viernes, 18 de diciembre de 2015

REINALDO SOTO HERNÁNDEZ [17.786]


Reinaldo Soto Hernandez

(Ciego de Ávila, Cuba 1966). Escribe poesía desde muy temprana edad. Sus poemas han sido publicados en Cuba, Estados Unidos y España. En 1997 recibió el premio a la libertad de expresión del Pen Club Internacional de Londres. En estos momentos vive en Estados Unidos.


Ante una estatua de Antinoo el eterno

¿En qué pensaste Antinóo cuando el lodo del río
desesperadamente se amontonó en tus ojos?
¿Qué palabra estalló sobre la piel del agua
con la última burbuja cálida de tu aliento?
¿De qué espesor y hondura era tu soledad,
de qué largo y color tu miedo al desamparo,
¡a la sombra de un rey!, la tarde en que partiste?
¿Sentiste miedo, dime, a la hora de confundir
con el frío de tu corazón el frío del fondo?
¿Ya te sabías divino, eterno, inabarcable,
tocado por el aura sin fin de la belleza?
¿Cuál piedra fue tu cómplice?, ¿a qué juncos etéreos
se ciñeron tus dedos para anclar tu cadáver
como un mariposa en el centro del tiempo?
¿Pronunciaste mi nombre, creíste en mí chiquillo,
que desde veinte siglos después te sigo amando
como si tú jamás te nos hubieras ido?
Yo estoy aquí, ¿me ves?, de pie frente a tu piedra,
frente a tu noble frente en piedra eternizada
mirándote morir, tal vez sacrificándote.
Porque debes saber que aunque en ti se haga luz
mi amor desmesurado y aunque te siga amando
hasta que se me desmorone la memoria,
yo te ahogaría, niño, con mis propias manos
tan solo para que la leyenda de tu entrega
diminuto gigante, no nos falte a los hombres.
Te tengo dos mil años de lágrimas de deuda
que no podré pagarte. Aquí te traigo en cambio
un girasol, un beso, un pájaro, estos versos
y el venirte a decir que desde mi distancia
yo quiero ser el sol que cruza por tu rostro
borrando ese aire precoz de ausencia y soledad
de desesperación y miedo en tu mirada.
¿En dónde estás ahora?, ¿encontraste el camino?
¿no se pudrió tu risa en tantos avatares?
¿A dónde van los muertos que mató el amor?



Preces al viento

Regálame ciudad tus preteridos,
tus putas, tus drogados, tus alcohólicos,
tus tristes, tus sin pan, tus melancólicos,
tus ladrones, tus locos, tus vencidos.

Regálame al traidor, al asesino,
al cobarde, al infiel, al fratricida,
al amoral, al sádico, al suicida,
al masoquista, al cruel, al sin destino.

Regálame al soberbio, al calavera,
al cínico, al brutal, al desvestido,
al que quedó sin rostro, al que no espera,

al condenado a muerte, al desmedido,
al que no va a faltar ni aunque se muera…
¡pero dámelos ya, que a eso he venido!



Testamento

No quiero vivir muerto en este cementerio
donde bajo esas piedras de un sopor casi enfermo
se les pudre, ya inútil, la risa a tanta gente.
No quiero morir vivo cada día, cada noche,
Toda esa eternidad, con todo este silencio
tan circular, tan sólido, que se podría cortarlo
como se corta un pan o una manzana o un árbol.
A mí que me dispersen, que me arrojen al viento
hecho cenizas, polen, sobre las mariposas.
A mí que me derramen en una calle, un parque,
en los inquietos bordes de una playa cualquiera
donde los vivos pisen, donde orinen y escupan
o escriban con un dedo las palabras Te Quiero.
A mí echénme al murmullo peremne de un arrollo
que en mí púdranse el pasto, la flor, la rama seca,
los huesos de los pájaros que mueren en su vuelo.
A mí déjenme al borde de un camino salvaje
a que mi corazón escarben las hormigas,
que aniden en mi cráneo, ya seco, las luciérnagas,
que en mí se desmorone la cáscara del sándalo
y el nido abandonado con huevos de la alondra
y el polvo de la piel de las orugas… Amigos
a mí, cuando me calle, síganme viendo escándalo
así como he vivido. No dejen que el silencio,
la soledad, me cundan. Llámenlos, que regresen,
que se agolpen en mí los hombres que ya he sido,
pasajeros sin rumbo, fantasmas de mi carne
que alguna vez rompieron la noche ante mi puerta
y se me hicieron fuego antes que polvo y bruma.



