Alberto Quiñónez
San Salvador, 1987. Fue miembro del taller de la Casa del Escritor, durante la coordinación de Rafael Menjívar Ochoa. Actualmente se desempeña como investigador en diferentes áreas de las ciencias sociales.
Sus escritos poéticos han aparecido en algunos medios digitales e impresos como artepotetica.net y Suplemento Tres Mil. Ha sido incluido en el volumen No 2 del proyecto antológico Solo la voz (CONCULTURA, 2006) y en la antología Memorias de La Casa, 2002 – 2010 (Índole editores, 2011).
¿Cómo saber que el ayer está encerrado en el mausoleo del tiempo?
cómo saberlo
si no crecieron alhelíes en las heridas enterradas
si el basalto fulminó la caritativa memoria de las arterias
si el reloj arrastra reminiscencias de soles antaños
¿Cómo saberlo?
Ayer noche nos preocupó la muerte
y bordé con mis venas un camino hacia mi propia alma
que se frustró en la niebla como un famélico estropajo sin nombre
pero ya alguien había hecho un festín con la luz y con la llama
Y me encontré solo
con una multitud que celebraba el nacimiento de mis años de condena
mientras quemaban mis manos
y un bufón contaba la historia de mis dedos pulgares.
Sé que soy culpable
que cierro los ojos para no oírme pronunciar tu nombre
que desciendo a las aguas para lavar la sangre que hice a la medida de tu sangre.
Ahora estoy solo
y en cada amanecer el sol está tejido de tristeza.
No hay desayuno para el hambre de las puertas
No hay camino que nos quite la distancia
No hay palabra que nos traiga de regreso
a la presencia de un inefable corazón que no hemos visto.
Mas qué será dentro de 3 ó 4 días de este corazón muerto hace siglos
La vida sufre el yugo de la vida
con las cadenas del tiempo y el espacio aprisionando la decadencia de su carne
sumergida en los seísmos de una muerte anunciada
y se hunde en un promontorio de infancias muertas
de pequeñas cruces trabajadas a la luz de cerrojos y candados.
Fuimos sólo un sueño
una lastima
el coito gangrénico de algún dios
primera y última conjugación del verbo.
*****
Mi infancia fue la herida concertada por partituras de tempestades brutas
un pesebre golpeado despiadadamente fue testigo
brillaba un sol magro
en un cielo gris de grises nubes
en un cielo gris que perdió su sangre en el primer intento de acallar a la muerte.
Esos días se perdieron entre una multitud de memorias amarillentas
no sé qué le sucedió a las cosas
qué sucedió con la risa
con la voz del aire golpeando las hojas del castaño.
Qué pasó con el canto, con el trino
con las marcas dejadas sobre las huellas del arado
y mi madre que plantó tierra, ojos y tormentos en la tierra
mis manos siemprevivas, siempre lirios intermitentes entrecortados
las grietas vegetativas para el arrepentimiento de los cristales
y los nidos de llagas que se comen entre sí en el epicentro de los miembros.
Olvidé el amor que subió al cadalso de las paternidades del desprecio
de crines desdentadas y profusas comisuras que colgaban de un rostro vuelto sangre de
ceniza
y un altar de ridículas beldades y serenidades tan leves como las costuras de un suspiro
la manera de no querer que la noche venga
y sepulte vivas las alas de una niñez adormecida con el hartazgo de segar todas las
inmolaciones posibles.
Porque a tientas he salvado el rigor de los escaños
las escaleras interminables de una herida interminable
y el extracto de vidrio aun más vidrio
y el extracto de alma con su rostro orinado por el tiempo.
*****
Y vine al mundo
ciego de las venas y las manos
como una fuente donde reverberan manojos de sangre ennegrecida
sin la esperanza de un riñón que pueda enrojecer la sangre.
Hoy he abierto mis alas descarnadas en el pináculo del mundo
y ha sido frustrante caer y no dejar de caer
llegar a un horizonte de oropeles mutilados
saberse nimio junto a la suciedad de las uñas
sentir quillas y nudos en la garganta tibia.
Consolarse a solas
porque el alma está condenada a un silencio más eterno
condenada a no palpar esta ausencia sólo comparable a sí misma
ausencia de la edad y del momento
ausencia de nuestra voz calmando la híspida conciencia.
Nos salva esta manera de estar tristes
este odio mutuo contra los espejos.
*****
En algún día caerá la deshora de mi muerte
mostraré mis ópalos contra barlovento
un cajón saldrá al encuentro de las calles
Al fin ha muerto!
Al fin ha muerto!
Mi madre, compungida, romperá en lágrimas de carne
y mi sangre se irá con el viento
seré menos que luz herida por negros párpados de tiempo.
*****
Me hubiera gustado venir al día con un poco más de suerte
sin importarme el zapato, la congoja y esta manera lapidaria de crecer,
esta hora donde la sed y el cilicio trepanan la carne
y el desaliento se come el amor que queda en cada ser vivo de la ciudad
un tergiverso mar de sed me lanza
fuera, hacia el límite craso de lo concreto
y soy
estéril, fugaz y cognoscible
como un balido de cordero.
