MARIA GABRIELA LLANSOL
María Gabriela Llansol Nunes da Cunha Rodrigues Joaquim (Lisboa, Portugal 24 de noviembre de 1931 - Sintra, 3 de marzo de 2008), más conocida simplemente como María Gabriela Llansol fue una escritora, poeta y traductora portuguesa.
Obras
1962 - Os Pregos na Erva
1973 - Depois de Os Pregos na Erva
Geografia de Rebeldes
1977 - O Livro das Comunidades.
1983 - A Restante Vida.
1984 - Na Casa de Julho e Agosto.
O Litoral do Mundo
1984 - Causa Amante.
1986 - Contos do Mal Errante. Com posfácio de Manuel Gusmão
1988 - Da Sebe ao Ser.
1990 - Amar um Cão.
1990 - O Raio sobre o Lápis.
1990 - Um Beijo Dado mais tarde.
1993 - Hölder, de Hölderlin.
1994 - Lisboaleipzig I. O encontro inesperado do diverso.
1994 - Lisboaleipzig II. O ensaio de música.
1998 - A Terra Fora do Sítio.
1998 - Carta ao Legente.
1999 - Ardente Texto Joshua.
2000 - Onde Vais, Drama-Poesia?
2000 - Cantileno.
2001 - Parasceve. Puzzles e Ironias.
2002 - O Senhor de Herbais. Breves ensaios literários sobre a reprodução estética do mundo, e suas tentações.
2003 - O Começo de Um Livro é Precioso.
2003 - O Jogo da Liberdade da Alma.
2006 - Amigo e Amiga. Curso de silêncio de 2004.
Diarios
1985 - Um Falcão no Punho. Diário I.
1987 - Finita. Diário II.
1996 - Inquérito às Quatro Confidências. Diário III.
Traducciones
1995 - Emily Dickinson , Bilhetinhos com Poemas (sob o pseudónimo de Ana Fontes)
1995 - Paul Verlaine, Sageza.
1996 - Rainer Maria Rilke, Frutos e Apontamentos.
1998 - Rimbaud, O Rapaz Raro.
1999 - Teresa de Lisieux, O Alto Voo da Cotovia.
2001 - Apollinaire, Mais Novembro do que Setembro.
2002 - Paul Éluard, Últimos Poemas de Amor.
2003 - Charles Baudelaire, As Flores do Mal.
Premios
Prémio Dom Dinis da Fundação Casa de Mateus do ano de 1985 - obra "Um Falcão no Punho"
Grande Prémio de Romance e Novela APE/IPLB da Associação Portuguesa de Escritores do ano de 1990 - obra "Um Beijo Dado Mais Tarde"
Grande Prémio de Romance e Novela APE/IPLB da Associação Portuguesa de Escritores do ano de 2006 - (Julho de 2007) - obra "Amigo e Amiga"
HÖLDER, DE HÖLDERLIN
MARIA GABRIELA LLANSOL
Edición bilingüe
Traducción del portugués: Atalaire
I este es un refugio en el lindero del bosque mitad árbol, mitad construcción de ramas muertas;
en este árbol de vida la pendiente del tejado es firme, impenetrable a la erosión de la lluvia;
como cada uno ha llegado con su árbol — Hölderlin con quaercus, Joshua con pinus lusitanus, Giordano con su nogal, hay tres árboles alrededor de la puerta abierta de par en par;
una unión a las puertas del paraíso;
este es, de hecho, un bosque de pinos marítimos —un pinar— y la agitación del viento circula en la base, empujando a las ventanas a una velocidad de gran rapidez;
aquí las estrellas brillan por encima de las cabezas y los olores venidos del mar entran por las narices y los orificios de las fosas nasales;
Hölderlin (quaercus, por el nombre del roble) sintió una gran ausencia: su cabeza iba a abandonarlo y, aun así, se levantó para ir en su busca con los brazos; todo empezaba por el sonido —el sonido de hacer el último poema.
Hölderlin se sentó silencioso delante de mí que soy casa —no dice nada— pero yo sabía cuáles eran sus verdaderos pensamientos por la inconstancia de su mirada; mirada
que se dirigía a mí, larga y baja,
que terminaba en las paredes y empezaba en las ventanas.
Al otro lado del mar, realizándose en un solo instante, estaba el bosque donde habían sido abatidos algunos árboles para dar nacimiento primero al parque, después al jardín; pero quedaban aún masas vegetales que difundían un rayo de figuras verdes que daban miedo a Hölderlin; él moraba en mí
rectangular con triángulos arquitectónicos sobre las ventanas
y ventanas de cristales multicolores
de donde se perdía de vista mi propio interior sombrío.
Los caballos llegaban y partían con golpes seguros sobre las losas y los mensajeros se cruzaban con sus cartas alrededor de Hölderlin;
que esperaba;
él daba el paseo de la noche, produciendo con las botas un golpeteo intermitente en los linderos del bosque; tenía miedo del árbol mayor —de su árbol quaercus— donde tronco, hojas, altura brillaban u
oscurecían de grandeza; sabía que él jamás había penetrado en su dominio inalterable e incorruptible porque atravesándolo en línea recta creía tener una estatura menor que ese genio de la naturaleza.
Al sonido de «naturaleza» oyó el gemido de un caballo atravesar los aires y al último mensajero —el de las diez horas— pedir una cerveza y echar la carta en el cesto del pan que estaba sobre la piedra.
«Ahora te pregunto,
decía la carta,
¿murieron los dioses de Grecia?
Era la forma de afirmar, preguntando, que los dioses de Grecia habían muerto. «Sí, murieron», comprobó Hölderlin sabedor de lo que había leído. «Y yo, suspiró, cómo viviré sin esa diferencia entre los dioses y los hombres». Miró hacia mí, a quien valoró, desde lejos, incapaz de renovación y sin luces;
Avanzó hacia mis ventanas con una vacilación que se iba multiplicando; me buscó la puerta y no encontró ningún sentido.
«¿Habrá apagado Cristo a los dioses y dividido en miríadas de luces dispersas mi espíritu?»
Alguien —que soy yo— estaba en medio de la puerta y lo recibió con un abrazo universalmente verdadero.
II «Como tu cabeza configura un árbol», dijo Myriam, abriendo el vestido para echarle leche a la taza de Sajonia. «Estáis unidos como hermanos». Cuando la taza se hubo llenado, volvió el pezón al vaso donde se servía la leche.
«Quiero que me dejen completamente en el bosque —le oía decir; no me da miedo perderme porque, para mi alma, el peligro es nulo.»
El chorro de leche tenía la inclinación de Diótima cuando se inclinaba sobre él: ella dibujaba, él estudiaba los niños se sentían presa del encanto de Hölderlin y no del libro abierto; era la hora de somnolencia que sobrevenía al estudio, no había otro estímulo en la sala. El cálculo se hacía en otra mesa y Hölderlin, con una excesiva palidez en el rostro, les hablaba del pigmento que da color verde a los vegetales; Diótima apartaba los reposteros pesados que cubrían la puerta y desaparecía con el suave tejido de la saya rozando por el suelo; el sueño tenía la composición de su cuerpo desnudo nunca entrevisto
y la sala que se extinguía en su memoria, sin dejar vestigios,
estaba abierta, apoyada en un nido
que era el seno naciente de Diótima
y del árbol;
a partir de la corona del seno se extendía una penumbra violácea que concentraba la atención.