El tiempo como un clavo en la garganta   

Si yo pudiera andar sobre las aguas
echarme al hombro el mar como si Cristo
no buscaría la inmortalidad
ni el reino eterno, ni el poder supremo,
ni duplicar los panes y los peces
para ganar la adoración del hombre..
Yo volvería allá a donde mi infancia,
a aquel pueblo sin fin de pescadores
con una sola calle en la que el polvo
nos dibujaba el paso de los vientos
con su olor a pescado, a barco, a puerto
y podías decir, ahí va el arriero
tan solo por el ruido de sus alas
batiendo sobre el risco en la montaña
Yo volvería allá de donde aun guardo
historias como un clavo en la garganta…
Se fue Francisco un día de septiembre,
con once años, por un pozo abierto
en la sedienta entraña de la tierra
que lo tragó sin más, como si a un duende.
Después se fue a los trece Serafín
a caballo en la cresta de una ola
que le llenó la boca de cangrejos
y la frente y las manos de zargazos…
Y así se fueron yendo; hacia la muerte,
hacia el norte, hacia el sur, hacia el sudeste,
hacia todos los puntos de la tierra
desdibujándose en el firmamento
para seguir tan jóvenes, tan bellos,
tan quietos en mi pérfida memoria
que los mantuvo incólumes, intactos,
como si no tuviera garra el tiempo
que por ellos pasó dejando impunes
el arco de sus cejas, sus sonrisas,
en tanto que reptó por mis mejillas,
que me hizo extraño, indistinguible
el rostro detrás de esta clepsidra,
que aun rompiéndose, no cesa de caer.
Cuarenta años después, cuarenta apenas,
ya ni yo sé quien soy cuando me miro
en la encorvada espalda del espejo.
Y ellos allí tan vírgenes, mis niños.
Ay, si pudiera andar sobre las aguas…


Quijotismo

Vístase el mercader de mariposas,
hágase el general ungir de santo,
apiádese el verdugo a humano llanto,
póngase el dictador a dictar rosas.

Asquéese el ladrón ante lo hurtado,
dedíquese el ególatra al amigo,
descúbrase el banquero ante el mendigo,
tórnese el indignante en indignado.

Acábese el poder por el garrote,
désele licitud a lo prohibido,
desvalórese el brillo del lingote,
vitoréese al arte, no al partido.

Vuélquese todo y seguiré Quijote,
que no me engañas, mundo, estás podrido.


EL NIÑO DE PAPEL

Recuerdo que puntual y cotidiana, mi madre
recortaba mi figura en papel de regalos,
poníame una sonrisa de cartón transmutable;
dos botones por ojos, unas orejas plásticas,
unas piernas de yeso, las manos de aplaudir,
un cascabel y un cuello del tamaño del yugo.
Y en la máscara limpia, nueva, de cada día,
me estampaba un gran beso y -Anda mi tranquilino-,
me echaba a la mañana camino del colegio.
Recuerdo que las calles de aquel mi pueblo viejo
eran ríos de entrañables muñequitos aullantes
con los brazos en alto. Aun no sé qué gritábamos,
no lo he sabido nunca. ¿Quién acaso lo supo?.
Las manadas no saben. Gritábamos. Gritábamos.
Tal vez pedíamos algo al viento, a los carteles
o al mago de la barba que repetía el prodigio
de asomarse a los muros abrumadoramente
con sus rostros iguales, a vigilar los pasos,
a vigilar los ojos… y los panes. Recuerdo
que jugábamos casi siempre a caer en combate,
a ser estatuas, posters, caciques verdeolivo,
viejos barcos hundiéndonos. Y era oscura la escuela
y había unos gordos maestros de algodón y mantones,
con las narices rojas, empujando unas puertas
como unas catedrales que abrieran derrumbándose.
Y unos himnos de guerra. ¿O unas marchas triunfales?.
¿Qué cantábamos?. No sé, nadie lo supo nunca.
Nunca el coro lo sabe. El coro canta y canta.
El coro es un escándalo que enmudece a sus ostras.
Yo era un niño de papel. Niños de papel éramos
los que nacimos ciegos, los que nacimos mudos,
los que nacimos sordos. Los que apenas nacimos.
Los hijos de la hipócrita panza nacional.
¿Cuánto difícil entonces será para el poeta
que hubo aprendido antes a aplaudir que a escribir versos
perdonar a su madre?. Mejor no preguntarnos,
peligra la cordura, el último equilibrismo
del dolor. Y puede que quisieran los puñales
caer sobre la rosa, y no podemos. No hay derecho.
No es justo no perdonar a alguien. Ni aun a la madre.




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