lunes, 21 de diciembre de 2015

JUAN CARLOS MORALES MEJÍA [17.795]




Juan Carlos Morales Mejía 

(Ibarra, 1967, Ecuador) es autor del proyecto Mitologías de Ecuador. Libros publicados: Fabulario del dragón, Quito: las calles de su historia. Poesía: Arquero de luna, El poeta y la luna, El poeta y el mar; mitos: Los dioses mágicos del Amazonas, Mitologías de Imbabura, El duende de San Vicente. Como músico, dirige el proyecto Poetas de América, con musicalizaciones de: Borges, Huidobro, Vallejo, Carrera Andrade, Dávila Andrade, Loinaz, Cardenal, Sabines, Rojas, Granda, Preciado, entre otros.


Frente a las aguas

Las aguas, que una tarde, ya no fueron las mismas,
en los ojos de Heráclito, el Oscuro.
El río Ganges donde navega la Ceniza.
El mar, límite del Averno, en el rostro del Navegante.
Las aguas, el río, el mar que he convocado
para no verte nunca, para creer que has muerto.



El resplandor

Un poeta sueña
en su amada
bajo la Luna
nómada.
Ese instante
es más eterno
que el resplandor
de miles
de espadas
en el campo
de batalla.




Non plus ultra

Mar tenebroso:
a la distancia
vienen tres carabelas.



La música

El sonido de las trompetas en Jericó:
siete días el Arca de la Alianza
rodeó este pueblo maldito para siempre.
La ulterior sonoridad de los cruzados
que la levantaron desde su memoria.
La música que escuchó Gautanama,
descendiente de los sakis y que buscaba
la verdad envuelto en un sayal amarillo,
cuando entendió el significado de una rosa.
El ruido intenso de las monedas
en las manos de Judas y la conciencia
de que el Mesías era demasiado humano.
La partitura que Mozart compuso
para su padre muerto y que no era el Réquiem.
El preludio de Nietzche cuando entendió
que Zaratustra tenía espíritu dionisiaco.
Los violines de los indios en San Juan,
antes de entrar a la cascada de Peguche.
El bandoneón de Astor Piazzolla
en una atardecer en Buenos Aires.
El canto del shamán del Tena, Luis Andy,
sobre la cabeza de una muchacha.
La sospecha de que hay música en tus ojos.



El iluminado

Un hombre descubre
en el bisonte las huellas
de su propia derrota:
la caverna lo sabe.
Luego, Saulo de Tarsis
junto a su caballo
y una ceguera premonitoria:
la defensa de una fábula:
Jesús ante el Monte de los Olivos
con miedo de ser Dios.
Judas, el zelote, sabe que
el Mesías es solo un hombre
y devuelve las monedas.

Alonso Quijano en el suelo
y un haz de luz filtrándose
en los molinos: no hay
una Dulcinea de ventura;
Walt Whitman avisora que es
infeliz cuando su nombre
suena en el Capitolio:
un bosque lo espera;
José Arcadio Buendía,
frente al pelotón de fusilamiento,
recuerda el hielo:
Melquiades no descifra a Macondo
desde los pecesitos de oro;
el poeta César Dávila Andrade
se encierra en los efluvios
de su Catedral Salvaje:
un cóndor ciego cae
envuelto en un gabán de plumas.

Y en un instante todos
saben que poseen un don:
ese don los arrastra hacia
la Vida, que es un presagio.
Todos dicen a su modo:
Padre, padre… padre
¿por qué me has abandonado?



El pájaro de Perugia

Antonioni da Luca guardaba una imagen: el vuelo rasante de un gorrión entre sus manos de niño. Ahora, a los cincuenta años era un hombre que conservaba en sus ojos miles de horizontes, atiborrados de bandadas en pos de un sol tenue.

El embrujo del vuelo de las aves era motivo suficiente para prolongar su vida. Tras estudiar los planos aéreos de Leonardo da Vinci se convenció de que algún día los seres humanos podrían volar. Nadie le creyó.

Antonioni, huyó de Perugia cuando los parroquianos lo descubrieron batiendo sus brazos en el campanario. Tenía atadas veintitrés palomas a su cuerpo y una mirada de ángel del infortunio en sus ojos de almendras.

Desde ese día tuvo cuidado de sus experimentos. Por eso, en el invierno de 1558 se escabulló de Glasgow a las costas escocesas para mirar si aún quedaban aves que no pudieran migrar. En medio de su soledad no halló vestigios de plumas de cigüeñas entre la hierba mojada. De regreso, en medio de la niebla, recordó la leyenda de Ícaro que construyó sus alas y fijó las plumas con cera para escapar. El sol lamió esas comisuras cuando Ícaro revoloteó en su torno.
    
No lo resistió más. Se procuró otro sendero y llegó hasta un acantilado. A lo lejos, el rumor del mar ascendía hasta su pecho. Abrió los brazos y rezó una oración impalpable. La bruma golpeó su cara. Tomó impulso y se lanzó al vacío. En el vértigo de la caída comprendió que los dioses no habían olvidado a su aéreo hijo: en el dedo meñique, de su mano izquierda, comenzó a crecerle una pluma…



La fórmula

Salvatore de Bragante se dio una noche a las permutaciones con el tiempo. El astrolabio permanecía silente a la espera de una noche propicia. Muy cerca, el fuego producía sombras dantescas en la estancia. Pese a los leños ardientes hacía un poco de frío, algo normal para la estación de invierno en Aquitania. La noche se presentaba sosegada, a juzgar por las estrellas.
            
