Enrique de Villena
Enrique de Villena, Maestre de Calatrava (Torralba de Cuenca, 1384 - Madrid, 1434), también conocido como Enrique de Aragón y por el apodo El Astrólogo. Fue señor de la villa de Iniesta.
Nacido en 1384, fue hijo de Pedro de Aragón, condestable de Castilla y II marqués de Villena, y de Juana de Castilla, hija ilegítima de Enrique II de Castilla y Elvira Íñiguez, y nieto de Alfonso de Aragón y Foix, I marqués de Villena. Quedó huérfano a temprana edad cuando su padre murió en la Batalla de Aljubarrota (1385).
Aunque era el legitimo heredero del marquesado de Villena, no llegó a ser el III marqués por venta del señorío a Enrique III de Castilla para devolver sesenta mil doblas que tenían recibidas sus familiares de Enrique II de Castilla.
Quedándose a cargo su abuelo, vivió en su infancia en la corte de Enrique II, que lo crio, y luego en la de Enrique III. Era un hombre de profundos conocimientos y vasta erudición.
Su parentesco con los reyes de Castilla y de Aragón pudo influir en el matrimonio con María de Albornoz, señora de numerosas villas. Pero la pareja duró poco, quizá porque el rey Enrique III se interesó más de lo debido en la mujer y buscó la forma legal de romper el matrimonio, haciendo a Enrique Gran Maestre de Calatrava. En cualquier caso, la unión se anuló después de que Enrique de Villena se declarara impotente, renunciando al mismo tiempo el condado de Cangas y Tineo para que no lo heredase la orden. Su matrimonio como su nulidad fueron consecuencia de la conveniencia, ya que se conocen algunos escarceos con damas de la nobleza, y es reconocida como hija suya Isabel de Villena.
Enrique III, por intereses de la conona en acercar el poder de la orden a la corona, le nombró maestre de la Orden de Calatrava, elección que no agradó a la mayoría de los caballeros de la orden. Debido al carácter político de su nombramiento y a los cambios del momento, al final de 1406 muchos de los freires reunidos en Calatrava eligieron a Luis González de Guzmán, y muerto el monarca protector de Villena, todos negaron le negaron obediencia, anulando su elección el Císter, y eligiendo a su rival, Luis González de Guzmán quien, después de una competencia larga, ocupó su lugar en 1415.
Enrique de Villena estuvo en Zaragoza presente en la coronación de Fernando de Aragón en 1414, retirándose a Valencia hasta 1417 y, consciente de su ineptitud para la guerra o la vida política, se dedicará a la literatura. Murió de fiebre en Madrid en diciembre de 1434.
Su obra
Su obra abarcó numerosos temas, ya que en su vida cultivó variedad de ciencias desde la medicina, la teología, astronomía e incluso la poesía. Pero donde más destacó fue en la traducción de textos a diversas lenguas. Algunas de sus obras fueron destruidas, otras en cambio dudan su propia autenticidad. Fue personaje discutido en su tiempo e incluso después.
Su fama, más como mago que como literato, inspiró a Ruiz de Alarcón, Rojas Zorrilla, Larra, Quevedo y Hartzenbusch, quienes le convirtieron en personaje de alguna de sus obras.
...) que non se deteniendo en las sciencias notables e católicas, dexósse correr a algunas viles e raeces artes de adivinar e interpretar sueños y estornudos y señales, e otras cosas... que ni a Príncipe real, e menos a católico cristiano, convenían... Y porque entre las otras artes y scientias se dio mucho a la astrología, [616] algunos burlando decían que sabía mucho en el cielo e poco en la tierra.
El poeta del siglo XV Juan de Mena dejó escrito esto sobre Enrique en su "Laberinto de Fortuna":
Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
Aquel que en el Castalo monte resuena,
Es Don Enrique Señor de Villena,
Honra de España, y del siglo presente.
O incluyo, Sabio, Autor muy sciente,
Otra, y aun otra vegada yo lloro,
Porque Castilla perdió tal tesoro,
No conocido delante la gente.
Perdió los tus libros, sin ser conocidos,
Y como en exequias te fueron ya luego,
Unos metidos al ávido fuego,
Y otros sin orden no bien repartidos.
Ya en el siglo XV, las ciencias ocultas se personificaron en D. Enrique de Aragón. Muchas de sus obras de «temas ocultos» fueron mandadas quemar al prelado Lope de Barrientos por el rey Juan II de Castilla.
En el siglo en que vivió Enrique de Villena apenas habría teólogo, que abriendo un libro donde hubiese algunas figuras geométricas, no las juzgase caracteres mágicos, y sin más examen le entregase al fuego. En efecto esto ha sucedido algunas veces. Acuérdome de haber leído en la Mothe le Vayer, que á los principios del siglo pasado, un francés, llamado Genest, viendo un manuscrito donde estaban explicados los Elementos de Euclides, por las figuras que tenía se imaginó que era de nigromancia, y al momento echó á correr despavorido, pensando que le acometían mil legiones de demonios, y fue tal el susto, que murió de él.
Obras escogidas del padre Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, 1863, p. 317-8.
Según una conocida leyenda, el Marqués estudió artes nigrománticas con el mismísimo Diablo en la Cueva de Salamanca.
Literatura
Arte de trovar (1433), en la que introduce en castellano el arte poético de los provenzales.
Los doce trabajos de Hércules (1417).3 El libro se compone de una Carta (en la que cuenta el origen del tratado), un Prohemio (en el que da la estructura e intencionalidad del libro) y doce capítulos, cada uno de ellos dividido en cuatro partes: Hystoria nuda (cuenta el trabajo de Hércules tal y como lo narran los antiguos), Declaraçión (interpreta moralmente la historia), Verdad (explica la narración desde un punto de vista histórico o, al menos, lógico) y Aplicaçión (adjudica el trabajo a un estado social y deduce unos modelos de comportamiento).
El arte cisoria (1423), tratado gastronómico de carácter alegórico y didáctico. "Escripta en la mi villa de Torralva, lunes, seis días de septiembre, año del nasçimiento del nuestro Salvador Ihesuchristo de mill e cuatroçientos e veinte e tres años".
En astrología
Ángel Raziel (obra destruida en la hoguera).
Medicina
Libro de la Peste.
Tratado de la Alquimia.
Traducciones
Eneida, de Virgilio -la primera a una lengua romance-
La retórica nueva de Tulio, de Cicerón.
Divina Comedia, de Dante.
