Ángel María de Saavedra y Ramírez
de Baquedano
III duque de Rivas, grande de España, más conocido por su título nobiliario de duque de Rivas, (Córdoba, 10 de marzo de 1791 – Madrid, 22 de junio de 1865) fue un escritor, dramaturgo, poeta, pintor y político español, conocido por su famoso drama romántico Don Álvaro o la fuerza del sino (1835). Fue presidente del gobierno español (Consejo de Ministros entonces) en 1854, durante sólo dos días.
Contando sólo un año de edad, su padre, don Juan Martín de Saavedra fue condecorado con el título de Grande de España. Abocado a la carrera militar por su condición de segundón (su hermano mayor, Juan Remigio heredaría el ducado a la muerte del padre de ambos), ingresó en 1802 en el Real Seminario de Nobles de Madrid permaneciendo en él hasta 1806. Con tan solo nueve años ya le correspondían por linaje la Cruz de Caballero de Malta, la banderola de la Guardia de Corps supernumerario, el hábito de Santiago, etc. En 1807 fue alférez de la Guardia Real. Luchó con valentía contra las tropas napoleónicas siendo herido en la Batalla de Ontígola (1809). El General Castaños le nombró capitán de la Caballería Ligera. Obtuvo también el nombramiento de primer ayudante de Estado Mayor.
En 1823, Rivas fue condenado a muerte por sus creencias liberales y haber participado en el golpe de estado de Riego en 1820. Además se le confiscaron sus bienes y huyó a Inglaterra. Luego pasó a Malta en 1825 donde permaneció cinco años. En 1830 se marchó a París. Después de la muerte de Fernando VII en 1833, regresó a España al recibir la amnistía y reclamó su herencia, y además en 1834 murió su hermano mayor, Juan Remigio, y recayó en él por ello el título de Duque de Rivas. Dos años después fue nombrado ministro de la Gobernación. Luego emigró a Portugal por poco espacio de tiempo. A la vuelta desempeñó el papel de senador, alcalde de Madrid, embajador y ministro plenipotenciario en Nápoles y Francia, ministro del Estado, presidente del Consejo de Estado y presidente de la Real Academia Española y del Ateneo de Madrid en 1865.
En la literatura, Rivas fue protagonista del romanticismo español. Don Álvaro, fue estrenado en Madrid en 1835, y fue el primer éxito romántico del teatro español. La obra se tomó más tarde como base del libreto de Francesco Maria Piave para la ópera de Verdi La fuerza del destino (1862). Otra obra teatral romántica fue El desengaño en un sueño. También obras de teatro fueron Malek Adel, Lanuza y Arias Gonzalo y la comedia Tanto vales cuanto tienes, estas obras son más de estilo neoclásico. Como poeta, su obra más conocida es Romances históricos (1841), adaptaciones de leyendas populares en forma del romance, pero además escribió en poesía obras como Poesías (1814), El desterrado, El sueño del proscrito, A las estrellas y Canto al Faro de Malta. En prosa escribió Sublevación de Nápoles, capitaneada por Masaniello e Historia del Reino de las Dos Sicilias. En ensayo destacó en Los españoles pintados por sí mismos. Escribió romances al estilo de leyendas con brillantes descripciones y hábil fantasía histórica como La azucena milagrosa (1847), Maldonado (1852) y El aniversario (1854). Además realizó varios cuadros de costumbres.
Obras
Poesías
Poesías (1814)
Al faro de Malta (1824)
La niña descoloría
Con once heridas mortales
Letrilla
El moro expósito (1834)
Sonetos
A Lucianela
A Dido abandonada
Cual suele en la floresta deliciosa
El álamo derribado
Mísero leño
Ojos divinos
Receta segura
Un buen consejo
Teatro
Aliatar (1816)
Lanuza (1822)
Florinda (1826)
Arias Gonzalo (1827)
El desterrado
Viaje al Vesubio
Los Hércules
El parador de Bailén
El hospedador de provincia
El duque de Aquitania
El faro de Malta (1828)
Don Álvaro o la fuerza del sino (1835)
Tanto vales cuanto tienes (1840)
La morisca de Alajuar (1841)
El desengaño en un sueño (1842)
La azucena milagrosa (1847)
El crisol de la lealtad
A Lucianela
Cuando, al compás del bandolín sonoro
y del crótalo ronco, Lucianela,
bailando la gallarda tarantela,
ostenta de sus gracias el tesoro;
y, conservando el natural decoro,
gira y su falda con recato vuela,
vale más el listón de su chinela
que del rico Perú las minas de oro.