III en la arena, a veinte pasos del mar, estaba él, hablaba con la puesta de sol: «por qué poniente nunca es tan intenso como el regazo»; hablando, preguntaba, y adorando se lanzaba a subir la escala del entendimiento a un ritmo que cerraba los ojos; por detrás de él estaba Joshua cargado con su pino ambos uno solo; sentía en el momento de la adoración su presencia íntima como sentía la arena de las impresiones de luz enviadas por el mar; no decía nada más, su garganta melódica enmudecía era profundo y rutilante el disco del sol poniente; se veía nítidamente envuelto por las letras de su nombre y toda la paciencia que había de agotar en su vida se había fijado en el sol poniente —en el horizonte; con la adoración —súbitamente— le subió a los labios la Pasión: loco, y con paciencia, decía la arena cayendo con color de clepsidra de sus manos; oía sonidos nasales que brillaban en el crepúsculo del mar; Myriam vio el día aureolado por este momento excepcional y pensó: «Es un árbol demente, que crece al borde del acantilado.»
IV hoy, en cuanto Myriam se levante, pensará, de hecho, en la estructura del poema-poniente mientras pone la mesa para el café; con el cabello caído sobre los ojos —y su aire de armonía de formas delicadas—, ¿quién diría que es Myriam la que está allí?; será lo que le ha de soplar al oído Hölderlin —que aún se encuentra dentro de ella— y que ella ve con ternura y por un camino flanqueado de vallas: error humano en un vaso de cristal. Todo pasará entonces en fases breves,
haciendo rodar el poliedro del tiempo.
En la casa siguiente Myriam tuvo un desayuno nostálgico ante la lengua de Hölderlin, nombre que le daría en el futuro
y que anunciaba, con la tristeza alegre de daba, el preludio de una nueva intimidad: «Tendréis una intimidad bíblica», pensó Joshua, que echaba abajo los árboles alcanzados más allá de la parcela larga y estrecha. «Tan bella y piensa», retuvo, marimacho. Tuvo después con la borona una relación en tres movimientos: retirarla del tejido bordado de lino; partirla; y dársela a Hölderlin que formaba, con la mirada, un cierto encanto sobre el paño; pero con su inclinación a la distancia Myriam se había evadido a otra casa aún más avanzada y había pasado por la ventana de la cocina donde el agua hervía sobre algunos carbones y ceniza. Hölderlin quiso ser él quien tomara la tetera: debía ser apenas su diamante de dulzura. «Todo es tan ligero que caerá sin verse.»
V Joshua, que no deseaba darles un espectáculo de violencia, intentaba ahora con cuerdas, asegurar el pino para que se abatiera lentamente sobre la hierba; en aquel momento de ligereza la fuerza del árbol que caía podía causarles sobresalto; se orientó en una dirección opuesta a mí y el árbol fue descendiendo en un «ángulo puro», según los ojos de Myriam que, masticando el pan, lo observaba. Joshua miró a través del cristal y fue uno de los recuerdos que había de guardar siempre, poniendo a un lado los que traía de la infancia; en este momento el árbol rodó por el suelo; había sonado la fase final de aquella fase del día.
VI el jardín triangular pasó, a finales de este año, de mi propiedad a propiedad de otra casa; perdí, por tanto, una de mis vías de expansión en el Pinar, de aquel lado el cielo partió, el prado partió, ya no hay territorio por donde avanzar y, del lado opuesto, se perfilan las líneas de comunicación con los que viven lejos; de hecho, la presencia de Hölderlin me llevó a un abismo muy alto que tiene en la cumbre la compañía y en el fondo solo desierto. De ese punto de la cumbre solo él ve pequeñas viviendas aisladas donde en cada una hay un habitante con su aureola de fulgor. En la luz hay zonas húmedas, la pequeña partícula vegetal, la pequeña partícula animal, la insignificante partícula humana a quien le fue entregada el gobierno de todo el reino.
Como sucede siempre con Hölderlin que intenta dispersar una multitud de imágenes que se cruzan en el poema: «Si un conjunto de hierbas es my espeso, más rápidamente se enmaraña», piensa para sí, ignorando que oigo y veo.
VII a mi alrededor estaba su quaercus y árboles dependientes. Había nacido, en alto grado, con la capacidad de sentir./Se había vuelto rápidamente árbol —inteligencia con frutos./ En el medio acuoso de la selva —no oía, no hablaba— de objetos inútiles./ Sentía la inteligencia brillando en el fondo de todos los sentimientos. Ojos, manos, sentido de la vista eran simultáneos./ La fatiga de estar siempre delante de una respuesta lo había conquistado por completo./ Pero, al año siguiente, la fatiga de estar siempre delante de ese mismo obstáculo le había levantado finalmente el mentón —los retoños— por encima de todas las copas y cabezas./ Su sombra era agua y las articulaciones que cruzaban las ramas se mantenían húmedas. El agua no tenía expresión: describirla era un trabajo interminable que se perdía en el bosque. Mejor sería decir un remolino-poema.
Había igualmente un pozo. Piñas en el suelo. Y, después, yo misma, con un sillar y una pared sin aberturas. Un polígono irregular. Una puerta. De tablas; y el sonido lejano de una angustia que no puede representarse y se aproxima.
¿Una tempestad? Una tempestad en un pozo, oí pensar a Joshua cruzado su mirada con la única ventana con las persianas echadas. Era la habitación de Hölderlin, por detrás de rejas. Pero era él quien cantaba y volvía todo global y bello.
VIII todos los días tenía una energía brillante en la que hablaba con Myriam, Joshua, Giordano. Le era necesario vencer un obstáculo, tomar un gran peso, resistir, someter cualquier idea a su sentimiento interior (aún no manchado). En este proceso de transformación vibrante de su propia piel la claridad, el tiempo, el olor de los pinos que todos respiraban era, esencialmente, brisa y método.
Diferente era Joshua.
Joshua tenía la voluntad férrea de leer los textos sagrados y comprenderlos. No tenía un culto de veneración. Ángeles y santos no eran esclavos. Tenía además otra voluntad férrea: referir conjuntamente a esos textos inteligencia y sensibilidad. Un pino, viéndolo debajo de su copa, intentando estudiar la andadura en el Libro, lo había vuelto semejante. «No cedo. Cavaré un hoyo donde el paso a otra voluntad sea imposible», dijo, cuando siendo aún arbusto habían querido imponerle el bautismo de la primera poda.
al verlos al lado del nogal de Giordano pensé:
«la mujer que los ha criado era mucho más que madre; su seno no era de leche era un juguete el ángel que los tiene en los ojos
está ausente una lluvia de plata rompe el bosque sobre las tinieblas es porque juegan a que están llorando oración y distracción son iguales en su absoluto avanzaban mucho y se completaban un día habían jugado a ser árboles y se habían hecho árboles.
Le habían puesto el nombre de Casa de Quaercus y Hölderlin fue mío.
hasta que los oí,
hablar de nombres de ciudades que nunca he visto:
Esrasburgo – Lyon – Colmar- Belfort – Besançon – el valle de Doubs, Dôle, Châlon, el valle del Saona, Macizo Central, Clermont – Ussel, Tulle, Périgueux, Isle y, por último, Burdeos.