Desde 1420 compone una serie de tratados, generalmente epístolas, a diversos personajes, como son el Tratado de la lepra (h.1422), el Arte cisoria (1423), sobre el corte y presentación de manjares, el Tratado de la consolación (1424) y el Tratado de la fascinación o del aojamiento (1425).
La vida y escritos de D. Enrique de Villena (1384-1434) exigen un libro que no ha sido escrito aún. [1] Todo interesa en su persona, y hay todavía muchos enigmas que resolver en su historia. Su propio carácter aparece envuelto en nieblas y contradicciones; su sabiduría, grande a los ojos de unos, resulta para otros misteriosa y problemática. La mayor parte de sus libros han perecido, sin duda, pero aun los que quedan distan mucho de haber sido estudiados íntegramente ni de haber entregado a la curiosidad del erudito todo lo que realmente contienen de útil para la biografía de su autor y para el conocimiento de las ideas de su tiempo. Personaje flotante entre la historia y la leyenda, lo fabuloso importa en él tanto o más que lo verdadero. Ha llegado a la categoría de símbolo: es popular de todas veras: en su leyenda había el germen de un Fausto español, a quien sólo ha faltado un Goethe que le desenvolviese. El siglo XV personificó en él la inquieta curiosidad científica que vuelve las [p. 32] espaldas a Dios y al mundo, y entrega su alma al diablo para adquirir la posesión de las artes mágicas y non cumplideras de leer.
Su vida no justifica en rigor su leyenda, pero ofrece el más cómico y lamentable contraste entre la grandeza de sus estudios y aspiraciones y la flaqueza y poquedad de su carácter. No fué D. Enrique un hombre puramente intelectual, como ahora dicen, ni vivió absorto siempre en sus exóticas lucubraciones: al contrario, fué ambicioso, altanero, despilfarrador y un tanto epicúreo; pero el resorte de la acción constante y viril le faltó siempre; la molicie de su carácter, acrecentada por sus hábitos sedentarios y estudiosos y por la ingénita aversión que sentía a las artes de la guerra, le tornó incapaz de resistir las condiciones de la vida de su tiempo, le hizo caer rendido y maltrecho en la lucha, le convirtió en objeto de compasión desdeñosa, y acabó por condenarle, en el vigor de su edad, a la pobreza, al aislamiento y aun a cierto género de capitis diminutio o de menos valer dentro de la clase privilegiada a que pertenecía. No hubo cosa en que pusiese mano, que no le resultase mal: cualquiera diría que alguno de aquellos espíritus traviesos y burlones que él evocaba según la leyenda, se complacía en enredar los hilos de la trama de su vida, haciéndola degenerar en farsa grotesca. Nacido en las gradas de un trono, descendiente por línea paterna de la casa de Aragón y por línea materna de la de Castilla, hubiera debido ser rico y poderoso, y todo su tesoro, como tesoro de alquimista al cabo, se le convirtió en carbones. Nunca llegó a ser Marqués de Villena y Condestable de Castilla como su abuelo, ni siquiera a disfrutar del condado de Cangas de Tineo, aunque D. Enrique III nominalmente se le otorgase; ni a pesar de su desatinado empeño en llegar a Maestre de Calatrava, sin arredrarle el escándalo de un divorcio ni la infamia de una declaración de impotencia (doblemente vergonzosa por ser falsa y amañada), pasó su maestrazgo de cisma efímero, aunque bastante duración tuvo para arruinarle y deshonrarle perpetuamente. En 1414 todo se había ido ya en humo: marquesado, condado y maestrazgo; bien dice Fernán Pérez de Guzmán (digno sobrino del Canciller Ayala) que «este caballero, aunque fué tan grand letrado, supo muy poco en lo que le complía». Evidente y probada a los ojos de todos la ineptitud de D. Enrique para los «negocios [p. 33] curiales e ceviles», y aun para el buen regimiento de su casa y hacienda, nadie volvió a tomarle en serio, y sus únicos triunfos fueron ya de certamen literario. Cuando fué al reino de Aragón en la comitiva del Infante de Antequera, se convirtió en un presidente de juegos florales y organizador de justas y mascaradas poéticas en Zaragoza y Barcelona, y es de ver con qué candorosa satisfacción y cuán poseído de su papel nos cuenta en el Arte de trovar el ceremonial de aquellas fiestas de la Gaya Ciencia, remedo, todavía más pedantesco y degenerado, de las del Consistorio de Tolosa. El pasaje es largo y ha sido muy citado; pero es tan entretenido y de tanta curiosidad histórica, que no podemos menos de transcribirle aquí, como en su lugar propio:
«E llegado el día prefijado, congregávanse los mantenedores e trovadores en el palacio donde yo estaba; e dallí partíamos ordenadamente con los vergueros delant, e los libros del arte que traían, e el registro de los mantenedores. E llegados al dicho Capitol, que ya estaba aparejado e emparamentado de paños de pared alrededor e fecho un asiento de frente con gradas, en donde estaba don Enrique en medio e los mantenedores de cada parte, e a nuestros pies los escribanos del Consistorio, e los vergueros más baxo, e el suelo cubierto de tapicería e fechos dos circuitos de asientos donde estavan los Trovadores, e en medio un bastimento quadrado, tan alto como un altar, cobierto de paños de oro, e encima puestos los libros del Arte e la Joya; e a la man derecha estava la silla alta para el Rey, que las veces era presente, e otra mucha gente que se ende allegava.
E fecho silencio, levantávase el Maestro en Teología, que era uno de los mantenedores, e facía una presuposición con su tema e sus alegaciones e loores de la gaya sciencia, e de aquella materia que se avía de tractar en aquel consistorio, e tornávase a asentar. E luego uno de los vergueros decía que los trovadores allí congregados espandiesen e publicasen las obras que tenían fechas de la materia a ellos asinada; e luego levantávase cada uno, e leía la obra que tenía fecha en voz inteligible, e traíanlas escriptas en papeles damasquinos de diversos colores, con letras de oro e de plata e illuminaduras preciosas, lo mejor que cada uno podía, e desque todas eran publicadas, cada uno la presentava al escribano del Consistorio.
[p. 34] Teníanse después dos Consistorios, uno secreto e otro público. En el secreto facían todos juramento de juzgar derechamente, sin parcialidad alguna, según las reglas del arte, cuál era mejor de las obras allí examinadas e leídas puntualmente por el escrivano. Cada uno dellos apuntava los vicios en ella contenidos, e señalávanse en las márgenes de fuera. E todas asy requeridas, a la que era hallada sin vicios o a la que tenía menos era juzgada la Joya por votos del Consistorio.