El feudo, donde se encontraba el nigromante, alguna ocasión perteneció al duque de Roberto de Artois. Ahora dependía de la decisión de los poderosos, a miles de leguas de distancia. Salvatore recordó las lecturas de la cábala y otros ritos que llegaron de los tiempos en que los faraones eligieron las tumbas en Kefrén. El tiempo giraba en torno al astrólogo, que estaba cerca del fogón.
            
Miró el reflejo de su propia sombra. Respiro. Levantó levemente la cabeza. Alzo su mano muy despacio. De reojo observó que su sombra permanecía quieta, en un espacio. Era una masa informe en un tiempo, más bien relativo, multiplicado por dos.



LUNA DE ARENA

Debajo de las crines,
una rosa frente a la brújula
y antes el sueño,
como un reloj del infortunio
sin arena.

Hay un tiempo para irse
y otro para no volver.
¿Cuál es la diferencia?
¿Importa un astrolabio
que añora a la Luna?
Los pasos se desvanecen
como un pétalo
que cae eternamente
en tu pubis.
No hay prisa:
los adioses nunca son
suficientes.
Siempre queda el olor
de un piano nocturno
en tus manos.
Aún respiro tu espalda
cada ocasión
que miro un paisaje.



LA NAVE TRÁGICA

Bruma:
un arpa antigua en el acantilado,
al acecho de las olas.
Hay una sirena que canta eternamente
a un hombre amarrado al mascarón de proa,
con la figura de una mujer de sándalo.
El mar crece en los ojos del argonauta
que nombra a Penélope.



TELARES DE PEGUCHE

A Germán Muenala


Taita Imbabura lleva su niebla a la cascada.
El agua entra en la medianoche del rito:
los indios van desnudos, antes de San Juan.
Saben que el concierto de soles
no se apaga cuando se mojan la cara.

Hay una luna violeta en los telares del presagio
y un toro de fortuna escupiendo azogue
en la piel gastada de un amauta de Peguche.
Están hechos de maíz: sus largas cabelleras
son estrellas furtivas de un tiempo indomable.
El primer sorbo de chicha del Yamor
es para la Pachamama, que se acalora.
         
Segundo Conejo trama su violín
y otro indio teje una montaña violeta:
cada ocasión que la urdimbre gira
el paisaje, afuera, fluye de sus manos.
Eso lo desconoce el anticuario que guarda
un candado de hacienda para la feria.
Los indios, los sábados, ríen mientras
los viajeros se llevan los tejidos creyendo
que las montañas son inmutables.
A esta hora, el tejedor concluye un motivo:
un poeta que agota este verso en Ibarra.



EL ACECHO

Río lánguido sobre la espalda:
gemido de arena, destello de un piano
en sus caderas.
Musgo fragante entre sus piernas:
olas afiladas danzando en su pubis,
dentelladas de rocas frágiles
que se deshacen indolentes
en mis manos.

Zagala tersa,
fisura de líquenes y arreboles:
cabellos desatados a la Luna.

Pies gráciles,
felina acurrucada en mis brazos.
Un día se irá para siempre.
¿Qué recordaré entonces?
Acaso, que la contemplaba dormida.
Que pasaba mi memoria
en su desnudez de caracola.



VÍRGENES DE YESO

No hay río,
el mar es una oscura mujer adversa.
Sólo dalias y una procesión de vírgenes de yeso:
mezcla de vaginas carcomidas
y de abalorios de sándalo.
Sus ojos tienen esa dulzura de acero indolente,
ese miedo de que una tarde
se harán añicos
en las manos de los muchachos
que entrarán en tropel
a olvidar futuros olores de mujeres gastadas.



UNA MIRADA

El hombre de la Cruz encuentra una pupila
de un ladrón de horizontes;
un arquero dibuja en la piedra su águila muerta.
De cierta forma, en el movimiento de sus ojos
la tragedia une los instantes.
La última mirada del águila se estrella en la Cruz.



ROSAS DE PIEDRA

Un pétalo para una mujer adversa:
cuerpo silente/estructura de pájaro,
no recuerdo el acero de sus ojos.
Las rosas de piedra caen eternamente
en mi presagio.



PÁJARO DE LUNA

Lejana.
Agreste figura/sicomoro de niebla,
soy un pájaro de Luna
entre los alfiles indolentes.
Eres la última travesía,
el paso de un fantasma
por las paredes de adobe carcomido.

Rosas sobre la máscara
y un violín solo,
con una tristeza de los amores leves.
Esos que desenvuelven tules
y olvidan los ojos trágicos,
esos que huelen a lejanías
desde el primer ímpetu
de una desnudez sin memoria.
Un tiempo más del alba
que de los cuerpos bravíos.

Soy un pájaro de Luna
perdido en tu pubis.
Una pluma de la noche
que cae eternamente
en tu bosque incendiado.


EL ÁNGEL

Una pluma como símbolo de un naufragio.
Despliega sus alas y su certeza:
una premonición de tules azules.

Sus labios mueven otro tiempo/
la urbe se ha detenido en una campana.
Ni las huestes del miedo se desplazan
por sus ojos.
Una pluma flota en el mar
a la espera de mis naves trágicas.

Si alguna vez existieron los ángeles

tuvieron el aroma de la noche en tus cabellos.




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