Este fue uno de sus recorridos. En los seis meses anteriores, cuando su mortificación mental había revestido una forma impaciente, no había un lugar en mí donde pudiera reflejarse. Todo le parecía costas marítimas inaccesibles y cuadrúpedos en fuga. Su cama, decía él, se proyectaba sucesivamente sobre todos los lados del horizonte. Sus amigos eran llamados por su nombre, pero ninguno respondía a su llamamiento. Su ano había caído en el bacín y la sustancia dura del sexo se repetía en palabras; y sus poemas habían recubierto la superficie externa de su cráneo.
Nadie puede presentarle el espejo y cortarle el cabello a tijera. Qué alta es la pequeña casa del mundo, se le leía en los ojos. Tenía la cabeza blanca por delante y oscura por detrás; así expresaba la sustitución parcial de la razón por la locura; se había embarcado en esta mirada suya sobre paisaje, que está conteniendo la mayor parte del silencio; por otro lado, atreviéndose a ir a plantarse, solitario, entre pinos, su caballo lo esperaba.
No soportaba que hubiera espejos en la casa; se puso a hacer aparecer verbalmente figuras luminosas sobre sus propios omoplatos y se dejó ir navegando sobre mí apretando el cabello sobre la nuca. El cabello que nadie corta lleva una libertad infinita en los hombros — y el hombre desmultiplicado duerme.
Hoy alguien buscó a Myriam: — ¿Hay aquí un saber perdido?
—Es una visión conmovedora de Hölderlin —respondió ella—: Pero no debemos tentar su castidad sin miedo.
IX Fue la última forma que lo vi con un pensamiento claro «he entrado aquí por amor al monstruo — había pensado él momentos antes— y perdí el equilibrio de las ramas del árbol que se mece; no sé lo que pasa directamente porque hay un cristal entre ellos y yo colgado de las ramas del árbol;
son seres elementales
que no tienen ninguna capacidad de introspección y mueven la cabeza con aire de cretinos; si, en el futuro, me he de volver así, me oriento por los ojos de Joshua que afirman para mí y siguiendo ahora los decires de Giordano acerca del infinito, el universo y los mundos, que «la mano ya no está en el brazo,
los ojos en el rostro,
el pie en la pierna,
la cabeza en el busto.»
Aunque viajante, Joshua siempre me tiene que alojar en habitación con ventana y, si se va, dejará en el aire una punta de su cuerpo para que la agarre;
¿por qué voy a tener miedo?
Es un hombre-rostro con lados graves y leves para seres que, como yo, tienen ojos y no rostro; ¿poca-locura no es una perfecta inconsciencia de la gran alegría sobre la tierra?; pero las contradicciones fulgurantes de estas máximas de la atmósfera me habían dejado, sin embargo, la mejor parte.»
X estaba allí un anillo engarzado con una gema azul oscuro, con los cantos redondeados, tallada y pulida; era un anillado engarzado con un zafiro azul oscuro; era el anillo de Joshua que estaba en el lugar de mesa; cada uno ocupaba un lado del zafiro, excepto Giordano que no había llegado todavía; que los amaba y escarnecía, les dijo: «Si no creéis que sea hijo de Dios dotado de razón traedme árboles de barro. Las aves comenzarán a vivir, a elevarse en los cielos.»
Hölderlin jugaba allí, saltando; se iba perdiendo en la sala; se veía deslizarse con él un lugar sin criaturas humanas. Myriam pensó para Joshua: «perderse en otro perdido
es la experiencia que está teniendo.» Tenía en las manos una porción de excremento humano, que intentaba moldear en una superficie de poema; pero la angustia, de modo inmerecido, le hacía saber que la locura era que la mente estuviera con la mente y el cuerpo ausente.
«¿Por qué se ha perdido?», preguntó Joshua.
«Dime, Hölderlin, ¿cómo se dice en tu lengua distante como la palma de la mano?»
«Uuu», le respondía.
«Repite, Hölderlin, nunca había sentido arrepentimiento por marchar, ni remordimiento por quedarme.»
«III.»
«Dime, Hölderlin, ¿tu razón para marcharte no fue el amor?»
«Ooo.»
XI Ni con aquel murmullo continuo de preguntas sería posible traerlo de vuelta. «Nunca más», reconoció con su realismo casi cruel, «volverá a alegrarse con el sentimiento de que estamos con él.»
Sucedía lo contrario.
Myriam veía crecer en el rostro de los que poseían el uso de la razón una risa forzada para disimular lo que veían; en medio de huevos y pequeños animales que habían quedado sobre la mesa a la puerta de la sala, Hölderlin se masturbaba meciéndose en el murmullo encantador de palabras Grecia dioses Grecia sol Joshua Joshua Cristo.
La excitación sexual se fue marcando en todos en torno al pobre tonto. Ningún barro se había transformado en pájaro. En esa situación de deseo sensual profundo acababa de entrar Giordano Bruno. Había dicho
lo escabroso en el amor es que no tiene anillo; pero no dijo nada, en sus pulmones el aire parecía penetrar por medio de una bomba
y todas las demás imágenes
habían
sido, hace mucho,
herméticamente cerradas. Hasta hoy.
Körtemberg, 23 de junio de 1985
I este é um abrigo na orla do bosque − metade árvore, metade construção de ramos mortos;
nesta árvore de vida, o declive do telhado é firme, impenetrável à erosão da chuva; como cada um chegou com a sua árvore –Hölderlin com quaercus, Joshua com pinus lusitanus, Giordano com a sua nogueira, há três árvores em torno da porta aberta de par em par;
uma união às portas do paraíso;
este é, de facto, um bosque de pinheiros marítimos –um pinhal−, e a agitação do vento circula na base, impelindo as janelas a uma velocidade de grande rapidez; aqui as estrelas brilham por cima das cabeças, e os cheiros vindos do mar entram pelas narinas, e os orifícios das raízes; Hölderlin (quaercus, do nome de carvalho) sentiu uma grande ausência: a sua cabeça ia abandoná-lo, e ele levantou-se ainda para ir no seu encalço com os braços; tudo principiava pelo som – o som de fazer o último poema.
Hölderlin sentou-se silencioso à mina frente que sou casa –não disse nada− mas eu conhecia quais eram os seus verdadeiros pensamentos pela inconstância do seu olhar; olhar
que me era dirigido, longa e baixa,
que terminava nas paredes e principiava nas janelas.
Do outro lado do mar, realizando-se num só instante, havia a floresta onde tinham sido abatidas algumas árvores para dar nascença primeiro ao parque, depois ao jardim; mas restavam ainda massas vegetais que difundiam um raio de figuras verdes que metiam medo a Hölderlin; ele morava em mim
rectangular com triângulos arquitectónicos sobre as janelas,
e janelas de vidros multicores
de onde se perdia de vista o meu próprio interior sombrio.