En el público congregávanse los mantenedores e trovadores en el palacio: e D. Enrique partía dende con ellos, como está dicho, para el capítulo de los fraires predicadores, e colocados e fecho silencio, yo les facía una Presuposición loando las obras que ellos havian fecho, e declarando en especial qual dellas merescia la Joya, e aquella trahía ya el escrivano del Consistorio en pergamino, bien illuminada, e encima puesta la corona de oro, e firmávanlo D. Enrique al pie, e luego los mantenedores, e sellávanla el escribano con el sello pendiente del Consistorio, e trahia la Joya ante D. Enrique, e llamado el que fizo aquella obra, entregávale la Joya e la obra coronada por memoria, la qual era asentada en el Registro del Consistorio, dando autoridad e licencia para que se pudiese cantar e en público decir.
E, acabado esto, tornávamos dallí al Palacio en ordenanza, e yva entre dos Mantenedores el que ganó la Joya, e llevávale un mozo delante la Joya con ministriles e trompetas, e llegados a Palacio facíales dar confites e vino, e luego partían dende los mantenedores e trovadores con los ministriles e Joya, acompañando al que la ganó fasta su posada, e mostrávase aquel aventaje que Dios e natura ficieron entre los claros ingenios e los obscuros: e non se atrevían los idiotas.»
Fué aquella breve temporada de 1412 la única en que D. Enrique pudo saborear plenamente los infantiles placeres de la vana gloria literaria, tal como él la entendía y la entienden muchos. Entonces fué también cuando, para solemnizar la coronación de D. Fernando el Honesto en Zaragoza, compuso cierta representación o farsa alegórica, en que eran interlocutores la Justicia, la Verdad, la Paz y la Misericordia. [1]
[p. 35] Pero aquella aurora de favor fué tan rápida como el paso del Infante de Antequera por el trono de Aragón. Estaba escrito que las dichas del de Villena habían de ser siempre efímeras y fantasmagóricas, como cosa de brujería y tesoro de duendes. Apagáronse los ecos de las alegres músicas, enmudecieron juglares y ministriles, y en vez de las ruidosas cabalgatas, y de los carros alegóricos, y de los consistorios de la gaya ciencia, vióse reducido D. Enrique a las tristes soledades de su pobre señorío de Iniesta, o de la villa de Torralba, sin más recreación que el horno químico y el astrolabio, entreverados con el culto de la gastronomía. Allí escribió la mayor parte de sus obras, y allí comenzó a padecer en pies y manos el tormento de la gota, que antes de los cincuenta años le condujo al sepulcro, hallándose casualmente en Madrid, a 15 de Diciembre de 1434. Puede inferirse de la semblanza que de él trazó Fernán Pérez de Guzmán, que su desmedida inclinación a los placeres de la mesa y del amor no contribuyeron poco a acortar sus días, tan laboriosos, sin embargo, y fecundos en tantas obras diversas.
No son muchas, sin embargo, las que han llegado a nosotros, salvadas del expurgo que de sus libros hizo, por mandato del Rey D. Juan II, el obispo de Segovia, Fr. Lope Barrientos, reservando unos y condenando otros a las llamas. La historia de este auto de fe, en que el Rey parece haber tenido más culpa que Fr. Lope, al revés de lo que afirma el mentiroso relato del ingeniosísimo falsificador que en el siglo XVII forjó el Centón Epistolario, está consignada por el mismo Barrientos en su Tratado de las especies de adivinanza, donde, al tratar del famoso libro mágico del Ángel Raziel, escribe: «Este libro es aquel que después de la muerte de D. Enrique de Villena, tú, como rey christianísimo, mandaste a mí, tu siervo et fechura, que lo quemasse a vuelta de otros muchos, lo cual yo puse en ejecución en presencia de algunos tus servidores... e puesto que aquesto fué et es de loar, pero por otro respecto en alguna manera es bueno [p. 36] de guardar los dichos libros, tanto que estuviessen en guarda e poder de buenas personas fiables, tales que non usassen dellos, salvo que los guardassen al fin que en algund tiempo podrían aprovechar a los sabios.»
Queda, pues, reducida a sus justos límites la fábula de las «dos carretas cargadas de libros», de los cuales «fizo quemar más de ciento» Fr. Lope, sin verlos «más que el Rey de Marroecos», ni entenderlos más «que el Dean de Cidá-Rodrigo», con todas las demás circunstancias novelescas que en el apócrifo Centón se contienen y que divulgó y adobó a su modo la enciclopédica pluma del P. Feijóo, principal propagandista de esta conseja. Ni sabemos ni podemos adivinar cuántos eran los libros, ni mucho menos cuáles fueron los quemados, puesto que sólo del Raziel consta en términos expresos. Lo más seguro es atenerse a la Crónica de D. Juan II, la cual dice sencillamente que «Fr. Lope miró los libros e fizo quemar algunos, e los otros quedaron en su poder». Y ciertamente que si todos los que quemó eran por el estilo del Ángel Raziel, no es para llorada tan amargamente la pérdida. Véase el contenido del tal libro, según le compendia Barrientos:
«Después que Adam conosció su vejez e la brevedat de su vida, envió uno de sus fijos al parayso terrenal para que demandase al ángel guardador del parayso alguna cosa del árbol de la vida, para que, comiendo de aquello, reparase su flaquesa e impotencia. E yendo el fijo al ángel, segund le avia mandado Adam, dióle el ángel un ramo del árbol de la vida, el qual ramo plantó Adam e cresció tanto, que después se fiso dél la crus en que fué crucificado nuestro Salvador. E demás desto, disen los auctores desta sciencia reprobada, quel dicho ángel enseñó al fijo de Adam esta arte mágica, por la qual podiesse e sopiesse llamar los buenos ángeles para bien faser, e los malos para mal obrar. E de aquesta doctrina afirman que uvo nascimiento aquel libro que se llama Rasiel, por quanto llamavan así al ángel guardador del parayso que esta arte enseñó al dicho fijo de Adam...»
