Diego Hernando de Acuña (Valladolid, 1520 - Granada, 22 de junio de 1580) fue un poeta español petrarquista del Renacimiento.
De origen noble, se dedicó a las armas y combatió como soldado en Italia bajo las órdenes del marqués del Vasto con quien participó en la guerra del Piamonte cubriendo la plaza dejada por su difunto hermano Pedro, y en Alemania. Cantó a dos damas, las Silvia y Galatea de sus versos durante su estancia hacia 1543 en Tesino. Detenido por los franceses es rescatado por el emperador, quien le nombró gobernador de Querasco. Finalmente participó en la famosa batalla de San Quintín.
Sobre 1560 deja la vida militar y se traslada a España, casándose con una prima suya llamada Juana de Zúñiga e instalándose en Granada, donde junto a don Diego Hurtado de Mendoza ejerció su influencia sobre los poetas jóvenes.
Obras
Pertenece a la primera generación de poetas españoles petrarquistas del Renacimiento. Mantuvo amistad con Garcilaso de la Vega, quien le dedicó un epigrama en latín poco antes de morir que fue impreso en la primera edición de El caballero determinado. Traductor de obras clásicas de grandes escritores latinos e italianos (el Orlando de Boyardo). Es conocido por sus sonetos, sus églogas y elegías, algunas de ellas dedicadas al Emperador Carlos I de España, tema de su famoso soneto "Ya se acerca, señor, o ya es llegada", que se hizo famoso por uno de sus versos, que resume el ideal político de Carlos I: "Un monarca, un imperio y una espada". También puso en quintillas dobles El caballero determinado de Olivier de la Marche, obra traducida en prosa por su amigo, el propio emperador Carlos I.
Su viuda publicó en Madrid a su muerte sus Varias poesías en 1591, un cancionero petrarquista afín a los publicados por poetas de su generación como Garcilaso de la Vega o Juan Boscán.
Bibliografía
Alonso Cortés, Narciso: Don Hernando de Acuña. Noticias biográficas Biblioteca Studium, Valladolid 1913.
Morelli G: Hernando de Acuña. Un petrarchista dell'epoca imperiale Università degli studi di Parma 1976.
A su Majestad
Invictísimo César, cuyo nombre
el del antiguo Carlo ha renovado,
al sonido del cual tiemble y se asombre
la tierra, el mar y todo lo criado;
en quien Roma su imperio y gran renombre
conoce más que nunca sublimado,
y do el dichoso siglo que os alcanza
pone primera y última esperanza.
Vos, pues, Señor, en cuya fortaleza
el nombre se sustenta y ser cristiano,
y en el supremo grado de grandeza
tenéis siempre delante el ser humano;
si del don bajo suple la bajeza
un puro corazón sincero y sano,
dél acetad esta señal presente,
como César humano, humanamente.
Elegía a una partida
Si el dolor de la muerte es tan crecido
que pueda compararse al que yo siento,
duélase el que nació de ser nacido.
Mas nunca pudo muerte al más contento
parecerle jamás tan cruda y fiera,
que iguale a mi dolor su sentimiento.
Muerte puede hacer que el cuerpo muera,
mas, cuando el amador de su bien parte,
el alma se divide, que era entera.
Antes la más perfeta y mejor parte
es la que en el poder ajeno queda,
que con su propia mano Amor la parte.
Pues ved cómo de vos partirme pueda,
que sois parte mayor del alma mía,
sin que el dolor al del morir preceda.
Ya se me representa el triste día
tan lleno de tiniebla, horror y espanto,
cuan ajeno de luz y de alegría.
Y pues de agora se comienza el llanto,
ved qué será en efeto la partida,
si sólo el esperalla duele tanto.
Será gran bien en pena tan crecida
que, pues partiendo de mi bien me alejo,
antes que parta el pie parta la vida.
Mas el injusto Amor, de quien me quejo,
permite, para daño más notable,
que deje, sin morir, el bien que dejo.
¡Oh fortuna envidiosa y variable,
que apenas vi mi bien ya desparece,
tanto te precias de tu ser mudable!
Aún bien no amaneció cuando anochece,
que en el bien que he tenido ser primero
su fin que su principio me parece.
Mas mi sustentamiento verdadero,
partiéndome de vos, por quien vivía,
es la esperanza de volver do espero.
Ni aunque me vaya donde nace el día
tendrá el sol rayo tan resplandeciente
que alumbre en su tiniebla el alma mía.
Otra alba han menester, otro orïente
mis ojos, que sin vos hallan escuro
del cielo el resplandor más excelente.
Y el bien que más deseo y más procuro
casi me ofende, que es dejarme veros,
visto a lo que partiendo me aventuro.
