A.E. Quintero
[Alfredo E. Quintero] Nació en Culiacán, Sinaloa, el 8 de agosto de 1969. Poeta.
Radica desde muy joven en el Distrito Federal. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. En 1996 ganó el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa por el poemario Los postigos del verano. En 2011 obtiene el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, con el poemario Cuenta Regresiva, publicado por Ediciones Era ese mismo año. Ha publicado los libros: Un tragaluz en la memoria (1991), La mesa de los portarretratos (1992), Un ferrocarril murmurante (1993), Corceles de agosto (1996), Los postigos del verano (1998), Cuenta regresiva (2011), 200 gramos de almendras, Andraval Ediciones (2013) y El taxista saca su pene, por CL Editorial Práxis.
La niña está
de negro riguroso. Su cuerpo
se adelantó demasiado a las pequeñas nevadas.
No importa si es judía.
No importa
si no lo es. La tía más vieja
se encarga de bañarla. Luego
cinco minutos
la deja sola con su nuevo cuerpo.
No es exactamente miedo
lo que sus dedos tocan.
No es
precisamente sudor
o miedo.
Cuando la tía regresa
con otras tías. Ya no importa si la niña
es tailandesa o maya. O si cayó de la luna.
Esa noche le quitaron
su única muñeca.
Le explican al niño
por qué no debe pegarle a su hermanita.
No usan la palabra amor.
Dicen hombre
como si hablaran del señor que pasa vendiendo pan;
algo dicen
de pétalos y de nubes que se secan,
que se retractan y secan.
El niño intenta explicar algo sobre un pellizco
pero lo acusan de persona,
de hombre y niño y de persona,
de no poner el otro brazo
—como un cristo niño— para nuevos pellizcos.
Persona
siempre había significado
adulto. Persona
no significaba niño pellizcado
sino adulto (maestro, vecino, tendero), adulto.
El tribunal insiste, señala
una diferencia
que el niño nunca terminará de entender.
Cuando los padres salen de la habitación
la niña lo mira
y sonríe.
El muchacho alza la mano.
Sabe que puede responder
lo que guarda en sus cáscaras cítricas
el logaritmo.
Podría hacer cálculos
de su distancia hacia los otros.
Y responder.
De niño
todo era contar:
la cantidad de líneas en la carretera
de la casa de su padre
a la casa sin su padre.
Las hojas que van cambiando
sin querer cambiar.
Su mano podría estar levantada
todo el día
aunque el maestro no la viera, aunque el maestro
no quisiera verlo. O le hablara de mujer:
—déjenla que responda.
Y la diversidad era —diez menos nueve igual a uno—
una palabra que no dormía de noche,
que leía de noche estrellas y ventanas apagadas;
que rezaba corazones abiertos de ternera
y creía
en la felicidad como un hecho inmóvil.
Pero amanecía.
Irremediablemente, irreparablemente
amanecía.
Era difícil
ser aquel muchacho. Y quedarse en el salón
hasta que ya no hubiera piedras ni empujones
—ni aquel maestro— esperando afuera.
Ser aquel muchacho
era difícil.
Una jauría de niños disfuncionales
lo persigue.
Lleva sus ojos, el gato
intenta arbustos, ramas, banquetas,
debajo de un auto,
filos de barda
donde antes pudo esconder su amor oscuro.
Los niños están encendidos como pilotos
de estufa, explotan
como fósforos.
El gato es diferente a ellos. No los sigue
como un perro. No se deja morder.
Pero cayó en la trampa.
Los niños lo rodean como un mínimo pelotón
de fusilamiento.
Por un instante
otro tipo de muerte baja hasta sus ojos. Los niños
echan espuma por la boca, entonan cantos indios
y tambores,
se sacan los golpes de sus padres —y las flechas—
entre los colmillos y los caninos. Los imitan:
comienzan el fusilamiento después de orinar.
Así que esto es la homosexualidad.
De modo que así inicia.
Ninguno querrá recordar lo que pasó esa tarde.
Del poemario, El taxista saca su pene.
Nada bueno me ha traído
ser paciente,
ceder el paso,
no engancharme en las cosas
que la lluvia pelea,
que la noche discute.
Nada bueno me ha traído no engancharme.
Creer que el verde, el blanco
Creer que el verde, el blanco
y el rojo
me darían empleo y un seguro para gastos médicos
por si se necesitara (¡toco madera!).