Que D. Enrique de Villena cultivase la ciencia verdadera y positiva, es cosa que de ningún modo puede dudarse, aunque ignoramos todavía cuáles fueron sus adelantos en ella. La generosa voz de Juan de Mena, sonando a través de las edades como [p. 37] protesta de la cultura castellana contra la destrucción de sus libros (fuese en grande o en mínima parte), bastaría para atestiguarlo:
Aquel que tú vees estar contemplando
En el movimiento de tantas estrellas,
La fuerza, la orden, la forma daquellas,
Que mide los cursos de cómo e de quando;
E uvo noticia filosofando
Del movedor e los conmovidos;
De fuego, de rayos, de son de tronidos,
E supo las causas del mundo velando;
Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
Aquel que en el Cástalo monte resuena,
Es D. Enrique, señor de Villena,
Onra de España e del siglo presente.
!O ínclyto sabio, auctor muy sciente!
Otra e aun otra vegada yo lloro
Porque Castilla perdió tal tesoro
Non conoscido delante la gente.
Perdió los tus libros sin ser conoscidos,
E como en exequias te fueron ya luego
Unos metidos al ávido fuego,
E otros sin orden no bien repartidos.
..........................................
A mayor abundamiento, el libro de Astrología que recientemente ha aparecido y en la Biblioteca Nacional se custodia, y que si materialmente no es suyo, a lo menos está compaginado con su doctrina, podría confirmar el crédito de su saber matemático y astronómico, puesto que nada se encuentra en él que no pertenezca a la pura ciencia.
Pero la ciencia falsa y supersticiosa andaba en la Edad Media tan mezclada con la ciencia real y positiva, y era, por otra parte, el espíritu de D. Enrique (como en todos sus libros se manifiesta) tan nimiamente crédulo, tan puerilmente curioso, tan ávido de todo lo extraordinario y sobrenatural, y, por decirlo todo en una palabra, tan indisciplinado y vagabundo, que forzosamente habían de tener en él un adepto fervoroso todas las ciencias ocultas, en cuya estéril indagación consumió gran parte de sus vigilias. Convertirle en un mártir de la libertad científica, cuya desgracia única consistió en adelantarse a su tiempo, es un concepto falso [p. 38] y anacrónico que no puede menos de hacer reír a los que hayan leído, por ejemplo, el Tractado del aojamiento o fascinología. Tales lucubraciones debieron de parecer estrafalarias a sus mismos contemporáneos, entre quienes no faltaban espíritus escépticos y burlones. Él mismo se queja en su revesado estilo del poco caso que se hacía de sus libros: «Pocos fallo que de las mías se paguen obras». Y leído el Aojamiento, no hay modo de negar crédito al severo y juicioso Fernán Pérez de Guzmán, cuando reconociendo la loable aplicación de D. Enrique a otros estudios más racionales, deplora que no se contuviese en los límites de «las ciencias aprobadas y católicas», y se abatiese a raheces interpretaciones de sueños y estornudos y otras curiosidades vanas y sin provecho, que no convenían a un príncipe, y menos a un católico cristiano, por lo cual le tuvieron en poca estimación y reverencia los caballeros de su tiempo.
Puede decirse que la leyenda de D. Enrique mágico empezó a formarse en vida suya, aunque con el transcurso de los tiempos fué desapareciendo o amenguándose la parte cómica que tanto daba en ojos a los contemporáneos, y creciendo el prestigio misterioso y siniestro, acrecentado, sin duda, por el recuerdo de la quema de sus libros. El desarrollo de esta leyenda puede dar asunto a uno de los más curiosos capítulos del folklore peninsular.
Pocos años después de la muerte del Señor de Iniesta, ya comenzaron a apoderarse de su nombre los alquimistas y otros iluminados o embaucadores, y a inventar libros apócrifos con su nombre o que se suponían hallados entre los de su famosa biblioteca. Uno de éstos fué el libro del Tesoro o del Candado, que por otra falsedad todavía mayor se quiso achacar a la gloriosa memoria de Alfonso el Sabio. Pero aun es más curiosa y significativa en este respecto la carta que se supone escrita por los veinte sabios cordobeses a D. Enrique de Villena. En tan estupendo documento [1] se le atribuyen, entre otras facultades maravillosas, la de embermejecer el sol con la piedra heliotropia, adivinar lo porvenir por medio de la chelonites, hacerse invisible con la [p. 39] ayuda de la hierba andrómena, hacer tronar y llover a su guisa con el baxillo de arambre, y congelar en forma esférica el aire, valiéndose para ello de la hierba yelopia. En la respuesta, D. Enrique refiere a sus discípulos un sueño alegórico, en que se le aparece Hermes Trimegisto, maestro universal de las ciencias, montado sobre un pavón, para comunicarle una pluma, una tabla con figuras geométricas, la llave de su encantado palacio, y, finalmente, el arqueta de las cuatro llaves, donde se encerraba el gran misterio alquímico.
A la sombra de estas patrañas simbólicas de los alquimistas, fué cobrando crédito la opinión vulgar que atribuía el saber de D. Enrique a pacto expreso o tácito con el demonio, llegando a penetrar en el siglo XVI en las obras de graves historiadores, tales como el cronista de las tres Órdenes militares Fr. Francisco de Rades y Andrada, quien reconociendo que el de Villena «fué grandísimo letrado en sciencias de humanidad, es a saber: en las artes liberales, astrología, astronomía, geometría, aritmética y otras semejantes», añade que «de la judiciaria y necromancia supo tanto, que se dizen y leen cosas maravillosas que hazía, con tanta admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el demonio: compuso muchos libros destas sciencias, en las quales, aunque avía muchas cosas de gran ingenio y artificio útiles a la República, avía otras de mal exemplo y sospechosas de que su autor tenía el dicho pacto».
Pero las más fantásticas leyendas relativas a la magia de D. Enrique, no tomaron cuerpo hasta el siglo XVII. Me refiero a la conseja de la sombra perdida, con la cual engañó al diablo, burlándose del pacto que con él tenía hecho (asunto análogo al del lindo cuento de Chamisso, Pedro Schlemihl); y a la de su aprendizaje y enseñanza de las ciencias ocultas en la famosa cueva de San Ciprián de Salamanca, «nefandísimo gimnasio a modo de cripta», del cual todavía dice haber encontrado vestigios el bueno del P. Martín del Río. El teatro y la novela se apoderaron ávidamente de tales invenciones, y desde La Cueva de Salamanca, de Alarcón, Lo que quería ver el Marqués de Villena, de Rojas, y La Visita de los chistes, de Quevedo, hasta La Redoma encantada, de Hartzenbusch, y el ingenioso cuento de Bremón La hierba de fuego, D. Enrique ha sido protagonista obligado de comedias [p. 40] de magia y narraciones fantásticas, y prosigue en su redoma hecho jigote y picadillo, para renacer continuamente y servir de solaz a las futuras generaciones infantiles. Este es un género de inmortalidad literaria tan positivo como otro cualquiera, y probablemente se la debe D. Enrique a Fr. Lope Barrientos. Nadie lee hoy sus libros; pero para pasar por un grande hombre y un nigromante prodigioso, bastóle que un fraile quemase una parte de su biblioteca después de muerto.
