viernes, 6 de noviembre de 2015

ARMANDO RODRÍGUEZ PORTILLO [17.396] Poeta de El Salvador


Armando Rodríguez Portillo

Nació en Usulután, El Salvador el 22 de mayo de 1880; y murió en San Salvador en 1915. 
Poeta que, a la costumbre de aquellos días, invirtió sus apellidos para efectos de una mejor sonoridad. Muchos de los jóvenes que empiezan por interesarse en el pasado de las letras salvadoreñas creen que Rodríguez Portillo es el primer poeta en morir por propia mano, pero por cronología no es cierto. Sin embargo, es el primer poeta que se suicida con una obra muy prometedora, y su muerte significó una gran consternación y duelos mayores en la poesía salvadoreña. Octaviano González y José Calixto Mixco murieron a los veintitantos años. En cambio, Armando Rodríguez Portillo tenía 35 años de edad cuando se provocó la muerte.  Una obra que perfila un sendero marcado. Si bien todavía tenía tendencias para considerársele un autor con hilo romántico; no era un poeta inmóvil, encartonado, por lo que sus esfuerzos lo llevaron al intento, al ensayo de otros acentos, de variadas tonalidades dentro de su propio universo. Esos ensayos, ese trabajo y búsqueda por querer no ser el mismo siempre, también son señales de un poeta genuino. No pudo terminar su carrera de Odontología en la Universidad de El Salvador, pues meses antes ocurrió su muerte. Se inició publicando en la revista Minerva y Apolo (1902). También, colaboró para el Diario del Salvador (1895) y en la revista Repertorio salvadoreño (1888). Su único libro de poemas fue póstumo, publicado en 1922 bajo el título de El ruiseñor oriental. Carmen Enriqueta Rodríguez, su madre, recopiló los poemas y acudió al Estado para su publicación. Luis Gallegos Valdés en Panorama de la literatura salvadoreña (1958), señala:

Su muerte temprana fue una pérdida lamentable para la poesía salvadoreña. A la distancia de casi medio siglo, se siente tristeza por él, porque le faltó fe en su ideal,  esa poesía, que tras la fugitiva sombra de su amada, amó intensamente y a la que, de haber vivido más, hubiera sin duda tributado la sazonada cosecha de sus años serenos. Porque Rodríguez Portillo poseyó talento y al irse curando de esa fiebre romántica, al ir dominando más el oficio de poeta, cuyo aprendizaje estaba terminando al morir, hubiera llegado a superar con creces la etapa de iniciación. Basta leer «La leyenda del maíz» o «La siembra» o «El humo», para advertir que se trataba de un poeta de verdad. (…) A través del follaje romántico,  que cubre sus versos, a menudo, se trasluce en Rodríguez Portillo una personalidad auténtica. Sus versos casi siempre son musicales y si bien carecen por lo general de imágenes que nos sorprendan, y aun cuando el sentimentalismo lo envuelva en determinados momentos inaceptable para nuestro gusto, algunos poemas, como los ya señalados, quedarán y deben figurar siempre en toda antología de la poesía salvadoreña (…) Yo he preguntado a más de una persona que lo conoció el porqué del suicidio de Rodríguez Portillo, y la respuesta ha sido que a causa del ambiente tan estrecho y asfixiante en que le tocó vivir. Demasiado sensitivo, hiperestésico como se decía  entonces, Rodríguez  Portillo rompió él mismo el hilo de su vida.

Este poeta está incluido en las antologías Parnaso salvadoreño (1917) de Salvador L. Erazo, Índice antológico de la poesía salvadoreña (1982) de David Escobar Galindo, Poesía salvadoreña del siglo XX (2002) de María Pumier, y Perdidos y delirantes: 36-34 poetas salvadoreños olvidados (2012) de Vladimir Amaya. Junto a José Calixto Mixco son los poetas más importantes de ese tropel de autores extasiados por el halo romántico de principios del siglo XX en El Salvador. Sin duda,  los dos autores encarnaron mejor al poeta trágico de final inesperado.  



Selección poética:


LA LEYENDA DEL MAÍZ
                                    
Poema indígena
                 
Al Exmo. Sr. Presidente de la República, Dr. Don Manuel E. Araujo,                     
en testimonio de gratitud, a nombre del pueblo favorecido por su valiosa           cooperación, para proveer del precioso grano a la clase menesterosa y por su   decidido apoyo a la agricultura del país.

  
Junto al gran lago de Güija se alzó un templo magnífico
                             donde hoy solo la piedra
refiere, con la oscura lengua del jeroglífico,
sus antiguos anales a la tupida yedra.

