ABELARDO MORALES FERRER
La muerte prematura de este joven privó quizás á Puerto Rico de una gloria literaria y científica.
Había nacido en Caguas, el 31 mayo de 1864. Terminada su educación primaria en dicha ciudad, vino á San Juan para estudiar las asignaturas del bachillerato en el Instituto, que estaba entonces á cargo de los Jesuitas; pero no pudo terminar con éstos la segunda enseñanza, por incompatibilidad de ideas y de caracteres con sus maestros.
Se trasladó á Barcelona, y allí estudió con éxito admirable. En siete años hizo los dos cursos que le faltaban para el bachillerato y obtuvo su título de Médico en aquella Universidad, ampliándolo después hasta obtener el doctorado en la Central de Madrid. En el curso de sus estudios se encariñó con la literatura y produjo trabajos breves, aunque muy notables, en prosa y en verso, que daba á conocer en algunos de los periódicos del extranjero y del país.
Hacia el año 1889 publicó en Madrid un pequeño poema, de forma campoamoriana, titulado La religión del amor, muy elogiado por la crítica, al cual puso un bello prólogo Antonio Cortón.
Se trasladó luego á París con el propósito de practicar en los famosos hospitales de aquella gran metrópoli; fué admitido poco después como ayudante de clínica del insigne oculista polaco Galezowski, y en ella adquirió habilidad y destreza admirables en la cirugía ocular.
Llegó á Puerto Rico á fines del año 1891, precedido de fama bien merecida; pero lo que había ganado en ciencia fuera de su país, lo había perdido en salud y en alegría.
Cuando se embarcó para Europa era uno de los jóvenes más expansivos, alegres y bulliciosos de este país, y regresó triste, pálido, reflexivo, sin entusiasmos y sin salud. Había contraído una tuberculosis, no se sabe si por contagio, por exceso de estudio ó por otras causas debilitantes. Conocía su enfermedad y medía sus consecuencias.
En su profesión de médico, y sobre todo en la de oculista, era una notabilidad, y practicó aquí operaciones de gran mérito. Con aquella mano fina y sedosa, que parecía mano de mujer, hacía en los ojos operaciones admirables y casi insensibles para el enfermo.
En el ejercicio de la medicina en general, obtuvo también buenos éxitos. Luchaba briosamente contra las enfermedades ajenas y contra la propia. Se fué á vivir durante una larga temporada al pueblo de Aguas Buenas, en la falda del Luquillo, una de las más altas montañas del país, y utilizó también la influencia balsámica del mar en su costa del norte.
Ni su enfermedad ni los trabajos de su profesión le impedían cultivar sus aficiones literarias. Era uno de los cuatro cronistas de El Buscapié, semanario de gran popularidad, y publicaba con frecuencia narraciones en prosa y poesías, en otros varios periódicos. Poseía ya como prosista una dicción esmerada, gráfica y de mucha viveza y color. Durante su permanencia en París se encariñó mucho con la obra de los hermanos Goncourt, coloristas y buriladores de la palabra, y solía imitarlos, principalmente en sus descripciones.
Entre las obras en prosa que produjo en aquella época, llamó la atención una novela corta titulada Idilio fúnebre, en la que había mucho de autobiografía y de triste presentimiento. Llevó poco después su abnegación hasta el punto de renunciar á su casamiento con una bella joven, de la que estaba muy enamorado, para no entristecer los esponsales con su propia muerte y legar á seres bien queridos el contagio y tal vez la herencia peligrosa de su enfermedad.
Pero esta enfermedad se iba agravando notablemente, y en 24 de abril del año 1894 se embarcó para Europa con el propósito de estar durante la primavera en París, consultar algunos especialistas famosos, y pasar un verano en una de las deliciosas montañas de Suiza, absteniéndose de todo trabajo mental y haciendo vida de campesino, respirando á pleno pulmón el aire oxigenado de los bosques.
Y no volvió de allí....
En 9 de agosto del mismo año falleció en Lausanne, (Suiza), en donde—por encargo cuidadoso de su familia—se conserva aún su sepultura con la inscripción correspondiente.
La siguiente composición en verso fué escrita en los primeros años de su juventud, y el fragmento en prosa pertenece á su última época:
IDOLATRÍA
Su orgullo abate y su soberbia humilla
De Alá en presencia el oriental creyente,
Y doblando contrito su rodilla
Hunde en el polvo la abatida frente.