Y amenázame Amor con el perderos,
aunque mi corazón no lo consiente,
que desto se asegura con quereros.
Pero, señora, quien os ve presente
¿qué corazón tendrá para acordarse
que de esos ojos se ha de ver ausente,
y para ver la triste hora llegarse
en que los míos hayan de partirse
del bien de que no saben apartarse?
Si la pasión que desto ha de sentirse
es cierto que ha de ser conforme al daño,
harto se manifiesta sin decirse.
No digo la que siento en el engaño
de ser mi voluntad desconocida,
que éste es otro dolor nuevo y extraño:
ver que cosa de vos va tan sabida
no queráis por su nombre confesalla
por no la agradecer siendo creída;
que, aunque jamás yo supe declaralla,
sé que de vos por un igual se entiende
esto que digo y lo que el alma calla.
Mas lo que en mi partida ella pretende
y, en pago de su fe, por ella os pido,
si el pedillo, señora, no os ofende,
es sólo que a un querer tan conocido
le deis su nombre, y que no sea pagado
el jamás olvidaros con olvido,
ni con ese descuido mi cuidado.
La fábula de Narciso
Si un bajo estilo y torpe entendimiento
merecieran llegar a aquella altura
do, señora, llegó mi pensamiento,
y tuviera en esto igual ventura,
pudiera yo contar lo que es sin cuento,
dando a vuestro valor y hermosura
seguridad, cual nadie la ha tenido,
de la ofensa del tiempo y del olvido.
Mas si mi ingenio lo procura y quiere,
razón lo contradice y le castiga,
pues manda que primero considere
a qué puede bastar y a qué se obliga.
Porque de vuestro ser ninguno espere
llegar a decir tanto, que no diga
mucho más el silencio, con la falta
de quien ose emprender cosa tan alta.
Y pues de tanto bien como en vos veo
aun no puede lo menos celebrarse,
lo más, que yo no entiendo, aquello creo,
que aquí tiene mi fe donde fundarse.
Y ofreciendo por obra el buen deseo,
podrá con justa causa disculparse
el flaco, que no emprende gran conquista,
y el que mirando al sol pierde la vista.
Así, por ser en esto tan notoria
la poca fuerza del ingenio humano,
en vuestro nombre trataré una historia
cuyo sujeto no se finge en vano.
Y vos, que sola estáis en mi memoria,
desde ella alumbraréis mi ingenio y mano
con aquel resplandor y luz que distes
al siglo venturoso en que nacistes.
Y aunque el camino, y el juicio vuestro,
va de lo general tan apartado,
yo sé que contra Amor, y en daño nuestro,
seguís lo que es de muchas aprobado:
ésta es la ingratitud, que es un siniestro
y error por mil ejemplos reprobado,
como dello nos da más claro aviso
la vida con la muerte de Narciso.
Amor rige su imperio sin espada,
mas con todo castiga, y no consiente
que sea en su desprecio tan usada
la fiera ingratitud entre la gente;
la cual, siendo mil veces condenada
a destierro por él, tan justamente,
se admite, y hay mil damas tan exentas,
que con ella le hacen mil afrentas.
Y conviene entender que no se debe
menospreciar jamás virtud divina,
y menos la de Amor, que al bien nos mueve
y de bien en mejor nos encamina.
Y la que contra Amor yerra o se atreve
entienda que a pasar se determina
lo terrible del mundo y lo más fuerte,
que es triste vida y miserable muerte.
Si Amor muda en fortuna la bonanza
de quien contradecille espera, o piensa,
juzgad, señora, si hará venganza
de quien por obra le hiciere ofensa.
Que como es la soberbia, y confianza,
pecado inmenso, así es la pena inmensa,
cual a muchas la dio, cuya memoria
vive en la antigua y la moderna historia.
Y los ejemplos que en el mundo ha habido,
ni los basta a contar verso ni prosa,
de las que, a Amor habiendo resistido,
con muerte lo pagaron dolorosa.
Testigos serán Fedra, File y Dido,
y serálo también Enón hermosa,
con Ariadna, Hipsífile y Medea,
cuya verdad es justo que se crea.
Cualquiera déstas fue soberbia y cruda,
hasta que Amor, a la venganza vuelta
su blanda voluntad, que así se muda,
la dellas castigó que andaba suelta.
Tanto, que a cada cual negó su ayuda,
cuando la vio en pasiones más envuelta,
y al fin, como se escribe, fenecieron
entre penas diversas que sufrieron.
Mas ¿qué testigo habrá más verdadero
para probar esta opinión tan cierta?
¿Qué ejemplo deste tiempo, o del primero,
nos muestra la verdad más descubierta,
y declara mejor al venidero,
si quien resiste a Amor yerta o acierta,
que el caso lamentable de Narciso,
hermosísimo hijo de Cefiso?