¡Cómo late tu seno! ¡Cuán gallardo
su talle ondea! ¡Qué celeste llama
lanzan los negros ojos brilladores!
¡Ay! Yo en su fuego me consumo y ardo,
y en alta voz mi labio la proclama
de las gracias deidad, reina de amores.
Al faro de Malta
Envuelve al mundo extenso triste noche;
ronco huracán y borrascosas nubes
confunden, y tinieblas impalpables,
el cielo, el mar, la tierra:
y tú invisible, te alzas, en tu frente
ostentando de fuego una corona,
cual rey del caos, que refleja y arde
con luz de paz y vida.
En vano, ronco, el mar alza sus montes
y revienta a tus pies, do, rebramante,
creciendo en blanca espuma, esconde y borra
el abrigo del puerto:
tú, con lengua de fuego, «Aquí está.., dices,
sin voz hablando al tímido piloto,
que como a numen bienhechor te adora
y en ti los ojos clava.
Tiende, apacible noche, el manto rico,
que céfiro amoroso desenrolla;
recamado de estrellas y luceros,
por él rueda la luna;
y entonces tú, de niebla vaporosa
vestido, dejas ver en formas vagas
tu cuerpo colosal, y tu diadema
arde al par de los astros.
Duerme tranquilo el mar; pérfido, esconde
rocas aleves, áridos escollos;
falsos señuelos son; lejanas cumbres
engañan a las naves.
Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca,
tú, cuya inmoble posición indica
el trono de un monarca, eres su norte;
les adviertes su engaño.
Así de la razón arde la antorcha,
en medio del furor de las pasiones;
o de aleves halagos de fortuna,
a los ojos del alma.
Desque refugio de la airada suerte,
en esta escasa tierra que presides,
y grato albergue, el Cielo bondadoso
me concedió, propicio;
ni una vez sola a mis pesares busco
dulce olvido, del sueño entre los brazos,
sin saludarte, y sin tomar los ojos
a tu espléndida frente.
¡Cuántos, ay, desde el seno de los mares
al par los tomarán!... Tras larga ausencia,
unos, que vuelven a su patria amada,
a sus hijos y esposa.
Otros, prófugos, pobres, perseguidos,
que asilo buscan, cual busqué, lejano,
y a quienes que lo hallaron tu luz dice,
hospitalaria estrella.
Arde, y sirve de norte a los bajeles
que de mi patria, aunque de tarde en tarde,
me traen nuevas amargas y renglones
con lágrimas escritos.
Cuando la vez primera deslumbraste
mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,
destrozado y hundido en amargura.
palpitó venturoso!
Del Lacio, moribundo, las riberas
huyendo, inhospitables, contrastado
del viento y mar entre ásperos bajíos.
vi tu lumbre divina:
viéronla como yo los marineros,
y, olvidando los votos y plegarias
que en las sordas tinieblas se perdían.
«¡Malta, Malta!». gritaron;
y fuiste a nuestros ojos aureola
que orna la frente de la santa imagen
en quien busca afanoso peregrino
la salud y el consuelo.
Jamás te olvidaré, jamás... Tan sólo
trocara tu esplendor. sin olvidarlo,
rey de la noche, y de tu excelsa cumbre
la benéfica llama,
por la llama y los fúlgidos destellos
que lanza. reflejando al sol naciente,
el arcángel dorado que corona
de Córdoba la torre.
Con once heridas mortales...
Con once heridas mortales,
hecha pedazos la espada,
el caballero sin aliento
y perdida la batalla,
manchado de sangre y polvo,
en noche oscura y nublada,
en Ontígola vencido
y deshecha mi esperanza,
casi en brazos de la muerte
el laso potro aguijaba
sobre cadáveres yertos
y armaduras destrozadas.
Y por una oculta senda
que el Cielo me depara,
entre sustos y congojas
llegar logré a Villacañas.
La hermosísima Filena,
de mi desastre apiadada,
me ofreció su hogar, su lecho
y consuelo a mis desgracias.
Registróme las heridas,
y con manos delicadas
me limpió el polvo y la sangre
que en negro raudal manaban.