                             Desde un lejano Oriente
nos cuenta la leyenda que vino la Serpiente
                             adornada de plumas…
Quezalcóhuatl, el sabio fundador de ciudades
y creador del reino que hoy sepultan las brumas
                             de las viejas edades.

Aquél anciano guía de los bravos nahoas
que hasta el Usumacinta llevaron sus canoas,
                             como los dioses griegos,
mezclo su heroica sangre a la de una belleza
                    votánide, tan pura,
como tenía el alma para su amante, llena
                             de angelical dulzura.

Se amaron. Y una noche, después que en la techumbre
del cielo nueve veces la una envió su lumbre
a los regios amantes, sonrío desde una cuna
a la niña más hermosa que vio la blanca luna.

Mahetzi princesita del Reino, fue princesa
después, cuya divina y espiritual belleza
su padre, cuidadoso, guardaba con desvelo.
Mas aunque se ocultara como real cambeza
todos adivinaban su porte y gentileza
                              tras el sagrado velo
porque el nombre Mahetzi quería decir «Cielo».

Fue por eso que el brillo de la real hermosura
difundióse, salvado la distancia y la altura,
y hasta en reinos lejanos todo el mundo sabía
que otro «cielo» de amores en la tierra existía.

Recorriendo los llanos y los montes; pasado
caudalosos torrentes; desafiando los pumas
                              y llevando presentes
                             de oro, gemas y plumas,
por mirar a la joven, muchos altos magnates,
Arrastrando sus mantos de esmeralda y granates,
hasta el Reino arribaron a postrarse de hinojos
para mirar siquiera de Mahezti los ojos.

                            Conquistar nadie supo
                            ni a su padre ni a ella.
Ni el rico potentado de piel pintarrajeada
                            se congració a la bella;
                            ni el guerrero nervudo
que en cien fieros torneos, de sólo una lanzada
                            rompió el adverso escudo.
Los ojos de la bella no vieron amorosos
ni a los donceles diestros, que, gentiles y airosos
y la mano enguantada, con arrogancia y brillo,
lanzaban velozmente la elástica pelota
pasándola seguros por entre el pétreo anillo.
Arquero fabuloso también hubo que al cielo
arrebataba pájaros, con sus flechas, al vuelo.
Juglares, rapsodistas, prestidigitadores
                            y músicos pasaron:
y en vano cual los otros sus quejas suspiraron
a la que rechazaba banales amores.
¿Banales? Sí, banales. Quetzacohatl quería
dar su hija al que salvara la augusta Monarquía
salvando a todo el pueblo del hambre. Bien pensaba
                            el sabio rey que el hambre
es un monstruo terrible que estrangula naciones
y que el pueblo famélico, en macabro calambre,
muere, pero rompiendo los cetro de los reyes.
                            con garras de leones.
Y derrumbando tronos con horrísono estruendo.
Pero Xochiquetzalli, ciega para la inopia
de los nahoas, niega volver su cornucopia,
y ellos lanzan en vano sus desolados ruegos
a Tohil, que infecundo, sobre el erial tostado
de la tierra derrama sus calcinantes fuegos. 