De Cefiso y Leríope engendrado,
fue, por su mal, Narciso tan hermoso
que, en mostrándose al mundo, fue estimado
por un don celestial maravilloso.
Esto puso a sus padres en cuidado,
que un bien tan excesivo y milagroso,
como exceder parece a la natura,
es común opinión que poco dura.
Y con este temor su madre vino
donde a los pueblos su respuesta daba
el hado Tiresias, adivino
que a todos la verdad pronosticaba.
Pídele si a Narciso su destino
breves o largos días le otorgaba,
que tan nueva belleza en mortal vida
cuanto más es amada es más temida.
Como acabó la madre su pregunta
sobre tan importante y cara cosa,
aunque está la esperanza al temor junta,
quedó de la respuesta temerosa.
Ésta le da Tiresias, en que apunta
el mal futuro en condición dudosa:
que el niño cuya vida saber quiere
gran tiempo vivirá si no se viere.
A los padres fue escura esta respuesta,
o al menos se pasó sin ser creída,
hasta que en fin se hizo manifiesta
con el triste suceso, y fue entendida
tan nueva forma de morir como ésta,
y fin tan miserable de una vida,
que se viese o se oyese no se alcanza,
y, permitiólo Amor en su venganza.
Jamás se vio en humana criatura,
primero ni después, mayor belleza
que la que dio a Narciso la natura,
de gracia acompañada y gentileza:
el aire, el ademán v la postura
tal novedad mostraban y extrañeza,
que igual no solamente no tenía,
mas poderlo tener no parecía.
Las felices estrellas se juntaron
y en hacelle hermoso concurrieron,
las gracias todas juntas le dotaron
de todo lo mejor que en sí tuvieron:
la pintura fue tal que nunca osaron
retratalla en color, ni la esculpieron,
Apele, Zeusi, Praxitele o Fidia,
ni lo supo emendar la mesma envidia.
Iba creciendo el mozo, y mil querellas
con sospiros y lágrimas crecían,
por donde andaba, en dueñas y doncellas,
sin poderse valer cuantas le vían,
no sin admiración en todas ellas
de la nueva mudanza que sentían,
que la más libre, en viéndole presente,
prueba lo que es amar fundadamente.
Mas él, que es contra Amor endurecido
y de seguille está tan apartado,
que, como a otro el ser aborrecido
tanto y más le aborrece el ser amado,
de ninguna entre tantas fue movido
ni de ajeno dolor toma cuidado,
que, si hay cosa que iguale a su belleza,
es sólo su desdén y su aspereza.
En ningún ejercicio se embaraza
que se conforme con sus verdes años,
ni toma gusto sino sólo en caza
y en hacer a las fieras mil engaños.
Déstas sin descansar sigue la traza,
que en seguir los provechos o los daños
de Amor no piensa ni se acuerda dello,
o, si se acuerda, es para aborrecello.
Mas en los montes, valles y espesura
de las selvas ya dél acostumbradas,
aún vino a ser dañosa su figura,
y a causar más de un llanto sus pisadas:
que en verle no quedó ninfa segura,
ni pudieron estarlo en sus moradas,
antes con las demás a un mismo punto
el verle y el arder fue todo junto.
Y con mostralle claro que le amaban,
no solamente a amar no le movían,
pero con la blandura que mostraban
en extremo mayor le endurecían.
Así más lejos siempre se hallaban
cuanto más deseosas le seguían,
dando deste dolor y sentimiento
sus quejas y sus lágrimas al viento.
Y por montes y selvas maldiciendo
van las tristes amantes de una en una
el punto en que le vieron, pues muriendo,
la muerte no le mueve de ninguna.
Y como va el dolor siempre creciendo,
maldicen su deseo y su fortuna,
y al cielo que juntó beldad tamaña
con rigor y aspereza tan extraña.
Al amor cada una reprehende
como digno de ser reprehendido,
que no siente su daño y que no entiende
lo que dél suele ser tan entendido:
que su reino y sus leyes no defiende
de un mozo de quien es tan ofendido,
y siendo despreciado, se consiente
despreciar y ofender tan claramente.
¿Dónde está, Amor, tu brazo poderoso,
le dicen, y tan fuerte en toda parte,
que a Plutón en el reino tenebroso
sojuzgó, y en el cielo a Apolo y Marte?
¿Cómo el temido es ya tan temeroso,
y sufres que un soberbio no se harte
de ver contino llanto en nuestros ojos,
llevándonos las almas por despojos?
¿Dónde está el arco, Amor, que te hacía
tan temido en el mundo v acatado,
y las saetas, que cualquier valía
contra el más duro pecho y más armado?