Os cavalos chegavam e partiam com pancadas certas sobre as lájeas, e os mensageiros cruzavam-se com as suas cartas à volta de Hölderlin,
que esperava;
ele dava o passeio da noite, com as botas produzindo um bater intermitente nos bordos da floresta; tinha receio da árvore-maior –da sua árvore quaercus−, onde tronco, folhas, altura brilhavam, ou
escureciam de grandeza; eu sabia que ele jamais penetrara no seu domínio inalterável e incorruptível porque, atravessando-o em linha recta, julgava ter uma estatura menor do que ese génio da natureza.
Ao som de «natureza» ouviu o gemido de um cavalo atravessar os ares, e o último mensageiro –o das dez horas−, pedir uma cerveja, e deitar a carta no cesto de pão que estava sobre a pedra.
«Agora pergunto-te,
dizia a carta,
os deuses da Grécia morreram?»
Era a forma de afirmar, perguntando, que os deuses de Grécia morreram. «Sim, morreram», comprovou Hölderlin, sabendo o que lera. «E eu, suspirou, como viver sem essa diferença entre os deuses e os homens?» Olhou para mim que avaliou, ao longe, incapaz de renovação, e sem luzes;
Avançou para as minhas janelas com uma hesitação que se ia multiplicando; procurou-me a porta, e não encontrou nenhum sentido.
«Será que o Cristo apagou os deuses, e dividiu em miríades de luzes dispersas o meu espírito?».
Alguém –que sou eu−, estava a meio da porta e o recebeu com um abraço universalmente verdadeiro.
II «Como a tua cabeça configura uma árvore», disse Myriam, abrindo o vestido para lhe deitar o leite na chávena de Saxe. «Estais unidos como irmãos». Quando a chávena ficou cheia, voltou o mamilo para o vaso em que servia o leite.
«Quero que me deixem totalmente na floresta –ouvia-o dizer; não tenho medo de perder-me porque, para a minha alma, o perigo é nulo.»
O fio de leite tinha o pendor de Diotima quando ela se debruçava sobre ele: ela desenhava , ele estudava as crianças sentiam-se presas ao encanto de Hölderlin, e não ao livro aberto; era a hora da sonolência que sobrevinha ao estudo, não havia mais um único estímulo na sala. O cálculo fazia-se noutra mesa, e Hölderlin, com uma excessiva palidez no rosto, falava-lhes do pigmento que dá cor verde aos vegetais; Diotima afastava os reposteiros pesados que cobriam a porta, e desaparecia com o estofo macio da saia roçando pelo chão; o sonho tinha a composição do seu corpo nu jamais entrevisto
e a sala que se extinguia na sua memoria, sem deixar vestígios,
estava aberta, encostada a um ninho,
que era o seio nascente de Diotima,
e da árvore;
a partir da coroa do seio desenvolvia-se uma penumbra violácea que concentrava a atenção.
III na areia, a vinte passos do mar, era ele, falava com o pôr-do-sol: «por que é que o poente nunca é tão intenso como o regaço»; a falar, perguntava, e a adorar lançava-se a subir a escada do entendimento, num ritmo a que fechava os olhos; por detrás dele, estava Joshua carregado com seu pinheiro –ambos um só; sentia, no momento da adoração, a sua presença íntima, como sentia a areia das impressões de luz reenviadas pelo mar; não dizia mais nada, a sua garganta melódica emudecia –era profundo e rutilante o disco do sol poente; via-se nitidamente envolvido pelas letras do seu nome, e toda a paciência que havia de esgotar na sua vida fixara-se nesse sol poente –no horizonte; com a adoração −subitamente−, subiu-lhe aos lábios a Paixão: louco, e com paciência dizia a areia caindo com cor da clepsidra das suas mãos; ouvia sons nasalados que brilhavam ao crepúsculo do mar; Myriam viu o dia aureolado por este momento excepcional, e pensou: «É uma árvore demente, crescendo à beira da falesia.»
IV hoje, mal Myriam se levante, pensará, de facto, na estrutura do poema-poente enquanto põe a mesa para o café; com o cabelo espalhado sobre os olhos –e o seu ar de harmonia franzina−, quem diria que é Myriam que ali está?; será o que lhe há-de soprar ao ouvido Hölderlin –que ainda se encontrou dentro dela−, e que ela vê com ternura, e por um caminho ladeado de barreiras: erro humano num copo de cristal. Tudo se irá passar então em fases breves,
fazendo rodar o poliedro do tempo.
Na casa seguinte, Myriam teve um pequeno almoço nostálgico em face da língua de Hölder, nome que lhe daria para o futuro,
e que anunciava, com a tristeza alegre que fazia, o prelúdio de uma nova intimidade: “Tereis uma intimidade bíblica”, pensou Joshua que derrubava as árvores atingidas para lá da courela comprida e estreita. “Tão bela e pensa”, reteve, machão. Teve, depois, com a broa, uma relação em três movimentos: retirá-la do tecido lavrado de linho; parti-la; e dá-la a Hördelin que formava, com o olhar, um certo encanto sobre a toalha; mas, com o seu pendor para a distância, Myriam tinha-se evadido para uma outra casa ainda mais avançada, e passara à janela da cozinha onde a água fervia sobre alguns carvões e cinza. Hölderlin quis ser ele a pegar na chaleira: ela devia ser apenas o seu diamante de doçura. «Tudo é tão ligeiro que cairá sem e ver».
V Joshua, que não desejava dar-lhes um espectáculo de violência, tentava ainda, com cordas, segurar o pinheiro para que ele se abatesse lentamente sobre a erva; naquele momento de leveza, a força da árvore que caía, podia causar-lhes sobressalto; orientou-a numa direcção oposta a mim, e a árvore foi descendo num «ângulo puro», segundo os olhos de Myriam que, mastigando o pão, o observava. Joshua olhou-os através do vidro, e foi uma das recordações que ele havia sempre de guardar, pondo-a ao lado das que trazia sobre a sua infância; neste momento, a árvore rolou sobre o solo; soara a hora final daquela fase do dia.
VI o jardim triangular passou, no fim deste ano, da minha posse à posse de outra casa; perdi, pois, uma das minhas vias de expansão no Pinhal, daquele lado, o céu partiu, o pardo partiu, já não há território por onde avançar, e é do lado oposto que se desenham as linhas de comunicação com os que moram longe; de facto, a presença de Hôrdelim levou-me a um abismo muito alto que tem no cume a companhia e, no fundo, só ermo. Desse ponto no cume, só ele vê pequenas moradas isoladas onde, em cada, há um habitante com a sua auréola de fulgor. Na luz, há zonas húmidas, a pequeníssima partícula vegetal, a pequeníssima partícula animal, a insignificante partícula humana a quem foi entregue o governo de todo o reino.
Como sempre acontece com Hôlderlin que tenta dispersar uma multidão de imagens que se cruzam no poema: «Se um conjunto de erva é muito basto, mais rapidamente se enovela»,
pensa para si,
ignorando que ouço e vejo.