Curábame las heridas,
y mayores me las daba;
curábame el cuerpo,
me las causaba en el alma.
Yo, no pudiendo sufrir
el fuego en que me abrazaba,
díjele; "Hermosa Filena,
basta de curarme, basta.
Más crueles son tus ojos
que las polonesas lanzas:
ellas hirieron mi cuerpo
y ellos el alma me abrasan.
Tuve contra Marte aliento
en las sangrientas batallas,
y contra el rapaz Cupido
el aliento ahora me falta.
Deja esa cura, Filena;
déjala, que más me agrabas;
deja la cura del cuerpo,
atiende a curarme el alma".
La niña descoloría
Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
Nunca de amapolas
o adelfas ceñida
mostró Citerea
su frente divina.
Téjenle guirnaldas
de jazmín a sus ninfas,
y tiernas violas
Cupido le brinda.
Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
El sol en su ocaso
presagia desdichas
con rojos celajes
la faz encendida.
El alba en oriente
más plácida brilla;
de cándido nácar
los cielos matiza.
Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
¡Qué linda se muestra
si a dulces caricias
afable responde
con blanda sonrisa!
Pero muy más bellas
al amor convida
si de amor se duele,
si de amor respira.
Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
Sus lánguidos ojos
el brillo amortiguan;
retiemblan sus brazos:
su seno palpita;
ni escucha, ni habla,
ni ve, ni respira;
y busca en sus labios
el alma y la vida...
Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
Letrilla
Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal?
Desde que los vide
ni sé descansar;
perdí mi reposo,
no puedo parar.
Sin duda que fuego
oculto tendrán,
pues, cuando me miran,
me siento abrasar.
Mas no da este fuego
incomodidad,
sino solamente...
no lo sé explicar.
Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal
UNA ANTIGUALLA DE SEVILLA
Romance I
- El candil
Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que de Sevilla, en el centro,
da paso a otras principales;
Cerca de la media noche,
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen;
De dos desnudas espadas
que trababan un combate,
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.
El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,
meteoro de desastres.
Y al gemido, ¡Dios me valga!
¡Muerto soy! Y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra vino,
el silencio y paz renacen.
Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren;
y, de tendones y, huesos,
sin jugo, como sin carne,
Una mano y brazo asoman,
que sostienen por el aire
un candil, cuyos destellos
dan luz súbita a la calle.
En pos un rostro aparece
de gomia o bruja espantable
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.
Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana
que acababan de inmolarle;
O de la eterna justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable.
Pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que dando luz roja al muro
dibujaba desiguales.
Los tejados y azoteas
sobre el oscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles.
Se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.
Y de pie a su frente un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,
roja hasta los gavilanes.
El cual, en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañado de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte.
Aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente,
mueve tranquilo el pie y grave.
Al andar, sus choquezuelas
formaban ruido notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.
Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande.
En la vieja, que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido
de venenosa ceraste,
O crujir las negras alas
del precipitado Arcángel,
grita en espantoso aullido,
¡Virgen de los Reyes, valme!
Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,
Bajo su mísero lecho
corre a tientas a ocultarse,
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten.
Por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,
la mitad diera gustosa
de sus días miserables:
Y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado
las caricias de sus padres,
Los encantos de la cuna,
y... en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales:
Pues lo que ha visto la abruma,
y la aterra lo que sabe,
que hay vistas, que son peligros,
y aciertos que muerte valen.
Romance II
- El juez
¡Las cuatro esferas doradas,
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros.
De la torre de Sevilla
eran remate soberbio,
do el gallardo Giraldillo
hoy marca el mudable viento,
¡Esferas, que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto¿ brillaban
del sol matutino al fuego:
Cuando en una sala estrecha
del antiguo alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo le vemos.
En un sillón de respaldo
sentado está el rey don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.
A reverente distancia,
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,
Y con la vara de alcalde
rendida al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.
Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardólas
para que hoy suenen de nuevo.
R.- ¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?
A.- Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.
R.- Más pronta justicia, alcalde,
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto.
A.- Tal vez, señor, los judíos,
tal vez los moros sospecho...
R.- ¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?
¿No me habéis, alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?... Basta
que el candil os diga el reo.
A.- Un candil no tiene lengua.
R.- Pero tiénela su dueño,
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.
Y ¡vive Dios! que esta noche
ha de estar en aquel puesto,
o vuestra cabeza, alcalde
o la cabeza del reo.