¿Dó está la ardiente hacha que encendía
el corazón más frío y más helado?
¿Dó está el cuidado y el mortal recelo,
la esperanza, el temor, la llama, el yelo?
¿Cómo del arco se aflojó la cuerda?
¿Cómo se despuntaron tus saetas?
¿Cómo permites que el temor se pierda
a tus públicas armas y secretas,
sufriendo al que no cura ni se acuerda
que amenaces con mal, o bien prometas?
Pues tu reino y tu ser debe moverte,
si perdello no quieres y perderte.
Narciso libre y suelto anda cazando
por montes, valles, selvas y riberas,
hiriendo crudamente, y aun matando,
más número de ninfas que de fieras;
y de tu imperio, Amor, siempre burlando,
y de nuestras congojas lastimeras.
Pues mira, de quien tanto se atreve,
si un divino poder vengarse debe.
Estas y otras mil cuitas semejantes
dicen las tristes sospirando al cielo,
en amar a Narciso tan constantes
cuan llenas de dolor y desconsuelo.
Y, aunque de ser amadas tan distantes
cuanto está el fuego de la nieve o yelo,
todas van a buscar y amando siguen
a aquél que con seguille se persiguen.
Tal hubo entre ellas que, a seguirle intenta,
de venir a hallarle se temía,
que el fuego en que Amor lejos la sustenta
temor de cerca en yelo le volvía.
Así nueva pasión cumple que sienta
do quier que el pie o el ánimo movía,
y así del bien y mal por prueba siente
que vienen a dañar casi igualmente.
Hubo otra allí que, cuando más quejosa,
la desesperación le dio esperanza
de contarle su pena dolorosa,
de suerte que hiciese en él mudanza.
Ya está de comenzarlo deseosa
y esfuérzase en su débil confianza,
tanto que entre sí mesma ya decía:
«Pues callo mi dolor, la culpa es mía.
Mía es toda la culpa, pues no entiendo
ni procuro a mi mal remedio o cura.
No me ofende Narciso, yo me ofendo,
y él no sabe mis ansias por ventura:
él no puede saber que estoy muriendo,
si nunca le conté mi desventura,
que al viento y a los montes la descubro,
y a quien puede valerme se la encubro».
Así diciendo y sospirando, parte
a buscar y seguir el crudo amante,
pensando de qué forma y con cuál arte
le mostrase su pena y fe constante.
Ya junta la razón, ya la reparte:
«Esto diré después, esto delante»;
ora a este dicho, ora a aquél se allega
y, junto éste y aquél, afirma y niega.
Pero en el punto que a mirar llegaba
al que a paso tan duro le ha traído,
de sólo contemplalle se acordaba,
poniendo lo demás todo en olvido.
Toda junta en miralle se empleaba,
para sólo mirar tiene sentido,
y éste mil veces aun quería perdelle
viendo tan claro que le enoja en velle.
Así, lo que a otro descubrir quería,
así misma decirlo osaba apena
y queda del temor helada y fría,
el alma de dolor y angustia llena.
Sólo sabe seguir la usada vía
de estar toda en Narciso y de sí ajena,
hacer concetos y quedarse muda,
y, temiendo, esperar en vano ayuda
Entre las otras ninfas Eco andaba,
más graciosa que todas y más bella,
a quien su habla natural faltaba
por causa que ella dio para perdella,
tal que a hablar en vano se esforzaba.
Así lo permitió su fiera estrella,
juntando este trabajo y desventura
con su extremada gracia y hermosura.
Y de todo su mal causa había sido
Juno, del alto Júpiter esposa,
que buscando en un valle a su marido,
del cual andaba, con razón, celosa,
Eco delante se le había ofrecido
y, con manera de hablar graciosa,
tanto la tuvo en un sabroso cuento,
que la diosa tardó y erró su intento.
Porque tal lugar dio el entretenella
a Júpiter, que cerca la sentía,
que se pudo apartar y esconder della
la ninfa que consigo allí tenía.
Y sin que viese Juno a él ni a ella,
se escaparon los dos por otra vía.
Advertida la diosa deste engaño,
sobre Eco quiso que cayese el daño.
Y dijo: «¡Oh ninfa!, porque el mundo aprenda
a temer a los dioses, mando y quiero
que tu engañosa habla a nadie ofenda
de hoy más, y que este engaño sea el postrero,
y que no hables ni tu voz se entienda,
sino oyendo hablar a otro primero,
y replicando de la voz ajena
las últimas palabras con gran pena».
Hecho, pues, un castigo tan notable,
la diosa se partió de allí enojada,
quedando la triste Eco miserable
con dolor en el alma y lastimada:
mueve la lengua con pensar que hable
palabras con que fuese perdonada,
mas sólo, cuando Juno hablaba,
sus últimos acentos replicaba.