Ante el déspota cruel, sañudo y fiero
Que el mundo todo á voluntad domina,
El noble rinde el brillador acero
Y á la tierra, servil, la frente inclina.
Por el oro que en piñas resplandece
Prestando luces á sus yertos ojos,
El torpe avaro la existencia ofrece,
Cayendo, ruin, ante su altar de hinojos.
[207]Ni avaro, ni oprimido, ni creyente
Mi soberbia satánica se humilla,
Ni hundo en el polvo la abatida frente,
Ni ante un ídolo doblo la rodilla.
Porque el dios, el monarca y el tesoro
Á quienes rindo adoración cumplida,
Es una virgen de cabellos de oro,
Único encanto de mi triste vida.
ANÍBAL
(fragmento)
El aire fresco de la mañana serenó la frente de Aníbal. Aquella noche sin descanso había impreso en su rostro las huellas de un malestar indecible, comunicando al alma la languidez enfermiza de su cuerpo. Sentíase ávido de respirar la brisa matutina, como si buscase en ella algo que calmara la sed inextinguible de su anhelo.
Entornó suavemente la puerta de la entrada y se encontró en el arroyo. Nadie transitaba aún por las calles de la ciudad dormida. Aquella soledad augusta en plena alborada tuvo para él encantos seductores, complaciéndose en mirar descaradamente el rostro soñoliento de las casas, cuyas puertas aún[208] cerradas parecían grandes párpados caídos bajo la enorme pesadumbre de un buen sueño matutino.
Subió por la calle de la Tanca hasta la plazuela de San Francisco. Allí se detuvo breves instantes mirando irresoluto la sucia fachada de la Iglesia, que la tranquilidad exquisita de la hora semeja presentar en toda la desnudez de su fea y pobre arquitectura.
En aquel fondo de color de rosa denegrido por la intemperie se abría una ancha boca negra con trasuntos de puerta cochera. Aníbal en el afán de hallar consuelo para su triste pecho, dudó un poco si entrar en la iglesia, echarse ante el ara y buscar en el aniquilamiento de todo su ser moral la fe, aquella fe hermosísima que ya empezaba á abandonarle, dejándole expuesto, inerme y sin auxilio, á los fieros embates de la duda.
Miró al cielo, y aquella diafanidad incomparable le sedujo por completo. Determinó entonces no entrar en la iglesia y correr á la ventura, sumergido en la luz blanquecina del crepúsculo. Su fe poderosa le llevaba hacia Dios, pero á su corazón de artista repugnaba buscarle en aquel templo sombrío, donde por todas partes se veía la mano del hombre, sin que se transparentara en el más mínimo detalle la augusta majestad del cielo. Sí, en el espacio sin límites, en aquellos hermosos horizontes de una serenidad in[209]comparable, él comprendería mejor la grandeza divina. Entonces, y como temeroso de un arrepentimiento tardío, echó á andar muy de prisa por la calle de San Francisco hasta la Plaza de Armas, que solitaria parecía dormitar aún arrullada por los ecos de la última retreta. Las cuatro dieron en el reloj del Municipio. Aníbal siempre de prisa dobló por la calle de San José arriba. Sus pasos resonaban sobre el macadán de la acera con golpes secos que retumbaban como el de un martillo en la estrecha galería de un cementerio.
La catedral á la izquierda solicitó su espíritu, mas alzó de nuevo sus ojos y aquella cúpula negra, de una negrura mate, y aquella torrecilla recortada bruscamente como para impedir que llegase al cielo, le hicieron una impresión terrible, determinándolo á seguir adelante. Continuó, pues, hallándose luego en la esquina de la calle de San Sebastián, en la que ya comenzaba á notarse un átomo de vida. Se detuvo otra vez. Á la derecha el Mercado empezaba á animarse. Algunos caballos cargados de frutas y legumbres se hallaban agrupados entre los dos pabellones, frente á la puerta del centro. El arroyo aparecía sembrado aquí y allá de hojas de hortaliza, frutos podridos y recortaduras variadísimas.