VII à minha volta, havia o seu quercus e árvores dependentes. Nascera, em alto grau, com a capacidade de sentir. / Tornara-se rapidamente árvore – inteligência com frutos. / No meio aquoso da seiva – não ouvia, não falava – de objetos inúteis. / Sentia a inteligência brilhando no fundo de todos os sentimentos. Olhos, mãos, sentido do olhar eram simultâneos. / A fadiga de estar sempre diante de uma resposta tomara-o por completo. / Mas, no ano seguinte, a fadiga de estar sempre diante desse mesmo obstáculo levantara-lhe, finalmente o queixo - as hastes - por cima de todas as copas e cabeças. / A sua sombra era água, e as articulações que cruzavam os ramos mantinham-se húmidas. A água tinha expressão: descrevê-la era um trabalho infindável que se perdia na floresta. Melhor seria dizer um redemoínho-poema.
Havia igualmente um poço. Pinhas no chão. E, depois, eu própria, com um silhar, e uma parede sem aberturas. Um polígono irregular. Uma porta. De tàbuas; e o som longínquo de uma angústia que se não pode representar, e se aproxima.
Uma tempestade? Uma tempestade num poço, ouvi pensar Joshua cruzando o seu olhar com a minha única janela de adufas fechadas. Era o quarto de Hôlderlim, por detrás de grades. Mas era ele que cantava, e tornava tudo global, e belo.
VIII todos os dias tinha uma energia brilhante em que falava com Myriam, Joshua, Giordano. Era-lhe necessário vencer um obstáculo, pegar num grande peso, arrostar, vergar qualquer ideia ao seu sentimento interior (ainda não manchado). Neste processo de transformação vibrante da sua própria pele, a claridade, o tempo, o cheiro de pinheiros que todos respiravam era, essencialmente, brisa e método.
Diferente era Joshua.
Joshua tinha a vontade férrea de ler os textos sagrados, e de compreender. Não tinha um culto de veneração. Anjos e santos não eram escravos. Tinha ainda outra vontade férrea: referir conjuntamente, a esses textos, inteligência e sensibilidade. Um pinheiro, vendo-o debaixo da sua copa, a tentar estudar o andamento no Livro, tornara-o semelhante. «Eu não cedo. Cavarei um fosso onde a passagem a outra vontade é impossível», disse, quando ainda arbusto, quiseram impr-lhe o baptismo da primeira poda.
Ao vê-los ao lado da nogueira de Giordano, pensei:
«a mulher que os criou era muito mais que mãe; o seu seio não era leite era um brinquedo o anjo que os tem nos olhos está ausente uma chuva de prata rompe a floresta sobre as trevas é porque brincam que estão a chorar prece e distracção são iguais no seu absoluto progrediam muito e completavam-se um dia brincaram a er árvore, e ficaram árvores.»
Deram-me o nome de Casa de Quaercus, e Hôlderlim foi meu.
Até que os ouvi,
Falar em nomes de cidades que nunca vi:
Strasbourg ; Lyon ; Colmar ; Belfort ; Besançon, o val do Doubs, Dôle, Châlon, o val do Saône, Maciço Cen, Tulle, Périgueux, Isle e, por fim, Bordéus.
Este foi um dos seus percursos. Nos seis meses anteriores, quando a sua mortificação mental revestira uma forma impaciente, não havia lugar em mim em que pudesse reflectir-se. Tudo lhe parecia costas marítimas inacessíveis, e quadrúpedes a fugir. A sua cama, dizia ele, projectava-se sucessivamente para todos os lados do horizonte. Os seus amigos eram chamados pela sua sombra mas ninguém respondia ao seu apelo. O seu ânus caira na bacia, e a substância rija do sexo repetia-se por palavras; e os seus poemas tinham revestido a superfície externa do seu crânio.
Ninguém pode apresentar-lhe o espelho, e cortar-lhe o cabelo á tesoura. Que alta é a pequena casa do mundo, lia-se-lhe nos olhos. Tinha a cabeça branca á frente, e escura atrás; assim expressava a substituição parcial da razão pela loucura; embarcara neste seu olhar sobre paisagem, que está contendo a maior parte do silêncio; do outro lado, ousando ir plantar-se, solitário, entre pinheiros, o seu carvalho esperava-o.
Não suporta que haja espelhos na casa; pôs-se a fazer aparecer verbalmente figuras luminosas sobre as suas próprias espáduas, e deixou-se ir vogando sobre mim apertando o cabelo sobre a nuca. O cabelo que ninguém corta traz uma liberdade infinita aos ombros – e o homem desmultiplicado dorme.
Hoje, alguém procurou Myriam: - Há aqui um saber perdido?
- É uma visão comovente de Hölderllin – respondeu ela: ; Mas não devemos tentar a sua castidade sem susto.
IX Foi a ultima forma que lhe vi com um pensamento claro «entrei aqui por amor pelo monstro – pensara ele, momentos antes -, e perdi o equilíbrio dos ramos da árvore que balança; não sei o que diretamente se passa porque há um vidro entre mim e eles pendurado nos ramos da árvore; são seres elementares
Que não têm nenhum poder de introspecção, e oscilam a cabeça com ar de cretinos; se, com o futuro, eu assim me hei-de tornar, oriento-me pelos olhos de Joshua que afirmam para mim, e seguindo agora os dizeres de Giordano acerca do infinito, do universo e dos mundos, que «a mão já não está no braço,
os olhos no rosto,
o pé na perna,
a cabeça no busto.»
Embora viajante, Joshua sempre me há-de alojar no quarto com a janela e, se partir, deixará no ar uma ponta do seu corpo
para que eu a agarre;
por que hei-de ter medo?
É um homem-vulto com lados graves e leves para seres que, como eu, têm olhos, e não rosto;
pouca-locura não é uma perfeita inconsciência da grande alegria sobre a terra?; mas as contradições fulgurantes destas máximas da atmosfera, deixaram-me ainda a melhor parte.»
X estava ali um anel armado com uma gema azul escuro, com os cantos arredondados, talhada e polida; era um anel de Joshua que estava no lugar de mesa; cada um ocupava um lado da safira, excepto Giordano que ainda não chegara; Joshua, que os amava e escarnecia, disse-lhes:
«Se não acreditais que eu seja filho de Deus dotado de razão, trazei-me árvores de lama. As aves começarão a viver, a elevar-se nos céus.»
Hölderlin brincava ali, saltando; ia-se perdendo na sala; via-se deslizar com ele um lugar sem criatuas humanas.
Myriam pensou para Joshua: «perder-se
no outro perdido
é a experiência que está a ter.» Tinha nas mãos uma porção de excremento humano, que tentava moldar numa superfície de poema; mas a angústia, de modo imerecido, fazia-o saber que a loucura era a mente estar com o poema, e o corpo ausente.
«Por que se perdeu?», perguntou Joshua. «Diz-me, Hölderlin, como se diz, na tua língua, distante como a palma da mão?».
«Uuu», respondia-lhe.
«Repete, Hölderlin, eu nunca sentira arrependimento por partir, nem remorsos por ficar.»
«III»
«Diz-me, Hölderlin, a tua razão de partir não foi o amor?»
«Ooo.»
XI Nem com aquele murmúrio contínuo de perguntas seria possível trazê-lo de volta. «Nunca mais», reconheceu com o seu realismo quase cruel, «se tornará a alegrar com o sentimento de que estamos com ele».
Era o contrário que acontecia.
Myriam via crescer no rosto dos que possuíam o uso da razão um riso forçado para dissimular o que viam; no meio de ovos e de pequenos animais que tinham ficado sobre a mesa e á porta da sala, Hölderlin masturbava-se embalando-se no murmúrio encantatório de palavras Grécia deuses Grécia sol Joshua Joshua Cristo.