Extraña es la pasión que prueba y siente
de verse así la triste enmudecida,
y aunque del yerro tarde se arrepiente,
con señales se muestra arrepentida.
Tiene su primer voz siempre en la mente,
esto hace su pena muy crecida,
y acreciéntase mas con que no espera
volver ya al uso de la voz primera.
Ésta, pues, vio a Narciso que, cazando
como solía, por la selva andaba;
mírale atenta y, yéndole mirando,
por sí mesma la triste no miraba:
que por la vista Amor va penetrando
hasta que al alma y corazón pasaba,
do apenas ha pasado, apenas llega,
cuando la fuerza de ambos se le entrega.
Al Amor sin sentido se ha entregado
y a su poder del todo está rendida,
tanto que es otra y que del mal pasado
con el dolor presente se le olvida:
ya lo que suele no le da cuidado,
ya no se acuerda de su voz perdida,
que a la pasión humana que más puede
la que nace de Amor pasa y precede.
Estando de seguille o no dudosa,
en fin Amor la fuerza a que le siga.
Jamás fue de hablar tan deseosa
ni el ser muda le dio tanta fatiga;
mas, viendo ya ser imposible cosa
que el todo de su mal, ni parte, diga,
sólo que él hable es lo que pide y quiere
por poder replicar lo que dijere.
Vale siguiendo atenta y escuchando
por ver si acaso a su Narciso oyese
cualquier palabra con que, replicando,
a lo menos con él hablar pudiese.
Y de lo que desea va esperando
si en fin de su razón algo dijese
con que ella, respondiendo como suele,
manifieste un dolor que tanto duele.
Así le sigue, y cuanto más se allega
siente mayor y más cercano el fuego;
entre sí ya le habla y ya le ruega,
sin acordarse que no se oye el ruego;
ya aprueba lo que hace, ya lo niega,
y desta confusión se culpa luego,
y nácenle en el alma mil concetos
que por falta de voz son imperfetos.
Pero los ojos muestran, y el semblante,
lo que mostrar no pueden sus razones,
do cualquiera señal es tan bastante,
que en una se declaran mil pasiones.
Muévese, espera y vuelve en un instante,
según le pinta Amor las ocasiones,
que tal es en la triste la mudanza
cual el temor la hace, o la esperanza.
Perdióse tras un corzo acaso un día
Narciso por la selva donde andaba,
y el verse lejos de su compañía,
en tanta soledad, temor le daba.
Eco sola escondida le seguía,
Eco era sola quien por él miraba
para ser al peligro la primera,
si a desdicha saliese alguna fiera.
Que la muerte le viene a la memoria
de aquel hermoso Adonis, desastrada,
y Venus, que con él pierde su gloria,
sobre el sangriento cuerpo abandonada.
Teme que aquella lamentable historia
venga a ser en su daño renovada,
y el de Narciso tiene por su daño,
que el suyo ni le teme ni es tamaño.
Pues de seguir el corzo ya dejando,
quedó cansado el mozo y afligido
de ver venir la noche, recelando
que allí la ha de pasar solo y perdido.
A toda parte mira y, esperando
de alguno de los suyos ser oído,
en altas voces «Aquí estoy» decía,
y Eco sola «Aquí estoy» le respondía.
Oye la voz y está maravillado
de quién será el que habla y se le esconde;
vuelve a llamar y siente ser llamado
con sus palabras sin saber de dónde.
«Pues venid y allegad», dice espantado,
y escucha de qué parte o quién responde;
mas Eco, oyendo lo que pide y quiere,
«Venid, llegad», en alta voz refiere.
Aquí la esforzó Amor a que, saliendo,
al amado Narciso se allegase
y, decille sus ansias no pudiendo,
mostrallas con señales procurase.
Con llanto, con suspiros, y gimiendo,
ninguna hubo en amor que no mostrase,
y juntamente, aunque era todo en vano,
se llega por tomarle de la mano.
Pero Narciso, a cuya gran dureza
no puede la de un mármol compararse,
no sólo la apartó con extrañeza,
mas luego, por no vella y apartarse,
huye por do mayor es la aspereza,
diciendo, sin dejar de apresurarse:
«Antes yo muera de rabiosa muerte
que sufra que me quieras, o quererte».
No pudo aquí sufrir ya el corrimiento,
mas, gimiendo la triste y sospirando,
por la espesura se arrojó sin tiento,
«Me quieras, o quererte» replicando.
De sí le viene ya aborrecimiento,
de la gente y la luz se va apartando,
mas dentro de su pecho oye y entiende
quién de todo la culpa y reprehende.