De las obras suyas que nos restan, inéditas o impresas y nunca reunidas en colección, muy pocas se refieren a sus estudios favoritos, porque éstas hubieron de ser las que principalmente fueron destruídas. Prescindiendo del Tratado de Astrología, cuya autenticidad no está comprobada ni mucho menos, y que en su redacción actual pertenece indisputablemente a un Andrés Rodríguez que dice haber trabajado sobre manuscritos que D. Enrique envió al obispo D. Alonso de Cartagena, nos queda la extraña carta sobre el aojamiento o mal de ojo, publicada modernamente, aunque en forma harto incorrecta, por una copia de la colección Floranes. En los tratados de Fr. Lope Barrientos, de las especies de adevinanza, del caso et fortuna, del dormir et despertar et del soñar, se puede inducir mucho de lo que pensó y escribió D. Enrique sobre las artes mágicas et non complideras de leer: es más, creemos que dichos libros fueron compaginados a expensas de los suyos, aunque dándoles distinto o más bien opuesto sentido, para que fuesen como refutación tácita de ellos.
No añaden muchos quilates a la fama de D. Enrique, aunque prueben el mucho estudio que había hecho de las Sagradas Escrituras, de sus expositores y de los filósofos moralistas, la explicación de algunos versículos del salmo Quoniam videbo coelos tuos; el Tractado de la lepra y de como está en las vestiduras e paredes, compuesto a ruegos del famoso médico Maestre Alfonso de Cuenca; y la Consolatoria, en extremo retórica, pedantesca y archilatinizada, que dirigió a Juan Fernández de Valera, caballero de su casa, que había perdido la mayor parte de su familia en la peste de Cuenca de 1422.
Más consideración merecen y han obtenido de la crítica Los doze trabajos de Hércules y el Arte Cisoria, únicas obras importantes de D. Enrique que hasta ahora han logrado los honores [p. 41] de la imprenta. Sin ser libros de primer orden, son agradables de leer, especialmente el segundo, que contiene bastantes curiosidades de costumbres de la Edad Media, y es el más antiguo libro de cocina, urbanidad y etiqueta de la mesa que tenemos en nuestra lengua.
Ambas obras, a pesar del aparato didáctico con que el autor las presenta, pertenecen, en rigor, a la literatura recreativa más que a la científica, y Los trabajos de Hércules casi pueden considerarse como una tentativa de novela alegórico-mitológica: construcción curiosa, aunque endeble de un renacimiento poco maduro, con muchos vestigios medioevales. Este libro, uno de los más antiguos de D. Enrique, fué escrito primitivamente por él en lengua catalana a preces e instancia del virtuoso caballero Mosén Pero Pardo, y terminado en Valencia en Abril de 1417: la traducción castellana, único texto que hoy poseemos, hízola el autor mismo en septiembre de aquel año, «en la su villa de Torralva... a suplicación de Johan Ferrández de Valera el mozo, su criado... alongando en algunos pasos et en otros acortando, segunt lo requería la obra... por el trocamiento de las lenguas». Fué pues, D. Enrique, a lo menos en los primeros años de su vida literaria, escritor bilingüe, y, por decirlo así, mediador entre las literaturas de la España Oriental y de la Central; como cumplía a quien llevaba el apellido de la real casa de Aragón y se afanaba de ser descendiente directo del rey D. Jaime II. Esta representación, en que no se ha reparado bastante, a pesar de hechos tan significativos como la presidencia que D. Enrique tuvo del Consistorio de Barcelona y el carácter puramente provenzal de su Poética, es de los rasgos que engrandecen y realzan la fisonomía literaria del de Villena, mostrándole como uno de los más activos precursores de la futura unidad intelectual de la Península, ya preparada desde principios del siglo XV por relaciones de muy varia índole.
Es observación acertada del Sr. Benicio Navarro, discreto biógrafo y panegirista de D. Enrique de Villena, que el estilo en esta primera obra suya es mucho más fácil, suelto y ameno que el de sus libros posteriores, y dista mucho de llegar a los excesos de aquella ridícula y bárbara sintaxis con que más tarde se empeñó en descoyuntar nuestra lengua, por temeraria imitación del hipérbaton latino. La prosa de los Trabajos de Hércules [p. 42] conserva en efecto cierto sabor de siglo XIV, y prescindiendo de la armazón mitológica, en que se ve bien claro el paso a una escuela distinta, no difiere mucho, en cuanto al fondo didáctico y sentencioso, de los libros semimorales, seminovelescos de Raimundo Lulio y de D. Juan Manuel, tales como el Libro de los Estados o el del Caballero et del Escudero. Quería D. Enrique que su libro fuese «espejo actual a los gloriosos caballeros en armada caballería, moviendo el corazón de aquéllos a non dubdar los ásperos fechos de las armas et aprehender grandes et onrados partidos, enderezándose a sostener el bien común, por cuya rrasón caballería fué fallada: e non menos a la cavallería moral dará lumbre e presentará buenas costumbres, por sus señales desfaciendo la texedura de los vicios e dominando la ferocidat de los monstruosos actos, en tanto que la materia presente más es satira que tragica».
En estas últimas palabras puede verse alguna reminiscencia dantesca, así como la parte alegórica de la obra descubre al lector asiduo de la Divina Comedia, y aun de los Triunfos del Petrarca. «Será este tractado en doze capítulos partido, e puesto en cada uno dellos un trabajo de los del dicho Ércoles, por la manera que los ystoriales e poetas los han puesto; e después la exposición alegórica, e luego la verdat de aquella ystoria, según realmente contesció, e dende seguirse ha la aplicación moral a los estados del mundo, e por enxemplo al uno de aquellos trabajos.»