A excitação sexual foi-se marcando em todos, em torno do pobre tonto. Nenhuma lama se transformara em pássaro. Nessa situação de desejo sensual profundo, Giordano Bruno acabara de entrar. Teria dito
O que é escabroso no amor é que não tem anel; mas nada disse, nos seus pulmões o ar parecia penetrar por meio de uma bomba e todas as outras imagens
haviam
sido, longe,
hermeticamente fechadas. Até hoje.
Körtemberg, 23 de Junho de 1985
TEXTOS DE MARIA GABRIELA LLANSOL
Como a chuva não cessasse de cair em caudais,
Tiras de tinta começaram a aparecer na fotografia
O tecto da chuva rompera o abrigo da sua alma
E o verde circulava a deriva rompendo as plantas.
Elvira deixara cair seus olhos de objectiva nas
Folhas verdes. Verificava que era sobre elas e como
Elas que sempre olhara a natureza. Ver o real
Em folhas era amá-lo ininterruptamente. Essa
Contiguidade acabara por compor uma rede
Que tinha tanto de próximo como de diferente,
E a chuva não era chuva, transparecia. Eis, pensou.
Por que chove na fotografia, por que chove
Em correntes sobre as folhas?
*
Se as sete notas das sete da manhã fossem uma
Figura, e os sons da rua sua serva, seria possível
Encontrar a relação que existe por acústica
Entre uma borboleta e uma borboleta protegendo
Em vão sua vida e cor. Não há nada de estranho
Nessa relação figural. Por exemplo, Pita
(E é a sua primeira vez) pôde sentir num tecido
Branco que chorava manso a efectiva resistência
Às lágrimas que a habita em fúria.
*
Não se convence que a escrita e a vida vão a par,
Descontadas diferenças de velocidade e alguma
Galhardia no tempo. O corpo demora a experimentar.
Usa-se. É o facto dos afectos. Entrou na vida? Entrou
Na escrita floral dos fiéis de amor. Não quer, todavia,
Abri-la, ainda menos lê-la. E tão teimosamente o faz
Que dificilmente um novo perfume entre sede e planta
Lhe subirá pelo caule. Ó rapariga, quando te irá cheirar
A luar libidinal?
*
Passar a voz ao papel,
Ou do ladrar à rosácea,
Trova, é escrever. Estava
Ele, atônito, não vislumbrando
Como ia tanta palavra
Caber na rosácea.
Era óbvio que uma delas
Serviria de estaca,
E as restantes de rosas
No caule ainda por vir.
Quando a frase rosna,
Não há outro remédio.
*
A boca aerticulava em voz alta, servindo-se
Dos seus outros instrumentos, o palato, a língua
E os dentes. Do movimento, brotavam rumores,
Interstícios e uma grande orbita de nomeação.
Diferente é o ponto fulcral do urbano. Sulcos
E memórias confluem para uma iluminação
Incipiente. No urbano, o aparelho fônico
É excedente.
http://www.lagallaciencia.com/2015_10_01_archive.html
Cuentos del mal errante
María Gabriela Llansol
[Traducción: Atalaire]
(XII)
PETICIÓN A HADEWIJCH
pienso en Hadewijch
... querida Hadewijch, estoy convencida de un modo claro, y bastante transparente, de que uno de los fines de mi vida, si no el principal, es dejar que toda mi experiencia sea una especie de intermediario de mis últimas voluntades; lo que pueda ser, desde este punto de vista, ya lo adivinas: te diré que, en múltiples aspectos, se explaya con un ritmo casi regular, en el sentido de la duración de que hablabas en tu última carta. Lo que esto implica, para el ser que lo soporta, todos los días, se traduce en ciertas ocasiones en una sed aguda de lo cotidiano, de gestos tiernos sin especial trascendencia, de pequeñas presencias casi insignificantes, de conversaciones de nada, como límites en un paisaje casi desierto. Es también de este consuelo de lo que tengo necesidad, sujetar el día en los límites de mi cuerpo y encontrar formas de expresión hábiles que impidan el soplo de desaparecer en un muy silencioso silencio.
De otro modo, la presencia de los fines quebrantará mis propios medios.
Poder dirigirme a alguien con estas palabras
¿estás dispuesto a no dejarme marchar del todo en el trabajo de las visiones que me llaman a su realización?
es una petición que, a excepción de Copérnico, nunca pensé poder dirigir a quienquiera que fuere, por ausencia de verdadera comunión; pero ahora tú estás aquí conmigo y a ti también puedo dirigirte esta petición. Se limita a poca cosa, la simple cotidianeidad a la que yo doy tanta importancia porque, según mi experiencia, lo cotidiano es también lo que despierta.
Con esto quiero decir,
escríbeme con más regularidad, no una carta que te lleve mucho tiempo, sino una sola palabra buenos días hoy he visto por entre los árboles tres casas llueve no llueve vi he dormido tranquila.
Es la mera evidencia, pero a mí me falta la evidencia del día a día. O también puedes mandar a alguien que dé noticias por ti, aunque yo crea que, a ti y a mí, quien habla en nuestro lugar nos incomoda. No parece nada. Pero sobre el papel nosotras distinguimos aunque sea una única palabra; corro el riesgo de encontrarla en cualquier parte de la casa; y es un feliz riesgo que, de pronto, te introduce en mi pensamiento, te despierta en mi pecho y hace de ti mi compañera de trabajo. De este modo, no solamente nuestras cotidianeidades se ayudan mutuamente, sino que también creo que tus visitas, que tanto aprecio, no acabarán pareciéndome un bien en exceso raro. Aunque desconozca todo lo que «sueñas» sobre el ritual que te gustaría ver nacer y crecer entre nosotros tres, esos gestos que te pido forman parte ciertamente de él. He podido vencer la distancia entre
yo y ___________
Post scriptum: Copérnico sigue leyendo los sermones del Maestro Eckhart; si lo he entendido bien, no están de acuerdo el uno con el otro. Copérnico cree que es preciso levantar obstáculos en el camino abstracto y lineal del espíritu, de modo que ello pruebe el peso y la significación de cada ser creado. En cuanto a Eckhart, que ve la identidad completa entre lo íntimo del alma y Dios, aconseja al alma despojarse íntegramente; Dios es, de esta manera, el mismo en todos, y a Copérnico le gustaría que apreciara los efectos, a veces terribles, de su propia creación. Por el contrario, yo veo a Eckhart como es: el cocinero ligeramente apagado, fuera de los conflictos de las pasiones, que pone en la mesa de cada uno de los que se sienten repelidos, o atraídos, el manjar inolvidable de la alegría.
(XXX)
UN RITUAL DE GESTOS
Hadewijch dice para apagar la ausencia.
Su respuesta es: durar, continuar
no interrumpir.
Gestos para los tres, gestos para cada uno,
cuando la trinidad está suspendida.
Isabôl dice quiero también el cuerpo
penetrarla hasta los confines.
Su respuesta es: comunidad de figuras.
Ambas están ávidas de alegría.