El rey, temblando de ira,
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzóse de tierra
temblando también de miedo.
Y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,
salióse a ahorcar a Sevilla
para salvarse, resuelto.
Síguele el rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,
según eran de siniestros,
Y de satánica risa
dando la expresión al gesto,
salió detrás del alcalde
a pasos largos y lentos.
Por el corredor estuvo
en las alcándaras viendo
azores y jerifaltes,
y dándoles agua y cebo.
Y con uno sobre el puño
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio
en que muestra gran empeño.
Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,
y él mismo dictó las letras
que aun hoy notamos en ellos.
Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,
diestrísimo ballestero.
Señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.
Fue a Triana, vio las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo.
Comió en la torre del Oro,
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo:
Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,
Tornó al alcázar, vistióse
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas
y un estoque de Toledo,
Y bajando a los jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,
Salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
"Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo."
Cerró el postigo por fuera,
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció entre el pueblo.
Romance III
- La cabeza
Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan.
De la cárcel de Sevilla,
en una bóveda oscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,
Pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian,
si en horrenda pesadilla
el sueño nos las dibuja.
Pues no semejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas;
Sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.
En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.
A su lado en un bufete,
que más parece una tumba,
prepara un viejo notario
sus pergaminos y plumas.
Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.
En torno de él dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.
Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
en la lámpara que ahúma
La bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.
Pronto del severo alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo: "Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura."
Se abrió al instante una puerta
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.
Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura.
Una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura;
Pues, sólo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.
Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos
caladas sendas capuchas;
Y la algazara y estruendo,
con que satánica turba,
lleva un precito a las llamas
por la bóveda retumba.
Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pilarón se oculta.
"Ven ¡grita un tosco verdugo
con una risada aguda¿
ven a casarte conmigo;
hecha está la cama, bruja."
Otro, asiéndolo los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice.
"No volarás hoy a oscuras."
Y otro, atándola las piernas:
"¿Y el bote con que te untas?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas."
Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan;
Los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta,
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.
Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice, la enlazan
con ásperas ligaduras,
Y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia,
Dice un sayón al alcalde.
"Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja."
Silencio el alcalde impone,
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuchan.
"Mujer, prorrumpe Cerón,
mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste
y te dará Dios ayuda."
- "Nada vi, nada -responde
la infeliz-, por Santa Justa
juro que estaba durmiendo;
ni vi, ni oí cosa alguna."
- Replicó el juez: "Desdichada,
piensa, piensa lo que juras."
Y tomando de las manos
del notario que le ayuda,
Un candil: "Mira -prosigue-
esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle
pues confesaste ser tuya."
La mísera se estremece
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
"El demonio fue sin duda."
Y tras de una breve pausa:
"Soy ciega, soy sorda y muda.
Matadme, pues, lo repito:
ni vi, ni oí cosa alguna."
El juez entonces, de mármol,
con la vara al techo apunta,
ase una cuerda un verdugo,
rechina allá una garrucha,
La mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.
- "Piedad, que voy a decirlo",
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.
- "Declara", el juez dice, y ella
cobrando un vigor que asusta,
prorrumpe... "El rey fue..." y su lengua
en la garganta se anuda.
Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta
oyen tal nombre, temblando,
y queda la estancia muda.
En esto el desconocido,
que tras del pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura;
Haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,
el ruido que los dados
cuando se chocan y juntan.
Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluza,
y repite: "El rey, sus huesos
así sonaron, no hay duda."
Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya
Presencia hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al rey don Pedro todos
conocen y se atribulan.
Éste saca de su seno
una bolsa do relumbran
cien monedas de oro y dice:
"Toma y socórrete, bruja.
Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad, es reo de muerte,
y cómplice de la culpa.
Pero pues tú la dijiste,
ve en paz, el cielo te escuda.
Yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios sólo a mí me juzga.
Pero porque satisfecha
quede la justicia augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia."
Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dio a un hombre su espada aguda.
Del Candilejo la calle
desde entonces se intitula,
y el busto del rey Don Pedro
aún allí está y nos asusta.
UN CASTELLANO LEAL
Romance I
"Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.
"Esas puertas se defiendan
que no ha de entrar ¡vive Dios!
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol,
"No profane mi palacio
un fementido traidor
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo,
y conde de Benavente
si él es duque de Borbón.
"Llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español."
Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
Y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
Y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos
cubiertos de ricas galas,
el gran duque de Borbón.
El que lidiando en Pavía
más que valiente, feroz,
gozóse en ver prisionero
a su natural señor;
Y que a Toledo ha venido
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al Emperador.
Romance II
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
Al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos;
Ante un sillón de respaldo
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio.
De pie estaba Carlos Quinto
que en España era Primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro y blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto;
Dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos;
Y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro, pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo;
Descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el Condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo;
O del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero.
Cuando un tropel de caballos
oye venir, a lo lejos,
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
rumor impensado luego,
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio;
Con el semblante de azufre,
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto.
Y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español Condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y, aunque advertido procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El Emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno;
Por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho;
Mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo,
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo;
Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Romance III
Sostenido por sus pajes
desciende de su litera
el conde de Benavente
del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas;
Y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
Eran su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.
De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.
Un birretón de velludo
con su cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
Tan sólo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.
Golpe de honor, y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan
abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el conde
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.
Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio
sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe
que comedido se acerca.
Grave el Conde le saluda
con una rodilla en tierra,
mas como Grande del reino
sin descubrir la cabeza.
El Emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta,
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
"Soy, señor, vuestro vasallo,
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.
"Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
"Mi casa Borbón ocupe
puesto que es voluntad vuestra,
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,
"Que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores
cuyo solo aliento infesta,
"Y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas."
Dijo el Conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza,
y retiróse bajando
a do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos Quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
Romance IV
Muy pocos días el Duque
hizo mansión en Toledo,
del noble Conde ocupando
los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho;
Turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo:
A poco rato tornóse
en humo confuso y denso,
que en nubarrones oscuros
ofuscaba el claro cielo;
Después en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos;
Y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
conmovióse todo el pueblo
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
El Emperador confuso
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.
En vano todo; tragóse
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aun hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
SONETOS
1
Mísero leño
Mísero leño, destrozado y roto,
que en la arenosa playa escarmentado
yaces del marinero abandonado,
despojo vil del ábrego y del noto.
¡Cuánto mejor estabas en el soto,
de aves y ramas y verdor poblado,
antes que, envanecido y deslumbrado,
fueras del mundo al término remoto!
Perdiste la pomposa lozanía,
la dulce paz de la floresta umbrosa,
donde burlabas los sonoros vientos.
¿Qué tu orgulloso afán se prometía?
¿También burlarlos en la mar furiosa?
He aquí el fruto de altivos pensamientos.
2
Ojos divinos
Ojos divinos, luz del alma mía,
por la primera vez os vi enojados;
¡y antes viera los cielos desplomados,
o abierta ante mis pies la tierra fría!
Tener, ¡ay!, compasión de la agonía
en que están mis sentidos sepultados,
al veros centellantes e indignados
mirarme, ardiendo con fiereza impía.
¡Ay!, perdonad si os agravié; perderos
temí tal vez, y con mi ruego y llanto
más que obligaros conseguí ofenderos;
tened, tened piedad de mi quebranto,
que si tornáis a fulminarme fieros
me hundiréis en los reinos del espanto.
3
Receta segura
Estudia poco o nada, y la carrera
acaba de abogado en estudiante,
vete, imberbe, a Madrid, y, petulante,
charla sin dique, estafa sin barrera.
Escribe en un periódico cualquiera;
de opiniones extremas sé el Atlante
y ensaya tu elocuencia relevante
en el café o en junta patriotera.
Primero concejal, y diputado
procura luego ser, que se consigue
tocando con destreza un buen registro;
no tengas fe ninguna, y ponte al lado
que esperanza mejor de éxito abrigue,
y pronto te verás primer ministro.
4
Un buen consejo
Con voz aguardentosa parla y grita
contra todo Gobierno, sea el que fuere.
Llama a todo acreedor que te pidiere,
servil, carlino, feota, jesuíta.
De un diputado furibundo imita
la frase y ademán. Y si se urdiere
algún motín, al punto en él te injiere,
y a incendiar y matar la turba incita.
Lleva bigote luengo, sucio y cano;
un sablecillo, una levita rota,
bien de realista, bien de miliciano.
De nada razonable entiendas jota,
vivas da ronco al pueblo soberano
y serás eminente patriota.
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