Siguiendo este plan, la destrucción de los Centauros simboliza la de los criminosos y malfechores, y da espejo e lumbre al estado de los príncipes; el león de Nemea representa la soberbia «enemiga de todas virtudes e buenas costumbres», y la maza con que Hércules le doma es la potestad eclesiástica de los prelados, más piadosa que el «cuchillo de justicia temporal». Las arpías de Fineo son la codicia, raíz de todos los males y peste del noble estado de los caballeros: las manzanas de oro simbolizan el don de la ciencia, en cuya persecución deben afanarse especialmente los religiosos: el Cancerbero vencido es símbolo del don de la paz, tan duro y trabajoso de conseguir, pero tan apetecible al buen ciudadano. El castigo del feroz Diomedes da enseñanza a los tratantes y mercaderes para que se guarden de ilícitas ganancias. La hidra de Lerna es ejemplo para los labradores, la historia de [p. 43] Archeloo para los menestrales: Anteo, hijo de la Tierra, es personificación de la brutalidad y de la ignorancia; el jabalí de Calidonia, de la sensualidad grosera, y, finalmente, el gran trabajo de sostener el cielo sobre los hombros, ¿qué otra cosa puede ser sino la práctica de las virtudes, que requieren hombros robustos para remontarse al cielo?
Algunas de las alegorías son, como se ve, ingeniosas, pero las más están traídas por los cabellos. El conjunto agrada, sin embargo, y puede compararse con una vieja colección de tapices en que estuviesen representados y moralizados los trabajos de Hércules. Fué de todas las obras de D. Enrique la que más veces se copió, y la primera que mereció los honores de la impresión a fines del mismo siglo XV. [1] Es fácil disfrutarla en la reproducción fotolitográfica que de ella ha hecho D. José Sancho Rayón.
Mucho más ameno, y más útil para la historia de las costumbres en la Edad Media, es el Tractado del arte de cortar del cuchillo, que ordenó D. Enrique a preces de Sancho de Jarava, y que ordinariamente se conoce con el título de Arte Cisoria. Dos códices, por lo menos, existen de él: uno, falto de una hoja, en la biblioteca de El Escorial, y otro, completo y no menos antiguo y estimable, en la mía particular. Dos son también las ediciones, ajustadas ambas, aunque no con la misma exactitud y rigor, al códice escurialense: la de 1766, publicada por la Real Biblioteca de San Lorenzo, y la muy esmerada y curiosísimamente ilustrada de D. Felipe Benicio Navarro, en Barcelona, 1879, una de las más lindas publicaciones de bibliófilo que en estos últimos años se han hecho.
Quien emprenda formalmente el estudio de la vida familiar y cortesana de los tiempos medios, no puede prescindir de éste y otros libros análogos. La historia no está solamente en las crónicas; y precisamente lo que las crónicas dejan en olvido, por ser notorio a los contemporáneos, es lo que para nosotros puede dar más sabor de realidad al relato histórico, contemplándole y realzándole con su propio y adecuado colorido. La fisonomía de una época no resulta solamente de los textos históricos: más viva está en los literarios y en los que pudiéramos decir técnicos. [p. 44] Más que con abstracciones y vaguedades de historia filosófica, se penetra el modo de vivir de nuestros padres en los siglos XIV y XV leyendo los cantares del Arcipreste de Hita, los libros de venación y cetrería, el de los dados, juegos et tablas, el Arte Cisoria, el Menor daño de la Medicina, de Chirino, el Corbacho, del Arcipreste de Talavera, y otros tales, cada uno de los cuales nos revela un aspecto de la vida con exactitud pasmosa. El gran cuadro social resultaría de la combinación de todos ellos; pero hasta ahora nadie le ha intentado, ni es fácil ejecutarlo, porque con ser tantos los testimonios, no bastan, ni con mucho, para disipar todas las oscuridades.
Aunque el libro de D. Enrique sea principalmente un tratado del arte de cortar o trinchar en las mesas de los reyes y grandes señores, viene a resultar, por natural conexión de los asuntos, un verdadero arte de cocina, el más antiguo que tenemos, anterior en más de medio siglo al famoso Libro de guisados, de Ruperto de Nola. Comienza D. Enrique por declarar «las condiciones e costumbres que pertenescen al cortador de cuchillo», exigiéndole «barba raída, uñas mondadas a menudo e bien lavado rostro e manos», encomendándole mucho que se guarde «de traer botas, mayormente nuevas, aforradura que huele mal al adobo», y que no se olvide de llevar «guarnidas sus manos de sortijas que tengan piedras o engastaduras valientes contra ponzoña e ayre infecto, asy como rubí, e diamante, e girgonza, e esmeralda, e coral, e olicornio, e serpentina, e besuhar, e pirofiles: la que se fase del corazón del ome muerto con veneno..., e siquier endurecida o lapidificada en fuego reverberante». No olvida, por de contado, las lúas o guantes de buen olor, que no han de ser de raposo ni de gato, sino «de cuero de gamo, ya traydas, e de paño de escarlata, fechas de aguja». Particularmente insiste en la limpieza y pulcritud de la boca y del aliento, para lo cual han de usarse «lignáloe y almástiga, corteses de cidra, fojas de limón e flores de romero», mondando y fregando los dientes «con coral molido, alum, clavos, canela y otras especias, revueltas y condidas con miel espumada».
Con la misma exquisita pulcritud y atildamiento enumera y describe «las diversas fechuras de los cuchillos» y demás instrumentos necesarios al cortador, tales como las brocas o tenedores, [p. 45] los pereros y los punganes», encomendando mucho que todos ellos se custodien en una arqueta con cerradura, «poniendo en el arca buenos olores, así como madera de savina, e de ciprés, e rama de romero..., porque toma dél buen olor e suave».
«En tanto que esto se fase, la vianda llega» (prosigue D. En rique). Y aquí comienza un monstruoso catálogo de «aves, animalias de cuatro pies, pescados, frutas y yerbas, que se comen por mantenimiento e plaser de sus sabores», sin pasar en silencio otras muchas y muy inauditas, que «se comen por melesina, así como la carne del ome para las quebraduras...., la carne del tasugo viejo por quitar el espanto e temor del corazón, la carne de milano por quitar la sarna, la carne de la abubilla para agusar el entendimiento, la carne del caballo para faser ome esforzado, la carne del león para ser el ome temido».
Allende de estas cosas simples hay «otras compuestas, ansí como empanadas, pasteles, quesos, albóndigas rellenas, el vientre del puerco adobado, la cabeza de puerco, tripas rellenas, morsillas, longanisas, sopas doradas, fojaldres, panes de figos e otras muchas que se cuentan en el arte del cosinar. Demás desto, turrones mielgados, obleas, letuarios, e tales cosas que la curiosidat de los príncipes et engenio de los epicurios falló e introduxo en uso de las gentes».