Un día hasta el palacio llegóse humildemente
un mancebo, llevando al monarca un presente;
y díjole:
                            –Me envía Otomil. Os saludo
en su nombre y os traigo el trascalli sagrado
que brota de la tierra bajo el empuje rudo
                            del arado.
Probad.
                           Y sobre el rico tapete de la estancia,
Volcó una red pletórica de pan en abundancia.
                            –¿Es un manjar?
−Es vida. Es la savia del cuerpo que a la sangre entumida
le habrá de dar del corzo la sutil agileza.
Prodab, pues.
                            El monarca probó. Todas sus greyes
comieron el tlascalli, savia de fortaleza,
comunión de los pueblos, comunión de los reyes.
–¿Y me diráis  –le dijo Quetzalcóhuatl– en dónde
sus raíces la planta de esta semilla esconde?   
 –Y sabréis su cultivo también –dijo el enviado;–
                            Hasta llegar a mi país.
                                                     ¿Venís?
Mi reino no está lejos, y encontraréis la planta
que en exúbero suelo sus panojas levanta. 
–Decid  –dijo el monarca con ademán altivo–
decid a mis vasallos el arte del cultivo
y he de haceros más rico que vuestro rey, decidme.
El enviado, mirándolo con aire compasivo,
Otomil es más rico –le contestó– seguidme.
Mi país es más fértil. Sobre la tierra negra
los maizales extienden su alfombra de verdura,
tan ondulante y vasta que el corazón se alegra     
                             y el alma se figura
surcar, como en el piélago de sonoros cristales,
la inmensidad movible de los verdes maizales.
¿Me seguiréis?
                        –No, –dijo Quetzalcóhatl– enseña
a mi grey tu arte magna y te daré mil bienes
–Lo haré– dijo el enviado– pero mi rey se empeña
en poseer el «cielo» de tu hija.
                                                     –La tienes,
respondióle el monarca. Mahetzi está ofrecida 
para aquel que a mi pueblo le dé vigor y vida.
Entonces el plebeyo fabricóle un arado
para romper el surco y en una dura piedra
talló el «metatl» en donde, ya el maíz preparado,
el «comal», donde,  el fuego que en los hogares brilla
como símbolo santo, el «tlascalli» se cuece.
–Basta, dijo el monarca, Mahetzi os pertenece;
mas falta la simiente.    
                                                     –Voy a eso, repuso
el labriego; y formando de troncos y de ramas
una riente hoguera de temblorosas llamas,
a Mahetzi rogóle que junto a él llegase
                        y ella accedió.
                                                     La hoguera
                        formó nube ligera
tan sutil y tan blanca que al remontarse al cielo,
                        como un chal se extendía
y al labriego en sus sedas con Mahetzi envolvía 
                        fingiendo nupcial velo.
Y apareciendo pronto, de las llamas al brillo,
vestida ella de blanco y él de traje amarillo.
La nube densamente fuese apelotando,
se extendió como un blanco, muelle hecho de plumas,
y al caer de la noche, a los dos fue llevando
a la mansión recóndita de las celestes brumas.
Y cuando el rey lanzaba fieras exclamaciones
y aprestaba en los suyos guerreros escuadrones,
–Soy Otomil, –decía el del traje amarillo–
Mahetzi y yo daremos la vida a tus naciones.
Seguidnos.                                                                                      
                        Y en la noche silenciosa y dormida,
se esfumó la carroza suavemente mecida
                        por la caricia leda
de la brisa. Tan sólo de los negros tizones
se alzaba un hilo de humo como cinta de seda.

Herméticos augures fueron interrogados
entonces por el padre, que con ojos cansados
                        miraba triste el cielo
por donde la encantada carroza alzara el vuelo.
Herbolarios y druidas, con cábalas extrañas
buscaban la respuesta que el futuro escondía
entre las palpitantes y sangrientas entrañas
de la inocente víctima que en el altar moría;
y nadie el paradero de Mahetzi sabía.
Hasta que un viejo arúspice, conocedor de todo
lo pasado y lo futuro, contestó de este modo:  
–¡Oh Serpiente adornada de plumas de Quetzal,
Padre de los nahoas y de Mahetzi bella!
Hacia el sur se va el humo del sagrado copal
que arde en la hoguera misma que arrebató tu estrella
para Otomil el sabio. ¿No miráis esa huella
que como hilo sedeño sube por el Azur
y os guía sutilmente hacia el Sur… hacia el Sur?
Ve pues y busca a tu hija, que hallarás, lo presumo,
siguiendo por el monte la dirección del humo.

El rey siguió el consejo. Marchó al confín lejano
con cuatro de los suyos, sufriendo la inclemencia
                        del Cielo y de la Tierra:
bajo del sol cruzaba la magnitud del llano;
                        venció su resistencia
                        la fiebre del pantano;
pasó el desfiladero de la empinada sierra;
                        salvó el fiero torrente,
que en granítico cauce revolvió sus espumas
                        y su correr horrísono y demente
                        detuvo y aclaró sus densas brumas
para besar la planta del guerrero valiente.

Por fin una mañana de aurisolada lumbre
Quetzalcóhuatl detuvo su paso en una cumbre,
desde la cual un vasto y hermoso panorama
contemplaron sus ojos. La encantadora gama
del azul de los cielos gradante descendía
cortada en el purísimo perfil de verdes montes;
tupidos platanares mecían sus banderas
con musical susurro y en lejanas praderas
columbró el peregrino y esforzado monarca
la inmensidad de un verde piélago de maizales
que a leguas se espaciaba por la extensa comarca
besada por los rubios fulgores tropicales.
Pensando en Otomil, Quetzalcóhuatl sentía
que del cuerpo cansado su alma sutil salía
y surcaba la inmensa superficie ondulante
como sobre las olas de una mar palpitante.       
 –¡El maíz! El «trascalli», gritó el rey jadeante.
¡Otomil, os perdono! ¡Oh Mahetzi adorada!
¿En dónde estás?
                        –«La raza nahoa está salvada»
Dijo una voz que apenas se escuchó susurrante,
y buscando el monarca la voz, halló, halló dos cañas
de maíz, que mecían sus cimeras extrañas
                        mientras el viento,
                        silbando entre panojas,
repetir parecía, cantando en los maizales:
                        –Callad vuestras congojas,
¡Oh rey que andáis buscando la vida a los nahuales,
volved y a nuestros pueblos llevadles el sustento.
Tal decían las cañas o lo decía el viento.