Hadewijch, de la alegría de ver; Isabôl, de la alegría de entrar y de poseer. Hadewijch ve a Isabôl, Isabôl quiere a Hadewijch abierta, íntegramente disponible, sin otra voluntad que no sea la voluntad de responder a lo que Isabôl quiere de ella.
Los tres silenciosamente besándose.
Los tres besándose en los senos.
Los tres besando las vaginas abiertas.
Isabôl se despide para entrar en el alma de Hadewijch.
Isabôl despide a Hadewijch y dice cuenta el amor.
Isabôl dice la vagina de Hadewijch está preparada.
Copérnico, entra en ella y no la dejes en paz.
Vuélvela incandescente, al rojo. Que sienta el
fuego, que es fuego, se pierda en él y
crepite de amor y de visión.
Hadewijch dice: entra en Isabôl, hazle lo que ella quiere
que tú me hagas. Ábrele el alma donde
quiero entrar. Mi cuerpo es el de ella penetrado por el tuyo. Mi
cuerpo es el de ella esperando ser abierto.
Vuélvete siervo de tu pene y no señor de
nuestras voluntades. Siervos los
tres de un solo señor, el deseo
insustentable de eternidad.
Isabôl dice: el tiempo acaba en su pene.
Quiero que todos seamos penes, en los dedos,
en los pezones, en la lengua, en la mirada,
en las palabras.
No es el pene de él, hombre, sino de él,
eternidad.
Es la llave que abre todas las puertas del cuerpo, que las sombrías reciban la claridad del amor,
que las abiertas sean abandonadas.
Tenemos un territorio, pero no tenemos casa.
Quiero ser nómada.
Quiero que digas, Hadewijch, que tu
cuerpo es para ser
penetrado sin fin, que vienes para ser pene-
trada sin interrupción,
que estás para que te hagamos lo que, en lo
íntimo,
más temías y más deseabas.
He de abrirte el vientre, la boca, las nalgas, las piernas, los senos, la
mirada, la nuca, las manos,
las caderas, los pies.
Quiero entrar en tu Sancta Santorum, que
no es tuyo,
como entrarás en el mío, que no es mío.
Hadewijch dice ¿qué haremos de Copérnico?
Isabôl dice una imagen que aún no existe.
Hadewijch dice ¿pero qué haremos de él?
Isabôl dice daremos una imagen a su voz, a su fuerza,
a su corazón, a su entendimiento.
Hadewijch dice ¿qué haremos de él además?
Isabôl dice él también tiene un cuerpo.
El nuestro lo abrimos. El de él lo hacemos.
Hadewijch dice ¿qué más haremos de él?
Isabôl dice el sueño de nuestra regla.
Copérnico piensa: haremos de ellas
los nombres primeros de esta regla:
consumir los cuerpos
para que el espíritu encuentre obstá-
culos
y se vuelva amor, alegría pura,
discernimiento, voluntad y
pueda, al fin, partir.
Los tres saben llegó la hora,
seremos los dadores de nuestra propia
muerte.
Los tres saben moriremos exhaustos y fuertes.
(XXXI)
GANAS DE PEDIRLE
esa noche,
por las diferentes clases de afecto que te dedicábamos,
«por los diferentes aspectos», conforme decía Escarlata a mi oído, supimos, ella y yo, que tus dedos no sólo vibraban sobre nosotras sino sobre la parte que le falta al cuerpo humano; habías dejado nuestra compañía por esa falta y Escarlata se volvió tumbada hacia la ventana, próxima a la luz exterior, preocupada con la idea de dejarnos y de, al día siguiente, atravesar la ciudad sitiada de Münster; ya mostraba los labios resecos, lo que me hizo recordar que también sentía un gran amor por los guijarros, por las piedras y por la tierra seca; la vorágine del único día del mes de enero en que la habíamos tenido con nosotros llegaba a su fin y, en el último momento, sus pies jugaban con los zapatos posados sobre los flecos de lana. Hablaba poco, como de costumbre, y su elocución era siempre ponderada, para alcanzarnos de lejos; yo miraba la expresión íntima de su rostro y lamentaba, para poder dar curso poco a poco a mi tristeza, que la helada hubiese quemado los arbustos expuestos en el atrio; y a medida que se aproximaba la hora en que Eckhart vendría a buscarla, me confundían las ganas de decirle lo que hasta entonces no le había dicho, de modo claro y transparente, por respeto humano:
no le había pedido que viniera solo porque
había guardado de ella el recuerdo más radiante, sino también porque sabía cuánto pesaba
su ausencia involuntaria en Copérnico y que, para él, ella y yo éramos las dos partes
oficiantes del amor; que él creía no poderla dejar sin nosotros dos; pero que, cuando la había
visto por primera vez, hacía cinco años, yo no tenía aún este sentimiento por ella
este, que está tan próximo, o hasta en lo íntimo de quien se despoja;
y pues que amo por primera vez a un ser de mi sexo, y solo ahora,
me pregunto hasta qué punto lo que nos pasó en el alma no mudó la contingencia de mi
cuerpo y el lenguaje separado del masculino y del femenino no es una opresión que afecta a
la forma y la restringe.
Pero solo dije
la gran extensión de tierra que se puede recorrer todavía en compañía de Eckhart antes de llegar a Münster, te traerá sosiego. Y cuando estés cerca, desvíate, Escarlata mía.
(LIV)
LA CARTA DE PUÑO Y LETRA DE COPÉRNICO
querida Escarlata _________ un calor viscoso se abate sobre la tarde. Acabo de oír los alaridos dados por los caballeros teutónicos y lo vinculo al clamor general que se apoderó de Münster.
Una parte de mí se quedó en Münster.
Muchas veces recuerdo tu rostro.
A pesar de todo, un rostro es mucho más, y algo distinto de una imagen. Aquel día, el tuyo estaba tranquilo, y determinado.
No me olvido de que prefieres que no se hable de ti porque recelas de una imagen que te guarde. Pero, con todo rigor, un rostro que vuelve es una imagen que se deshace. La fuente es siempre la misma pero el aspecto se anticipa, imprevisible; hasta tal punto que la voluntad se ejercita, no en captar la imagen, sino en casarla con la fuerza que la generó.
Mi percepción de esas fuerzas que se reconocen,
más allá de los avatares cotidianos,
esa voluntad de esponsales,
como si se debiera ofrecer un ramo espléndido de flores al espectáculo caótico de las cosas, como si solo la belleza de las almas convergentes fuese capaz de cautivar y traer calma al desorden del mundo, esa percepción está impregnada de nostalgia y de recelo. Nostalgia del momento que ha de venir, en que se manifestará la belleza del encuentro, su punto culminante de elevación, como una epifanía llegada de otro lugar y permitida por la renuncia de las voluntades; y recelo, porque el juego de las fuerzas es frágil cuando la falta de habilidad y rectitud interior provocan daños que pueden ser – o parecen ser – irreparables.
Permitir que la belleza se manifieste provoca muchas veces los celos, como si la belleza procediera de una hipótesis fortuita.
Pero tú reconoces que no es así.
Así, tu rostro vuelve muchas veces. Hago votos – ¿y podría yo desearte otra cosa? – para que el coraje y la gran altivez que en él se aúnan te ayuden a vivir el día a día de la vida presente.