Un poco más de suerte
y no la vida
entonces me ocuparía del líquido que arde en el corazón de cieno
trataría de quitar de vuestros hijos el vendaje que la ceguera elaboró sobre sus manos
intentaría no marearte con el acorde de mis músculos que se rompen
que se desligan como tiernas raíces en el hambre ebria de un hombre setecientas veces
ebrio
podría construir en tu regazo la ternura de nuestra primera sangre
y despreciar el cáliz hecho para mí, para la consagración de las desgracias
y la condenación de las constelaciones en su despreciable eternidad quejumbrosa.
Mas no tuvo razón la palabra soñada
no tuvo razón el delirio en consonancia con el sueño
porque no hay suerte
tal es algo aprendido en los interiores de la luz
y yo odio el polvo
(soy parricida)
odio sus miles de brazos que buscan la sensibilidad de mi sangre
su palabra que me designa como heredero de lo cautivo, como hijo suyo,
como herrumbre en el metal de hoces que no siegan,
como liquen en la copiosa hecatombe de las canteras.
Odio el polvo que hace sus nidos en las coyunturas inamovibles de las lámparas
donde mi herida se abre en relámpagos, voluciones y destellos
y se nutre y multiplica en los crematorios de la viña del señor
y muere
resucitando el ayer anciano
al que aun le palpita el corazón grotesco.
****
Y vine al mundo
ciego de las venas y las manos
como una fuente donde reverberan manojos de sangre ennegrecida
sin la esperanza de un riñón que pueda enrojecer la sangre.
Hoy he abierto mis alas descarnadas en el pináculo del mundo
y ha sido frustrante caer y no dejar de caer
llegar a un horizonte de oropeles mutilados
saberse nimio junto a la suciedad de las uñas
sentir quillas y nudos en la garganta tibia.
Consolarse a solas
porque el alma está condenada a un silencio más eterno
condenada a no palpar esta ausencia sólo comparable a sí misma
ausencia de la edad y del momento
ausencia de nuestra voz calmando la híspida conciencia.
Nos salva esta manera de estar tristes
este odio mutuo contra los espejos.
Hierro y abril, Alberto Quiñónez, Editorial EquiZZero, 2014.
Hierro y abril, del poeta salvadoreño Alberto Quiñónez, es uno de los trabajos seleccionados, junto a Tempestadnayade de Ernesto Bautista, por el jurado del Tercer Certamen de Poesía Ipso Facto 2013 para ser publicado por Editorial EquiZZero.
En este libro, lo romántico y lo social se condensan de tal modo, que la palabra adquiere una uniformidad mística, un ritmo cadencioso cuyas notas descifran nuestras nuestros sentimientos más profundos. Si hay algo defina a este trabajo, eso es la empatía y honestidad que Alberto Quiñónez nos otorga en cada poema y que seguramente el lector podrá advertir sin dificultad:
Mujer, nuestra simiente vendrá al mundo de los
/desharrapados.
Trabajo único y ambicioso que reúne muchas de las grandes inquietudes de la nueva poesía salvadoreña.
[La sangre de tu pelvis no me deja saber quién soy...]
La sangre de tu pelvis no me deja saber quién soy.
Quizás el polvo que tocan las patas del carnero.
Quizás el balido que corta los mudos dedos del aire.
Es sólo que a veces me he mentido.
Es sólo que tantas y tantas veces me has negado
/que puedo hacerlo yo mismo.
Abro ventanas.
Abro puertas en mi costado para que salgan los piojos.
Saco a pastar este rebaño muerto el mes pasado.
Mírame a los ojos antes de irte.
No digas nada.
[Abril sabe a lunas menguantes y a alambres de púas...]
Abril sabe a lunas menguantes y a alambres de púas.
El periódico habla
de precios y de guerras y de inviernos pasados.
La lluvia esgrime sus muñecas sangrantes.
Bien por la saliva de los ermitaños.
Bien por el labio superior de los tragantes.
Bien por el pómulo de los motores.
Bien por el oído que habla de los muertos.
Bien por ellos.
Cuando salte inanimada la crisálida que nos contenía
podrán caer entonces las banderas y los muros.
[Me he acostumbrado a que falte la nave de partida...]
Me he acostumbrado a que falte la nave de partida.
No volverás aunque pueda detenerme en algún nudo del viaje.
Pienso en tus pálidos labios heridos.
Pienso en cómo la cruz liquida de tu sordera parte el sol
/en tres mitades.
Ayer fui todo un siglo.
Un siglo de amaneceres tibios y de noches casi tristes.
Un siglo que veía morir a tantos hombres.
Ayer me decía tu nombre y era libre y poderoso.
Entonces mencionar tu nombre era mencionar el viento.
Un rugir de lunas antárticas que mecen la cuna de las fieras.
Casi podría repetir de memoria cada una de tus palabras.
Casi podría reírme si estuvieras aquí.