Metida al fin en una cueva escura,
entre sí mesma habla y dice al cielo:
«Eterno movedor que de la altura
miras cuanto se hace en este suelo,
tú, que tan nueva gracia y hermosura
formaste por mi daño y desconsuelo,
no permitas que quede sin castigo
tanta fiereza y desamor conmigo.
Mas el que hizo en mí tan gran mudanza
sienta en el alma y corazón mudarse,
y pruebe qué es amar sin esperanza
quien a tantas movió a desesperarse;
y porque al daño iguale mi venganza,
él venga de sí mesmo a enamorarse,
pues ni puede probar mayor dureza,
ni vencerle podrá menor belleza.
Y en mí, que sólo para llanto y pena
y males nunca vistos fui nacida,
cúmplase presto lo que el hado ordena,
que es ser luego deshecha y consumida:
nunca será sino agradable y buena
muerte que me privare de tal vida,
pues que viene a librar mis tiernos años
de mil presentes y futuros daños».
Mientras esto consigo está diciendo,
dio el cielo de piedad señal muy clara:
vase el humor vital ya consumiendo
por el hermoso cuerpo y por la cara;
ya el frío por los miembros va corriendo,
ya el calor natural los desampara,
ya está en la mayor parte endurecida,
ya queda en dura piedra convertida.
La voz le quedó viva solamente,
mas limitada y no como solía;
vive invisible, y a lo que oye y siente
responde sin tristeza ni alegría.
Mas cuando tal ofensa Amor consiente,
para vengarse no le falta vía,
que luego tiempo y ocasión ordena
de dar a tanta culpa mayor pena.
Los montes y los llanos calentaba
con sus rayos el sol de mediodía,
cuando con su ganado reposaba
a la sombra el pastor donde solía;
de su trabajo el labrador cesaba,
para volver de nuevo a su porfía;
daba la hora reposo a los mortales
y sosiego a las aves y animales.
Narciso, que con sed y caluroso,
no menos que cansado, se hallaba,
sombra para tomar algún reposo
y agua do se refresque deseaba;
y en fin llegando a un valle deleitoso,
a una fuente su suerte le guiaba
cual nunca la halló persona humana,
ni cazando jamás Febo o Diana.
En piedra natural está cavado
el vaso de la fuente, tan guardada,
que de ninfa o pastor, ni de ganado,
ni de ave o fiera fue jamás tocada.
Defiéndela del sol porcada lado
una espesura de árboles cerrada,
y el verde suelo pintan tiernas flores
de mil diversidades de colores.
En la fuente y el valle, la natura
no dejó ningún obra para el arte,
que son sombra agradable y con frescura
parece que convida a cada parte.
Y sale la corriente a la verdura,
do con dulce sonido se reparte
en chicos arroyuelos, de manera
que hacen inmortal la primavera.
No tan presto Narciso ve delante
la dulce sombra del lugar presente,
que se alegra en el alma y al instante
a refrescarse va junto a la fuente;
donde el que, siempre amado y nunca amante,
al Amor despreció tan libremente
a pena nunca vista es condenado
de Amor, que no perdona este pecado.
¡Oh cuánto para el triste mejor fuera,
sin reposar en el ardiente estío,
seguir como era usado alguna fiera,
y aun seguilla en invierno al mayor frío,
que haber llegado a verse en lo que espera!
Mas contrastar al hado es desvarío,
que no hay mudanza en lo que cielo ordena,
o placer o pesar, descanso o pena.
Así, ya cuando de su desventura
el término y el punto era venido,
bajándose a beber vio su figura,
que vista por él antes no había sido;
pero tan desusada hermosura
como la que en el agua ha aparecido,
ni conoce que es suya, ni imagina
que humana pueda ser, sino divina.
Como a tal la saluda, y juntamente
la ve claro moverse a saludalle,
y que, lo mesmo que él, hace y consiente
en cualquier ademán y en el hablalle.
Vuelve y escucha en torno de la fuente
si el son de aquella voz entienda o halle,
mas ve que calla si él está callando,
y que cuando él escucha está escuchando.
Parécele, si él habla, que responde,
y que de verle triste se entristece;
que si él algo se aparta, se le esconde,
si vuelve a aparecer luego parece.
En fin quiere su suerte, que allí adonde
vino por refrescarse le acaece
que, por quitar la sed y ardor que tiene,
más sed y más ardor le sobreviene.
Ya no sabe qué diga ni qué haga,
ni en lo que está, ni a sí sabe entenderse;
ya recibe de Amor aquella paga
que a tal ingratitud podía deberse:
no halla cosa en qué se satisfaga,
el estarse le cansa, y el moverse,
deshácese entre sí como quien prueba
con libre corazón cosa tan nueva.