Un viejo amoxoaque de los que acompañaban
                        al rey entonces dijo:
–Señor, una secreta revelación me dice
que mahetzi la bella con Otonil su esposo,
pasaron ya las puertas del reino luminoso.
                       En un sueño que tuve,
señor, vi dos mancebos descender de una nube.
Ella como Mahetzi, revestida de una
tela sutil, flotante de color de la luna
y él como dios del fuego, era el mismo Otomil
cubierto con la clámide sagrada de Tohil.
Las dos figuras bellas tocaron en el suelo
                       sin imprimir sus huellas,
tornándose de súbito, como por un ensalmo,
en dos hermosas plantas cimbradoras y bellas,
cuyos verdes penachos tocaban las estrellas.

Así fue como el viejo Quetzalcóhatl, cortado
a las cañas sus ricos y anhelos tributos,
creyó soñar mirando al desnudar los frutos,
que el maíz parecía sonreír en sus granos
                       como amoroso brillo,
pues uno era maíz blanco y era el otro amarillo.
                       ¡Milagro de Tohil!
                       El monarca se inclina
conforme; y acatando la voluntad divina,
deja el Edén florido y ameno de Paxil;
vuelve al pueblo nahoa que le esperaba ansioso 
y siembra la simiente del cereal precioso.
Entonces florecieron los valientes nahoas 
que hasta el Usumacinta llevaron sus canoas.
Centeótl, en los campos, con fructífero riego
pagó los sacrificios del nahoa labriego;
la nación se hizo fuerte, comercial y guerrera;
y esa savia de pueblos –el trascalli– circula
todavía en la sangre de la raza indoibera,
como herencia sagrada de los reyes de Tula.
                       Hoy cruza la sonriente
                       pradera de Paxil
                       una nueva serpiente:
                        pasa el Ferro-carril
                               de Occidente;
y al llegar donde el viejo Quetzalcóhatl llegara,
requiriendo los frenos de su ferrado breque,
tremante, su carrera vertiginosa para
muy cerca de las ruinas donde antaño se alzara
la legendaria villa de Tonacatepeque.

                                               San Salvador, 20 de agosto de 1912      

                                                   (de Índice antológico de la poesía salvadoreña,
                                                     San Salvador, 1982)





MÁRMOLES Y BRONCE 

               Al monumento conmemorativo del 5 de noviembre de 1811



I

El león melenudo de bronce simboliza
la libertad del pueblo: un león que reposa
con la cabeza en alto, desgreñada y hermosa,
con mirada serena, penetrante y precisa.

En los bajorrelieves el pueblo inmortaliza
la primavera cruzada, cuando escuchó el vagido
de la naciente patria, tierna águila que el nido
quiere dejar, ganando la meta que divisa.

LA REPÚBLICA, bronce que tiene porte regio,
perfil indolatino, talle fuerte y egregio,
está frente al escudo viejo de El Salvador;
y en lo alto de la esbelta pirámide truncada
la VICTORIA, trasunto de una deidad alada,
sostiene dos coronas de laurel redentor.
  

II

En el heroico mármol y en el bronce guerrero
El Salvador la gloria de una centuria ha escrito:
la sonora epopeya del libérrimo grito
que estremeció las bases del coloniaje ibero.

Delgado, Arce y Rodríguez, apóstelos del fuero
libertario, tenían voluntad de granito,
valor como armadura de resonante acero
y un alma que aún cabe por todo el infinito.

El viento de cien años ha guardado los ecos
de aquel grito en los antros de los cerúleos huecos
y al recordar el año MIL OCHOCIENTOS ONCE,

el clarín de los siglos suena en las oquedades
del tiempo, y sobre el polvo de las viejas edades,
Delgado, Arce y Rodríguez resucitan en bronce.



III

Toda alma del Istmo debe alzarse valiente
sobre las gradas de ese momento sagrado,
que, cual índex de piedra, señala en el pasado
la fecha más gloriosa…

La voz de un continente,
con sus mares y ríos jamás será potente,
para apagar los ecos de aquel frito sonoro
de la prócer estirpe. Su vibración de oro
a los siglos futuros les llevará el Presente.