Pero falta esa nave que espero y que no vendrá nunca.
Jamás en el tiempo de los tiempos.
Aunque pierda mis oídos y el balcón que se hace noche.
Y lágrimas de niño que niegan a la noche.
Y una sed que queme al mar que me conoce.
Reconocería con los ojos cerrados el signo de tu embarcación.
Pero no vendrá. Hace tiempo que lo sé.
Calostro
Llevo adentro un mar que no toca ni la playa que lo circunda.
Un mar que es flor y bayoneta, ciénaga y calostro.
Y yo no sé porque a tus ojos le han crecido cerraduras.
Hablo de la uña, del surco, de la reja.
Hablo de un pueblo de fantasmas que se mecen.
Hablo de un pequeño dios, muerto de frío.
Y de la cuerda que lo amarra.
Y de los sables en silencio.
Hablo de lo que no se oye,
de una flor que se quema, de una oprimida gota de lluvia /que no cae.
Hablo del paraíso y de la abierta vena de los caballos
(también pesa tu aliento en estas manos vacías).
Hablo de que una vez te quise.
A veces, la luna canta su canción y sangra.
Hace tiempo que ya no pregunto por qué.
Hay una marea que se arranca las venas.
Este barco recoge su red llena de ojos.
Y no hay mirada en los rostros que regresan,
si es que regresar es algo posible.
Hace tiempo y sangre que ya no pregunto.
Tiempo cristal de roto calendario.
El mañana no existe. Lo he sabido desde hoy.
[Las antiguas inercias del viento son el credo…]
Las antiguas inercias del viento son el credo de la langosta
y el primer llamado al llanto de la primera lombriz.
Pero el espacio fortuito entre tu piel y tu ropa,
llama al canto de los bellos equinoccios del humo.
Así como el fuego toma del fuego su alma.
Así como la piedra funda su templo en la piedra.
Así como nace carne de la carne,
dice alguien olvido porque solo el olvido es.
Y se abre la luz sobre el origen de los trenes,
ahora que la lógica es un charco de uñas y medusas donde /los caballos orinan.
Ahora, cuando es tan tarde que ya no puedes decir más tarde,
cuando es tan inútil que cantes con tus sagrados temblores,
cuando llueve sobre los trenes que van al adiós.
Y nadie es una persona sentada en la última estación,
esperando a perderte de vista en las llamas de la lejanía.
La mañana abre la mandíbula de aire de los alfileres.
Y luego, regresar hasta la madriguera que cavaste /en la nariz de Lot,
para depositar esos huevos que transportan cadáveres,
esas lágrimas, como apéndices del miedo,
esos pies, mordidos por tu locura.
La virgen de los viajantes se quemó en el reino /de los mutilados,
y tú perdiste la gloria antes de verte en el espejo.
Por eso hay calaveras bajo la almohada,
cada vez que nos llega al tacto la simiente de las piedras,
cada vez que los aeroplanos vomitan gusanos en tu axila,
cada vez que el viento sopla con su grito de langosta
y nuestras voces no se oyen, y nuestros minutos no se junta.
Grito en el palacio vacío de los monarcas del miedo,
aquí la vida es una mariposa congelada en el quicio
/de tu habitación.
El jardín está plantado de judíos muertos bajo
/el último eclipse del hombre,
ese andar de marionetas que entrechocan sus cantos,
esa orgía de carne y plomo que desayunó en los cementerios,
y que cala más adentro que la palabra que no pronuncias.
Tu vientre será el arpa que cante bajo las lluvias del mañana,
indiferente a toda brisa,
a cualquier gesto,
a toda palabra que sobreviva
en los labios mordidos del hambre de nuestra simiente.
A ella
Llegué a tu corazón herido en la simiente,
mutilado en mis abrazos y triste en mis risas.
Así llegué a tu vida como una pregunta necia.
Como un cuchillo exiliado en el mar de la mudez.
Teniendo un solo soplo para asaltar a la vida.
Contemplando una pequeña llama de asombro
/bajo el huracán de la muerte.
Vine a tu pecho, a tu doble semilla que me palpita en las manos,
a tu saliva y a tu pelo que me calman las heridas,
a tu voz de lluvia, a tu sueño donde somos secretos antiguos,
a todo tu misterio, a la maravilla total que me destruye los pecados.
Y supe de tu boca, de tu piel que me das cuando te digo sos mía.
De tu sexo en el que busco algo más allá de vos misma,
donde te encuentro como una explosión de selvas
/y mares y ríos y temblores,
del que salgo como un ciego que ha visto nacer a Dios.
Y de tu cuerpo, completamente, compañera.
Y también tuve tu mirada:
tus ojos como el universo estudiándome despacio.
Los ojos donde beso la esperanza que nos ata las venas.
Es la esperanza de nuestros muertos,
la luz que no se apaga de nuestros desaparecidos.
Entonces besé tus pies para darte el alma que me quedaba.
Te di mis recuerdos para semejar un latido.
Ya somos de la muerte, plenos de ser y de entregarnos,
vida por vida.
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