Con extraña atención al agua mira,
ni descansa en miralla ni en no vella,
ya deja de mirar y se retira,
ya vuelve sin saber partirse della.
Por quien mil sospiraron ya sospira,
quien querellas causó ya se querella,
y ya tiene los ojos de agua llenos
quien tanta derramó de los ajenos.
Mas tanta de los suyos ya llovía,
que remueve y enturbia el agua clara,
y esto la amada vista le impedía,
que siendo suya le costó tan cara.
Recélase que al valle se saldría,
parte a seguilla, y en partiendo para,
y en parando se vuelve a mirar luego
y a encender en el agua el mesmo fuego.
De nuevo se está atónito, admirado
de todo aquello en que él es admirable,
y ya el mirar le tiene en un estado
que es sobre la miseria miserable.
Y el que padece es mal tan desusado,
que por la novedad es incurable,
pues mira en sí lo mesmo por que muere
y, viéndose morir, mirarlo quiere.
Mas su mirar no entiende que es mirarse,
ni que este su querer era quererse,
ni que su desear es desearse,
ni su no conocer desconocerse:
extraño mal que a sí le dañe amarse,
que venga a ser provecho aborrecerse,
y convenga ser dél su propia vida,
antes que tan amada, aborrecida.
Ya va creciendo el agua que corría
con la que de sus ojos él derrama,
ni de comer se acuerda en todo el día,
ni hay para él noche, ni reposo o cama.
No cesa un punto su mortal porfía,
habla, gime, sospira, llora y llama,
turba la fuente con su llanto crudo,
no ve su sombra, y queda ciego y mudo.
No hay remedio ni cosa que sea parte
para consuelo de pasión tan nueva,
ni hambre o sueño que de allí le aparte,
ni otra razón o fuerza que le mueva.
Busca, tienta, procura, usando de arte,
y, en fin, ya la experiencia y larga prueba
le descubren y muestran el engaño,
que así lo quiere Amor para más daño.
Descúbrese el engaño, y él entiende
lo que hasta aquel punto no ha entendido:
que él solo es el que daña y el que ofende,
y solo es el dañado y ofendido;
que él es el que arde y el que el fuego enciende,
el movedor de todo y el movido;
que el que desea es él, y el deseado;
y, en fin, que es el amante y el amado.
¡Oh, cuál fue su dolor y, cuál su llanto,
luego que entiende lo que no entendía,
que se aumentan en él y crecen cuanto
más imposible su esperanza vía!
A las aves del aire pone espanto
y las fieras del bosque enternecía,
los árboles que cerca de allí estaban
los ramos a sus quejas inclinaban.
Eco, la triste ninfa, aunque corrida
y con tan justas causas enojada,
puesto que de su queja no se olvida
ni della ya podrá ser olvidada,
condoliéndose dél en ver su vida
de tanto bien a tanto mal mudada,
todas las veces que quejar le oía
a su clamor y quejas respondía.
«¡Oh valle, oh selva, oh montes y llanura!»
dice en voz dolorosa el desdichado,
«pues tan durable vida os dio natura,
decí, en mil siglos que ya habéis pasado,
si vistes de tan nueva desventura
un corazón humano rodeado,
o fingirse un dolor cual es el mío,
con imaginación o desvarío.
Triste, que está conmigo el bien que quiero,
y dejarme, aunque quiera, no podría,
y por el mesmo bien que tengo muero,
que si no lo tuviese viviría.
Por sólo poseello desespero
de lo que, estando en otro, esperaría.
¡Oh crudo y fiero Amor, oh caso extraño,
que en tener lo que quiero esté mi daño!
Si no cesa el deseo ni es cumplido,
aunque se goce el bien que se desea,
no siendo el amante poseído
de suerte que en sí mesmo lo posea,
injustísimo Amor, ¿por qué has querido
que sólo en mí tan al contrario sea,
que en mí tenga mi bien, y con tenelle
muera entre el desealle y poseelle?
Contra toda razón a mí me hace
más pobre y miserable mi riqueza,
lo que el cielo en mí hizo me deshace,
pues sola me ha vencido mi belleza.
Aquel que, amando, en la que más le aplace
se queja de rigor y de aspereza,
¡oh cómo sé que se satisficiese,
si un hora de mi mal probar pudiese!
Procura el amador verse presente
y estar, si puede, de su bien cercano;
yo, teniéndole en mí, soy tan ausente,
que desde cien mil leguas lloro en vano.
¡Oh si del fiero mal que esta alma siente
estuviera el remedio en otra mano,
que en mano de la fiera más terrible
fuera dificultoso y no imposible!
¿A quién iré que pueda consolarme
si el consuelo y la queja está conmigo?
¿O quién diré que venga a remediarme
si yo soy mi remedio y me persigo?