Monumento que tiene la talla gigantesca
de aquella edad pasada, noble y caballeresca,
con su mármol y bronce perdurará en la historia:

Será fuerte atalaya, desde la cual el Istmo
hará sonar su aleta de honor y patriotismo
bajo el cielo sereno de libertad y gloria.

JOSÉ MATIAS DELGADO

 Su voz de libertad, canto sonoro
que el alma toda de los pueblos llena
todavía en los ámbitos resuena
como verbo flamígero de oro.

La tribuna de Cristo fue su foro
y al reclamar del hombre los derechos
muros formó de ciudadanos pechos
para escuchar su cívico tesoro.

Tuvo a la vez, de santo y de patriota;
calzó sandalia y se vistió de cota
para Dios y su patria soberana

y por eso canta el bronce su grandeza,
ya con dulces clamores de campana,
ya con rudo vibrar de marsellesa. 

MANUEL JOSÉ ARCE

Para el pueblo que evoca su memoria
sacro fulgor de libertad emana
su figura gallarda y soberana
modelada en el bloque de la Gloria.

Grano por grano acumuló la historia
de una edad a otra edad el bronce regio
para vaciar su contingente egregio
en el molde inmortal de la victoria.

En el alma del pueblo su figura
de prócer toca la serena altura,
y, abarcando un espléndido miraje,

columbra con mirada de vidente
los fulgores de la época presente
desde la oscuridad del coloniaje.

JUAN MANUEL RODRÍGUEZ

Bronce de redención, bronce preclaro,
para su hijo la patria agradecida,
funde al calor de la pujante vida
que él le encendiera cual fulgente faro.

De virtud y valor el tiempo avaro
la guardó en la centuria esclarecida
donde brillan con fama merecida
su nombre augusto y su talento calero.

Tal parece que el prócer se levanta
sobre el bronce patriótico que canta
la epopeya de gloria y de civismo;

y es que el alma de bronce todavía
suena en la patria que se alzara un día
única y grande sobre todo el Istmo.
           
                                                   (de Lecturas nacionales de El Salvador,
                                                     San Salvador, 1945)




HUMO

Fumemos; en el humo veo surgir la vida
que en el mísero cuerpo locamente consumo;
las vagas languideces del alma adormecida,
su sueño desperezan en las espiras de humo.

Como el votivo incienso de elásticas volutas,
el alma del tabaco tiene santas piedades,
tiene la faz solemne de todas las cicutas
con un raro deleite de voluptuosidades.

Tiene los copos de humo personificaciones
de mundanos remedos, como cuando se mira
que se arruga una falda llena de tentaciones
sobre la forma núbil con que el alma delira.

Yo he cerrado los ojos; pero el humo implacable
se ha apoderado entonces de mi cerebro enfermo
y me ha fingido toda la visión adorable
que sacude mi espíritu desfallecido y yermo.

La quietud y el silencio de mi asolada estancia
se juntan al capricho perezoso del humo:
se ha llenado el ambiente de femenil fragancia 
y el roce de un vestido cerca de mí presumo.

Liviandades de antaño, corroídas de olvido,
vuelven a mi desveladas por el ambiente opaco,
donde un recuerdo alegre, ya medio desteñido,
revive en la embriagante languidez del tabaco.

En la sutil madeja del sueño azulino
la alegría se mece picaresca y beoda
con las provocaciones y el canto felino
de una mujer alegre que se nos brinda toda.

¡Oh mis buenos amigos! Fumemos, que la vida
nos ha engañado a todos, a pesar de ser buena;
como la opaca nube medio desvanecida,
la vida es un ensueño de alegría y de pena.

Bella cuando se enciende, triste cuando se apaga,
la vida, amigos míos, nos ha puesto beodos,
y la vemos marcharse como la niebla vaga
del humo alucinante que nos engaña a todos.

                                                                          (de Perdidos y delirantes,
                                                                            San Salvador, 2012)



LA SIEMBRA

Bajo un sol matinal de primavera
que de áureos toques el follaje borda,
se abre la arada en la gentil pradera,
junto al torrente bramador que asorda.

Se apoya el labrador en la mancera
del tosco arado, y con la yunta gorda
va despojándose la ubérrima ladera
que en negras floraciones se desborda.

Detrás regando la simiente, a pasos,
sobre la amelga de fecundos trazos,
va el fornido gañán de anchas espaldas,

mientras cruza los ámbitos sonoros
gárrula banda de fugaces loros
como un collar de verdes esmeraldas.

                                                              (de Parnaso salvadoreño,
                                                                Barcelona, 1917)








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