Si Copérnico, en aquel día oscuro, hubiera podido ver su rostro, si hubiera tenido un espejo donde mirarse a sí mismo, hubiera visto que las señales que vislumbraba en el rostro de Hadewijch se habían vuelto las señales del rostro de la laguna y, al final, del astro con quien conversaba.
La señal de la mansión era la señal de Isabôl en su testimonio, aunque Isabel huyese de él hacia el más allá.
LLANSOL, TEXTO SIN TREGUA PARA LEYENTES
Maria Gabriela Llansol publicó su primera obra −la colección de relatos Os pregos na erva− en 1962 dentro de los cánones de la estética neorrealista imperante en Portugal cuando ella comenzó a escribir. Poco después hubo de exiliarse a Bélgica, donde su escritura experimentó un giro copernicano, dando lugar a una de las andaduras más singulares de la literatura portuguesa de la segunda mitad del siglo XX. Llansol experimentó la influencia del surrealismo, la filosofía francesa de la época (Barthes, Deleuze), descubrió a los místicos (san Juan de la Cruz, Hadewijch de Amberes, meister Eckhart, principalmente), la pareja gemelar formada por Espinoza y Nietzsche. Sin perder nunca los vínculos con la literatura portuguesa (Jorge de Sena, Vergílio Ferreira, Herberto Helder).
Ahora bien, su genio literario fue más allá de los límites de cualquier escuela o influencia. En 1974 publicó El Libro de las Comunidades (traducción al castellano de Atalaire, dentro de la trilogía Geografía de rebeldes, publicada en la colección Empero de Ediciones Cinca en 2014). El libro causó gran sorpresa. Definitiva y radicalmente alejado del realismo, el texto aspiraba a ser, no a contar. Llansol se mantuvo fiel a este empeño de largo aliento durante casi cuarenta años, publicando más de veinte libros y escribiendo otras treinta mil páginas inéditas, que están siendo digitalizadas por profundos conocedores de su obra como Joaõ Barrento y Maria Etelvina Santos, de Espaço Llansol, la entidad radicada en Sintra que custodia la obra y derechos de la escritora portuguesa.
La sorpresa provocada por El Libro de las Comunidades estaba más que justificada. El libro resultaba tan impenetrable como intrigante en primera lectura, si bien se ofrecía como promesa de una belleza por descubrir. No se trataba de un libro hermético al uso, sino de una declaración optimista –muy propia de la época− sobre las posibilidades de renovación del lenguaje. Eso fue lo que nos movió a traducirlo al castellano, aunque posteriormente nuestro peregrinaje con la traducción debajo del brazo por más de una docena de editoriales fue infructuoso. De acuerdo con la autora, decidimos editarlo y publicarlo por nuestra cuenta en 2005. Diez años después, solo la revista La Galla Ciencia y la colección Empero de Cinca, dirigida por Luis Cayo, acogieron la publicación de nuevos textos traducidos de Llansol (Geografía de rebeldes; Amar un perro; Hölder, de Hölderlin). Y ahora, La nube habitada, coordinada por Anxo Pastor, a quien agradecemos la posibilidad de presentar nuestra traducción de El litoral del mundo, la segunda trilogía de Llansol, a nuevos lectores.
La novedad de Llansol consistía en proponer una nueva relación entre lectura y escritura, creando un texto a modo de nuevo espacio-tiempo que fuera lugar de encuentro de otros textos con la autora y con los lectores (leyentes, prefería decir Llansol, que convocaba a una participación activa y creadora). Esta textualidad es clave para adentrarse en el universo literario llansoliano: una reescritura de la modernidad a través de personajes de relieve histórico, que atraen por su prestigio –a los ya citados cabría añadir las personalidades relevantes de la historia portuguesa: Camões, Vasco da Gama, los reyes Sebastián, Juan III e Isabel− y deslumbran por su mutación en figuras de una nueva comunidad de rebeldes –solo de beguinas, en ocasiones−, que apunta a una nueva cosmogonía.
Esa reescritura cuenta con su propio lenguaje, en el que la sintaxis se desarticula y la semántica se dilata, para acabar con lo que la autora denominaba la “impostura del lenguaje” y abrir nuevas posibilidades expresivas.
A partir de aquí fue creciendo como un árbol frondoso el universo llansoliano.
CUENTOS DEL MAL ERRANTE
Publicado en 1986, pertenece a la segunda trilogía, que lleva por título El litoral del mundo, de próxima aparición en traducción al castellano de Atalaire.
Llansol reúne a Copérnico, Eckhart, Hadewijch e Isabôl durante la revolución anabaptista de Jan Leyden en Münster en 1533. Como ya se ha dicho, se trata de figuras, de un espacio-tiempo propio del texto. En correspondencia con la agonía de la utopía milenarista en la ciudad, la autora trata de la derrota del “amor impar” y, pese a todo, proclama su confianza en un futuro de comunidades sin señor de ningún tipo, en la apertura al ser y la comunicación entre humanos, animales, vegetales y minerales. Un libro básico, que anticipa temas de obras posteriores.
En cuanto a la traducción, según íbamos avanzando en la obra teníamos la impresión de que a veces su maestría literaria y su despojarse de todo lo que no sea verdad mete al traductor -que no al lector- en un bosque prolijo y muy intrincado, poblado de nuevas dificultades. Si por un lado el conocimiento de sus recursos y la libertad que se concede a la hora de emplearlos permite al traductor explayarse en la búsqueda de los propios, en la certeza de que si eres fiel el texto te va a recompensar con creces, por otro no dejan de surgir nuevos elementos desconocidos, incluso discordantes, que de pronto cuestionan toda certeza. Es decir, conocemos el origen seminal de su obra, un acto de amor-revelación que le llevará a tratar de desentrañar y expresar lo inefable. Conocemos el compromiso de fidelidad a su destino de poeta, que, ahora sabemos, mantendrá hasta el final. Conocemos la versatilidad y volatilidad de sus lugares físicos, puesto que su texto es un lugar que viaja, que no aspira a decir sino a ser, como desvela acertadamente la introducción de Geografía de Rebeldes. Todo ello es un suelo muy bien abonado por donde el traductor camina sin tropiezos. Y, sin embargo, el hecho de que la vida de la autora informe todo el texto, una vida vivida con intensidad y hondura pero también poblada de momentos donde la vida real, lo cotidiano, la soledad, irrumpen dilatada y devastadoramente en el texto, la obligan a hacer de lo anodino materia poética, una tarea muy ardua incluso para una autora de la grandeza de Maria Gabriela Llansol. Y es en este sentido donde el traductor tiene problemas para dar continuidad a su estilo, su aliento poético, en algunos fragmentos que en la lengua de la autora para el lector común se pueden tomar como simples transiciones, pero cuya traducción al castellano ha habido que trabajar especialmente para mantener el tono, buscando más que nunca una equivalencia de recursos lo más alejada posible del portugués, fiel al aliento íntimo del texto y menos a la forma.
Mercedes Fernández Cuesta y Mario Grande son Atalaire
Fragmentos escogidos de Cuentos del mal errante, integrado en la trilogía El litoral del mundo, de Maria Gabriela Llansol (Lisboa 1931-Sintra, 2008), en traducción al castellano de Atalaire, que aparecerá a principios de 2016.
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