Conducidos por D. Enrique, penetramos en este nuevo banquete de Trimalchión, aprendiendo peregrinas cosas sobre el modo de presentar el pavón en las mesas regias: «la cola puesta en rueda, con mantellina al cuello, de paño de oro de tercenel, en el que las armas del rey son pintadas»; sobre el tajo del obispillo de las aves grandes; sobre la preparación de las perdices, en que con extraordinaria fruición se dilata; sobre los enciclopédicos manjares que llevaban los nombres de mirrauste, capirotada, pipotea, cabeza de turco, figuras e maldades; y aun sobre refinamientos tan sibaríticos y tan fantásticos como «el sacar el tuétano de carnero y el tostar y socarrar la espina de trucha gruesa, de suerte que, quitadas «con el gañivete pequeño las espinas quemadas, quede patente la médula o nervio que pasa los ñudos, el qual es de comer sabroso». Con tales noticias no queda muy bien parada la decantada sobriedad de nuestros antepasados, pues no hemos de creer que D. Enrique, hombre pobre y estudioso, aunque [p. 46] de aficiones un tanto sensuales, fuese una excepción en su tiempo, un nuevo Vitelio o un nuevo Apicio, sino que, por el contrario, debían de abundar en la corte de D. Juan II los aficionados como él a las turmas de carnero y aun a las de tierra, que ahora comúnmente llamamos trufas.
Se ha dicho que D. Enrique de Villena, considerado como escritor, no tiene ninguna cualidad relevante, y carece enteramente de color y de nervio. Verdad será, tratándose de otros libros; pero no de éste del Arte Cisoria, en que, salvo el afán de latinizar, hay páginas descriptivas que, por el primor y riqueza de los detalles, honran grandemente la lengua castellana del siglo XV. D. Enrique, que en otras materias es un compilador indigesto y farragoso, resultó escritor ameno y pintoresco tratando de cocina: trahit sua quemque voluptas. Y por Fernán Pérez de Guzmán sabemos que D. Enrique comió mucho. Hasta la cómica gravedad con que expone su doctrina, como si se tratase de la ciencia más ardua e importante, hace deleitable y sabrosa la lectura de tan peregrino libro.
El servicio más positivo que el de Villena parece haber prestado a la cultura nacional, en medio de tantas lucubraciones; absurdas o frívolas (aunque para nuestra curiosidad de hoy sean inestimables) fué traducir por primera vez al castellano el poema de Virgilio y el de Dante. La traducción de la Eneida, que tiene probablemente el gran mérito de ser la más antigua en ninguna lengua vulgar (puesto que antes sólo existían compendios, y D. Enrique se refiere a uno catalán y a otro italiano, que será, sin duda, el titulado Fatti d' Enea) ha llegado a nosotros íntegra, si bien dividida en tres distintos códices, de Madrid, de Sevilla y de París. Fué comenzada, según declaración del autor, en 28 de septiembre de 1427, y terminada un año y doce días después, en 10 de octubre de 1428; celeridad ciertamente inaudita, y que raya en lo maravilloso si damos crédito a todo lo que de sí propio nos refiere el traductor en la glosa 22: «mayormente mezclándose en ella muchos destorbos, assí de caminos como de otras ocupaciones en que le complía de entender... que durante este tiempo fiso la traslación de la Comedia de Dante, a preces de Íñigo López de Mendoza, e la Rhetórica de Tulio [p. 47] nueva [1] para algunos que en vulgar la querían aprender; e otras obras menores de epístolas e arengas e proposiciones e principios en la lengua Latina, de que fué rogado por diversas personas, tomando esto por solás, en compensación del trabajo que en la Eneyda pasaba, e por abtificar el entendimiento, e disponer el principal trabajo de la dicha Eneyda».
Esta traducción fué emprendida a ruegos del Rey de Navarra, entonces, y después de Aragón, D. Juan II, que «fasiéndose leer la Comedia de Dante, reparó en que alababa mucho a Virgilio, confesando que de la Eneyda avía tomado la doctrina para ella, e fiso buscar la dicha Eneyda, si la fallaría en romance, porque él non era bien instruido en la lengua latina... e fué movido el dicho rey de Navarra a enviar desir por su carta afincadamente a D. Enrique, que trasladase la Eneyda».
Prueba esta versión, aun hecha con tanto atropellamiento, que D. Enrique, para su tiempo, sabía bastante latín, aunque distase harto de ser humanista de profesión, como ya los había en Italia, y muy pronto iba a haberlos en España. Tradujo a libro abierto y sin pararse en barras, valiéndose del primer códice que halló a mano, y que seguramente no era muy bueno, pero por eso mismo es de maravillar que no sean todavía más frecuentes y más groseros sus errores. Lo insufrible en esta versión es el estilo, la hueca e hinchada prosa poética, llena de transposiciones extravagantes y descoyuntaduras de dicción, con que D. Enrique pretende remedar la pompa sonora del metro laino. Recuerda exactamente el apólogo de la rana ahuecando los carrillos para remedar al buey. Para que el estilo resulte todavía más abigarrado y pedantesco, tuvo el traductor la infeliz idea de intercalar en el texto mismo una porción de paréntesis y aclaraciones que le parecieron necesarias, y que le hacen caer a cada momento de los zancos en que temerariamente se había subido. Son las que él llama «expresiones subintellectas, siquier imprícitas o escuro-puestas, segund claramente verá el que ambas las lenguas latinas e vulgar supiere e oviere el original con esta [p. 48] treslación comparado. Esto fise porque sea más tractable e meior entendido e con menos estudio e trabajo».
Pero D. Enrique no daba grande importancia al trabajo de su traducción, con ser éste tan útil y loable. De lo que estaba satisfecho y enamorado, era de las pedantescas y enciclopédicas glosas con que la había abrumado, y que, aunque sean de todo punto inútiles para la inteligencia del texto virgiliano, son de gran importancia para el conocimiento de las ideas y educación científica de D. Enrique, de su erudición caudalosa y varia, sin duda, pero tan confusa, tan destartalada, tan desprovista de espíritu crítico y aun de buen seso.
A pesar de lo mucho que D. Enrique encarece a los futuros copistas de su Eneida que por ningún caso dejen de trasladar las glosas, y que rechacen como una mala tentación el prescindir de ellas, o los copistas no le obedecieron, o el mismo D. Enrique (y esto es más creíble) se cansó de glosar y de amontonar fárrago, puesto que las glosas conocidas recaen únicamente sobre los tres primeros libros. Todas, o alguna parte de ellas, se copiaron aparte y sin el texto, considerándolas, sin duda, como un centón o silva de diversas cuestiones, y así están en un códice del cabildo de Toledo y en otro que yo poseo.
