¡Cómo la soñarrera de la mente
abre su paso al peso de la nada!
¡Qué desasida luz! ¡Qué deseada
penumbra del soñar, si, de repente,
le vuelve al corazón más transparente
su hueca soledad desesperada!
Cual si en un alto vuelo se tornase
el vano discurrir fugaz del río
y en blanda pesadumbre se posase,
se posa, se aposenta, en mí, el vacío,
como si a su pesar se acompasase
su peso al paso pesaroso mío.
[¡Qué estúpido esperar desesperante!]
¡Qué estúpido esperar desesperante!
¿Esperar qué? si la esperanza es vana.
Hoy por hoy, mañana por mañana,
y ayer por un ayer futurizante,
todo pende y depende del instante,
del momento fugaz en que se gana
y se pierde sin fin la vida humana
por esa huida temporal constante.
Lo que dejó de ser sin haber sido
volverá a ser como si no lo fuera
dándose en lo ganado por perdido.
Y en tan veloz como mortal carrera
morir es desvivir lo no vivido,
vivir desesperar lo que se espera.
[Al pasar...]
Al pasar por el parque me he encontrado
con un fantasma errante en sus caminos:
destello luminoso de hojas muertas,
Otoño sobre el suelo humedecido.
Tan inaudita música de lumbres
hace visible el alma a los sentidos
como un rescoldo que despierta en llama
al fuego que en cenizas se ha dormido.
Seguirán otros pasos a mis pasos;
pisarán esta tierra que yo piso:
pero no escucharán los mismos ecos
que yo estoy escuchando otros oídos.
Otros ojos verán lo que mis ojos,
pero no lo verán como los míos.
Y en otro Otoño pulsará el Otoño
otro latir de corazón vacío.
[Tiembla la llama...]
Tiembla la llama en el fuego
y su reflejo en el agua.
Tiembla tu sombra en el aire
y la luz en tu mirada.
Con lejanía de canto
tiembla el son de la campana.
Tiembla la voz del torrente
y su eco en la montaña.
Tiembla la ola en la espuma
al deshacerse en la playa.
Y tiemblan sobre la arena
las huellas de tus pisadas.
Tiemblan todas las estrellas
cuando las apaga el alba.
Y tiembla la oscuridad,
sintiéndose desvelada.
En el ahora y el hoy
tiembla el ayer y el mañana.
Y tiembla la eternidad
en el momento que pasa.
Tiembla el susurro del viento
en las arboledas altas.
Y el parlero andar del río
tiembla en la corriente clara.
Tiembla en tu pelo un sollozo
de oscuro llanto sin lágrimas.
El día y la noche tiemblan
al encontrarse en tu cara.
La soledad de los campos
tiembla en un piar de pájara,
con estremecido vuelo,
con estremecidas alas.
Tiembla la rama en el árbol
y la hoja tiembla en la rama.
Yo siento que está temblando
en mi corazón, tu alma.
[Ando perdido...]
Ando perdido en un sueño
como si no fuera yo.
Todo lo veo muy claro,
pero con mis ojos no.
Siento que estoy dando voces,
pero ninguna es mi voz.
Cuando despierto, se llena
de sombra mi corazón.
[Con qué inmensa...]
¡Con qué inmensa, infinita pesadumbre
siento en mi corazón el Universo,
pensando que sus mundos siderales
los pueblan astros muertos!
Sintiendo, al contemplar el hondo abismo
oscuro o luminoso de los cielos,
entre asombro, y horror, y maravilla,
el ánimo suspenso.
Porque lo que me espanta de los astros
es que parecen quietos:
y de ésos, sus espacios infinitos
-como a Pascal-, es el silencio eterno.
¿Será terrenal sólo nuestra vida
y todo lo demás será silencio?
¿Qué soledad de soledades llena
con su propio vacío el firmamento?
Máscara de cristal, sin transparencia
iluminado espejo,
sin eco a nuestra voz y sin respuesta
a nuestro pensamiento.
¿No hay otra vida que la de la Tierra?
¿El mundo sideral es un desierto?
¿Vive la Tierra sola, rodeada
de mortales espectros?
¿Más allá de mi humano ser terrestre
no encontraré más vida ni más sueño
que el que me abren las simas celestiales
con su profundo Infierno?
[Desde este silencio]
Desde este silencio
no oiréis más mi voz.
Y cuando se rompa,
ya no seré yo
el mismo que os hable
de nuevo, sino
otro, que se ha muerto,
al que nadie oyó.
[Poesía, I]
[¡Qué poco...!]
¡Qué poco me va quedando
de lo poco que tenía!
Todo se me va acabando
menos la melancolía.
[Canto rodado]
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