Acabe mi dolor ya de acabarme,
satisfágase Amor en mi castigo,
pues tiene, para estar bien satisfecho,
tan poco por hacer y tanto hecho.
Tenga ya fin, pues otro bien no espera,
vida tan miserable y desdichada,
y muerte su venida no difiera
donde es tan convenible y deseada.
La causa de mi muerte no quisiera
que agora, como yo, fuera acabada,
mas si vivir conformes no podemos,
conformes a lomenos moriremos».
En este punto el amoroso fuego,
sobre la yerba donde echado estaba,
de arder y consumir acabó luego
el poco humor vital que le quedaba.
Muriendo dijo: «¡Oh miserable y ciego,
amado y amador!» Y replicaba
Eco con doloroso sentimiento:
«¡Oh amado y amador!», en triste acento.
Y luego aquellos ojos se cerraron,
que para verse por su mal se abrieron,
en pago de que a tantos no miraron,
ni aun sólo ser mirados consintieron.
Si lágrimas de muchos derramaron,
en lágrimas también se consumieron,
y con morir su pena aún no cesaba,
que allá en el agua Estigia se miraba.
De toda la comarca los pastores,
luego que el caso lamentable oyeron,
lloran la novedad de los amores
y del triste suceso que tuvieron.
Cruel llaman al cielo en mil clamores,
y a la natura, porque al mundo dieron
tan sobrenatural gracia y belleza,
para llevarla dél con tal presteza.
Todas las ninfas de aquel valle umbroso
a las tristes obsequias se juntaron,
que juntas quieren dar sepulcro honroso
al cuerpo muerto que ya vivo amaron.
Buscáronle, y fue caso milagroso
que allí no pareció ni le hallaron,
y a do murió una flor no vista vieron,
que todas por Narciso la tuvieron.
Por Narciso de todas fue tenida,
y Narciso de todas fue llamada,
la cual de blancas hojas es ceñida
al derredor y, en medio, colorada.
La dolorosa muerte fue plañida
y con tristes endechas lamentada.
Eco, desde la cueva a do se esconde,
al triste llanto, no sin él, responde.
Así acabó el soberbio y desdeñoso,
el rebelde de Amor, ingrato y fiero,
cuyo suceso, aunque es tan espantoso,
ya pudo, y aún podrá, ser verdadero:
porque al Amor lo más dificultoso,
y lo más increíble, es muy ligero;
y así, toda cruel o ingrata espere
sentirlo cuando menos lo creyere.
Y si nunca a mujer jamás fue dada,
por gran ingratitud, pena tan fuerte,
¿quién sabe para cuál tiene guardada
por ventura el Amor la mesma suerte?
Viva la que es discreta recatada,
que pues hubo en el agua fuego y muerte,
más cercano peligro, y más presente,
hay siempre en el espejo que en la fuente.
Lo que es mortal padece esta prisión
Lo que es mortal padece esta prisión,
que lo inmortal, señora, está en la vuestra;
ésta tiene de mí sólo la muestra
la vuestra tiene el alma y corazón.
Por donde yo no hallo por razón
que a Fortuna llamar deba siniestra,
pues ella me guió con mano diestra
a veros y a sufrir por vos pasión.
Así de todo el mal en que me ha puesto,
cuando pienso este bien en que me puso,
no sólo le perdono su mudanza,
pero aún no estando satisfecha de esto,
de cualquier otro mal también la excuso
salvándose de veros mi esperanza.
Amor me dijo en la mi edad primera
Amor me dijo en la mi edad primera:
«Seguirás en amar siempre el extremo,
que en tempestuoso mar, sin velo o remo,
va salvo de peligro el que en mí espera».
Sin recelo le di fe tan entera
cuanto muestra la llama en que me quemo,
y sin temor entré donde ahora temo
lo que, no le creyendo, no temiera.
Que ni callar me vale ni quejarme,
ni puede sufrimiento que es humano,
sostener tal pasión ni padecella;
pues ni quiere que viva ni acabarme,
ni aprovecha dejarme ya en su mano,
ni puedo, aunque procuro, salir de ella.
Soneto XXXVI - En ausencia
Vivir, señora, quien os vio, sin veros,
no es por virtud ni fuerza de la vida,
que, en partiendo de vos, fuera perdida,
si el dejaros de ver fuese perderos;
mas de tanto valor es el quereros,
que, teniéndoos el alma en sí esculpida,
de su vista y memoria, que no olvida,
ninguna novedad basta a moveros.
Así, aunque lejos de vuestra presencia,
vos sola me estaréis siempre presente
y no me faltaréis hora ninguna,
sin que puedan tenerme un punto ausente
el áspero desdén, la cruda ausencia,
nueva llaga de amor, tiempo o fortuna.
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