De la traducción de la Divina Comedia nada sabemos fuera de la noticia que el mismo D. Enrique da en la ya transcrita glosa de la Eneida. En cuanto a la traducción anónima del primer canto del Infierno, contenida en un códice escurialense, acompañada de una larga glosa y de algunas observaciones muy curiosas sobre la escritura y pronunciación de la lengua italiana, nos inclinamos a creer, con el Sr. Amador de los Ríos, que ni por el estilo, que no es el bien conocido y característico de D. Enrique en su segunda manera; ni por la índole del trabajo, que parece de un pedagogo o maestro de lengua italiana; ni por la ausencia de todo proemio o dedicatoria a D. Íñigo López de Mendoza, a preces del cual se hizo la traducción del de Villena, según él propio declara; ni, finalmente, por la circunstancia de no pasar del primer canto, desistiendo el traductor formalmente de su empresa al terminarle, puede identificarse con la versión de D. Enrique, que hubo de ser completa, tuviese glosas o no. Ni parece nada inverosímil que de libro tan famoso y divulgado [p. 49] como el de Dante, que era por entonces en España una especie de breviario poético, se hiciesen simultáneamente varias traducciones, como lo prueba la catalana de Andreu Febrer, que es precisamente de este mismo año de 1428.
D. Enrique de Villena hizo versos, sin duda, pero no creemos que fuese muy fecundo ni muy aplaudido poeta. De otro modo, ¿cómo se explicaría el raro fenómeno de habernos quedado de él tantas y tan diversas obras en prosa, y no conservarse un sólo verso suyo en los innumerables cancioneros del siglo XV, que no ya a tanta medianía, sino a tanto poetastro y coplero insulso dieron franca hospitalidad? Porque recurrir aquí al expediente de la quema de los libros, me parece absurdo. Ni D. Juan II, trovador él mismo y grandísimo protector de la gaya ciencia, ni hombre tan culto como Fr. Lope Barrientos hubieran entregado a las llamas obras inofensivas y puramente poéticas, que eran las que más se apreciaban en aquella época. Lo más verosímil es que D. Enrique de Villena no hizo versos más que en su juventud, y éstos quizá en catalán más bien que en castellano, y luego abandonó definitivamente la poesía para dedicarse a otras erudiciones. Sólo así se explica su total ausencia del pobladísimo parnaso de los Cancioneros.
En cuanto a las dos coplas de las Fazañas de Ércoles, insertas en la Biblioteca que de sus propias obras formó D. José Pellicer de Salas y Tobar, basta leerlas para ver en ellas la mano de un falsario del siglo XVII, probablemente del mismo Pellicer, bien abonado para este género de fazañas.
Pero si no hay versos de D. Enrique, tenemos a lo menos los curiosísimos fragmentos de la Poética o Arte de Trovar, que dirigió a D. Íñigo López de Mendoza en 1433, salvados por Mayans en sus Orígenes de la lengua española. La pérdida del libro entero será para siempre lamentable. Al parecer, todavía existía en el siglo XVII, y le poseyó el gran D. Francisco de Quevedo, que se refiere a él en su prólogo a las Poesías de Fr. Luis de León. Las reliquias que hoy tenemos no bastan para adivinar el plan y contenido del tratado, pero sí para determinar su genuino carácter de imitación de las poéticas provenzales y catalanas, que comienzan en Ramón Vidal de Besalú, y de las cuales hace D. Enrique una especie de enumeración no exenta de [p. 50] errores cronológicos. [1] Considerado como preceptista, D. Enrique es un eco del Consistorio de Tolosa. Lo más interesante que esos fragmentos contienen, es el trozo histórico ya citado, en que se describe el aparato de las justas poéticas de Barcelona, y ciertas curiosísimas observaciones sobre la pronunciación y escritura de las letras, importantes por los fenómenos fonéticos de que nos dan testimonio, y doblemente venerables por ser, sin duda, el primer ensayo de una prosodia y de una ortografía castellanas. Allí aprendemos, verbigracia, que la ç se pronunciaba con los dientes apretados sisilando; que la c, puesta entre vocales se consideraba como de agro son, y que por templarla la sustituían con una t, pronunciándola como c con muelle son; que la h se aspiraba fuertemente (facía aspiración abundosa) en la oquedad del paladar, pero era muda en los nombres propios cuando la precedía una c; que la x en principio de dicción «retraía el son de s, pero le facía más lleno»; y otras curiosidades por el mismo orden, aunque desgraciadamente no nos dan toda la luz que quisiéramos, por lo incompleto de estos fragmentos y por las libertades que seguramente se permitió Mayans al imprimirlos. Así y todo, cada letra de este pequeño retazo merece ser pesada y considerada atentamente.
[p. 31]. [1] . Sabemos que pronto verá la luz pública un extenso estudio biográfico y crítico de don Enrique, debido a la docta pluma del joven y erudito investigador don Emilio Cotarelo.
[p. 34]. [1] . En el texto de la Crónica de Alvar García de Santa María, copiado por Ustarroz en sus adiciones a las Coronaciones de Blancas, no se dice que fuera don Enrique el autor de esta representación, como se viene repitiendo por todos sobre la fe de don Blas Nasarre, que quizá encontraría la noticia en alguna otra copia de la misma Crónica. Lo que allí se da a entender es que la representación estaba en catalán, y que el mismo cronista Alvar García la tornó en palabras castellanas.
[p. 38]. [1] . Publicado por don José Ramón de Luanco en su libro sobre La Alquimia en España.
[p. 43]. [1] . La primera es de 1483, Zamora, por Antón de Centenera.
[p. 47]. [1] . Así se llamaba en la Edad Media la Retórica a Herennio (tenida hoy por obra anterior a Cicerón, y probablemente de Cornificio) para distinguirla de los dos libros De Inventione, que llamaban la Retórica Vieja.
[p. 50]. [1] . Los autores que cita, además de Ramón Vidal, son: Jofre de Foxá, Berenguer de Troya, Guillermo Vedel de Mallorca y Fr. Ramón Cornet.
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Fuente Autor:
Menéndez y Pelayo, Marcelino, 1856-1912. Antología de poetas líricos castellanos.
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