De niño siempre quise crecer
para comprarle a mi madre un collar de perlas o brillantes
y pagarle con algo
el que me quisiera tantos años.
Pero el tiempo y el dinero
caminan por patios diferentes, se asoman
a balcones distintos, juegan en jardines separados,
se desconocen
siempre, o casi siempre.
Y uno termina por entender
que la paciencia
es cosa de arañas y de santos.
Ahí viene el sol
acercando su escándalo hacia la ventana.
Qué fiesta tan triste
es un jardín sin flores,
una puerta abierta sin macetas,
una pelota olvidada bajo un árbol.
Para mí el sol es muchas cosas
menos sol.
Ni tampoco un muerto o un fantasma
aunque eso parezca este sol de diciembre.
En ocasiones me gustaría decir sol
en lugar de tarde:
-llegas demasiado sol esta mañana, por ejemplo.
Solo por llevarles la contraria.
Pero hoy
el sol se ha hecho pasar por una nube
todo el día; porque así es febrero,
y porque el sol puede suplir cualquier palabra
en un poema, en una ciudad,
o en el corazón de un hombre abandonado.
La cáscara de plátano en el piso
tiene su propia intención
como si estuviera viva:
y ahí viene el primero en caer,
trae bolsas de mandado, por consiguiente
sus dos manos vienen ocupadas en cargar y en soñar que llega a casa;
sus lentes bajan poco a poco
hasta la punta de la nariz; el sudor
los hace moverse como un niño en la resbaladilla.
El hombre no puede hacer nada
por detenerlos, tal vez caigan antes que él.
O quizá los lentes hagan que se detenga,
baje sus bolsas,
acomode sus gafas, seque la nariz,
ajuste los anteojos en el hueso nasal. Y no caiga.
Tal vez los lentes eviten que el hombre pise la cáscara de plátano
y resbale, y logren cambiar el futuro que tú y yo sabemos le espera.
Porque algo es seguro
la soledad de ese hombre tiene ojos miopes
y sólo necesita un pretexto así
para tener el peor día de su vida.
Ha enterrado a mucha gente. Ha perdido muchos empleos.
Se ha quedado varios días sin luz
y sin pagar también el agua.
Desde hace dos semanas
se baña sin gas, a lo frío, a lo abandonado,
a balde y brinco.
La cáscara de plátano sigue ahí,
y el hombre ahora ha levantado más la cabeza
para que sus lentes no caigan.
No se ha detenido a secar su nariz.
Ahora
el hombre pisa la cáscara de plátano.
Dos libros de A.E. Quintero | El taxista saca su pene & La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse
Por Ismael Lares
Tenemos dos libros que bien pudieran formar parte de un solo volumen, al menos, el eje temático así lo indica. En ambas publicaciones hay poemas destacables y otros no tanto. A mi ver, hizo falta rigor en la selección; aun así, no me atrevería a señalar una falta de visión por parte del autor. Al contrario, tal vez mis limitaciones como lector no me permiten valorar a cada libro en su justa dimensión. La voz de este poeta nacido en Sinaloa destaca por su cercanía al hecho cotidiano. En ambos libros percibí una tensa calma. En estos poemarios de A. E. Quintero se vive, indudablemente, una experiencia de realidad, hasta el punto de convertirla en eje fundamental de su poética. Lo cotidiano aquí es el lenguaje.
Mientras leía La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse (Simiente, 2014) enfrenté una sutil franqueza. Los versos de Quintero no hacen aspavientos, son sugerentes, van dirigidos al centro de la diana que representa el lector. Y no me refiero a ese hipotético personaje vilipendiado por unos y sobreestimado por otros. No. Hablo del autor como lector de sí mismo.
Los poemas de Alfredo E. Quintero —quien firma abreviando tanto nombre como apellido paterno— crean su propia noche. Cantan a los monstruos de la infancia que jamás concluye, porque carece de importancia si uno es adulto, pues la hora más oscura no respeta edades. Al transcurrir la lectura distinguí los posibles motivos que llevaron al autor a firmar con abreviaturas. Percibo la reticencia de quien prefiere lo materno por encima de lo paterno. Y es claro, pues, el apellido Espinosa nos remite al aliento masculino de la paternidad. Por ejemplo, en el poema intitulado «No supimos si decidió quedarse» Espinosa Quintero asesta contra la figura del patriarca:
Y mientras tocaba el pene justo de mi padre Lot
y lo introducía por mis mojados pliegues hasta donde
los ojos se cierran,
imaginaba desnudos a los pecadores hombres
de Sodoma
ardiendo,
los imaginaba ardiendo
No es gratuito que haya desconsuelo en sus palabras:
Y no hay un hacia dónde.