Aníbal siguió andando hacia la izquierda, hallándose por último en la Plazuela de San José cuyos[210] árboles, retorcidos los unos, parecían viejos decrépitos; estirados y flacos los otros, semejaban niños enfermos. Bordeó la Audiencia y enfiló por la calle del Cristo, encontrándose á poco en la cuesta del Cementerio, por la que empezó á descender lentamente. Aquella rampa lisa é inclinada, de una tristeza profunda, parecía llevarle á algo desconocido que tenía su comienzo un poco más allá, en aquella bóveda obscura que se abría debajo del verdor húmedo del césped, como para indicar al que por ella entraba el abandono irremediable de toda esperanza. Tuvo que hacer sobre sí un poderoso esfuerzo para no seguir descendiendo. El abismo le atraía con su quietud misteriosa. Desvióse hacia la izquierda y empezó á caminar sobre el menudo césped. El castillo del Morro pintado de blanco recortaba en la limpidez del cielo las líneas rectas de sus troneras, la torre del vigía, el faro con sus barandas de hierro y sus reflejos metálicos, y por último el semáforo de náutico atalage.
Andando así, lentamente, sintiendo crugir bajo sus plantas la hierba húmeda aún por el rocío de la mañana, llego Aníbal á la izquierda del castillo, entrando en un pequeño reducto que—como un cenador—se desprende de uno de los muros del foso y avanza hasta inclinarse sobre la vegetación bravía de la playa. Una vez allí á solas consigo mismo,[211] frente á frente de aquel malestar indefinible, se sentó tristemente sobre el parapeto, dando la espalda á la boca del Morro. Dolor agudísimo le torturaba sin descanso. El hundimiento de sus plácidos amores había venido á sorprenderle sin misericordia, dejando en el fondo de su alma una amargura insoportable. Él vivía confiado, sin presentimiento alguno, y hé aquí que de súbito se le presentaba, anonadándole bajo su gravedad de plomo, aquel horrendo infortunio. Tendió su mirada y pudo descansar un momento en la contemplación de aquel hermoso panorama. Frente por frente y allá en último término, avanzando hasta sumergirse atrevidas en las ondas del mar, las Cabezas de San Juan, cuyas verdes cabelleras se destacaban, sobre el azul pálido del agua; un poco más acá y recortando siempre la tierra, algo sin nombre que avanzaba también hasta formar con las Cabezas un pequeño golfo á cuya entrada vió Aníbal el islote de los Pájaros. Después hasta el cementerio la costa acantilada con sus enormes rompientes y sus quejidos interminables. El Tiro al blanco sobresalía en un ángulo de la muralla que, inconmovible y dura, ahoga la ciudad con su dogal de piedra. El Castillo de San Cristóbal manchaba de rosa el tono lúteo de las fortificaciones. Más abajo y bebiendo casi el agua salada del mar, el Matadero; después, un gran claro de vegetación[212] escasa y raquítica, é intramuros la parte N. E. de la ciudad, dominada por el Parque de Artillería, la iglesia de San José, el Cuartel Nuevo y la Beneficencia, en primer término. Á la izquierda la inmensidad de las aguas con su rumor eterno, y arriba el cielo, de una pureza inmaculada.
Cuando Aníbal se hubo dado cuenta de tanta hermosura, se levantó y avanzando hasta el parapeto, inclinó el busto como si buscase en aquel rincón del mundo nuevas bellezas que admirar. Entonces sus ojos tropezaron con un ángulo del cementerio, que la ciudad de los vivos parecía haber arrojado de su seno colocándole extramuros para después anegarle en las profundidades del abismo. Á aquella hora nadie transitaba aún por las tristes avenidas, pareciendo que los muertos, como los vivos, encontraban cierta voluptuosidad exquisita en dormir arrullados por las frescas brisas de la mañana. En el centro, la capilla elevaba su cúpula obscura, pudiendo verse á la derecha la angosta galería, y á la izquierda, entre la calle central y la habitación del sacerdote, varias tumbas con sus estatuas de mármol en actitud doliente, y sus verjas de hierro guarnecidas de flores marchitas. Calor tibio parecía levantarse de aquel suelo en continuo trabajo de renovación, sintiéndose ese olor indefinible, repulsivo, mezcla extraña de vapores humanos, aromas insípidos de flores mustias y vahos[213] fríos de tierra humedecida. Aquel silencio de muerte volvió á despertar en su memoria la cruel idea de su infortunio. Él se veía abandonado como aquellos seres que allí dormían eternamente, pero con abandono más triste y despiadado. Vivo, hallábase condenado á pasear sin rebeliones el cadáver de su alma. ¿Por qué no morir por completo como los otros, y acostarse allí y dormir ese sueño perdurable llamado la muerte? Y suspiró profundamente, anhelando la hora del eterno descanso...
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