Acudir a la infancia
es regresar vacío
y sin infancia: adulto,
que es la peor manera
de despertar por las mañanas.(26)
Espinosa Quintero registra en La telenovela… su desnudez. Cada verso es un avance, y esto lo sabe muy bien, conoce su oficio, decide no voltear. ¿Hacia dónde se dirige? En realidad a ningún lado, él simplemente quiere cruzar una puerta para ser otro. Y esta es una de las bondades que experimenta el poeta, no por nada el primer epígrafe que encontramos al abrir el libro —de Josep M. Rodríguez— marca una ruta: «cruzo una habitación y soy otra persona».
La voz poética cree que vive huyendo cuando en realidad, permanece. Piensa en la vida, pero juega a morir. Fantasea con escapar del clóset. Y aunque tenga certeza de vacío, prefiere imaginar que detrás de la puerta o la ventana siempre hay luminosidad.
Porque quisiera creer
que no soy el único que vive huyendo
y que la felicidad
es una palabra posible.(11)
La novela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse retrata el lado terrible de la cotidianidad. Todo un hilo conductor: revelar. El poeta descubre que es naufrago de sí mismo, está solo, y en su soledad reconoce que desaprender implica romperse.
Éste soy yo,
me digo cada mañana.(66)
Para Quintero la hoja en blanco es una pista de aterrizaje, la poesía representa una posibilidad de sanar en un presente que se prolonga de manera insoportable. Al final de cada poema surge una pregunta: ¿y después qué? Da la impresión de que sus poemas no pueden estar sino pensados desde la orfandad. Es posible comentar que Espinosa Quintero, por un lado, aborda el tema de la homosexualidad con devoción y ternura, y por el otro, con irreverencia y delación. Para mí resulta inevitable asociar a Quintero con las figuras de Bohórquez y Novo. Con ambos comparte el vicio por hacer mella en la conciencia del lector; además, provoca con sarcasmos y agudas observaciones a quien aterriza entre sus versos; resulta lúdico e incómodo para las hipócritas conciencias.
Supongo que un frutal
es un árbol bien casado. Y un sauce llorón
es un árbol afeminado, un árbol marica
(me han enseñado de los que lloran),
y no sabría cómo tratarlo.
Prefiero la noche. Ese vicio mío
en el que todos los árboles son iguales:
llorones o no,
afrutados o no,
iguales.(77)
Por su parte, la factura de El taxista saca su pene (Praxis, 2014) es igual de trasgresora y estimulante que La telenovela… En este otro concierto de poemas el sinaloense olfatea la vergüenza y el asco que algunas personas experimentan cuando iluminan el secreto cariz del otro. A. E. Quintero se transforma en un gallito doble que nadie quiere comer porque les da asco. Aquí una muestra intitulada:
Y un gallo así
doble
con sus dos picos decidiendo por separado, buscando en el polvo,
debe sufrir mucho.
Qué pena daba que no se pusiera de acuerdo.
Le quitaron el cuello a ambos. Al gallito doble.
Y nadie se lo quiso comer. Les daba asco.(9)
Finalmente, descubrí en ambos poemarios una deteriorada figura paterna, y también, por qué no decirlo, las confesiones de un autor que se deja seducir incluso por ese placer paterno de aplastarlo todo. Poeta del abandono y escritor temeroso de la muerte, Quintero habla desde su cándida fragilidad, muestra el sentido de su existencia en esa búsqueda permanente que es la otredad. Algunas veces llega a ser delicado pero injurioso, como un sueño que no teme convertirse en pesadilla. Así es la poesía del sinaloense, a veces intercala recuerdos sobre su infancia, y rastrea religiosamente aquel difuminado ideal masculino, para luego apagar las luces y llenar de piedras los zapatos del lector. Incomoda. Nada de lo que versa es ajeno a los ojos de los hombres ni de las mujeres, y se abre a nosotros como un armario que muestra las versiones más discretamente reveladoras de su interior.
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Ismael Lares (Durango, 1979). Es crítico y editor de Frontal. En 2012 publicó el libro Abigael Bohórquez. La creación como catarsis (Fondo Editorial Tierra Adentro).
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